jueves, 12 de mayo de 2011

TIRANÍA SENIL

Hay dos cosas en esta vida que a uno le fastidian bastante. Bueno, en realidad, le fastidian mucho más que bastante. La primera es tener que dar explicaciones a nadie —fuera de sus progenitores— sobre nada, sean del tipo que sean. La segunda es que alguien intente imponer sus ideas a otro sin que aquél sea capaz de vislumbrar un hilo de verdad en lo que éste argumenta. Lamentablemente, en este país ambas situaciones se dan mucho más de lo que sería saludable. Preguntémonos a nosotros mismos cuántas veces al día pedimos y damos explicaciones a la gente y cuántas queremos que nuestras opiniones vuelen por encima de las de los demás, muchas veces inconscientemente, por un puro prurito de vanidad; y viceversa, es muy habitual chocar con personas con las que es imposible discutir sobre nada porque se empeñan en permanecer en una tiranía ideológica cerril de la que nada puede hacerles salir.

Con ser deleznable, esta tiranía entre adultos, entre iguales, no es la peor de todas. Al fin y al cabo, ni siquiera es tiranía, precisamente porque se da entre iguales. Basta con dejarse todos de escuchar, y a otra cosa. Aún quedan otras peores, las tiranías propiamente dichas, que son, respectivamente, la que se da entre líderes y súbditos y, sobre todo, la que se da entre adultos y niños. En uno de mis viajes por la Alcarria, concretamente en Cifuentes, fui testigo de un caso singular de este tipo de tiranía, que para el caso llamaremos tiranía senil. Se trataba de una señora mayor que llevaba de la mano a un niño de tres o cuatro años, no más. Por lo que pude escuchar después, eran abuela y nieto. Estaban a punto de entrar en la iglesia de El Salvador, que se asoma al balcón de la plaza Mayor, con el castillo de Don Juan Manuel al fondo, en lo alto de cerro de la Horca. Yo, sentado en un banco a la sombra de la plaza de la Provincia, miraba un mapa, planeando la ruta del día. Y a mi espalda escuché lo siguiente:

—Abuela…

—A mí no me llames abuela. Yo soy abuelita. La abuela es la otra.

Me quedé de piedra. La señora dijo estas palabras mirando muy gravemente al niño y enarbolando hacia el cielo un terrible dedo índice. El niño no pudo más que asentir, aunque en su cara se adivinaba la confusión y algo así como una conciencia primitiva de la justicia. El niño sentía que aquello que le decía su “abuelita” no estaba bien, y que por qué iba a ser ella la “abuelita” y no la otra, a la que no tenía por qué querer menos que a la que tenía delante y que, con ese dedo amenazador y esa advertencia casi diríamos que sectaria, ejercía con todas sus prerrogativas esa tiranía senil de que hemos hablado.

Desconocemos por completo si entre la “abuelita” y la abuela se había larvado una rivalidad que llevó a la primera a manipular de manera tan ruin el pensamiento y el cariño de una criatura de cuatro años. Quizá abuelita y abuela tengan o tuvieron como maridos o padres a un soldado del bando nacional y uno rojo, o viceversa, y sigan así ambas señoras dirimiendo su Guerra Civil particular, como sabemos también que sigue ocurriendo con harta frecuencia en nuestra política y en nuestro día a día. Tampoco sabemos si, más que rivalidad personal, en aquella familia hay luchas intestinas, tan usuales en el solar de las Españas, y que ambos bandos luchen denodadamente por llevarse a los recién llegados al mundo al suyo. Podría ser también que se trate de un caso de egoísmo de la “abuelita” en cuestión, que no haya ni enfrentamientos internos ni guerras civiles, que en realidad abuelita y abuela se lleven muy bien de cara a los demás y en realidad se odien por lo bajo y que aquélla aproveche la coyuntura para ejercer su preponderancia con el más débil. Tampoco sabemos si la otra hace lo mismo con su nieto. Puestos a imaginar, podría ser muchas cosas, pero ninguna de ellas justifica tales palabras, tal abyección.

¿Quién es abuelita y quién abuela en verdad? ¿Quién puede creerse con derecho a ser abuelita y no abuela? Puede haber, como mucho, dos abuelas. Con tan escasa competencia, ¿por qué pretender monopolizar el amor de alguien que está aprendiendo a amar? ¿Dirá ese niño a su nieto, dentro de setenta años, que le llame a él abuelito, que el otro, allí donde quiera que esté —¡quién sabe si soñando con el amor y la compañía de su nieto, que está siendo manipulado en su contra!— no es más que abuelo, que un vulgar y despreciable abuelo? Si así ocurre, ya sabemos de quién fue la culpa.

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