martes, 21 de mayo de 2013

RINCONES DE PRIMAVERA



Ayer por la tarde, cansado de estar delante del ordenador y presa, como escribí por la mañana, de apetito barojiano, salí de casa con ese entusiasmo por el mero hecho de salir de casa en una tarde agradable, ni fría ni calurosa, y dejar atrás todos los bártulos incómodos de la vida propia. El objetivo oficial era comprar dos novelas de Baroja en Alcaná: Los amores tardíos y Susana, aunque más o menos sabía que después, al ser todavía temprano, zascandilearía un buen rato por las calles de Madrid para llegar tarde a casa. Después de comprar los libros fui al parque Rodríguez Sahagún, que no conocía, y que se construyó en el valle de un arroyuelo sobre el que se trazó el paseo principal del parque. Se accede a él por unas escaleras adosadas a un antiguo acueducto, ya abandonado. Había muchos atletas populares, muchos perros juguetones, adolescentes charlando en los bancos, palomas, mirlos, en fin, lo que hay en todos los parques urbanos en una tarde de primavera. Atardecía con una dulzura propia de una novela de Baroja, y mi situación, solo y a gusto de estar solo, era sin duda la de un personaje eminentemente barojiano. Y, también como un personaje de Baroja, me puse a leer La cartuja de Parma, porque los personajes de Baroja, en caso de leer, leen los libros que leyó su autor, a poder ser en un parque y atardeciendo.
Le procura a uno una sensación próxima a la fascinación el conocer lugares nuevos en su ciudad y, más todavía, si esos lugares nuevos están cerca de casa. El parque Rodríguez Sahagún es un parque más, pero, como todos los parques, tiene su encanto propio. En este caso, quizá sea el estar encajonado entre las dos laderas del viejo valle y el hecho de que, si se prolonga la línea imaginaria del paseo principal hacia el noroeste, se encuentra uno con el sol escondiéndose detrás de la sierra de Guadarrama. No es un parque grande, sino más bien pequeño, pero su extensión basta para hacerlo delicioso. Es más, si fuera más grande, perdería gracia, lo que tiene de reducto sentimental, de reminiscencia de poema de J. R. J. o Antonio Machado.
Ese rato, esa hora escasa en que leí La cartuja de Parma sentado en un banco mientras atardecía, es de los que justifican un día entero. “¿Dónde mejor que aquí?”, pensaba, lo cual ya es muy buena cosa. Como anochecía y empezaba a hacer fresco –son los últimos frescos hasta octubre- me levanté del banco y eché a andar. Inspeccioné lo que me quedaba de ver del parque y, una vez salí de él, subí por una de las calles que lo rodean y que se dirigen hacia los calientes y populares barrios de Valdezarza y Tetuán. Transité por calles ignotas, tropezándome con rincones extrañamente sugerentes y, subiendo por Ofelia Nieto, llegué a Francos Rodríguez. Atávico placer este de andar sin rumbo o, mejor, con un rumbo apenas sospechado.
Seguí por la avenida Pablo Iglesias y giré a la derecha por la avenida del Santo Ángel de la Guarda, por donde va el búho. Aún no había anochecido del todo, y me senté en un banco de uno de los parques de la zona a hojear con delectación los libros recién adquiridos. A mi espalda, un grupo de adolescentes charlaban sobre las cosas de que suelen charlar los adolescentes: amores tempranos, discusiones, malos rollos, peleas, críticas alevosas a amigos o ex amigos, cosas que pasaron el otro día narradas siempre en estilo directo: “y me dijo: tal, y yo le dije: esto otro, y él me contestó: tanto y tanto”. Y así.
Era como escuchar una vieja canción, o el murmullo de una fuente, como en los poemas, otra vez, de J. R. J. o Antonio Machado. Todas las conversaciones de adolescentes son iguales, como son iguales los murmullos de todas las fuentes y, también como estos, uno las siente un poco como propias, acaso porque no nos resultan tan lejanas como pensamos o queremos pensar.
¿De qué hablaban? De entre las líneas de Baroja leídas a salto de mata pude entresacar que una de las chicas presentes había resultado cruelmente decepcionada por un quítame allá estas pajas con una amiga a causa de asuntos amorosos. Ella estaba muy acalorada y, mientras hablaba, sus amigos del corrillo le daban la razón, que si la otra es una sinvergüenza, que si se la veía venir desde hace tiempo, etcétera. Pensándolo bien, poco importa de qué hablaran. En este caso, como en algunas novelas, el argumento es lo de menos, e importa más el ambiente, las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, ese parque, ese anochecer, ese fresco –quizá el último hasta dentro de tres o cuatro meses-, ese murmullo de fuente primigenia.
Me levanté y seguí andando hasta dar con la calle Antonio Machado. Descendí por ella y, antes de llegar a la rotonda de Tabarca, me senté de nuevo en otro banco de otro parque cualquiera. No había nadie, y solo pasó un matrimonio mayor con sus dos perros, uno juguetón y vivaracho, el otro, caminando unos metros detrás, cansino, fatigado, de vuelta de todo, inmune a la curiosidad. Como los dueños.
Ya era noche cerrada. Me di cuenta de que había sido un anochecer muy largo, como es propio de la época. En ese rato sentado en ese nuevo banco tuve pensamientos más lúgubres: Dorian, las nuevas fotos de X en Facebook, la impotencia, la vida propia. Sin embargo, todo esto se hace más llevadero sentado en un banco público que en casa. También en eso pensé, lo cual me reconfortó. Delante de mí, en una larga tapia que había en la otra acera, había un grafiti con cierta gracia y bien ejecutado. Representaba la vida de Isaac Newton –la tapia era la del instituto del mismo nombre-, como un río, con sus logros científicos escritos por orden cronológico y acompañado de bonitas ilustraciones –un reloj, una manzana, unas fórmulas matemáticas-, casi artísticas.
Aún me quedaba el último tramo de mi largo paseo antes de llegar a casa. No ocurrió nada más digno de reseñarse, a excepción, quizá, de los partidos de fútbol amateur que se estaban jugando en los campos de Isla de Tabarca. Mirar uno de estos partidos es como mirar obras: son aburridos e insustanciales pero, sin saber por qué, es difícil dejar de prestar atención a su pequeña historia. Ejercen una especie de efecto hipnótico. 
Llegué a casa a eso de las once. En contra de mi costumbre, no encendí el ordenador nada más llegar, y me puse a leer un rato La cartuja de Parma. Lo sentí como un triunfo, como la guinda perfecta a una tarde casi perfecta, con libros, parques, filosofía de banco público, lectura al aire libre. ¿Qué faltó? Quizá, haber sido uno de esos adolescentes…

jueves, 9 de mayo de 2013

LA PÁGINA PERFECTA: PESSOA Y LOS PLÁTANOS



Desde que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los colores.
También me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata, los plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.
Llegará el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y que los periódicos tendrán, para quien se incline a verlos, una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea el mismo.
Este momento, podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta.
Más tarde, quizá... Sí, más tarde... Otro, quizá... No sé...
Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)