jueves, 29 de septiembre de 2011

LA ISLA (XII)



Lunes, 1º de noviembre
Día de Todos los Santos. Por momentos, llegué a pensar que el destino me reservaría esta fecha. Pero pasará sin que yo todavía haya dejado el mundo. Sigo teniendo fiebre y me encuentro más débil, pero hice el esfuerzo de bajar al cementerio, rezar delante de las tumbas y depositar unos ramos de plantas que pude recoger. Además de un homenaje fue, más que una despedida, un saludo, una ceremonia de aceptación, un “hasta mañana”... Tardé dos o tres horas en llegar desde la cueva hasta la playa, y otras tantas -o más-, en regresar, cuando ese trayecto de ida y vuelta, estando sano, lo completaba en poco más de media hora, o lo que aquí en la isla entiendo yo que puede ser media hora. Pero era mi deber, y ahora descanso tranquilo.

Martes, 2 de noviembre
En este mi último momento sólo tengo fuerzas para hacerme estas preguntas: ¿encontrará usted este cuaderno? ¿Cómo puedo hacer para que lo encuentre? ¿Hago un último y puede que inútil esfuerzo y llego a la playa para descansar, teniendo así más probabilidades de que me encuentre pero arriesgándome a que el mar aje más aún el cuaderno hasta que sea ilegible o simplemente se lo lleve para siempre, o me quedo aquí, a la entrada de la cueva, más seguro, pero a la vez más escondido y con muy pocas posibilidades de que alguien vea mi cuerpo jamás? ¡¿Qué hago, por Dios, qué hago?!...

***

CARTAS

Sólo me quedan tres caras en blanco, y, como ya nada me queda por contar que no haya dicho, y nada tampoco que usted no se imagine, creo que lo mejor será que aproveche el espacio y la vida que me queda -tres caras, un hilo- para redactar cinco breves cartas a las personas que más estimo en esta vida, y que, como usted supondrá, son mi padre, mi madre, mi hermana e Inma. Pero también a usted quería dirigir unas palabras, y por usted empezaré, pues sin su ayuda no será posible que nada de lo escrito durante estos más de cuatro meses pueda ser leído por alguien, y en tal caso mi soledad en la isla Inmaculada no habría servido más que para dar de comer a las alimañas que se alimenten con mi cuerpo, para, eso sí, haber dado sepultura a veintiocho infelices que murieron de camino a sus vacaciones y para... para nada más. Porque lo que vieron mis ojos no se lo he contado a nadie más que a este cuaderno, y este cuaderno por sí mismo, sin otros ojos que lo vean, no es nada.

A usted

Ignoro su identidad, su sexo, su nacionalidad, su aspecto. Ignoro siquiera si existe, pero usted es para mí importantísimo. Sin usted se me habrán arrancado cuatro meses de vida que son míos y bien míos. Es, seguramente, el pedazo de vida más mío desde que nací, y por nada del mundo quisiera que me lo robaran. Pero basta de escribir para nadie; esta carta la escribo para ser leída, pues no otro es su cometido, y para agradecerle en lo más hondo de mi alma que haya encontrado este cuaderno y que lo haya leído, y que, si lo tiene a bien, lo difunda entre mis familiares y amigos. No ha sido mi propósito, ni mucho menos, que usted se sintiera angustiado y triste leyendo, aunque momentos de tristeza y angustia haya habido. Cuatro meses de soledad en la isla Inmaculada dan para mucho. Y creo que lo he conseguido. Antes de morir, he releído de cabo a rabo el diario, y he quedado más o menos contento. Contento porque he conseguido trasladar al papel con relativa fidelidad lo que me iba a viniendo a la cabeza, contento porque he conseguido llevar la cuenta de los días sin un error y contento porque lo que he comunicado no ha sido la angustia de un náufrago, sino la ventura de un hombre que no llegaba a la treintena y que, simplemente, tuvo la fortuna de haber vivido. A usted gracias, sea quien sea, y espero que lo haya pasado bien. Y, si en algún momento lloró, que fueran lágrimas de esperanza.

A mamá

De nada vale arrepentirse ahora de no haberte dado siquiera una pizca del amor y cariño que me has regalado desde que nací. Si tuviera ahora mismo un teléfono y una única llamada que poder hacer, no tendría ninguna duda de que sería a ti. La ingratitud de los hijos para con las madres sólo es comparable a lo que nos queréis, y ambas cosas son infinitas. Lamentablemente, estaba siendo ahora cuando empezaba a decidirme a devolverte parte de lo que me diste -pues todo sé que es imposible-, pero este accidente trunca mi propósito. Al menos me queda la esperanza de que algún día puedas leer esta carta, algo de lo que estoy tan poco seguro que muy poco me falta para llorar de desesperación. Me pongo a reflexionar un poco sobre el caso y llego a la conclusión de que estaba siendo en esta etapa de mi vida cuando mis relaciones contigo iban a empezar a ser auténticas, adobadas con un afecto sincero y tranquilo y alejadas del practicismo que imperó durante mi niñez, mi adolescencia y mi primera juventud. En la niñez, los hijos permanecemos con las madres porque las necesitamos para sobrevivir: no es otra cosa que interés por nuestra parte; en la adolescencia, el alejamiento de vosotras, tan abrupto y desconsiderado, obedece a razones de una confusa ansia de libertad, una libertad que aún no puede ser otorgada; y en la primera juventud todavía se viene de ese impulso, aunque atemperado. Pero aún los hijos no os damos nada más que disgustos y respuestas destempladas. Es a partir de los treinta cuando comenzamos a darnos cuenta de vosotras, de lo que sois y significáis para nosotros, y empezamos a devolveros algo de lo que, con un completo desinterés, nos disteis, nada más que por amor en su estado más puro. Me gustaría extenderme más contigo, mamá, pero el papel -y el tiempo, y la vida- se me acaba. Que sepas que te quiero y siempre te quise, aunque a veces no lo demostrara.

A papá

Sin ti nunca podría haber llegado a ser lo que soy. Y lo que soy será mucha o poca cosa, pero, si soy sincero, no le pido nada más a la vida de lo que fui e hice. Y buena parte gracias a ti. No te preocupes si alguna vez fuiste duro, pues si de algo pecaste fue de falta de rigidez para conmigo, seguramente por el amor que me profesabas. E hiciste bien, porque a mí, pese a esta desgracia, pese a este final tan inesperado, no me ha ido mal. Tú lo sabes bien, y sé que te sientes orgulloso de mí. No es el tuyo de esos orgullos fatuos que tienen algunos padres de sus hijos, a los que procuran ensalzar de cara a los demás, quizá precisamente por haberles decepcionado en sus altísimas y estúpidas aspiraciones. El tuyo es un orgullo callado y auténtico, y en su silencio tranquilo y apacible está su autenticidad. Desde aquí sé que eres el que menos ha llorado mi pérdida, lo que vosotros creíais mi muerte, y que aún no es efectiva. Pero sé también que la sientes más que nadie, y que tu entereza no tiene que ver más que con ayudar a que mamá y Nuria no se hundan. Sé su sostén, y piensa que mamá solamente te tiene a ti, porque algún día no muy lejano Nuria también volará. Y estoy seguro de que no fallarás.

A Nuria

¡Hermana! ¿Qué le dice uno a alguien que lleva su misma sangre? Sólo que siempre te admiré. Admiré lo que a mí me falta: tu aplicación, tu capacidad de esfuerzo, tu sentido del humor, tu inteligencia muy superior a la mía, pero sobre todo admiré tu sensibilidad. Y admiré también lo que nos une, lo que reconozco también en mí porque, al fin y al cabo, venimos de la misma simiente, y en algo se tiene que notar. ¿Qué es eso que nos es común? No sabría decirlo. Quizá una pequeña inflexión en la voz cuando llamamos a mamá, o la manera de coger el tenedor, o los andares, o el modo de fruncir el ceño cuando fingimos estar enfadados, o la forma de la espalda, a la vista tan distinta pero, fijándose uno un poco, tan parecida. No sé. En todo nos diferenciamos y en todo también nos parecemos, sin que ello sea una contradicción, ¿verdad que sí? Estoy seguro de que serás en la vida lo que quieres ser, porque talento e ilusión no te faltan. Que mi pérdida no te suponga un quebranto, tú sabes muy bien volar sola. ¡Lástima que no esté yo allí para verlo!...

A Inma

A punto estoy de desfallecer, y casi por milagro soy capaz de sujetar este bolígrafo al que tan poca sangre como a mí le queda. Pero tu recuerdo es lo que me hace continuar y terminar esta carta y, con ella, este cuaderno. El espacio es muy justo, así que allá voy. Lamento profundamente no habértelo dicho nunca, aunque me parece raro que tú no te dieses cuenta. Es curioso: siento más nostalgia y tristeza por aquello que pudo haber sido y no fue -mi vida contigo- que por aquello que fue y dejo atrás. Por mucho que el hombre tenga la facultad, el tesoro, de recordar, sin una perspectiva hacia el futuro, sin una ilusión, no es nada. Y mi ilusión eras tú. Querría que bautizasen a esta isla como isla Inmaculada, si es que no tiene nombre, y si ya lo tiene, si fuera posible, cambiarlo. Es lo único que pido a los hombres; a Dios, o a quien tenga la competencia, que alguien encuentre este cuaderno...

martes, 27 de septiembre de 2011

LA ISLA (XI)

Sábado, 25 de septiembre
Creo que es hora de ir economizando palabras y papel. Al ritmo de escritura que llevaba, no duraría mucho. No sé cuánto, no quiero saberlo. Pienso en Dostoievski, a quien salvaron sobre la bocina cuando lo iban a ejecutar. Me enorgullece sentir lo mismo que una vez sintió aquel gran hombre. Todos, los grandes y los pequeños, estamos hechos de lo mismo y por lo mismo luchamos. Es inútil negar esta realidad que tan clara se ve en la playa de la isla Inmaculada.

Martes, 28 de septiembre
El día ha sido excelente, sin una nube. Creo que he tenido suerte con el tiempo. En tres meses, apenas un par de tormentas, una de ellas muy fuerte, eso sí. De estos últimos días sin escribir sólo podría -y debería- decir una cosa: el viento susurraba por mi alma. Estoy seguro.

Jueves, 30 de septiembre
Sol. Calor húmedo. El cuerpo en carne viva por los mosquitos. Un recuerdo me asalta: los inviernos de Madrid, su azul y su gris y la hilera de árboles esqueléticos de la Castellana, y los veranos de Pastrana, con el sol cayendo por detrás del Monte del Calvario coronado por la cruz de hierro. Y sus fiestas en la plaza de la Hora, y los calimochos que después de cenar nos tomábamos junto al Arlés, y los hombros morenos al aire de las chicas... Me queda muy poco para llorar, pero creo que en fondo soy feliz.

Viernes, 1º de octubre
Si un día escribí sobre la conciencia de la lluvia, hoy tendría que hacerlo sobre la conciencia del sol, que, más que nada, nos nubla la conciencia. O, más que nublárnosla, nos la impone.

Sábado, 2 de octubre
Una de las cosas de las que más orgulloso estoy es de haber llevado, sin posibilidad de error, la cuenta de los días. Es lo que me ha otorgado fuerzas y ánimo para seguir escribiendo aquí, para seguir viviendo mientras, paradójicamente, me iba dejando la vida, las fuerzas y los ánimos. Sé que desde su posición es difícil de comprender, pero tampoco le pido que lo haga, sólo que crea mi palabra y que no piense que nada de lo que escribo aquí pueda ser falso o exagerado, o que haya yo hecho un esfuerzo por novelar mis vivencias -que, como usted podrá haber visto si ha tenido la paciencia de llegar hasta este punto, han sido más bien pocas-, o que mi única pretensión sea la de pasar a la posteridad por este fajo de ajadas cuartillas encuadernadas que, bien lo sé, poco valen. De cualquier modo, soy consciente de que la posteridad vale de muy poco allá donde yo me encontraré dentro de escasos días, y que vale más, sin duda mucho más, la finísima textura de la playa de la isla Inmaculada o el sabor salino de mi piel que todas las posteridades del mundo. Y no digamos ya unos labios en flor, o un trayecto en tren con el sol escondiéndose como una comadreja por detrás del horizonte. El saber que hoy es sábado 2 de octubre me coloca en un contexto vital, del que jamás he llegado a salir durante todo este tiempo como náufrago. Y, si aguanto un poco más, y ya llegado hasta aquí estoy casi obligado a ello, me marcharé sin haberme despegado del mundo, del mundo en que usted y papá y mamá y Nuria e Inma viven y seguirán viviendo. Sí, hoy es sábado 2 de octubre, ayer fue viernes 1 -un día que ya por derecho propio me pertenece y que nadie, excepto la mala sombra de que nadie lea esto que escribo, podrá arrebatarme- y mañana será domingo 3, y no sabe cómo me alegra ser consciente de ello, y pensar que, por allá, quizá haya llegado ya la primera borrasca otoñal. En fin, tampoco es cuestión de insistir más sobre ello.

Domingo, 3 de octubre
EL PRIMER JERSEY
Estamos ya en octubre, y probablemente Inma se haya puesto ya el primer jersey tras los largos meses de verano. ¡El primer jersey! ¿Se da usted cuenta? ¿Se ha puesto usted a pensar alguna vez sobre el inmenso encanto que tiene el primer jersey de la temporada? Mis amigos suelen decir que cuando más guapas están las mujeres es en verano, y es comprensible que lo piensen -yo a veces también caigo en la tentación de pensarlo-, pero yo creo que no es así. Cuando más guapas están es cuando se ponen el primer jersey y el pelo suelto les cae por la espalda y cruzan los brazos cuando tienen un poco de frío y tienen la mirada vagamente triste porque el verano se fue y, si uno tiene suerte, acuden a él como un gato que ronronea para que les dé un calor y un cariño que en realidad los necesita uno mucho más que ellas. Y sentir el roce del primer jersey, que huele a ella más que su propia piel y nos otorga su sabor casi con la misma fidelidad con que lo hacen sus labios, es quizá el mejor momento del año, por encima de un aumento de sueldo o haber aprobado un examen importante o comprarse un Audi TT (por ejemplo) o ser elegido director de sucursal o cualquiera de esas memeces. El primer jersey, tejido adensado de las nuevas nubes, es lo único que vale y de lo único que me acuerdo aquí en la isla.

Jueves, 7 de octubre
Diez kilómetros cuadrados de tierra -no más tendrá la isla Inmaculada- le son suficientes al hombre para tener todo lo que necesita, y aún más. Y -¿me atreveré a decirlo?- casi para ser feliz.

Sábado, 9 de octubre
Ahora sí que me voy deshaciendo. Esto se acaba, ¡blanco! -¿se acuerda de aquel primer día?-, el blanco expira, y yo con él.

Jueves, 14 de octubre
Sin escribir, como usted podrá ver. Han sido los cinco días más insoportables desde que estoy en la isla. Por momentos creí morir sin terminar este cuaderno, y el simple hecho de anotar la fecha de hoy me infunde fuerzas renovadas para continuar, si pudiera, dos, tres, cuatro meses más, un año, dos años, tres... ¡Desperdicié demasiado papel! Y ya no hay vuelta de hoja, y nunca mejor dicho.

Lunes, 18 de octubre
Llovió todo el día. Pensé mucho en todos. Empiezo a sentir nostalgia de esta isla.

Viernes, 22 de octubre
Llevo dos días sin comer. No tengo ni fuerzas, ni ganas, ni hambre siquiera.

Lunes, 25 de octubre
Encontré al fondo de la cueva, en un rincón, la lata de foie-gras que logré rescatar junto a este cuaderno, ¿se acuerda? El latón estaba medio oxidado, pero al abrirla me di cuenta de que el paté estaba en perfectas condiciones. Y me lo comí con el dedo, con lentitud y delectación, como si de un ritual por mi propia carne se tratara, saboreando esa grasa que en seguida empezó a formar parte de mí, y me noté engordar apenas un segundo después de haberlo tragado. ¡Lástima que todo acabe ahora, lástima!

Martes, 26 de octubre
Vi un avión, pero ni siquiera grité ni me levanté para que me vieran.

Miércoles, 27 de octubre
Tal día como hoy de hace dos años oficialicé mi enamoramiento. Fue observándola de espaldas, mientras se preparaba un café en la oficina. Llevaba unos vaqueros azul marino muy ceñidos y una rebeca marrón que le quedaba grande, muy grande, tanto que las mangas le cubrían las manos. Y, a pesar de que evidentemente la rebeca no era de su talla, juraría que era exactamente de su talla. La cabellera rubia le caía indolente por la espalda, casi hasta las lumbares, y demoró tanto la preparación de la bebida, lo hizo con tanto cuidado, cariño y comprensión de todo, que de repente fui consciente de que estaba totalmente loco por ella. Luego dio el primer trago, se dio la vuelta hacia donde estaba yo, me miró sonriendo y me dijo: “¿qué miras?”. Yo, claro, no pude responder nada. Absolutamente nada.

Jueves, 28 de octubre
“¿Qué miras?” dijo el mar, con su paisaje de franjas verdes en la costa y azules rayando el horizonte. “Pues miro -le respondí yo- nada más que a ti, miro un sol rojo y cobarde escondiéndose en tu regazo, miro la tranquilidad del aire húmedo y violeta, miro los restos del avión, junto a las rocas, miro las tumbas de mis compañeros caídos, con sus cruces de palo, miro los pájaros recortando sus sombras en el tapiz muriente del cielo, miro la arena, miro la espuma tibia y susurrante que tú depositas en la playa para que me acaricie los pies”.

Viernes, 29 de octubre
Apenas comí una lagartija y bebí un cuenco de agua. Me siento paralizado, como si de repente las fuerzas me hubieran abandonado. Avance hasta el final de este cuaderno -no tardará mucho-, y comprenderá por qué.

Sábado, 30 de octubre
La vena de la tinta del bolígrafo está casi vacía de su sangre azul. Las muertes corren paralelas, siempre.

Viernes, 30 de octubre
Ayer el atardecer fue sospechosamente gris. Si todo va como presiento, hoy será más claro, y mañana más, y pasado más aún, y… Me siento desfallecer. Llevo cuatro días sin moverme de la entrada de la cueva, cuatro días sin ver más paisaje que el de la explanada de la cima de la isla, en cuyo centro yacen los restos agonizantes de la última pira de humo blanco. Tengo que apretar condenadamente el bolígrafo para poder decir lo que estoy diciendo y lo que de ningún modo puedo dejar de decir.

Domingo, 31 de octubre
Tengo fiebre. Escribir me cuesta un esfuerzo sobrehumano. El bolígrafo se me escapa de las manos como una culebrilla. Calambres en los músculos de los antebrazos. Hace frío -el frío está en mi cuerpo- y tengo ganas de vomitar, aun sin haber comido nada en días. Como presentía, ayer el atardecer fue tenebrosamente blanco…

domingo, 25 de septiembre de 2011

LECTURAS




Rafael de Valentin y Carlos Yarza

sábado, 24 de septiembre de 2011

miércoles, 21 de septiembre de 2011

CREPÚSCULO



"Cuando se acerca el fin de la jornada, causa gozo el considerar de qué extraña manera nos prepara la Providencia, allá en los comienzos de nuestra vida, el camino que hemos de recorrer, y hasta los tropiezos o facilidades, penas y alegrías que en él hemos de encontrar. El tránsito de la niñez a la juventud parece el esbozo de un drama, cuyo plan apenas se entrevé en el balbuciente lenguaje de los primeros afectos y en la indecisión turbulenta de las primeras acciones varoniles"

Benito Pérez Galdós. La corte de Carlos IV.

Ilustración: Brambilla. Vista del convento y plaza de San Antonio en el Real Sitio de Aranjuez. Museo Municipal. Madrid.

viernes, 16 de septiembre de 2011

EL REALISMO EN LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE (Parte I)

ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DEL REALISMO LITERARIO

Una de las principales objeciones que se hacen contra Camilo José Cela y su modo de novelar es lo que los objetores llaman “realismo extremo”. En primer lugar, creemos que habría que intentar delimitar lo que es el realismo, concepción vaga, etiqueta peligrosa que no nos libera de la duda de preguntarnos si, en la creación literaria, en la literatura que realmente nos da -o nos intenta dar- la dimensión del hombre, existe en verdad tal realismo. Nos referimos, claro está, solamente a la buena literatura, a la de los grandes escritores de la historia que quisieron y supieron ofrecernos en sus obras su concepción del mundo y del hombre, diferente en cada escritor. Cada cual, por tanto, tradujo esa concepción, esa “realidad”, con su realismo propio e intransferible. Con la gran literatura cabría enunciar el siguiente postulado: o toda ella es realista, esto es, tiene una base inevitable en la realidad, de ella se nutre, en ella se ancla y la vez de ella quiere escapar, o ninguna obra lo es, ya que, como hemos dicho, cada sujeto, cada ser humano, con su perspectiva única e intransferible de la realidad, escapa de etiquetas y coloca a sus obras en un reino incalificable, un reino que sólo a él y a sus obras le pertenece. Podríamos decir, según esta segunda concepción, que a cada obra que se escribe habría que otorgar una etiqueta que la defina o, al menos, la intente definir.

Como esto es imposible y, a los efectos, poco práctico, es necesario empaquetar la producción literaria de todos los tiempos en compartimentos estancos, con toda la falsedad y artificiosidad que ello conlleva. No debemos olvidar la esencia de la escritura, el hecho inevitable de que escribir significa ante todo transformar, deformar, recrear, imaginar. Es decir, al escribir estamos automáticamente creando otra cosa distinta a la realidad -con ser la misma escritura pura realidad-, por muy fiel que el escritor quiera ser a los hechos, a los ambientes, a los personajes, a los diálogos. Incluso el naturalista más acérrimo, aquel que con mentalidad y procedimientos casi científicos quiere trasladar a un folio en blanco el mundo que le rodea para después diseccionarlo y estudiarlo como se estudia a una rana, hasta este fanático de la realidad, al escribir ha resquebrajado en mil pedazos ese trozo de mundo que, con todo su amor y cuidado, intentaba transportar al papel y plasmar en su creación.

No hay obra, por objetiva que pretenda ser, que no pase antes por el filtro deformador de su autor. Esto invalida al instante la noción de realismo con que normalmente se define a ciertas obras. O hay un único realismo o hay cientos de miles, miles de millones, infinitos, tantos como seres humanos, como escritores, como creadores han existido, existen y existirán. El mundo, las cosas que tenemos delante, están porque en efecto las vemos, las tocamos, las olemos, las sentimos. Somos nosotros las que les conferimos un significado, una presencia; somos, en definitiva, nosotros los que las creamos, si se quiere de forma pasiva. Qué decir entonces de la literatura, de la novela, ese género multiforme, infinito y, a pesar de la época manifiestamente tecnológica y científica en que nos encontramos, única herramienta que de verdad sigue estando cerca -desde luego mucho más cerca que la ciencia- de dar con la máxima hondura del hombre.

El hombre y la literatura, la literatura y el hombre. Hay palabras que, aun sin serlas etimológicamente, son sinónimos. Y hombre y literatura son dos de ellas. Desde luego que la literatura sin el hombre no sería posible, pero no es menos cierto que el hombre sin la literatura se nos antoja como algo no menos inverosímil. Se diría que el hombre nació para contar, y que el mismo hecho de contar es el cordón umbilical que lo une al mundo. ¿Quién no siente una necesidad casi fisiológica además de espiritual de contar lo que le pasa o lo que ve cuando nos vamos de viaje, cuando nos ocurre algo interesante, alegre o desolador? No es posible imaginarnos sin esa calidad, sin esa aptitud humana para la expresión, para la transmisión deformada de sucesos. En la vida diaria, no hacemos otra cosa que contar, y lo que contamos adquiere un color distinto según cada cual. Jamás dos personas darán la misma versión de un mismo hecho.

LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE

Es por todo lo dicho que podemos dudar de la existencia del realismo en literatura, y es por ello también que queríamos dar nuestra visión sobre el realismo que se le atribuye a las obras de Cela en general y a su primera novela, La familia de Pascual Duarte, en particular, publicada en diciembre de 1942 y con la que el premio Nobel de 1989 se dio a conocer. Novela innovadora y, más aún que eso, reformadora de la novelística española de posguerra, que adquirió un nuevo impulso desde entonces. Novela cruda y descarnada, pero profundamente poética, incluso en sus pasajes más desoladores. Novela que, puestos a acotar estilos y modos de narrar -con el único objetivo de tener una referencia, una vara de medir-, poco tiene que ver con Galdós y Baroja, los dos máximos representantes de lo que se ha venido en llamar realismo en la literatura española. El canario era un demiurgo, al más puro estilo del XIX, que creó en su vastísima producción todo un universo paralelo al de la realidad real, a partir de la cual edificó, a la manera de Balzac, una realidad novelística en absoluto menos real que la realidad en que se apoya; el vasco, a pesar de su dureza, de su precisión, de la imperturbabilidad con que narra -característica esencial de todo gran creador-, de la aparente falta de estilo, era un romántico encubierto. Cela no se emparenta con ninguno de los dos, y en La familia de Pascual Duarte vemos sin duda más afinidades con la picaresca, Dostoievski y Lorca, influencias que saltan a la vista hasta para el lector menos avispado pero que trataremos de mostrar en lo sucesivo.

La historia es conocida por todos: Pascual Duarte es un habitante más del paupérrimo campo extremeño de las primeras décadas del siglo XX y que, agobiado por el ambiente opresivo y por la exasperante falta de amor que hay en su familia, encadena crimen tras crimen en un rosario diabólico que culmina en el relato con el asesinato de su madre y, según se infiere por la dedicatoria y por algunas claves que se dan a lo largo de la novela, tiene continuación después con la muerte a manos de Pascual de don Jesús González de la Riva, conde de Torremejía, “que al irlo a rematar el autor de este escrito, le llamó Pascualillo y sonreía”. Antes, Pascual apuñala a Zacarías (capítulo 8), sin matarlo, mata a navajazos a la yegua que descabalgó e hizo abortar a su mujer, Lola (capítulo 9), dispara a bocajarro a su perra Chispa (capítulo 1) y asesina a su enemigo acérrimo el Estirao (capítulo 16).

Leída esta sinopsis, parecería que la novela es un espeso río de sangre que podría hacer desagradable la lectura y extremadamente repugnante a la figura de Pascual, autor confeso de todos y cada uno de los asesinatos mencionados. Sin embargo, y como hiciera Dostoievski con Raskólnikof en Crimen y castigo, Cela, con maestría insuperable, consigue que el lector sensible y no fácilmente impresionable se ponga del lado del asesino y, a excepción de la perra Chispa, que nada hizo la pobre para tener tal final -a excepción de proyectar sobre Pascual esa mirada inquisitiva que no es otra cosa que la misma mirada de la madre cruel y desafecta-, que sintamos odio y desprecio hacia los asesinados. ¿Quién no se hubiera visto embargado por la tristeza y la desesperación en aquella atmósfera asfixiante, huérfana del afecto mínimo que requiere todo ser humano para ir construyendo su proyecto de vida? A excepción de su hermana Rosario, todo lo que rodea a Pascual es grotesco, feo, desolador: un padre borracho y violento y, según se menciona, delincuente en otro tiempo; una madre desprovista de todo sentimiento bello que hace a las madres ser lo que son -“¡La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta, a quien, si Dios quisiera, le caerían las alas, porque a las alimañas falta alguna les hacen!”, nos dice Pascual en el capítulo 5-; un hermano deficiente, Mario, al que los cerdos le comen las orejas, que muere ahogado en una tinaja de aceite y que, lo poco que vivió, lo hizo en condiciones afectivas e higiénicas lamentables; un novio de su madre, el señor Rafael, también violento y ruin; un proxeneta agresivo -el Estirao- que somete con maltratos al único reducto de amor y belleza moral que existe en el ámbito de Pascual, su hermana Rosario, y que, para más inri, se empareja con Lola cuando Pascual abandona el pueblo. Añadamos la desgracia que se ceba con su matrimonio, pues al aborto de Lola le sigue la muerte prematura del hijo que sí llegó a nacer, Pascualillo, narrada con deliciosa vena poética en el capítulo 10, uno de los mejores del libro. Y todo ello adobado por la circunstancia incómoda del campo español de principios de siglo, en el que “el qué dirán” cobra un significado rotundo hasta el punto de dirigir vidas y nublar conciencias. Cuando Pascual, ya casi al final de la novela, se casa con Esperanza y parece reconducir su vida, ya es demasiado tarde. El daño estaba hecho y la espina demasiado profunda y demasiado removida como para sacarla sin dolor.

Estructura y resumen

El cuerpo de la novela lo compone el manuscrito de las memorias Pascual Duarte, escritas en la cárcel de Badajoz, donde espera sentencia de muerte a consecuencia de sus crímenes y, más concretamente, del último asesinato: el del conde de Torremejía. El relato de Pascual está distribuido en diecinueve capítulos siguiendo un orden cronológico lineal a excepción de alguna analepsis, como la escena de la muerte de la perra Chispa, contada en el capítulo 1 pero acaecida en una cronología avanzada en la biografía de Pascual, después de apuñalar a la yegua y antes de asesinar al Estirao. El estilo es directo y nada proclive a las divagaciones entreveradas en el relato. El autor se limita a contar su vida, sin consideraciones que entorpezcan el transcurso de la historia, sumando, como dijo el propio Cela, “acción sobre acción y sangre sobre sangre”. Este flujo puramente narrativo se interrumpe, sin embargo, en los capítulos 6 y 13, cuando Pascual reflexiona, desde el cuarto de su celda, sobre diversos aspectos de su vida, de la existencia e incluso de la propia escritura:

Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido (cap. 13).

De hecho, casi todo el capítulo 13 se trata de un texto meta literario en el que Pascual reflexiona sobre las causas de que escriba lo que está escribiendo e, incluso, da cuenta del proceso creativo que está llevando a cabo:

Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos a verlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo.

Por su parte, el capítulo 6, el más corto del libro, es una divagación con tintes poéticos acerca de lo pasajero de la felicidad y lo mudable de la condición del hombre a partir de la observación de Pascual del exterior a través de la ventana de su celda. La contemplación de una familia feliz paseando por el sendero le recuerda a la suya propia, tan desdichada, en lo que no deja de ser una plasmación de un eterno drama del hombre: lo que pudo ser y no fue porque era imposible que fuera y la creencia que es en los demás y no en uno mismo donde de verdad fue a posarse la felicidad. Este detalle y el del aire, la mariposa y el ratón que con total impunidad entran y salen de la celda “porque con ellos no va nada” colocan a Pascual Duarte en un trágico espectador de la realidad y de la vida, frustrado ya su papel de actor, sentenciado a muerte como está y pasando los últimos días de su vida entre rejas.

En el capítulo 19, el último del manuscrito, hay otro bloque que interrumpe la narración de los hechos y que es una síntesis del proceso que llevó a Pascual Duarte a hacer todo lo que hizo, un resumen vital del propio autor pero a la vez una reflexión general sobre la humanidad y su inevitable y trágico destino. Ya casado con la Esperanza y dispuesto a emprender una nueva etapa en su vida, Pascual es incapaz de deshacerse de los viejos fantasmas que lo atosigaron desde que nació; fantasmas que viven con él y que forman parte de su sustancia; fantasmas que conforman una parte principal de su persona y que acaban imponiéndose a su otro yo, aquel que sentía cariño por las personas que, por su bondad, lo merecían, aquel que tenía una saludable y legítima ilusión por el porvenir, ganas de trabajar y de labrarse una existencia lo más parecido posible a la felicidad. Ese Pascual sucumbe ante la presión agobiante del entorno y el impulso irresistible de sus instintos, tendentes a la brutalidad y la violencia. Este fragmento, colofón perfecto a una obra maestra y, diríamos más, una verdadera pequeña obra maestra dentro de una gran obra maestra, toca regiones muy profundas del ser humano, y lo hace a partir de la expresión bella, poética otra vez, del sentido trágico de la vida:

La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados.

No es posible librarse, y sobre Pascual y sobre la humanidad entera parece abalanzarse el manto negro de la fatalidad y de la muerte. El destino está marcado y por muchas cabriolas que se hagan no conseguiremos librarnos de su garra. El hombre, a partir de su amarga experiencia no reversible, se siente precipitado por el despeñadero de su propio ser. Y, ya al final, y tras haber tomado plena conciencia de su situación, se resigna, con un punto de placer, a aceptar las cosas como vinieron y como vendrán y a aceptarse tal cual es, sin por ello dejar de consignar con un punto de frialdad toda su desgracia:

La desgracia es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar en vida. Quizá para levantarnos un poco a última hora, antes de caer de cabeza hasta el infierno... Mala cosa.

Qué duda cabe que en estos fragmentos no es sólo Pascual el que habla: es el hombre en general, a partir del hombre en particular. ¿Quién, al leer estas líneas, no se siente emparentado con Pascual, a pesar de que en su vida no existan las desgracias y terribles acontecimientos que leemos en la novela? ¿Quién no es capaz de trasladar esas palabras a su propia vida? ¿Quién no se ve recorrido por un temblor al verse reflejado en los pensamientos de un criminal tan abyecto? Inmediatamente después el narrador pasa a contarnos con escalofriante frialdad cómo asesina a su madre, acto inevitable prefigurado no solamente en el trozo que acabamos de citar, sino en varios puntos más a lo largo de la novela:

No entendía; mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba… ¡Ay si no me mirara!
-¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera en las piedras?
-¡Pues peor que todos juntos es el hombre!
-¿Por qué dices eso?
-¡Por nada!
Pensé decirle:
-¡Porque os he de matar!
Pero la voz se me trabó en la lengua (cap. 12).

Y, antes, al final del primer capítulo, la muerte de la perra Chispa es también preludio del crimen culminante, el asesinato de quien dio la vida a Pascual y, con la vida, todo el sufrimiento que tuvo que padecer. El manuscrito presenta así una siniestra estructura circular, pues Pascual empieza y termina matando a su madre; la segunda vez de hecho, la primera a través del animal, cuya mirada es la misma que de la su madre, esa mirada inquisitiva, fría y nublada por el desamor que le obsesiona y que, en último término, es la yesca que enciende el fuego del crimen:

La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviera que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal (cap. 1).

A continuación, Pascual dispara. La mirada como conglomerado de las ilusiones, esperanzas y miedos del hombre; la mirada como símbolo máximo y espejo del alma humana; la mirada como manera más fiable y a la vez más cruda y desgarrada de profundizar en nuestras verdades últimas; la mirada como el más preciado tesoro de los recuerdos pero también como la pesadilla más atosigante. El hombre, como animal eminentemente visual que es, tiene, después de millones de años de evolución, una capacidad ancestral de leer, de gozar y sufrir con la mirada, y Pascual no puede resistir su lacerante peso.

El doble asesinato de la que trajo al mundo al autor del manuscrito y, por ello, culpable inmediata de todas sus penas, abre y cierra el relato. Entre medias, como hemos dicho, continúa con una cadencia puramente narrativa que se limita a los hechos, a excepción de los fragmentos mencionados que constituyen el corpus filosófico del autor y resumen vital a través de la experiencia. Pascual nos cuenta su vida desde que tiene uso de razón hasta que asesina a su madre, dando en los capítulos discursivos algunas referencias sobre su situación actual en la cárcel: “(…) entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre para coger la pluma” (cap. 6). “Ayer me confesé; fui yo quien di el aviso al sacerdote” (cap. 13). Desde su infancia hasta la edad adulta y su ingreso definitivo en prisión, las memorias de Pascual nos cuentan los sucesos de forma lineal y exclusivamente a través de lo que él vivió, vio y conoció. No hay, por tanto, ni narrador omnisciente ni otros puntos de vista que complementen el relato. Solamente en una ocasión, al final del capítulo 3, Pascual nos da a conocer a través de lo que le cuenta su hermana Rosario la continuación de una discusión que tuvieron en el campo el propio Pascual y el Estirao, por entonces novio y chulo de la muchacha, y que culmina con una paliza, ya en casa de la Nieves en Almendralejo. Por lo demás, es Pascual quien nos informa del transcurso de su vida y el de su familia, empezando por la descripción de su pueblo y su casa (cap. 1), y continuando con la de sus padres (cap. 2), hacia quienes no ahorra las malas palabras a raíz de sus amargos recuerdos. El nacimiento de Rosario, narrado en el capítulo 3, es una luz cálida en medio de la hostilidad familiar en que vive desde pequeño, con recuerdos trufados de palizas y borracheras propinadas por su padre a su madre y a él mismo. El nacimiento de un nuevo hermano, Mario, quince años después del de Rosario, no supone como éste una interrupción del sufrimiento, una esperanza dentro del implacable cauce de las desgracias de la vida de Pascual. Al contrario, la existencia de Mario es la más breve y desdichada de todas, y el accidente del cerdo que le come las orejas y su final, ahogado en una tinaja de aceite, nos remite al Velázquez de los enanos y bufones y a Goya y la estirpe grotesca en sus mejores obras negras. A ello hay que sumar la muerte del padre, también deforme, también fea, también grotesca, por rabia (cap. 4).

Es a partir de la muerte de Mario, según nos cuenta Pascual, cuando empieza a sentir el odio hacia su madre que culminará con el matricidio. La indiferencia que la madre muestra ante la muerte de su propio hijo es intolerable incluso para un ser primitivo y escasamente instruido como Pascual. No es aventurado afirmar que es el derrumbamiento y pérdida de la referencia emocional materna la principal causa del carácter violento y exaltado de nuestro protagonista. Desprovisto de las más elementales dosis de afecto -a excepción del que pudo darle en momentos concretos su mujer Lola y, con más constancia, Rosario- y acostumbrado a presenciar desde su infancia escenas brutales, Pascual Duarte, a través de su experiencia vital, hereda toda esa carga negativa que le hace ser la persona vehemente que es, la que actúa a partir de los impulsos y no de la razón y que, en último término, y a pesar de sus intentos por escapar del pueblo y de su propia condición, le hace cometer los crímenes más monstruosos. Este primitivismo se advierte en su obsesión por salvaguardar su hombría a los ojos de los demás. El texto está salpicado de frases puestas en boca de su mujer, Lola, que ponen en duda la masculinidad de Pascual, hecho que él no puede tolerar, e incluso cree vislumbrar en unas palabras de don Manuel, el cura, una acusación de homosexualidad:

Desde aquel día siempre que veía a don Manuel lo saludaba y le besaba la mano (…) Después me enteré que don Manuel había dicho de mí que era talmente como una rosa en un estercolero y bien sabe Dios qué ganas me entraron de ahogarlo en aquel momento; después se me fue pasando y, como soy de natural violento, pero pronto, acabé por olvidarlo, porque además, y pensándolo bien, nunca estuve seguro de haber entendido a derechas (cap. 4).

Más adelante, tras la muerte de Pascualillo, encontramos la frase varias veces repetida en la novela que cuestiona la estirpe sexual de Pascual:

Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un gato montés… Yo aguantaba callado la gran verdad.
-¡Eres como tu hermano!
…la puñalada a traición que mi mujer gozaba en asestarme (cap. 12).

Regresando al hilo cronológico de los hechos, la boda de Pascual con Lola, forzada por el primer embarazo, tampoco supone una interrupción de las desgracias. Viene, tras la luna de miel en Mérida, una nueva escena violenta, en la taberna de Martinete el Gallo, cuando, tras una discusión en la que Pascual cree encontrar ofensa en unas palabras de Zacarías (otra vez la desconfianza de su carácter, forjada a partir del mal que siempre vio en su entorno), lo apuñala en el hombro. A continuación, nada más llegar a su casa, Pascual se entera de que la yegua descabalgó a su mujer y que ésta abortó y, presa de la rabia y la desesperación, culmina matando a navajazos al animal.

La fortuna no hace más que ensañarse con Pascual, y éste responde de la única manera que sabe: con la violencia. Sin embargo, la vida iba a darle una segunda oportunidad de ser padre y poder formar una familia feliz. Es de las pocas veces en que la ilusión y la esperanza prenden en su corazón y en el de su mujer. El nacimiento del primer hijo estrecha los lazos del matrimonio -“Mentira me parece, pero bien por cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un niño con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de mi mujer; se lo agradecía de todo corazón, se lo juro” (cap. 10)- y parece suponer el fin de las calamidades, poblando el futuro de doradas perspectivas:

-Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.
-Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela…
-Y yo le enseñaré a cazar…
Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo del brazo como una Santa María (cap. 10).

No se trata más que de un espejismo, porque la fatalidad, que está señalada por el destino, no tarda en irrumpir con violencia desusada. Cuando se siente el dulzor de la dicha tan cercano, cuando se llega a respirar su fresco aliento, cuando se para ante nosotros y nos ofrece su mano y nos sonríe y nos da a entender que todo lo malo terminó, la ilusión, esa entelequia del hombre, se resquebraja y estalla en mil pedazos. El diálogo que sostienen Pascual y Lola en el capítulo 10, uno de los más intensos y dramáticos no sólo del libro, sino de toda la literatura española, anticipa de forma fatal una desgracia inevitable, en medio del remedo de felicidad que ambos están viviendo:

La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor…

La muerte del hijo recién nacido, única posibilidad de redención, sume a Pascual en la más profunda de las desesperanzas, que ni siquiera la compañía de su familia es capaz de mitigar. Muy al contrario, en su seno no es posible encontrar el calor tan necesario en momentos tan difíciles, y los modales hoscos de su madre, su hermana y su mujer y la frialdad de sus actitudes y sentimientos, alejados de cualquier tipo de cariño, propician el desapego -sobre el que después volveremos-, escenificado en los capítulos 11 y 12, que culmina con la huida de Pascual del pueblo a Madrid, primero, donde está quince días alojado en la casa de Estévez y su mujer, y a La Coruña, después, con el objetivo frustrado de embarcar hacia América. Son dos años los que Pascual pasa lejos de su tierra, lejos del escenario de su trágica vida. Si creemos al narrador, esta huida hemos de tomarla como un intento de catarsis en busca de nuevos horizontes vitales, alejados de todo lo anterior, tan desagradable, pero frustrado por la nostalgia de la patria. Así, Pascual regresa a Torremejía, y lo que encuentra es una continuación de las tribulaciones: Lola está embarazada del Estirao, su mujer no puede aguantar la presión del qué dirán y muere sin sentido con el tercer hijo en sus entrañas. Y, a pesar del tiempo que pasa fuera, continúa en Pascual ese carácter elemental y violento que lo impele a asesinar a su enemigo acérrimo. Este crimen lo lleva a la cárcel de Chinchilla, donde está solamente tres años de los veintiocho a que fue condenado, reducción que para Pascual, lejos de suponer un motivo de alegría, es una desgracia más de su existencia:

Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndome lo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director… y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo; me dijeron:
-Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.
Y creyendo que hacían un favor, me hundieron para siempre (cap. 17).

Inevitablemente, la llama de la ilusión por el porvenir, cada vez más débil, vuelve a alumbrar. Sin embargo, es poner los pies en su pueblo y asomar sus hocicos los viejos fantasmas:

Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie. Era de noche; el jefe, el señor Gregorio, con su farol de mecha que tenía un lado verde y otro rojo, y su banderola enfundada en su caperuza de lata, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería hacia mí, me reconocería, me felicitaría.
-¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!
-Sí, señor Gregorio. ¡Libre!
-¡Vaya, vaya!
Y se dio media vuelta sin hacerme más caso. Se metió en su caseta. Yo quise gritarle:
-¡Libre, señor Gregorio! ¡Estoy libre! -porque pensé que no se había dado cuenta. Pero me quedé un momento parado y desistí de hacerlo.

Podemos llegar a comprender la actitud del señor Gregorio al encontrarse con el asesino, pero también la tristeza, desilusión y soledad de Pascual. Ha bastado un momento, una sola escena, un mínimo contacto con lo anterior, para que todo se oscurezca de nuevo. El paseo nocturno nada más dejar la estación junto al cementerio simboliza el pasado y el destino de Pascual y su familia; allí descansan sus hijos, el abortado y el que llegó a nacer, su mujer, su hermano, su padre y el Estirao, y allí descansará la que le dio la vida. La madre le recibe con la frialdad acostumbrada en ella y le entera del amancebamiento de Rosario con el señorito Sebastián. Es su hermana la que le da la última alegría de su vida al actuar de celestina entre él y la Esperanza. Y en este encuentro asistimos al postrero instante de felicidad, la definitiva claudicación de cualquier atisbo de dicha:

La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo, que cuando aparté la boca el cariño más fiel había aparecido en mí (cap. 18).

Ahí acaba todo. Pascual y la Esperanza se casan, sí, pero nada es lo que debiera ser. La madre, “con su ademán, siempre huraño y como despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella”, actúa de freno al buen advenimiento del matrimonio. La pareja piensa en emigrar, pero como si el destino -otra vez el destino- actuara de imán, termina por quedarse. El matricidio es inminente e insoslayable. Pascual decide matar a su madre la noche del 10 de febrero de 1922. La pugna consigo mismo es dura, pero el camino ya estaba marcado.

Hasta aquí lo que Pascual Duarte nos cuenta en el manuscrito, cuyo contenido hemos tratado de resumir. Cela, con la intención de potenciar la sensación de verosimilitud y complementar la historia, crea una farsa muy bien urdida en torno al manuscrito mediante la adición de seis documentos presentados de forma simétrica al principio y al final de la novela. Por orden, son los siguientes:

a) Una “Nota del transcriptor”, que podríamos imaginar que es el propio Cela. En ella nos informa de cómo y dónde encontró el manuscrito y las causas de dar a conocerlo al público. Este punto es de gran importancia si tenemos en cuenta la coyuntura de la época, con una censura durísima. Así, Cela, o el transcriptor, se preocupa de dar al documento un marcado tono moralista, imprescindible para que la novela pudiera salir a la luz en tales condiciones, y califica a Pascual Duarte como “un modelo de conductas; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante el cual toda actitud de duda sobra”. El que al transcriptor le pareciera en algunos pasajes “más conveniente la poda que el pulido” -una censura, al fin y al cabo- es un elemento más que pudiera predisponer favorablemente a los censores.

b) Una “Carta anunciando el envío del original”, escrita por Pascual Duarte desde la cárcel de Badajoz el 15 de febrero de 1937. Según Adolfo Sotelo Vázquez, este documento equivaldría funcionalmente a la carta-prólogo del Lazarillo. El receptor de la carta es el señor don Joaquín Barrera López, único amigo del conde de Torremejía (última víctima, recordemos) del que Pascual recuerda las señas. No es casual que el autor de la carta quisiera enviarla a alguien del entorno de don Jesús, espejo de virtudes donde siempre se miró nuestro protagonista y por lo cual, paradójicamente, acaba asesinándolo. Don Jesús fue lo que Pascual siempre quiso ser y no pudo, ya por su confesado carácter violento, ya por las fuerzas oscuras que rigen su existencia y que provienen de la realidad ambiental, familiar y social en que vive: “porque es demasiado malo lo que la vida me enseñó y mucha mi flaqueza para resistir el instinto”. Condiciones fatales, las propias del hombre que nos habla y las del ambiente no elegido en que le tocó vivir, que desencadenan en las atrocidades descritas en las memorias confesionales del autor. Porque, ante todo, el manuscrito, tal y como se nos dice en la carta, es una “pública confesión” y una “memoria”. De esta manera se nos advierte desde el inicio de dos características esenciales del relato: descargo de conciencia y la existencia de una única perspectiva narrativa, la suya. También se nos dice que las memorias están incompletas, ya por olvidos verdaderos, ya “porque otra parte hubo que al intentar contarla sentía tan grandes arcadas en el alma que preferí callármela y ahora olvidarla”. No hay que olvidar, además, que la carta y el manuscrito se escriben en trance de espera de sentencia de muerte y, aparte de la lógica urgencia que tal coyuntura le impele a dar a conocer su vida, observamos en Pascual una resignación acorde con su conciencia de lo inevitable y, quizá, lo justo: “tal vez sea mejor que hagan conmigo lo que está dispuesto, porque es más que probable que si no lo hicieran volviera a las andadas. No quiero pedir el indulto (…) Hágase lo que está escrito en el libro de los Cielos”. Primera mención del destino inevitable y, en su caso, fatal.

c) Una “Cláusula testamentaria de don Joaquín Barrera”, dada en trance de muerte en Mérida el 11 de mayo de 1937. Este documento tiene el objeto de hacer verosímil el hallazgo del manuscrito a cargo del transcriptor, a mediados de 1939 en una farmacia de Almendralejo. Además, se califica el contenido como “disolvente y contrario a las buenas costumbres”, en lo que es otro guiño para ganarse el favor de la censura, y se ordena quemar el manuscrito. Solamente una instancia superior e inapelable -“la Providencia”- está legitimada para salvarlo de las llamas, intentando descargar de cualquier culpa tanto a don Joaquín como al mismo transcriptor.

d) Concluido el manuscrito, Cela nos ofrece “Otra nota del transcriptor”, en la que el autor conjetura sobre la vida de Pascual desde que mata a su madre el 10 de febrero de 1922 hasta la fecha en que escribe la carta anunciando el envío del original. Se nos dice que Pascual, tras el matricidio, debió de ser enviado a la cárcel de Chinchilla, hasta 1935 o 1936, pues “parece descartado que salió de presidio antes de empezar la guerra”. Es ésta la única mención al conflicto que se hace en toda la novela, e incluso se oculta la conducta de Pascual “durante los quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo”, a excepción del único hecho que se conoce: el asesinato del conde de Torremejía, sobre el que Pascual no quiso confesar nada más que fue él el autor y por el que fue ingresado de nuevo en prisión y condenado a muerte. Se dice también que la carta de Pascual fue escrita a la vez que los capítulos 12 y 13 de las memorias y que, por tanto, Pascual decidió continuar su relato tras dejar escrito que suspendía “definitivamente el seguir escribiendo”.

El transcriptor, continuando con su labor investigadora, se dirige en carta a dos personas que estuvieron presentes en el momento de la muerte de Pascual, con el objeto de llenar en lo posible los vacíos que deja el manuscrito y ofrecer una visión más amplia en forma de diferentes perspectivas que ofrezcan al lector diversos puntos de vista aparte del que ofrece el propio Pascual. Así, y tras leer ambos las memorias, tenemos otros dos documentos:

e) Una carta de don Santiago Lurueña, capellán de la cárcel de Badajoz. Testigo del momento de la muerte de Pascual, según él sus últimos momentos fueron ejemplares por su valentía, aplomo y resignación, y califica a Pascual como “un manso cordero, acorralado y asustado por la vida”. Sin embargo, levanta acta de una postrera descomposición de ánimo.

f) Una carta de un guardia civil, Cesáreo Martín, que le custodió en la cárcel de Badajoz. Según él, los momentos finales de Pascual fueron especialmente cobardes, y desde su perspectiva no vemos nada de esa ejemplaridad que pinta el capellán. Ambos coinciden, porque estuvieron presentes, en el grito “¡hágase la voluntad del señor!” que profiere Pascual antes de ser llevado al patíbulo, si bien para el autor de esta carta el reo adoptó a continuación una conducta vergonzante, “sin cuidado ninguno de los circunstantes y de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte”. Califica al Pascual como un loco, como alguien de cuya salud mental “no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado, porque tales cosas hacía que a las claras atestiguaba su enfermedad”. Además, en esta carta se nos informa del trabajo narrativo de Pascual desde su celda y de cómo fue el traslado de las cuartillas a don Joaquín Barrera, en Mérida.

Estos dos documentos complementarios tienen el valor de ofrecer un abanico de perspectivas de una realidad concreta, la muerte de Pascual, que éste, lógicamente, no pudo plasmar en sus memorias. Así, Cela pone en práctica uno de los postulados básicos orteguianos, el del perspectivismo individual, para pintar en su novela un cuadro que no se atuviese únicamente -aunque sí principalísimamente- a la perspectiva del narrador y confesor. La escena en el patíbulo recuerda al lector que la narración de los hechos y de los asesinatos la hace el propio asesino, quien, a pesar de su voluntad de confesión, justifica todos sus crímenes como consecuencia de un ambiente corruptor, aunque también es verdad que no deja de admitir su carácter extremadamente agresivo ni de consignar su arrepentimiento. El lector, leída la novela en su totalidad, tiene ante sí a varios Pascuales moldeados por la narración y por la opinión de varias personas que lo conocieron. Cada cual extraerá una conclusión final: Pascual como una “hiena”, Pascual como un “cordero”, Pascual como un “loco”. ¿Cuál es el verdadero? ¿Hay uno verdadero? ¿O todos lo son?

jueves, 15 de septiembre de 2011

LA ISLA (X)



Lunes, 13 de septiembre
Esto es un poco como el moribundo que espera a la muerte postrado en la cama, que sabe que ahí y no en otro lugar dejará de existir. Pero también es lo mismo que lo que le ocurre a cualquier ser humano que viva libre y con salud, porque también él sabe que este planeta -que en el fondo no es demasiado grande- es su lecho de muerte, no ha hecho otra cosa que vivir siempre en el mismo lugar donde morirá. Mi situación no es más que un punto intermedio entre ambos extremos, el del moribundo enfermo del estrecho recinto de su alcoba infecta y el de la Humanidad que se va muriendo en el no menos estrecho planeta Tierra. ¿Qué si no una representación minúscula del mundo es la isla Inmaculada, y yo una metáfora perfecta de la especie humana entera? Quizá esto que estoy diciendo sean delirios de grandeza... o de pequeñez, porque nada envanece tanto como sentirse pequeño y desvalido.

Martes, 14 de septiembre
Sí, es una verdad descorazonadora. Haciendo un cálculo bastante grosero pero creo que ajustado a la realidad, se podría asegurar que el ochenta por ciento de los seres humanos que han existido a lo largo de los milenios nacieron, vivieron y murieron sin haber visto más paisajes, más horizontes, que el que he visto yo en estos más de dos meses como náufrago. Por tanto, mi consideración como hombre extraordinario por el hecho de vivir una aventura se esfuma al instante, porque en realidad soy uno más de entre ese colosal ochenta por ciento cuyos ojos no vieron más allá de diez kilómetros a la redonda. Lo otro, los viajeros o, mejor dicho, los turistas, son un invento tan reciente que, de ese veinte por ciento restante -siendo muy generosos- de toda la humanidad, un quince pertenece a los últimos cien o doscientos años. Generalmente el hombre no se ha movido porque no ha podido, exactamente igual que yo ahora. Y, así, mi insignificancia se exacerba hasta hacerse insoportable, hasta hacerme prácticamente inexistente. Sólo este menguado cuaderno podrá salvarme de no haber existido, y sólo usted tendrá la potestad para devolverme algún día al lugar de donde, podrá creerme, no quiero marcharme, a pesar de todos los pesares.

Jueves, 16 de septiembre
Hoy he visitado el cementerio. ¿Qué otra cosa mejor puedo hacer aquí que honrar la memoria de los que sólo me tienen a mí para visitarlos, para estar con ellos? Porque, en eso estará usted de acuerdo, es mucho más patético y doloroso un muerto solitario y sin sepultura y sin nadie que se acuerde de él -aunque este no sea el caso, pues seguro que sus familias piensan en ellos a cada instante- que un hombre vivo y coleando que no tenga nada más que su soledad -que ya es mucho. Los muertos necesitan mucha más compañía que nosotros, los vivos, aunque en el momento en que escribo estas líneas yo sea para usted y para todos los que me conocen un muerto tan muerto como los habitantes del cementerio. ¿Cómo podré salvar este cuaderno, cómo? Lo importante es que ellos ya descansan en paz, pero no puedo dejar de pensar que si es verdad que tuve la suerte que ellos no tuvieron de sobrevivir al accidente, es muy probable que no tenga la suerte que ellos han tenido de recibir digna sepultura.

Viernes, 17 de septiembre
El avión rasgó la espesura del cielo azulísimo, y a pesar de que volaba tan lejano que no era más que una estrella diurna y móvil, en aquel momento juraría haberlo podido alcanzar con la mano. Grité desaforadamente, creyendo de verdad que podrían escucharme, creyéndome por unos minutos salvado. Y lo celebré como cuando mi Real Madrid gana Ligas o Champions Leagues, corriendo, los brazos en alto, lanzándome en plancha en la arena. ¡Qué estúpido!, pienso ahora. El avión pasó de largo, sin la más ligera idea ni de que yo pudiera estar aquí ni de que hubiera una isla que es sepulcro de veintiocho personas y, dentro de nada, veintinueve.

Sábado, 18 de septiembre
Reflexión al hilo de lo de ayer: se celebra con el mismo ímpetu la propia salvación (aunque después se compruebe que no hay tal salvación) que las victorias de nuestro equipo favorito. Dando por sentado que no son cosas comparables, cabe hacerse la pregunta: ¿quién de los dos está equivocado al celebrar? Pero también podríamos preguntarnos: ¿y si en realidad y en contra de lo que nuestro buen sentido común nos dicta el salvar la propia vida y el que nuestro equipo favorito gane la Champions no sólo son cosas comparables, sino que lo segundo va aún más allá que lo primero? Parecen cuestiones fáciles de responder, pero no lo son, ¿qué piensa usted?

Martes, 21 de septiembre
Tres días sin escribir. Asisto con pavor e impotencia al olvido progresivo de ellos, al emborronamiento de sus rostros, a la distorsión de sus voces, que hasta hace pocos días me sonaban frescas y realísimas en los oídos -como si me susurrasen- y que ahora, no sé por qué, me llegan como las de un aparecido, como si los esqueletos del cementerio se hubieran levantado y vinieran a por mí recriminándome mi buena suerte y su mal enterramiento a cargo de unas manos paganas e inexpertas. Y entonces, en la noche paralizada y funesta de la isla Inmaculada, la piel se me eriza y se me estremece el pecho. Escribo en el interior de la cueva a la luz de la hoguera, y es la madrugada. Apenas puedo respirar, me palpitan las sienes, siento caricias y alientos malolientes en mi nuca, mis miembros están paralizados, y creo que es el miedo. Miedo precisamente a la compañía de esa amiga fiel que nos sigue a todas partes y que no da la cara nada más que en nuestro último momento. Sintiéndola tan cerca, sí, uno a veces tiene la lucidez necesaria para sentir miedo. Y, por favor, créame, esto no son palabras huecas. Parece que en cualquier momento un ejército de figuras flacas va a cruzar el umbral de la cueva y me van a despedazar aquí, vivo, y van a coger este cuaderno que es mi vida y lo van a quemar en una ceremonia donde la muerte sería la única protagonista. Ya nadie lo leería, ya nadie me haría revivir en el pasado que viví -este- y que todos creen que no son ya días que pertenezcan a mi trayectoria vital. No, eso es horrible, horrible. Quiero vivir, quiero haber vivido, pero sus caras, las caras de papá, mamá, Nuria, Inma, se me están olvidando, y sus voces ya no son las que eran, sino un eco lejano como venido de un mundo que ya no es el mío...

Miércoles, 22 de septiembre
Noche horrible, de verdaderos acentos funestos. Al final conseguí dormir, ni siquiera sé cómo, pero el sueño fue indeciso y turbulento. Nada más despertar sentí un impulso irreprimible de bajar a la playa y rezar, rezar mucho tiempo delante de las sepulturas para buscar el perdón de los muertos. Me levanté de un respingo y salí de la cueva. A la entrada, en ese suelo duro de la explanada, había unas pisadas muy desdibujadas que atribuí a unos lagartos. Me fijé un poco en ellas y me di cuenta de que los animales habían recorrido el mismo trayecto en ambas direcciones. No le di más importancia, aunque me llamó la atención el tamaño de los supuestos reptiles, y eché a andar hacia la playa. Según iba descendiendo me apercibí de que en realidad seguía las huellas -o, haciendo un juego literario fácil, ellas me seguían a mí-, y cuando llegué al cementerio se hicieron más profundas y nítidas, sin alterar en ningún momento el esquema de ida y vuelta, hasta que en un punto concreto se ramificaban para dirigirse cada cual a su sepulcro. Y lo que estaba claro es que no eran de lagarto. Vi con terror que las tumbas estaban como removidas, como si sus inquilinos hubieran salido y luego se hubieran enterrado ellos mismos. Había algunas cruces caídas, otras destrozadas, e incluso recogí algunos jirones de ropas raídas. Se me heló la sangre. Ateniéndome al número de pisadas, estaba bien claro que habían sido muchos -al menos diez o doce- los esqueletos que habían salido de sus tumbas y se habían dirigido en procesión hacia mi cueva. Un presentimiento fatal sobrevoló mi cabeza: estaba claro que si a mí no me habían hecho nada no era a mí directamente, a mi cuerpo, lo que buscaban, sino otra cosa. Corriendo regresé a la cueva, presa de un pánico como jamás había sentido. Busqué el cuaderno, que no apareció por ninguna parte. Registré la explanada de la cima de la isla, sin éxito. Los esqueletos habían robado mi cuaderno y a saber lo que habrían hecho con él. Pensé que lo habrían leído todos juntos, y que se habrían reído a carcajada suelta de las cosas que uno escribe acerca de la vida y, sobre todo, acerca de la muerte, esa cosa que ellos ya conocen tan bien; pensé también que alguno se lo habría llevado a la tumba, o que lo habrían roto en mil pedazos y los habrían arrojado al mar, o que, como imaginé anoche, lo habrían quemado en un ritual de purificación. Al fin y al cabo, sabían que destruyendo mi cuaderno me mataban a mí también sin necesidad de mancharse las manos de sangre, que no podría sobrevivir a su desaparición más que unos pocos días, unas pocas horas. Y los imaginé lanzando a la oscuridad de la noche su risa malévola, gozándose de enviarme a su reino, y regresar en cortejo fúnebre pero con un timbre de alegría a las tumbas que yo mismo les proporcioné, con las ropas con las que yo -con mis manos que ya no tendrían donde escribir, donde irse dejando la sangre- les vestí.

Ya sin esperanzas de nada, me senté en la que es la cima de la isla, la roca en forma de yunque que hay en uno de los bordes de la explanada. Me resigné a mirar que pasaran las nubes, a esperar que el sol completara su viaje por la bóveda celeste, a dejar que transcurriera el tiempo necesario para abrazar a la muerte. Pensé en todos ellos, en papá, en mamá, en Nuria, en Inma, y lloré; pero sobre todo pensé en usted -que ya no habría posibilidad de que existiese- y en mi difunto cuaderno, y lloré aún más. Tras un buen rato de lágrima viva y caliente, me quedé aplanado como un bebé, y cerré los ojos. Cuando, un tiempo después que no podría precisar, los abrí, nada más que oscuridad en torno mío, los rescoldos de la hoguera de la noche anterior y, en mis brazos, mi cuaderno de pastas rojas.

Tan terrible pesadilla -que le juro que creí tan real como esto que le escribo- me hizo caer en la certeza de que no era posible, de que jamás serían capaces de robarme mi cuaderno y hacerme morir, de que yo sé que ellos me aman como yo les amo a ellos, y les pido perdón por estar aquí en el lugar donde debían estar ellos. Y en el fondo de mi alma siento que me han perdonado, a pesar de no saber más que el inicio del Padrenuestro, que en esta mañana real he rezado una y otra vez delante de las tumbas intactas. Así que, después de lo de hoy, creo que ya no volveré a tener miedo, y vuelvo a acordarme de cómo sonreían papá, mamá, Nuria e Inma, y de cómo sonaba mi nombre posado en sus labios.

lunes, 12 de septiembre de 2011

POR QUÉ DOBLAN LAS CAMPANAS

Esta mañana me he encontrado de sopetón con una verdad que, se mire por donde se mire, tiene algo de descorazonador: ha acabado el verano y, con él, una concepción y una praxis de la vida. Ninguna estación del año influye en nosotros tanto como lo hace el verano, porque en ninguna otra estación hay Tour de Francia, en ninguna otra estación podemos andar en chanclas por la calle, en ninguna otra estación podemos bañarnos en el mar, ni sudar por las noches con la ventana abierta, ni alargar un partido de fútbol con los amigos hasta las diez de la noche, ni interesarnos desaforadamente por los fichajes de nuestro equipo, ni ver cine al aire libre, ni hacer maletas sin pensar siquiera en meter abrigos y sudaderas, ni poner el aire acondicionado en el coche. El verano tiene más exclusividades que el invierno, el otoño y la primavera, aun teniendo éstas su cuota insobornable e intransferible de encantos -los árboles pelados, las hojas secas, las flores-, tan suyos como puedan serlo los bañadores para la estación que ahora acaba. Pero el verano está claramente marcado y nos marca, qué duda cabe, más que las otras.

Esta mañana, decía, me he encontrado con la piscina de la urbanización cerrada. Acostumbrado a verla repleta de bañistas, a los gritos de los niños jugando, a la socorrista con sus gafas de sol y su torso de escándalo reglamentarios, a saludar al portero -un chico de no más de dieciocho años- que pide los carnets a la entrada, a fruncir el ceño ante la reverberación del sol en las mesas metálicas de la terraza, atestada de gente ociosa tomando el aperitivo; acostumbrado, en definitiva, a observar con un punto de envidia pero también de extraña alegría todo aquello, hoy me he sentido paralizado por la estampa crudamente solitaria de la lámina azul del agua y lo que la rodea. Ni había gente ya en la terraza, ni estaba el chaval de los carnets, ni la socorrista, ni los niños lanzándose a bomba. Y, en medio de aquel silencio absoluto, sólo se oía el tenue ulular del viento, inédito los tres meses precedentes, ahogado su pulso como estaba por el revoleo tremendo del verano. Unas pocas hojas secas, las primeras, cruzaban el césped donde, anteayer mismo, las señoras tomaban el sol y los preadolescentes jugaban al fútbol con una pelota pequeña, y los árboles que hace nada daban sombra a los prudentes ahora sólo podían, a modo de entretenimiento, zarandear las ramas con un ademán pálidamente resignado. Sigue haciendo calor, pero no importa: la piscina ha cerrado y, con ella, el verano se escapó.

Una de las discusiones típicas de esta época del año es cuándo acaba el verano. Hay opiniones para todos los gustos, pero lo que es seguro es que ninguna coincide con lo que dicta la astronomía. Para algunos, los trabajadores, el verano dura lo que duran sus vacaciones convenidas; para otros, no más que el tiempo que están fuera de Madrid o, más genéricamente, de sus lugares de residencia habitual; para los puristas, el verano se circunscribe únicamente a la playa; los colegiales gozan de una percepción del verano más larga que el resto de mortales y dura lo que el colegio está ausente en sus vidas. Pero hay elementos más sutiles y subjetivos. Los hay que piensan que el verano claudica el 1º de septiembre, esa barrera fatal más o menos comúnmente aceptada, otros que no dudan en señalar al primer anuncio de fascículos en la tele como el definitivo y brusco canto de cisne y aquellos que llegada la primera borrasca -que no tiene por qué descargar para ser considerada como señal ineludible-, no dudan en adoptar una conducta no veraniega, aunque después, y como ahora sucede, siga haciendo calor. Y para los más sentimentales fue verano solamente mientras duró su amorío estival, ese amorío que reúne una serie de características exclusivas que todos más o menos tenemos en mente -temporalidad, apasionamiento, clandestinidad, etc. Hay incluso una clase extravagante que considera que el verano no acaba, sino que ha ido acabando, esto es, su marcha fue paulatina y no existe una frontera, un acontecimiento, ya sea íntimo o universal, por el que quepa decir que el verano ha terminado.

Hay, por tanto, miles, millones, de fechas o momentos que marcan el final del verano, tantos como seres mínimamente conscientes y racionales existen. Se me concederá que, huérfano de un amorío estival, consigne el final de mi verano, muerto esta misma mañana a la luz equívoca y temblorosa del sol que alumbraba, con un punto de pesar, una piscina solitaria.

sábado, 10 de septiembre de 2011

LA ISLA (IX)

Jueves, 2 de septiembre
Lo que hace irrepetible a cada segundo es la presencia irrepetible de cada uno de nosotros. Si no existiéramos, los segundos serían todos iguales. Nada cambiaría, incluso cambiando todo. No sé si me estaré explicando, pero como sé que usted es inteligente, sabrá por dónde van los tiros.

Viernes, 3 de septiembre
¿Qué habría pasado con esos pobres primeros organismos vivientes que hace miles de millones de años colmaban los mares primitivos y de los cuáles procedemos nosotros si no los hubiéramos descubierto, inferido, a partir de nuestra inteligencia? Es necesario convencerse de que una vez estuvieron ahí, y que tuvieron una forma, un comportamiento y un ansia de supervivencia idéntico al que tenemos cada uno de nosotros. No conviene despreciarlos, y creo que hemos hecho bien otorgándoles un lugar y un papel en el mundo, aunque ya no existan. Si usted lee esto, -y que usted lo lea será el gran objetivo que tenga antes y después de morir-, estaré seguro de que también me otorgará un lugar y un papel en el mundo, a pesar también de no existir ya.

Domingo, 5 de septiembre
Hace un calor espantoso, terriblemente húmedo. Creo que de nuevo se avecina tormenta, y de las gordas, así que tengo que afanarme en buscar comida y guardarla. Y agua, sobre todo agua. Hay por aquí un árbol de hojas gigantes muy apropiadas para transportarla en grandes cantidades desde la catarata. Mañana me afanaré en todo ello. Presiento que se avecinan días difíciles.

Lunes, 6 de septiembre
Todo salió bien. Me levanté muy temprano, antes del alba, para acumular toda la comida y agua que pudiera. Cacé un buen número de lagartos, lagartijas y alacranes, y, con ayuda de las hojas gigantes, a las que conseguí dar forma de bolsa, traje agua desde la catarata. Creo que para un par de días tengo. Aún no ha llovido, pero está al caer. El cielo está coagulado de nubes, el viento arrecia cada vez con más fuerza y los pájaros de la isla están como alborotados, como si prepararan la huida. En realidad, es la isla entera la que parece querer huir, y yo con ella.

Martes, 7 de septiembre
Ha estado todo el día lloviendo. Desde luego, esto es mucho más que una tormenta. Probablemente sea un tifón, aunque no estoy seguro de si la isla Inmaculada está en zona de tifones. Si no lo está, no andará muy lejos. Desde el interior de la cueva, de donde no he salido desde ayer por la mañana, se oye el incesante y furioso chorreo de la lluvia. Y, sobre todo, lo que hiela la sangre es el ulular del viento, algo así como si todos los fantasmas atormentados de la historia hubieran salido en procesión. La cueva está oscura, muy oscura, y ni no fuera por el pequeño fuego que he logrado encender (no es fácil con el nivel de humedad que hay aquí) no habría podido escribir estas líneas, ni habría podido estar medianamente tranquilo, sintiendo cómo corrían las arañas por mi cuerpo, oyendo el deslizarse de las culebras y el leve gruñido de los alacranes antes de atacar. Tampoco podría haber pensado como he pensado, con alegría y una sonrisa en la boca, en mi familia, en mis amigos, en Inma y en el cielo de Madrid. Ni en las amapolas de mayo del descampado de enfrente de mi casa, ni en mi querida Cava Baja. Ni en usted, claro, porque en esta hora de mi vida es quien tengo más presente.

Miércoles, 8 de septiembre
No logré dormirme hasta muy avanzada la noche. Al despertar, con el alba, noté algo muy extraño. Al principio no sabía lo que era, me encontraba cansado y desorientado. Tras unos minutos de discernimiento, caí en la cuenta de que ese elemento tan extraño no era otra cosa que el silencio. Un silencio muy cercano al absoluto, tanto, que tuve que emitir un sonido -“a”- para cerciorarme de que no me había quedado sordo. Es lo mismo que cuando uno se despierta en medio de una oscuridad completa y por unos instantes piensa que se ha quedado ciego. Ese “a” me tranquilizó, y me dirigí a la salida de la cueva. Al fondo se veía una claridad mentolada, y, cuando salí, tuve que cerrar los ojos, deslumbrado por la claridad. El sol volvía a brillar y el cielo lucía tan limpio y luminoso como en los mejores días del invierno de Madrid. La tormenta, o tifón, o lo que fuera, había pasado, y en torno mío no había más que árboles tumbados. Parecía el escenario de una matanza vegetal. Algunos pájaros, milagrosos supervivientes, parecían afanados en reconstruir sus vidas tras la tragedia. Y, dentro de nada, la vida volverá como si nada a la isla Inmaculada. Eso es una de esas cosas que se sienten.

Jueves, 9 de septiembre
He vuelto a preparar una pira para hacer humo, a ver si tengo suerte. Luego he bajado a la playa -que está irreconocible, tapizada por un bosque de ramajes muertos-, a otear el horizonte. Nada. A veces me da la sensación de vivir en un universo paralelo, o en el interior de un cascarón, o haber viajado en el tiempo hasta una época remota, cuando el ser humano aún no existía. Pero no, eso es demasiado fantasioso, demasiado novelesco, y esta isla, como ya le he dicho alguna vez, es más real, sin duda mucho más real e inmediata que todo lo que he vivido hasta ahora. En más de dos meses no he visto ni siquiera un avión lejano, una sola señal de humanidad. El “a” que emití ayer es lo más humano -junto con la muerte- que ha acaecido en esta isla. Hasta ahora no he pensado mucho en los que murieron en el accidente y que están podridos y descarnados, unos en el fondo del mar, otros en el asiento que les tocó, otros esparcidos en las rocas. Es duro pensar que la isla Inmaculada es un inmenso depósito de cadáveres a los que dentro de no mucho se unirá uno más. Usted sabe tan bien como yo lo que me queda.

Viernes, 10 de septiembre
Creo que ha sido el día más duro de mi vida, pero también el que ha dejado un depósito mayor de paz. Anoche, desde que dejé de escribir, no cesó de torturarme la idea de que mis compañeros de vuelo yacieran desperdigados, sin sepultura, al amparo de los elementos. Así es que esta mañana, después de desayunar un par de arañas, he bajado a la playa y me he dedicado a buscar los cuerpos. No ha sido tarea fácil, y desde luego que no he podido recuperarlos todos. El avión está partido en tres grandes trozos y, visto desde la playa, semeja una sirena varada que en medio de una tormenta no pudo llegar viva a la costa. El fuselaje está ya oxidado. Logré rescatar veintiocho cuerpos, veinticuatro correspondientes al pasaje, dos azafatas y los dos pilotos, que pude sacar de la cabina no sin grandes esfuerzos, pues el morro del avión se hallaba embutido en unas rocas afiladas. De diecinueve he podido averiguar el nombre e incluso algunos datos de sus vidas, y ver a sus familias en las fotos, otorgarles una profesión, un jirón de pasado. De los nueve restantes, me ha sido imposible. He empleado todo el día en enterrarlos por separado, en la misma playa donde desperté yo aquel 22 de junio y viví hasta que la tormenta destruyó mi refugio. Por un lado están los identificados, y por otro los sin nombre, pero todos con su respectiva cruz, que he podido fabricar con ramas secas, y un manojo de las plantas más hermosas que he encontrado por aquí. Al atardecer he rezado un responso por todos ellos, y durante un buen rato me he quedado sentado junto a la playa, ya tranquilizado y en paz, junto al cementerio improvisado, con las olas lamiéndome los pies, solamente lamentando no haber podido enterrar como merecen a los que viajaron conmigo y que no tuvieron tanta suerte como yo de dejar testimonio, el testimonio que usted está leyendo.

PD: he enterrado los cadáveres con la ropa que llevaban y su documentación, a fin de que, si alguna vez dan con esta isla y si, como sería lo normal, los familiares quisieran repatriar los cuerpos, se sepa quién es cada cual. Lo siento una vez más por no haber podido identificarlos a todos, pero confío en que con las tecnologías que hay pueda conseguirse, y lo siento también si alguno de los enterrados no es cristiano, pero creo que sus familiares comprenderán que ante la muerte todos somos lo mismo y que hasta que den con ellos mejor será que descansen bajo el abrigo de una cruz que no zarandeados por los vientos y las mareas. Por mi parte, desearía ser enterrado en la playa y junto a los cadáveres que quedaran, si los hubiere, y si no, solo. Y que sepa usted y papá y mamá que sobre esto no hay duda ni vuelta de hoja. Gracias.

Sábado, 11 de septiembre
Después del inmenso funeral de ayer, en el que oficié a la vez de sacerdote, padre, madre, hermano, hijo, amigo, amante, sepulturero, plañidero y mirón, es como si la muerte se hubiera hecho carne en mí, como si hubiera tomado conciencia plena de ella, y no sólo de la mía -que poco importante es y bien presente la tengo desde hace mucho tiempo- sino de su concepto y su presencia en el mundo, que los que vivimos inmersos en la vorágine de la civilización no llegamos a asimilar. Y le aseguro a usted que me siento con una tranquilidad de ánimo como nunca había experimentado, como si no hubiera final de nada, sino principio de todo; más exactamente, como si siempre estuviésemos viviendo el final de nada o como si la nada fuera el principio de todo. El cuaderno, amarilleado y ajado ya por las inclemencias, adelgaza por momentos y prefiero ni mirar lo que le queda ya. Le juro, y bien que me enorgullezco de ello, que en todo este tiempo no he contado ni una sola vez las hojas en blanco que quedan por llenar. ¿Se imagina? ¡Qué angustia! Ir contando las hojas que le quedan a uno de vida, como una espera después de la cual es posible que no haya nada, no creo que haya tortura mayor...

jueves, 8 de septiembre de 2011

LA ISLA (VIII)

Jueves, 19 de agosto
El verano no avanza. Más bien retrocede. Tampoco se estanca, sólo retrocede. Y ni siquiera es verano.

Viernes, 20 de agosto
Decir agosto aquí es perfectamente absurdo. Pero hay que decirlo.

Martes, 24 de agosto
Y las hojas siguen pasando, pero también los días. ¿Será posible que queden rincones en el mundo inexplorados? ¿Será posible que, casi dos meses después del accidente, nadie haya encontrado los restos del avión? ¿Será posible que realmente vaya a morir en esta isla desangrado por la tinta que derramo en este cuaderno? Me pregunto con cierto placer -y cierta vanidad, por qué no decirlo- qué estarán diciendo en los medios de todo el mundo acerca de la desaparición de un vuelo del que no ha quedado ningún superviviente. “El vuelo salió de Barajas el día 22 de junio a las ocho de la mañana y debía llegar a X a las cinco de la tarde, pero sobre las tres se perdió su pista y nada se ha vuelto a saber de él. Se cree que los restos del avión pueden estar en el fondo del océano, por lo que las posibilidades de encontrar supervivientes son nulas. Todos sus ocupantes han muerto”. Me regocijo en la palabra todos. Nadie sabe que yo estoy aquí, pensando en todos aquellos que me creen muerto. A buen seguro que si ellos lo supieran sentirían un escalofrío. ¡Un muerto pensando en ellos! ¡Qué disparate!

Miércoles, 25 de agosto
El último hombre sobre la tierra. Ese día llegará. ¿Y qué sentirá ese hombre, siendo consciente de que realmente es el último? “Si estoy solo, no estoy”, dijo Blanchot, citado por Vila-Matas. Me parece una frase muy acertada que refleja a la perfección el sentimiento del último ser humano. Porque, aunque lo escribiera como yo estoy haciendo ahora, nadie quedaría para leerlo. Ese cuaderno o ese soporte informático quedarían a merced de los elementos y se desintegrarían en pocas décadas, descartando que una hipotética civilización inteligente que llegara a una Tierra deshabitada lo encontrara y lo descifrara. En cualquier caso, ya no sería un ser humano el que lo leyere. Pensándolo bien, es exactamente la misma situación que la mía. Nada me garantiza que este cuaderno sea alguna vez encontrado. Y ello es lo que realmente me angustia. Morir sin que nadie sepa que uno ha muerto ni, sobre todo, cómo ha muerto, cómo ha ido muriendo, no ser enterrado, no ser despedido en condiciones, deshacerse en el tejido del universo como se deshará esta isla, o la lagartija que tengo ante mí y que corre a esconderse debajo de una piedra, o como las moléculas de aire que respiramos. A partir de ahora se me presenta el mayor de los retos que he tenido nunca: procurar las condiciones ideales para que este cuaderno llegue a las manos de alguien, a las manos de usted. ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde dejarlo de manera que alguien lo pueda encontrar? ¿Cómo preservarlo de la lluvia, del viento, de la humedad? Y, sobre todo, ¿cómo preservarlo del paso del tiempo tras mi muerte? ¿Tendré fuerzas suficientes antes de morir para emplearme con todo rigor en ello? Qué difícil, Dios mío, qué difícil...

Viernes, 27 de agosto
Releo lo escrito los últimos días y me doy cuenta con pavor de que el tono se ha ido haciendo más dramático. Y no hay motivo. No paso hambre, mi organismo hace mucho que se hizo al clima de la isla, el tiempo es fantástico, me he acostumbrado a la presencia de las arañas, los lagartos y las culebras y no veo que mi vida corra peligro. En realidad, creo que podría vivir en esta isla indefinidamente. Físicamente estoy perfecto, quizá más fuerte que nunca, pero es mentalmente donde empiezo a vislumbrar las primeras fallas. La rutina aquí se ha hecho tan exacta y repetitiva como lo era en Madrid, sólo que, lógicamente, con actividades distintas. Pensándolo un poco, no cambia nada. Uno lucha por procurarse una vida lo más cómoda posible de igual manera en la isla Inmaculada que en Madrid o Nueva York o Bagdad, eso es algo que nunca cambia. Los resortes de nuestras vidas son los mismos, sin importar el espacio geográfico ni la situación en que nos hallemos ni la posición que ocupemos. Lo único que cambia es el cómo, no el qué. Uno se repite aquí como se ha repetido durante toda su vida, con los mismos anhelos e incertidumbres. Uno, en verdad, adivina una existencia más fácil aquí que metido de lleno en la colmena zumbadora de nuestra civilización. Se acabó, no quiero hablar más sobre ello. Los intelectuales se partirían de risa con estas filosofías de andar por casa -o de andar por arenas, riscos y selvas, mejor dicho. Pero antes, una idea de relato por si usted quiere desarrollarla: ¿Qué pasaría si los científicos descubren que el Sol ha comenzado ya su crecimiento hacia la fase de Gigante Roja y que, sin género de duda, ese crecimiento ocurrirá y se completará en unas pocas décadas o unos pocos años?

Sábado, 28 de agosto
Lo repito una vez más: qué absurda se me representa toda mi vida anterior, pese a todo lo que hice, pese a la actividad en que me hallaba sumido, y qué llena de sentido se aparece la existencia en la contemplación pasiva y muriente en la isla Inmaculada. Aquí, contra lo que usted pueda creer, no hay nada que uno deba perderse. Desde la salida del sol hasta el acento de los pájaros, pasando por el arrullo del mar, el ulular del viento, la textura del cielo, la fragancia húmeda de las plantas, el sabor salino de mi piel, la dureza de las rocas, el silencio estremecedor del interior de mi cueva, el zascandileo de los mosquitos y las arañas y el matiz del color del mar, todo cobra un significado basado precisamente en la ausencia de significado. Todo se explica sin necesidad de ser explicado, no sé si me entiende.

Domingo, 29 de agosto
Dos meses. Ayer escribí acerca de la ausencia de significado de todo lo que me rodea. Bien, lo único que lo dota de significado es este cuaderno y escribir en él, pero al darle significado, lo pierde en ese mismo instante. Intentar dar sentido a esta situación, a esta isla, a mí mismo, no es más que quitárselo por completo.

Lunes, 30 de agosto
CONCIENCIA DE LA LLUVIA

He pasado un día delicioso, oyendo llover desde el interior de mi cueva, sentado en la oscuridad, con el mentón apoyado en una mano, reflexionando sobre esa lluvia de la que sólo me llegaba su sonido. Para mí sólo existía esa lluvia o, mejor dicho, su traqueteo interminable, monótono e intranquilizador. Y desasosegante. Pero a la vez me infundía una tranquilidad de ánimo, una conciencia fatal de los días perdidos, una certeza de la vida pasada, que me sumió en un rincón muy pequeño y muy oscuro de mí mismo y que, a pesar de su pequeñez y oscuridad, era todo mi ser. Y no solamente mi ser, sino algo más. Ese rincón inmenso era la lluvia, y todo lo que a partir de ella se expandía en el infinito como un efluvio enroscado y delirante. De la lluvia, del sonido de la lluvia, me llegaba algo así como una letanía de conciencia profunda, que no requería de pensamiento ni de esfuerzo alguno de la voluntad. Recordé con asombrosa precisión de detalles una tarde de domingo de cuando tenía doce años, quizá la más amarga de mi vida. Aquel día esperaba con ansia a que llegara la hora de jugar al fútbol con mis amigos, como hacíamos cada domingo. El día estaba hermoso, hasta que a la hora de la siesta asomaron sus hocicos unas nubes muy negras y muy densas. Habíamos quedado a las cinco, y durante dos horas no me aparté de la ventana, viendo cómo las nubes invadían lenta e inexorablemente el barrio. Como no descargaban, tenía esperanza de que esas nubes pasaran y nos dejaran jugar. Creo que nunca he estado tan nervioso como aquella vez, puede usted creerme. Pero el enemigo era demasiado poderoso. No habían golpeado cuatro gotas en el cristal de la ventana cuando sonó el teléfono. Lo cogió mi madre: “hijo, es para ti, es Jorge”. Llorando, pero sin que ella me viera, respondí: “dile que no me puedo poner”. No tenía fuerzas para escuchar lo que Jorge quería decirme. Y aquella tarde me quedé en casa, junto a la ventana, viendo llover -empapándome de la conciencia de la lluvia-, hasta que anocheció.

domingo, 4 de septiembre de 2011

LA ISLA (VII)

Sábado, 14 de agosto
LA VOZ HUMANA CUANDO NO SUENA

¿Me habré quedado sin voz? Hoy me he dado cuenta de que llevo un mes sin abrir la boca. Mis deseos de comunicación se ven colmados en este diario. Es posible que, si no completamente apagada, sí mi voz suene distorsionada, flaca, cavernosa. Hasta me da miedo comprobarlo. Sería facilísimo, sólo tengo que decir algo. Pero qué difícil es decir algo cuando nadie puede oírte. Si acaso, puede uno gritar, gritar desaforadamente como cuando uno de los primeros días gritaba la palabra foie-gras, pero no hablar con normalidad. De eso soy incapaz. Si un día hago la prueba y encuentro la forma de expresarlo -que presumo que no será fácil-, ya le contaré cómo suena la voz humana cuando no suena.

Domingo, 15 de agosto
Hoy es la Paloma. Fue hace dos años. Me pongo a recordar como quien ve una película o lee un libro. No puedo hacer otra cosa. La carrera de San Francisco olía a algodón de azúcar, a garrapiñada, a vino callejero, a panceta y salchicha, a melón, a piel de verano, a puesta de sol. La plaza de Puerta de Moros crepitaba con los primeros delirios nocturnos, volaban las risas, danzaban las sonrisas y las terrazas del Humilladero y los Carros lanzaban a los aires su confuso pregón. Recuerdo el cielo, de un azul postrero e íntimo. Recuerdo las recién nacidas luces de las farolas, y el ruido de fondo de la verbena, y a los niños correteando alrededor de mí, y, en medio de un aroma de felicidad, mirar hacia la cúpula de San Francisco el Grande, que ardía en el crepúsculo recortándose como un ninot castizo y muriente. Las piedras medievales de ese rincón de Madrid participaban de la fiesta. El junio anterior habíamos terminado la carrera, y desde entonces, desde la borrachera inmediatamente posterior al magno evento, los compañeros de clase que habíamos estado juntos desde el primer curso, el núcleo duro, no nos habíamos vuelto a reunir. Aquel encuentro improvisado, en pleno agosto, sonaba a fin de una época de nuestras vidas; sonaba, olía, se veía, se sentía en los comentarios, en las voces, en las sonrisas dislocadas, en esa actitud de ponernos el brazo por el hombro y decirnos cosas graciosas al oído. “La próxima vez, la próxima vez”, no cesábamos de repetir. Pero cuanto más lo repetíamos, menos convencidos estábamos de que hubiera una próxima vez, o al menos una próxima vez como aquella y como las de los cinco años anteriores. Todos sabíamos que no había vuelta de hoja y que tocaba mirar hacia el futuro profesional, hacia el futuro verdadero. Cada cual por su cuenta, el tiempo actuando de separador y decantador de recuerdos y amistades, un novio por aquí, una novia por allá, algunos ahorros, uno a Barcelona, otro a Dublín, los más en Madrid, pero en barrios desconocidos, alejados del calor de nuestra juventud. Y se acabó, y empieza otra cosa. Todo eso lo sabíamos, y quizá por ello aquella fiesta de la Paloma, tan infantil, tan ingenua, tan castiza, nos supo mejor que nunca.

Irene había comprado un algodón de azúcar, que apenas probaba. En realidad, no sabía muy bien por qué lo había comprado, quizá nada más que por entreverarse en el entorno. Yo la miraba continuamente, sin que ella se diera cuenta. El ambiente estaba adobado con su presencia. Le dije muchas tonterías, comentarios que yo creía ingeniosos y que no pasaban de ser una despedida un poco tragicómica. Álex, por el contrario, era más incisivo en su dialéctica, parecía llegarle más. Indudablemente me había cogido ventaja, no solamente en aquel momento, sino durante todo el curso anterior. Incluso me llegaron rumores de que estaban liados, pero yo jamás los di pábulo. Estaba convencido de que sólo tonteaban, claro que ya era mucho más de lo que hacía yo. Aquel día de la Paloma se dirimía el combate final, eso lo sabíamos tanto Álex como yo. Irene, ajena a este juego, parecía disfrutar con que nos despedazáramos con cada mirada, con cada palabra, con cada gesto. No sé cómo, hubo un momento en que Irene y yo nos separamos del grupo y entablamos un germen de conversación interesante, de esas que se dan muy de vez en cuando. Álex, que se creía vencedor, no dejaba de mirarnos con los ojos encendidos. No sé cómo llegamos a hablar de los sumerios y los acadios, y tampoco sé cómo, de ahí, la conversación derivó hacia una disyuntiva entre la sensibilidad y la dureza de carácter. Ella parecía abogar por los sensibles y sentimentales y yo, nada más que por llevarla la contraria -lo creía fundamental para iniciar el juego-, defendí al ser robótico de voluntad inquebrantable. Habíamos cambiado los papeles, defendiendo cada uno todo lo contrario que en lo íntimo defendíamos. Ella defendía mi intimidad y yo la suya, ¡qué cosas!, ¿verdad usted? Y, conscientes ambos de que estábamos representando un papel que nada tenía que ver con la realidad de nosotros mismos, decidimos desgajarnos también de la realidad que nos rodeaba y, casi sin avisar, dijimos a los demás que ahora vendríamos, que Irene tenía que comprar no sé qué cosa en una tienda de chinos y que yo la acompañaba. Álex me miraba con el semblante tranquilo, pero en los ojos se notaba el fuego de su interior. Echamos a andar por la calle Tabernillas, muy lentamente, demorando el momento. Estas son las estampas que, aquí en la isla, duele recordar. Ella vestía uno de esos pantalones vaqueros ceñidos que dejan el muslo al aire y un top azul. Estaba bronceadísima y yo, en aquella situación, más tranquilo de lo que nunca llegara a pensar. Compró lo que tenía que comprar en la misma calle Tabernillas, en la confluencia con la del Águila, y salió de la tienda. Debíamos regresar a la carrera de San Francisco y buscar a los demás, pero ninguno de los dos parecíamos tener prisa. Parecía que en cuanto viéramos un lugar propicio -un banco, un poyete, un bordillo más alto de lo normal-, nos sentaríamos y allí ocurriría todo. Y en ello, en buscar ese rincón que sirviera de descanso para las piernas y de yesca para nuestro fuego aún no encendido, nos concentramos tácitamente, mirando a todas partes. Pero entre la calle Tabernillas y la carrera de San Francisco no hay lugar para el amor, y allá a lo lejos, entre el nudo de la verbena, divisamos al grupo, aunque ambos hicimos como que no lo habíamos visto. Fueron ellos los que, fatalmente, nos vieron a nosotros. Y ahí acabó todo. El resto de la noche fue un disparate por mi parte. La oportunidad había quedado atrás, en el breve trayecto desde la calle Tabernillas hasta la carrera de San Francisco. La conversación sobre los sumerios y los acadios, el hombre sentimental y el hombre fuerte, quedó varada como uno de esos barcos oxidados del mar Caspio que una vez vi en un reportaje de El País Semanal. La última visión que recuerdo es la de Álex e Irene caminando juntos hacia San Francisco el Grande, en cuyos alrededores él tenía aparcado su coche, rodeados de los retales de una noche de verbena.

Lunes, 16 de agosto
Casi cuatro hojas gasté antes de ayer en contarle a usted un suceso diminuto de mi vida, que poco ha tenido de importante para mi devenir en el sentido de que nada de aquello repercutió posteriormente y que, pensándolo bien, ni siquiera es suceso, porque nada sucedió. Pero tenía que contarlo. Aquí en la isla, uno mira hacia atrás y ve la película de su propia vida y se da cuenta de cosas de las que jamás se percató mientras las estaba viviendo. Por ejemplo, hasta que se lo conté a usted ayer no me había dado cuenta de que un detalle tan nimio como que desde la calle Tabernillas hasta la carrera de San Francisco no hubiera un solo lugar apto para sentarse fue lo que desbarató mis opciones, que eran reales -¡crea la palabra de un hombre honrado!-, con Irene. Tampoco sé si Álex y ella hicieron algo, porque a ellos dos no los he vuelto a ver. A algunos de los demás, sí, pero a ellos no. ¿Será casualidad o que, en efecto y como usted muy bien estará pensando, han juntado sus destinos como dos ríos que se encuentran, completamente alejados del mío? ¡Vaya usted a saber! El caso es que, viendo la fecha, me vi obligado a recordarlo y, sin nada mejor que hacer, a contárselo a usted. Espero sabrá disculpar que no le cuente cosas de más sustancia referentes a mi vida aquí, pero es que tampoco hay mucho que contar, aunque me complaceré si usted halla algo de entretenimiento en estos episodios personales de alguien que tiene los días contados. Grave pecado es la nostalgia y, por lo que se ve, sepulcro de hombres de acción.

Martes, 17 de agosto
El cuaderno adelgaza por días, igual que yo. Habrá que apretar la letra, pero eso sería hacer trampas. Creo que he dicho demasiadas cosas, y sin embargo no he dicho nada. Me parece que estará usted de acuerdo.

Miércoles, 18 de agosto

Escapando del casero y de algo más -quizá de todo, quizá de nada-, he llegado aquí. Gastando un dinero que no tenía, cogí un avión que se estrelló y del que soy el único superviviente. Iba a un lugar que era de paso, bisagra para una nueva vida, y me encuentro con un paisaje completamente desconocido y que será mi última patria. En fin, las cosas han sucedido así y no hay más que hablar. Pero a veces pienso en la teoría de las múltiples historias de Friedmann. Si, efectivamente, cada uno de nosotros está viviendo a la vez un número infinito de vidas, no puede uno menos que preguntarse qué es lo que hace que estemos viviendo precisamente esta vida, esta historia, y no otra. Claro que lo mismo se preguntarán muchos otros yos que estén viviendo en este mismo momento el resto de historias. Uno de ellos, por ejemplo, se habrá casado con Inma y tendrá un buen puesto en una gran empresa de construcción. Pero se trata de una de las más plausibles, una de las más cercanas al yo que estoy viviendo y sintiendo, que me ha tocado vivir y sentir, porque al fin y al cabo yo conozco a Inma y soy ingeniero de Obras Públicas. Quizá otro yo sea Presidente del Gobierno, o jugador del Real Madrid, o escritor famoso, o ferretero, o mendigo. Otro habrá cogido otro avión y habrá llegado a su destino, y allí se habrá suicidado, quién sabe. En realidad muchos de mis yos alternativos (alternativos sólo para este yo que está escribiendo) han dejado de existir. O quizá haya un yo tan alejado de este yo que conozco que haya dejado de ser yo para ser una persona completamente distinta. Y todos a la vez, todos revueltos en este magma inextricable que es la existencia. No sé, a lo mejor son maneras que tienen los científicos de complicar las cosas.

Imagen de cabecera: LA VERBENA DE LA PALOMA.