jueves, 28 de abril de 2011

CICLOS

No suele uno dar información sobre su estado íntimo o sobre las cosas que le pasan. No quiere uno, en último término, focalizar este blog en el yo ("ese odioso yo", que dijo Trapiello). Es actitud que tomó hace algún tiempo y que está decidido llevar hasta sus últimas consecuencias. No sabe uno si es una decisión acertada o no, pero el que las decisiones sean acertadas suele saberse pasado el tiempo y nunca en el momento de tomarlas. Lo importante, tanto a la hora de escribir como a la de vivir, es apechugar con la decisión, sea o no correcta -que eso no se sabe-, desplegar velas y navegar adonde los vientos y la voluntad quieran llevarnos.

Sin embargo, sí quería uno dejar constancia de algo: últimamente se siente, se ve feo. Qué duda cabe que en esto de la percepción propia hay mecanismos extraños y desconocidos que dependen exclusivamente de uno mismo, y que pueden tener causas fundamentadas, tangibles, visibles, o ser simplemente consecuencia de un pequeño colapso íntimo, que nos lleva a ver tirando al negro todo lo que nos rodea y, sobre todo, a nosotros mismos. No deja de albergar un poso de fatalismo esa autoimagen negativa y, por poco vanidoso que se sea, el verse feo si uno tiene la secreta esperanza de no serlo del todo, le fastidia bastante. Pero, en el ámbito de la belleza, como en todo, no hay más cera de la que arde, y toca resignarse, que, bien mirado, es actitud que conforta y sosiega mucho.

Puede ser por cualquier cosa pequeña, además. Puede ser un champú que no beneficia a nuestro cuero cabelludo, o una barba más larga y rebelde de la cuenta -que, y ahí está el misterio, otras veces creemos que nos beneficia mucho-, o una pequeña y casi imperceptible arruga que se nos forma en la frente, o un exceso en la alimentación -que donde más se nota es en la cara-, o varios días de holganza. Porque tiene uno observado que las preocupaciones, el dormir poco, la vida ajetreada, lejos de menguar la belleza de una persona, la realzan por una especie de éter vital que se desparrama por todo su ser, interior y exterior. Uno siempre prefirió una belleza cansada, unas ojeras saludables, al esplendor ocioso, de plástico, del que no hace nada.

Y, por supuesto, puede que uno se vea feo por todos o algunos de esos detalles juntos o por nada en especial. Hay veces en que uno se ve feo, digamos, porque sí.

Esta racha negativa en cuanto a la opinión de la imagen propia le ha hecho a uno pensar sobre eso que los periodistas deportivos llaman ciclos, refiriéndose, mayormente, a la alternancia en el tiempo de éxitos del Real Madrid y el Barcelona. Hay una creencia generalizada en la linealidad que es muy difícil de desarraigar de nuestra mente, cuando la realidad es que la linealidad es cosa de ciencia ficción, que jamás ocurrió en la historia de la Humanidad. Ni la misma Historia se ha desarrollado linealmente, ni el progreso material e intelectual, ni siquiera la evolución biológica de la especie. Muy al contrario, y contra lo que suele creerse, el Homo Sapiens evolucionó en pequeños escalones en el tiempo, seguidos de etapas de estancamiento. Lo mismo ha ocurrido con la economía, las ideas, la demografía y, en último término, con todo lo que tiene que ver con lo humano.

Esta gráfica con forma de escalera se aprecia también en nuestras vidas, pero hay como una tendencia a ignorar sus detalles para verla de forma borrosa, sin detenernos en esos escalones y remansos que, al fin y al cabo, son los que van haciendo el progreso -o involución- de cada cual. Y esta visión desenfocada sirve tanto para lo pasado como para lo futuro. Sólo interesa el hecho de haber pasado del estado A al estado B en X tiempo, sin caer en la cuenta de que en ese trayecto temporal hubo trancos de crecimiento exponencial y otros de tasa igual a cero o negativa. Tampoco nos detenemos a pensar, sobre todo cuando nos va bien, que la dicha no durará eternamente y que habrá etapas en las que tocará luchar a brazo partido. Y es en las etapas, en los ciclos, más que en el discurso grosso modo, donde quizá deberíamos poner toda nuestra atención.

En fin, uno se ve feo, es verdad, pero piensa que dentro de un tiempo, si no guapo, sí podrá al menos mirarse al espejo sin apartar la mirada. En esto, sin embargo, tampoco hay certeza absoluta. Bien podría ser que este ciclo recientemente inaugurado dure toda la vida. Porque los ciclos, y esa es la base de la angustia que nos provocan, son impredecibles en cuanto a su duración. Sobre todo los ciclos malos, por supuesto, porque, como dijo Larra, “lo malo es lo cierto”, y así como cuesta mucho más construir que destruir, en realidad no cuesta ningún esfuerzo vivir desagradablemente y sí mucho hacerlo de acuerdo a nuestras pretensiones.

miércoles, 27 de abril de 2011

VANIDAD DE POBRE

Vivimos en un mundo de clichés, frases hechas, tópicos, ideas predeterminadas sobre todo y ausencia de ideas propias, verdaderas, sobre nada. Esto es tan así que podríamos incluso pensar que no puede ser de otra manera, y aunque sabemos que los lugares comunes han existido siempre, quizá nunca habían estado tan cómodamente arrellanados en tu cerril butaca como lo están ahora. Tampoco deberíamos escandalizarnos por ello más de la cuenta pues, al fin y al cabo, el ser humano tiene que ordenar, clasificar, de alguna forma todo lo que le rodea. El cerebro, por mera gravedad, tiende a clasificar, a conformar grupos, cuanto más amplios mejor para su comodidad. De ahí viene lo que denominamos “tipos”, que tan útiles les son a los novelistas de cualquier época y jaez. Dijo Ortega y Gasset que pensar requiere de una u otra forma exagerar, y que todo aquel quiera renunciar a exagerar, que renuncie también a pensar. En efecto, creemos que codificar el vastísimo mundo sensorial e intelectual que tenemos alrededor exige de una simplificación. Sin esa simplificación, es difícil poner en marcha la complicada máquina del intelecto.

Pero lo contrario, la excesiva simplificación, que de tan excesiva se vuelve estúpida, es sin lugar a dudas peligrosa y estéticamente malsana. Bien es cierto que es difícil hablar sin caer en generalidades y generalizaciones. Y lo es por el mero hecho de que nuestras arquitecturas mentales, por educación y por practicidad, están hechas con la forma y materiales del lugar común. Es difícil salir de ese reducto, por mucho que lo intentemos. Pero conviene hacer el esfuerzo, con el fin de evitar fanatismos, que todos sabemos a lo que llevan. Además, es difícil aceptar así como así que en la esfera del hombre, animal complejísimo y de numerosísimos subterfugios y dimensiones, lo simple y fácil sea la norma.

Detengámonos un momento en la esfera del dinero y la vanidad. Es más o menos comúnmente aceptado por la mayoría que la acumulación exorbitante de dinero, a veces grotesca, por una persona lleva a la destrucción abrupta o paulatina de los valores morales y éticos de la persona en cuestión. Sin entrar en detalles, se cree que el rico, por el hecho de ser rico, es malo, y, por fácil contraposición, que el pobre, por el hecho de ser pobre, es bueno o, cuanto menos, está legitimado para hacer cuantas barbaridades quiera sin recibir un severo castigo de la opinión pública. La falta de dinero es excusa importante y muchas veces suficiente para las más aberrantes acciones, y no digamos ya para ciertas actitudes que, parapetadas en esa cómoda posición, no encuentran trabas para manifestarse.

En otras palabras, y por poner un ejemplo, la falta de educación y la grosería están más o menos justificadas en el pobre por el mero hecho de ser pobre. Al rico, en cambio, esas mismas características deleznables no se le perdonan, pero no porque se censure la falta de educación y la grosería, sino porque lo que no se perdona es simple y llanamente que se tenga dinero. De igual modo, al rico la vanidad no se le admite. La ostentación es un pecado que la sociedad no perdonará. Pero, ¿qué pasa con la vanidad del pobre, con esa actitud patética del que, en efecto, es pobre, pero quiere aparentar lo contrario? ¿O con el mismo hecho -que existe- de engallarse por ser pobre? La pobreza y la riqueza son estados materiales que deben ser admitidos de por sí, sin otras connotaciones. Tan estúpido es envanecerse por ser rico como hacerlo por ser pobre. Se puede estar muy feliz con la posición de cada uno, pero esta auto aceptación, que tan buenos réditos reporta al estado interior, no tiene por qué incluir a la vanidad en su influencia gravitacional.

La vanidad, como la estupidez, la inteligencia o la humildad son atributos que están desparramados por el gran mundo de manera uniforme. No son patrimonio de ningún grupo en concreto, ya sea geográfico, social o político. Me parece a mí que tan censurable es la vanidad del pobre como la del rico, sea por las causas que fueren. Lo más grave, empero, es envanecerse por algo que no se es o no se tiene, o por características, digamos, negativas -sin que quiera en ningún caso depauperar a la pobreza; lo digo solamente con relación a la riqueza, por situarnos en un diagrama fácil de comprender. Al fin y al cabo, envanecerse por ser rico o por tener una novia guapa, con ser lamentable, lleva inserta una migaja de legitimidad. Ahora bien, envanecerse por ser pobre o por tener de compañera sentimental a un espantajo, raya con la estupidez. Porque, en este caso, el que se envanece por esas condiciones no hace otra cosa que reforzar, dar importancia, a esas otras características contrarias de las que supuestamente abomina.

martes, 26 de abril de 2011

LA TIMIDEZ

Hace poco, en uno de mis zascandileos por las librerías del centro de Madrid, me tropecé con un libro que prometía ser interesante. No sólo por su título -Amiel. Un estudio sobre la timidez-, sino sobre todo por el autor que lo escribió, Gregorio Marañón. Tenía uno muy vaga constancia de la importancia de este hombre, figura central de la cultura española del siglo XX. Sabía uno, claro, que, además de tener una estación de Metro y un importante hospital con su nombre, fue un eminente doctor. Sabía también de su humanismo quizá sin parangón en el panorama español. Sabía de sus inquietudes artísticas y literarias, e incluso le constaba que escribía extraordinariamente bien. Sabía, por mención de César González Ruano, que tenía una finca el Toledo, El Cigarral, donde el egregio doctor escribió buena parte de sus libros. El Cigarral fue la verdadera atalaya desde donde Marañón edificó la grandeza de su persona a partir de su particularísima visión del mundo. Porque a Marañón, y esto nos parece su característica fundamental, le interesaba todo. Y ello, en un mundo como el actual en el que la especialización es tan salvaje, en el que el que sabe de Física cuántica ignora cualquier noción en Historia, por ejemplo, en que estamos más lejos que nunca del universal hombre del Renacimiento, nos llama poderosamente la atención y, sobre todo, nos llena de profunda admiración.

Bien, uno tenía estas escasas informaciones de Gregorio Marañón, pero lo que no había hecho era leer uno de sus libros. Y puede uno decir que la prosa de Marañón no es lo que esperaba, no; es más, sin duda mucho más. Hay, qué duda cabe, ciertas reminiscencias orteguianas. El estilo literario es majestuoso, claro y verdaderamente evocador. Y ello sin perder de vista el rigor científico. Porque el Amiel es la historia clínica del profesor de Berna, que, bien es sabido, llevó un diario durante toda su vida. Pero no es eso a lo que íbamos. En una parte del libro, Marañón habla de la timidez como de un verdadero “problema”. Esta afirmación tan rotunda me llamó mucho la atención. Uno tenía la idea infundada, sin base, arraigo ni reflexión, de que la timidez era simplemente una característica de cada cual, sin entrar en connotaciones negativas o positivas. Uno es tímido de igual modo que puede ser moreno o rubiasco, de nariz chata o respingona. A unos le podrá gustar más, a otros menos, pero, ¿supone ello algún tipo de tara emocional, un obstáculo que dificulte la realización personal, en todas sus vertientes, del tímido?

No está uno en condiciones de responder a esa pregunta, pero sí al menos de plasmar algunos pensamientos. Unas pocas reflexiones al respecto le hacen a uno llegar a la tímida conclusión de que la timidez, en el ser humano, puede llegar a ser un impedimento. El hombre, como ser social que es, como animal que creció en sociedad y llegó a dominar el mundo gracias a esa cooperación entre sus individuos, no puede considerar a la timidez como un valor. Podrá considerarlo, si acaso, como un defecto. Si, en los albores de la evolución, el número de tímidos hubiera sido algo más amplio de lo que fue, quizá nosotros no estaríamos aquí. No parece que el mundo lo hayan hecho los tímidos.

Al igual que la simpatía puede considerarse como una expresión de la inteligencia, la timidez, si no como falta de ella, sí es un badén que dificulta su pleno desarrollo y, sobre todo, el discurso natural, la participación de esa inteligencia con los demás. Hay tímidos que, en el contacto con otros seres humanos, parecen tontos. Están callados, sin participar para nada en la conversación, con las manos en los bolsillos, mirando de un lado para otro sin encontrar un lugar donde detener sus ojos temblorosos. Y no tienen por qué ser tontos, no. Simplemente, su timidez les hace parecerlo. Y, como sabemos, las cosas no son sólo lo que son, sino también -y a veces sobre todo- lo que parecen. La impotencia que subyace en el alma del tímido puede expresarse en las palabras siguientes, insertas en su pensamiento: “¿y cómo hago yo para demostrar a esta gente que no soy tonto?”. Porque el tímido sabe que sus congéneres le creen tonto. Mas, simplemente, no puede, no es capaz de encontrar la vía que le saque de su marasmo íntimo, que le ponga en la veda del contacto real y afectuoso con los demás. Podemos definir a la timidez como un fatal encuentro con uno mismo cuando se está con otros. La timidez, en el fondo y en la forma, no es más que una incapacidad.

Podemos hacer las cábalas que queramos acerca de si esa incapacidad es más o menos importante, pero incapacidad es. En esto, como en casi todo, hay grados, y hay tímidos a quienes su timidez les ha arruinado lo que podría haber sido una vida vivida en el siempre estrecho cauce de la felicidad y tímidos para los que su timidez se convierte en un acicate, primero, y, ya superada, en algo completamente sin importancia después. A Amiel, por ejemplo, su timidez, unida a su idealismo acerca de la mujer, le impidió tener una vida sexual mínimamente satisfactoria. Lo malo del tímido, a veces, es que, consciente de su timidez y de la imagen que los demás tienen de él, intenta superarlo mostrándose con una máscara enteramente contraria a lo que en realidad es. Esta expansión propia del tímido es, aunque un loable intento de socialización, quizá más patético que la timidez misma. Y ahí es donde el tímido se encalla definitivamente, porque los demás, sabedores de esa máscara burdamente impostada, se ratificarán en la opinión negativa que de él tenían y terminarán dándole la espalda.

Nadie querría ser tímido, qué duda cabe. Todos, quien más quien menos, queremos vernos reflejados en los ojos de otro para dar fe de nuestra propia existencia. El último hombre sobre la tierra, el postrero y verdadero solitario, ha dejado de existir en el mismo momento en que no hay nadie a su alrededor que sea testigo de su presencia. No hay nadie que le diga: “existes, estás”, por mucho que él mismo sea plenamente consciente de su tangibilidad. La timidez es un ansia escondida de desaparecer. ¿Será que al tímido le da miedo existir?

lunes, 25 de abril de 2011

APUNTES ESPACIALES

La imagen de cabecera de esta entrada es una fotografía del universo 400.000 años después del Big Bang, es decir, hace 13.699,6 millones de años. No es el instante primigenio, pero casi. A escala cosmológica, 400.000 años es una cantidad de tiempo prácticamente despreciable. Me gustaría recalcar que la imagen es una verdadera fotografía, es decir, no es una imagen sintetizada en laboratorio, sino que es luz (fotones) como la que captan nuestros ojos, como la que emite el Sol y permite que podamos ver la Luna, las calles de nuestra ciudad, un libro o a nosotros mismos. Únicamente los colores son falsos, e indican los lugares más calientes y densos de ese caldo a partir del cual se formó todo lo que conocemos, todo lo que nos rodea. La imagen se tomó a partir de la radiación de fondo que aún campea por todo el universo y que no es otra cosa que el eco de la Gran Explosión, un eco también llamado radiación fósil.

Últimamente he sustituido en buena medida mis lecturas literarias por otras meramente informativas y de entretenimiento: lecturas de divulgación científica. Lo que he ido aprendiendo, aunque sea de forma grosera y sin profundidad, me ha dejado tan pasmado y tan meditabundo que he decidido escribir un poco sobre ello aunque sólo sea para poner un poco en orden mis confusas ideas acerca de materia tan interesante. Al fin y al cabo, creo que merece la pena preguntarse un poco acerca de dónde viene todo lo que nos rodea y, en último término, a dónde va, es decir, cuál es el destino último del universo y, por extensión, de nosotros mismos. En el camino que lleva a intentar responder a tan fundamentales preguntas uno se entera de cosas que jamás habría imaginado, pues que las leyes físicas, o mejor dicho algunas leyes físicas, rompen en mil pedazos nuestra concepción de las cosas. Pero no es nuestra culpa, porque al fin y al cabo nuestro cerebro se mueve bajo unos parámetros a los que está acostumbrado, y salirse de ellos requiere de un importante esfuerzo de imaginación.

Repito que no está en mi ánimo profundizar ni menos excederme con erudiciones para las que no estoy en absoluto preparado, menos aún en este ámbito del saber. Ello sería una grave insensatez por mi parte y, sobre todo, una irrefutable muestra de estupidez. La única razón que me impulsa es poner un poco de orden en mi cabeza acerca de todo lo aprendido y compartir mi fascinación y estupor por las leyes de la naturaleza, las que rigen todo lo que nos rodea y las que nos rigen a nosotros mismos. Si todo está en todo, como parece y es de suponer, ¿podríamos llegar a entender nuestro propio comportamiento ayudándonos de lo que aprendamos del cosmos? ¿Y viceversa? Estas son las preguntas que me hecho alguna vez, de las que han salido algunas entradas (literarias) en este blog. Porque, no debe olvidarse nunca, el Hombre no es hijo de la Historia, sino de la Naturaleza.

De modo que en lo que sigue abandonaré el estilo literario para ceñirme a lo que sé y a la realidad de las cosas tal y como las he comprendido. Es decir, un simple ensayo. Será como los trabajos que nos mandaban en el colegio, sólo que prometo no hacer “corta y pega”, sino, simplemente, ir escribiendo lo que entendí como si se lo explicara a un amigo.

***

TODO SE ALEJA DE TODO

En la década de los veinte del siglo XX, Edwing Hubble descubrió una característica del universo que pondría patas arriba cualquier concepción anterior sobre el mismo: las galaxias no están estáticas en el cielo, sino que se mueven, y lo hacen alejándose unas de otras, más rápido cuanto más alejadas están. Es decir, la galaxia más lejana de nosotros se aleja mucho más rápidamente que otras más cercanas. Además, no se alejan de forma desordenada y arbitraria, sino muy ordenadamente: si uniéramos tres de esas galaxias con tres líneas, formando un triángulo, veríamos como el triángulo crecería, sin variar en absoluto su forma.

Por tanto, el universo no es estático, como parece a simple vista, sino que cada vez se hace más grande, más oscuro y más frío. El universo se está expandiendo. Ahora bien, si todo se aleja de todo, entonces hubo un momento en el pasado en que todo estaba con todo, en que toda la materia estaba concentrada en un único punto. Así fue como se llegó a la teoría del Big Bang, que es la que acepta la mayoría de científicos. Hoy se sabe que el universo tiene una edad de 13.700 millones de años.

Hay una imagen que captó el telescopio espacial Hubble llamada Campo ultraprofundo (ver la entrada de este blog A hombros de gigantes) en la que se observa un conjunto un tanto caótico y apretujado de galaxias. El ojo humano no ha conseguido llegar más allá en su visión del cosmos. En realidad, tampoco puede esperar ver mucho más allá, puesto que esas galaxias se hallan casi en el límite del horizonte espacial, en el límite del universo observable. Más allá no hay nada, y si lo hay, no podemos verlo.

¿Por qué no podemos verlo? Las galaxias de la imagen (situadas a unos 13.000 millones de años luz de distancia) se están alejando de nosotros a una tasa casi igual a la de la velocidad de la luz. ¿Es posible que una galaxia se aleje de nosotros a una tasa superior a la de la velocidad de la luz si, como dice la teoría de la relatividad de Einstein, la velocidad de la luz es la máxima permitida en el universo? Sí es posible, y en tal caso, los fotones (partículas que forman las ondas de luz) nunca podrán alcanzarnos.

Esta es la razón por la que se habla del “universo observable”. Si detrás de ese horizonte cósmico hay algo más, es algo que se puede suponer pero que no se puede ver. La velocidad de la luz es la mayor velocidad que se puede alcanzar, un límite imposible de rebasar. Eso es así, y no tiene vuelta de hoja. Entonces, ¿cómo es posible que una galaxia se aleje de nosotros a una tasa mayor que la de la velocidad de la luz? ¿No viola eso la teoría de la relatividad de Einstein? No, en absoluto. Cuando dos galaxias se alejan una de otra, no son ellas las que se mueven, sino que es el espacio entre ambas el que se amplía. No se trata de un movimiento como lo concebimos ordinariamente: ir de un punto A a un punto B en X tiempo. Las galaxias no se mueven en el espacio, sino con el espacio. Y esa tasa de alejamiento puede ser mucho mayor que la velocidad de la luz, sin violar por ello las leyes que predijo Einstein con su famosa teoría.

FINITO, ILIMITADO

Del descubrimiento de Hubble puede inferirse que, si todo estuvo en todo, si todo estuvo en un único punto primordial, el universo es ciertamente finito, y no infinito como se admitía anteriormente de forma general. Ahora bien, que el universo sea finito no quiere decir que tenga límites. Un avión con combustible ilimitado que sobrevolara la esfera terrestre podría hacerlo eternamente, y nunca encontraría los confines de la Tierra. Y no los encontraría porque, al ser la Tierra una esfera, tales confines no existen. En cambio, es evidente que la Tierra no es infinita.

¿Sucede lo mismo en el universo? ¿Es el universo una esfera gigantesca finita pero ilimitada? En tal caso, podríamos, con una imaginaria nave espacial que fuera mucho más rápido que la luz, dar vueltas y vueltas entre las galaxias sin encontrar nunca sus confines. Las galaxias que viésemos se repetirían cada cierto tiempo, simplemente porque serían las mismas. Daríamos vueltas y pasaríamos una y otra vez por los mismos lugares, pero podríamos hacerlo indefinidamente. El universo es, por tanto, ilimitado, aunque no sea infinito.

Ahora bien, ello implicaría que el universo no es plano, sino que tiene una curvatura intrínseca. Al menos la teoría de la relatividad de Einstein no niega tal posibilidad, no hay nada que impida decir que el universo, en efecto, es curvo en tres dimensiones. Sin embargo, el estudio de la imagen de microondas, la radiación fósil, ha deparado que no existe tal curvatura, y que por tanto la geometría del espacio cósmico es plana en tres dimensiones.

¿Qué quiere decir que la geometría del universo es plana o curva en tres dimensiones? En primer lugar, hay que recordar algunos principios básicos de geometría:

1) Líneas, superficies y volúmenes. Una línea es un espacio de una dimensión; una superficie, un espacio de dos dimensiones, y un volumen, un espacio de tres dimensiones.

2) Concepto de curvatura. Una línea puede ser recta o curva. Su curvatura puede ser diferente en distintos puntos. Una superficie puede ser plana (la página de un libro) o curva (la superficie de una pelota). Y la curvatura puede tener varios valores, según el tamaño de la pelota.

Aquí nos tropezamos con un muro que nos pone nuestro propio cerebro: así como es muy fácil hacernos a la idea de la curvatura de una línea o una superficie, es imposible representar e imaginar un espacio de tres dimensiones con curvatura. Pero que no podamos imaginarlo ni representarlo no significa que no exista, y de hecho sabemos que existe gracias a las matemáticas, gracias, en último término, a nuestra inteligencia.

CONGLOMERADO DE ÉPOCAS

A nosotros nos parece que la luz se mueve a una velocidad inimaginable, monstruosa. Puede que, a las escalas a que estamos acostumbrados, sea así. Sin embargo, la luz, a escala cósmica, va a paso de tortuga. Es de una lentitud que, por otra parte, nos permite tener una —o, mejor dicho, muchas— ventanas al pasado, a cómo fue el universo en una época más o menos remota de su existencia.

Si miramos a una estrella que está a 4 años luz, la vemos tal y cómo fue hace cuatro años, el tiempo que su luz ha tardado en llegar hasta nosotros. Si vemos una galaxia que está a 13.000 millones de años luz, la vemos tal y como era hace 13.000 millones de años, es decir, poco después del Bing Bang. El Sol lo vemos tal y como era hace ocho minutos, y la Luna, el objeto celeste más cercano, tal y como era hace un segundo. En realidad, desde la Tierra nunca tenemos una imagen “en directo” de nada de lo que está ahí fuera, lo cual, aunque pueda parecer descorazonador, es en realidad una bendición, porque nos abre de par en par una ventana al pasado y nos permite saber, paso a paso, cómo ha sido la evolución de todo lo que nos rodea desde el Big Bang e incluso remontarnos hasta el Big Bang mismo.

El universo, por tanto, nunca se nos presenta tal y como es, y tampoco tal y como fue en el pasado. En realidad, es cada objeto individual el que se nos presenta tal y como fue. El universo, visto desde nuestra posición, es un conglomerado de todas las épocas, un collage de tiempos más o menos lejanos, desde unos pocos minutos atrás hasta decenas de miles de millones de años. La velocidad de la luz es la que es y las cosas son como son.

RELATIVIDAD RESTRINGIDA

En la física clásica de Newton, las velocidades se suman. Si un tren va a 20 kilómetros por hora y una persona situada en su techo lanzase un balón hacia adelante a 20 kilómetros por hora, para nosotros, que estamos quietos respecto al tren, ese balón llevaría una velocidad de 40 kilómetros hora. Para el lanzador del balón, en cambio, el balón iría a 20 kilómetros por hora, al igual que para cualquier observador que estuviera subido al tren.

Esto, que tan bien funciona para balones tirados desde un tren y para velocidades normales, no funciona para la luz. A finales del siglo XIX se descubrió que la luz llevaba la misma velocidad (299.793 kilómetros por segundo en el vacío) para todos, independientemente del observador que realizase la medición. Ello ponía en tela de juicio algunos conceptos que se tenían hasta entonces como irrefutables, sobre todo en lo que toca al espacio y al tiempo.

De los cálculos que Einstein llevó a cabo para explicar el hecho de que la velocidad de la luz fuera la misma para todos los observadores nació en 1905 la teoría de la relatividad restringida, ampliada en 1915 con la teoría de la relatividad general.

La teoría de la relatividad destroza de un plumazo dos verdades que se tenían como irrefutables: que el tiempo era absoluto, es decir, que su tasa de avance era el mismo para todos, y que el espacio también lo era, es decir, que todos los geómetras, con los mismos aparatos de precisión, deberían medir exactamente las mismas longitudes.

En lugar de ello, se descubrió que el tiempo y el espacio eran indivisibles, que fluían conjuntamente dependiendo el uno del otro, naciendo el concepto de espacio-tiempo.

Para empezar, Einstein descubrió que el paso del tiempo para un observador determinado depende de la velocidad a que se mueva y de la gravedad a que esté sometido. Es un hecho contrastado que el tiempo pasa más despacio para alguien que se mueve a altas velocidades que para alguien que esté parado respecto al que se mueve. Asimismo, el tiempo pasa más despacio para alguien que se ve sometido a una fuerte gravedad que para alguien alejado de esa fuerza de gravedad. El paso del tiempo es más lento para alguien que se desplace en un Fórmula Uno que para alguien que esté parado, viendo la televisión en su casa por ejemplo. Un habitante de Barcelona, ciudad situada a nivel del mar, ve pasar el tiempo más despacio que otro en la cima del Everest, porque la gravedad a nivel del mar es ligeramente más intensa, al estar más cerca del centro de la Tierra.

Sin embargo, en estos ejemplos las diferencias son tan pequeñas que se pueden despreciar. Nuestros sentidos son incapaces de notarlas, y sólo se han visto mediante instrumentos de medición extremadamente precisos. Cuando de verdad se sienten los efectos es a velocidades cercanas a la de la luz y bajo fuerzas gravitatorias realmente grandes, como las de los agujeros negros. Todo ello es, además, relativo, no absoluto. Es decir, cuando decimos que para alguien pasa el tiempo más despacio, siempre lo decimos respecto a otro. No hay una única medida del tiempo, sino infinidad de ellas, y todas distintas. Una medida no puede entenderse sin otra que la complemente.

De sus cálculos Einstein halló que el paso del tiempo en un objeto es más lento a medida que se aproxima a la velocidad de la luz, hasta detenerse en dicho punto. Para un fotón (partícula de luz), que viaja a la velocidad constante de 299.793 k/s en el vacío (tan pronto como nace se pone a viajar a esa velocidad) el tiempo simplemente no pasa, se detiene. Es para nosotros, los observadores estáticos, para quienes pasa el tiempo, no para el fotón.

Halló también que la masa de un objeto en movimiento aumenta con la velocidad, hasta hacerse infinita en el límite no rebasable de la velocidad de la luz.

Halló también que la longitud del objeto en movimiento se acorta en la dirección del movimiento, hasta hacerse nula a la velocidad de la luz.

Halló también que para hacer que un objeto se moviera a la velocidad de la luz habría que administrar una cantidad de energía infinita.

Halló también que la masa es una forma de energía (la famosa ecuación E=mc2).

RELATIVIDAD GENERAL

En 1915 Einstein amplió su primera y revolucionaria teoría con la relatividad general. En ella describe también el comportamiento de los efectos gravitatorios. Básicamente, lo que Einstein demostró fue que la gravedad, que hasta entonces se tenía como una fuerza de atracción, no era en realidad una fuerza, sino la consecuencia de que la masa curva el espacio, dependiendo esa curvatura de lo grande que sea la masa.

Los cuerpos en el espacio se mueven siguiendo una geodésica. Una geodésica es el camino más corto —o más largo— entre dos puntos dados. Hemos dicho que la masa curva (deforma) el espacio. Imaginemos que un cuerpo se desplaza por el espacio y de repente pasa cerca de un cuerpo más masivo, una estrella por ejemplo. Al estar ese espacio curvado por la presencia de la estrella, el cuerpo errante, que seguirá siempre su camino trazando esa geodésica, no tendrá más remedio que inscribirse bajo la fuerza gravitacional de esa estrella. Si es suficientemente masiva, la curvatura será tan acentuada que hará que el cuerpo que antes viajaba en línea recta lo haga ahora dando vueltas alrededor de su nuevo compañero, sin dejar nunca de seguir esa geodésica. Si la estrella mantiene su masa, el cuerpo seguirá ligado gravitacionalmente a ella. Pero no es que la estrella ejerza una fuerza, sino que es la geometría del espacio, curvada por una masa, la que ha creado esa gravedad.

(Continuará, si Dios o los átomos me dan fuerzas y un poco de sabiduría)

jueves, 14 de abril de 2011

COLAPSO


En cada uno de nosotros hay ciertas palabras que hacen fortuna. Le parece a uno que esta circunstancia es una característica más de cada persona y, estirando la goma de los lugares comunes, casi podría decirse “dime qué palabras te gustan y te diré quién eres”. También: “dime cuántas palabras te gustan y te diré cómo eres”. Son formas distintas de lexicalizar la personalidad. Dijo Cela que detrás de cada palabra hay un sueño calenturiento. Es cierto; detrás de cada palabra hay no sólo uno o varios significados aceptados por la Academia de la Lengua de turno, sino un inmenso árbol de ramificaciones, evocaciones, sugestiones. Un universo, en suma, tan amplio como el mismo Universo en que vivimos, e incluso más. Porque al igual que en un segundo cabe toda la vida de una persona y que, hace 13.700 millones de años -según han concluido los astrónomos, físicos y astrofísicos-, toda la materia estaba concentrada en un punto de infinita densidad, así todo lo existente está resumido en una sola palabra, que puede ser cualquiera.

Así, con palabras, se ha hecho la civilización y con palabras también se hace la literatura. Y ello sólo es posible porque, en efecto, cada palabra es un orbe infinito. Entre las preferencias personales del que esto escribe está la palabra colapso. Y uno está últimamente de enhorabuena, pues que el término también parece haber hecho fortuna, un poco al socaire de la situación de crisis mundial -y al que le guste la palabra crisis habrá irremediablemente que felicitarle.

Así es. Ahora la gente habla mucho de colapsos. Sobre todo se escucha mucho en la televisión, por boca de políticos, economistas, especialistas en relaciones internacionales, periodistas. Se colapsa la banca, se colapsan el sistema de pensiones y el sanitario, se colapsa el Estado, se colapsa el PSOE ante el próximo descalabro electoral, se colapsa la economía mundial, se colapsará el Real Madrid si pierde los cuatro Clásicos frente al Barcelona que nos esperan. El otro día escuchamos al señor Artur Mas decir siete veces colapso (en catalán, que es muy parecido) en apenas medio minuto durante una intervención en el Parlamento de la Generalitat. Y, hace bien poco, un compañero de gimnasio le aseguró a un servidor que, viendo el peso que estaba levantando, se iba a colapsar como una supernova. Hubo carcajada general. El mundo parece vivir en un estado de permanente e irremediable colapso, afortunadamente no gravitatorio, porque entonces sí que estaría todo perdido.

Y, más que el mundo, las conciencias. Hay indicios de que la Humanidad se ha sumido en una fase de colapso ético, moral y estético. Y eso, quizá aún más que el colapso gravitatorio (imposible en un cuerpo celeste tan pequeño como la Tierra), será nuestra hecatombe. Que se colapsen los bancos y el flujo de dólares es reversible; que se colapse todo un sistema adecuado de medidas mentales, nos verá abocados a la nada, que es el estadio último de todo colapso. Poniendo como ejemplo una vez más a los astros, cuando una estrella de gran masa colapsa sobre sí misma bajo su enorme fuerza gravitatoria, termina por convertirse en un agujero negro, un cuerpo que no genera luz, que no se ve; un cuerpo que, ante nuestros ojos, termina por no ser nada, pese a su evidente existencia inferida por la fuerza gravitacional que ejerce sobre la materia del entorno. ¿Terminará la Humanidad, como las estrellas que degeneran en agujeros negros, por no ser nada, pese a que siga viviendo, vegetando más bien, en el planeta?

Pero esa es otra historia, y tampoco queríamos ahondar en ello. No me negarán, y es a lo que íbamos, que la palabreja, merced a esas “p” y “s” en estrecho contacto, tiene una acusadísima personalidad propia. A uno se llena la boca diciéndola. Y, quizá por ello, se abusa de su uso. Colapso. Es una palabra rotunda, que quien usa sabe perfectamente de su efecto inmediato sobre el escuchador. Cuando alguien habla de colapso, se sabe o se sospecha que no hay vuelta de hoja o, como poco, que la cosa es grave. Eso es, al menos, lo que a buen seguro quiere expresar el que habla. Como siempre, es saludable, reconfortante e incluso evocador acudir al diccionario de la RAE y leer: “destrucción, ruina de una institución, sistema, estructura, etc.”, nos dice en su primera acepción. Basta con pensar en cualquier organismo viviente para pensar en su colapso. Detengámonos en nosotros mismos, en nuestro interior. ¿Qué si no un colapso íntimo es un estado de tristeza, de desesperación, de melancolía?

La gente suele morir por colapsos; no solamente por colapsos circulatorios, renales o hepáticos, sino también por colapsos interiores, colapsos del alma. Y quizá lo peor de todo, lo más doloroso de todo, es que todo colapso es un proceso lento, en ocasiones inapreciable, pero del que ya no hay posible retorno. Las rosas cortadas y los pobres lebratos a los que abandonó la madre también mueren de colapso. Pensándolo bien, y pese a su sesgo de fatalidad, es una bella palabra. ¿Cómo encontrar belleza, sosiego, consuelo incluso, en una decadencia, en una degeneración?

Quizá es que las palabras, la literatura, se hicieron para eso, para consolarnos.

Imagen de cabecera: recreación artística de un agujero negro con disco de acreción. El disco de acreción es materia que se arremolina en torno al agujero negro y que, debido a la inmensa fuerza gravitatoria de éste, es engullida. Esta materia, que gira a velocidades y temperaturas altísimas antes de superar el llamado horizonte de sucesos, emite radiaciones cada vez más intensas y energéticas, hasta convertirse en potentes fuentes de radiación. Es por esa radiación que se conoce indirectamente la existencia de muchos agujeros negros, pese a que no pueden ser vistos, ya que no emiten luz. Un agujero negro es un cadáver estelar, el colapso gravitatorio llevado al extremo. Se forma cuando una estrella masiva agota su combustible y, privada de ese calor que mantenía a la estrella en un tamaño constante, expandiéndola desde el núcleo, empieza a desmoronarse sobre sí misma (a colapsar). Si la estrella excede de una masa determinada, terminará por convertirse en un agujero negro, esto es, una cantidad enorme de materia condensada en un espacio pequeñísimo, creando una fuerza gravitatoria tal que ni la luz puede escapar de ella.

miércoles, 13 de abril de 2011

LOS CAFÉS


“Esos cafés a los que nunca vamos”, sería un título mucho más exacto, pero también más largo y, desde luego, demasiado concreto para lo que, a nuestro juicio, debe ser un título. Preferimos el tópico e inagotable título de “Los cafés”, que ya utilizaron Larra -en singular-, Carrere, Umbral, Gómez de la Serna y otros eximios escritores a los que nosotros, pobres, ni osamos imitar. Entre otras cosas porque esos escritores sí solían pisar esos cafés de los que luego escribían en deliciosos artículos e incorporaban a sus novelas. Nosotros, y esa es la gran diferencia, no. Hablaremos de esos cafés literarios, artísticos, bohemios, e incluso los de nuevo cuño, desde la distancia, desde el desconocimiento y, sobre todo, desde la imaginación. Es decir, hablaremos de los cafés más desde lo que son, desde lo que podrían ser en la vida de alguien que raramente acude por esos cafés -por falta de compañía, por escasez de dinero o por lo que sea.

Porque para conocer bien estos cafés de que durante mucho tiempo estuvo hecha la noche madrileña es preciso haber pasado muchas horas en sus intestinos, haber pontificado, haber escuchado, haber bebido, haber fumado, haber amado en ellos. Es curioso cómo siguen subsistiendo, aunque sea de mala manera, muchos de esos cafés decimonónicos y de principios del siglo pasado con que está fraguada ésta nuestra literatura madrileña. Desde los artículos de Larra, pasando por las novelas de Galdós y Baroja (sirvan La Fontana de Oro y La busca como ejemplos), la famosa tertulia de Pombo auspiciada por Ramón y la no menos célebre del Café Gijón, los cafés han sido -y siguen siendo- el reducto favorito del artista y, sobre todo, del escritor. Y no sólo eso, sino que en muchos casos el café se convirtió en el eterno lugar de trabajo para muchos, cuyo caso más extremo y puntual -en el sentido de que nunca fallaba- fue César González Ruano, que durante décadas escribió sus artículos en el Café Teide, sito en el paseo de Recoletos (hoy edificio Mapfre). Hoy hay un café del mismo nombre muy cerca, en la calle Bárbara de Braganza.

¿Qué tienen los cafés? ¿Qué pasa o deja de pasar en ellos para irradiar esa fascinación, ese magnetismo para ciertas gentes? Una explicación sencilla y elemental que nos ahorrará muchas palabras es el frío. Durante el invierno, el lugar más barato y ameno para estar fuera de casa es el café. Una consumición asegura horas de disipación, de observación, de trabajo, de amoríos soterrados bajo el denso humo de los cigarros y la conversación. Creemos que ahí está el quid del éxito de los cafés -y sobre todo de ciertos cafés- de la vida cultural española y, más concretamente, madrileña. Porque Madrid es, aparte París, la ciudad de los cafés. Por densidad literaria de la ciudad, por el carácter de la gente, por todo. A nosotros nos gusta pasear la noche madrileña y fijarnos, desde fuera, en esos cafés en los que raramente entramos. Aún subsiste el Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, en el que posiblemente se inspiró Cela para escribir La colmena. Es un café de aire clásico, con sus mesas de mármol y su barra de cinc, con mucho encanto pero también, a nuestro juicio, mucha luz. En la calle de la Escalinata, en pleno Madrid de los Austrias, está el Café Madrid, que desde fuera parece un poco selecto y al que se accede por unas escaleras, como algunos hoteles, porque está más alto que el nivel de la calle. Y en la calle Belén está el Café Belén, pequeño, recogido y oscuro, perfecto para aprovechar esa hora en que nuestra chica está más receptiva a nuestros requiebros.

Hay muchos, ya decimos. Todo consiste en andar un poco y fijarse. Lo que más nos fascina de los cafés es lo que tiene de oficina para muchos escritores. ¿Por qué en el café y no en casa? Quizá es que el escritor, para ser de verdad escritor, debe, al contrario de lo que se piensa, más que aislarse del mundo, entreverarse con él, mezclarse, olerlo, palparlo, mirarlo desde la atalaya caliente, romántica y segura que es el café. Desconocemos si en un café es posible entrar en ese trance necesario para escribir algo que merezca la pena. Pero por lo visto, sí, porque muchas páginas memorables se escribieron al lado de una ventana de café, mientras ahí afuera la calle se difuminaba por la lluvia, con la única compañía de un café con leche y, allá a lo lejos, en un rincón, la mirada sensible y ojerosa de una solitaria.

Pero todo esto forma parte de otro tiempo, naturalmente. Los cafés siguen existiendo, pero se han uniformizado. Ahora también hay Starbucks y los Café & Té, que hacen las veces de cafés para el gran público y que no tienen tanto encanto. Los auténticos cafés son algo así como un artículo de museo, una nostalgia de la vieja literatura que se hacía con una pluma negra y gorda y unas cuartillas holandesas. Su subsistencia, más que por el negocio que proporcionan, parece más debida a una iniciativa municipal para conservar parte de la cultura de este país.

Pero convendría ir más allá y no detenerse solamente en los escritores. El café no es más que la satisfacción de una necesidad que está en el hombre y que es la de socializarse, de verse reflejado en los ojos de los otros, quizá para tomar plena conciencia de su existencia en el mundo. También están los bares, los pubs y las discotecas, pero no es lo mismo. Ninguno de esos establecimientos nos llena las horas muertas y los sueños inconcedibles como un café de los de antaño, de los de ahora, de los de siempre.

Imagen de cabecera: fachada del Café Comercial, en la glorieta de Bilbao (Madrid). Fue fundado en 1887, y es posible que Camilo José Cela se inspirara en él para ambientar La colmena. Sin embargo, el Café Comercial es mencionado expresamente, visto desde fuera, en una escena de la novela ocurrida fuera del café principal.

martes, 12 de abril de 2011

EL IMBÉCIL

El imbécil está ahí, convive con nosotros, aunque a veces no nos demos cuenta. Y no nos damos cuenta porque el imbécil, lejos de ser un delincuente -aunque también haya delincuentes imbéciles-, no es más que alguien inofensivo que en el fondo da un poco de pena, pero que no deja de ser estéticamente malsano para la sociedad. El imbécil, por supuesto, es un tipo universal que ha existido en todas las épocas y lugares, y la señas más importantes de su personalidad y por las que es imbécil son su vanidad y su egoísmo, aunque ésta en variadas dosis. A nosotros los españoles, naturalmente, nos interesan y molestan mucho más los imbéciles españoles, quizá porque, además de que los españoles solemos ser bastante hostiles con los propios españoles, en España el imbécil puede vivir a sus anchas, encuentra en clima propicio para crecer adecuadamente y hacerse un sitio en la sociedad.

El imbécil puede pasar perfectamente inadvertido porque no suele tener atributos morfológicos que lo distingan. Sin embargo, basta un pequeño gesto, una palabra, para desenmascararle. “Este es un imbécil”, pensamos al instante, y rara vez solemos fallar en nuestro apresurado diagnóstico. El imbécil tiene variadas, casi infinitas, manifestaciones exteriores, pero lo esencial en él es el crispamiento momentáneo que nos provoca, sea cual sea esa manifestación. Después, tendemos a olvidarlo pronto, hasta que otro imbécil nos recuerda la densidad de imbéciles con que la creación nos pone a prueba, quizá para que valoremos más y pongamos en su justa medida a los no imbéciles, a la gente con la que se puede tener una convivencia tranquila y pacífica.

Lo peor de todo es que el imbécil tiene difícil enmienda. El que nace imbécil, imbécil morirá, y lo más probable es que su imbecilidad vaya a más con el tiempo. Es una estirpe con las más hondas raíces que, además, cuenta con miembros muy conocidos e incluso muy admirados por el gran público, lo cual refuerza al imbécil de a pie. Desconocemos si el imbécil se sabe imbécil o no, pero sospechamos que vive en un limbo en el que él se ve a sí mismo -el imbécil raramente tiene ojos para los demás- como alguien perfectamente admirable, modelo de virtudes y genialidad, y apenas reconocerá en su persona ningún defecto como no sea la tara indirecta de que su mujer es un poco gazmoña o que el coche, objeto de grandísima importancia para él, hace un ruidito muy extraño cuando mete la segunda. Y todo esto, claro, nos lo cuenta.

El imbécil es el que toca el claxon cuando no ha pasado ni un segundo desde que el semáforo se ha puerto en verde. El imbécil es el que se corta las uñas en el Metro, haciendo saltar hacia el suelo o hacia los sufridos transeúntes las repugnantes lascas. El imbécil es el que, en medio de una conversación tranquila y civilizada, dice alguna grosería respecto de las mujeres y se hace el gracioso. El imbécil es el que, en la biblioteca, procura quejarse y suspirar mucho de cansancio para que los demás vean cómo se esfuerza y lo difícil que es lo que está estudiando. El imbécil es el que en cada frase tiene que soltar alguna palabrota o entreverar siempre algún vocablo que desnude su estupidez, ignorancia o papanatismo. El imbécil, también, es el que en una conversación campechana suele empezar las frases diciendo “evidentemente” o “naturalmente” para darse tono.

El imbécil, sobre todo, es el que bosteza muy fuerte en un lugar público, luego mira a los circunstantes y sigue su camino o con lo que estaba haciendo. El imbécil es el que habla en voz alta consigo mismo, generalmente quejándose, soltando imprecaciones y, en ocasiones, anticipando tareas de su vida que a nadie interesan. El imbécil es el que tira un envoltorio de plástico a la acera y hace como que no se ha dado cuenta. El imbécil es el que pasa con su moto haciendo mucho ruido o quemando rueda con el coche. El imbécil es el que llama al camarero chistando o diciendo “jefe”. El imbécil es el que dice “a esa le iba a dar yo su merecido”, frase con la cual cree solucionar todos los problemas del mundo. El imbécil es el que no responde a un saludo. El imbécil -este de más hondo calado- es el que nunca reconoce sus errores y siempre se está justificando. El imbécil es el que siempre te dice que no se te ve el pelo.

El imbécil es el que habla muy alto con el manos libres para que todos se den cuenta de que tiene un manos libres. El imbécil es el que va corriendo a una cola sólo porque regalan algo, sin saber lo que es. El imbécil, en fin, es el que aplaude y justifica al imbécil. Ese sí que es imbécil.

lunes, 11 de abril de 2011

HOY NO SE ESCRIBE

No hay nada como levantarse más tarde de lo habitual para que uno se ponga de mal humor. Eso de perder una hora porque sí es uno de los descuidos más graves en los que uno personalmente puede caer, una de las negligencias más odiadas en uno mismo, porque por mucho que se diga o se disculpe la pereza, esa hora no se recuperará nunca, como tampoco, por lo general, vuelven las segundas oportunidades, y si vuelven lo hacen ya con la temible impronta de la segundas partes, nunca simpáticas, nunca de fiar.

El caso es que el cuerpo necesitaba hoy esa hora extra de sueño, consecuencia de un fin de semana de cansancios y veranos anticipados, de insomnios e intrépidas noches por el corazón de Madrid. El cuerpo hay veces que pide cosas, sí, pero uno no suele hacerle mucho caso, a excepción de lo más elemental: sed, hambre, lectura -la lectura es también una predisposición física-. Y poco más. En lo demás, uno tiene tendencia a contradecir los deseos de su maquinaria, duerme poco aunque tenga sueño y sigue haciendo ejercicio aunque esté cansado o le duela más de lo habitual el tobillo de siempre. La vida es corta y el tiempo es poco si se quiere o si se sabe aprovechar. Lo siento, cuerpo, te ha tocado un mal amo, o un mal huésped, que eso nunca se sabe.

Pero hoy no. Hoy era necesario dormir un poco más. Tampoco es que uno haya remoloneado en la cama, sumido en esa dulce nebulosa post sueño; simplemente ha dormido. El pecado de pereza es dudoso en este caso. El cuerpo lo necesitaba y ha hecho uso de sus prerrogativas. Simplemente no me ha despertado. Y cuando al fin el cuerpo me ha despertado, era ya tarde. La primera sensación nada más abrir los ojos ha sido la de seguir cansado, la de tener ojeras, de esas que no se van en todo el día. Sé también que hasta mañana por la mañana tendré los músculos rígidos y los pies como calientes. Está uno cansado, sí.

Uno ha desayunado y se ha preparado más deprisa de lo habitual, con el fin de recuperar en lo posible el tiempo perdido. Mas el ritmo era lento, pausado, perezoso, sin la chispa necesaria para acelerar. No por pereza propia, repito, sino por incapacidad. Ha venido a la biblioteca de siempre, donde está en el momento en que escribe estas líneas, y se ha sentado en el sitio de costumbre. Hoy, sin embargo, hay alguna novedad, porque en la mesa redonda, donde nunca hay nadie, está acompañado por dos adolescentes que preparan un trabajo para el instituto o, como mucho, para el primer curso de carrera o Formación Profesional. Una de ellas es más bien fea, sin ser fea del todo. La otra, más bien guapa, sin ser tampoco un bellezón. Pero se ve que se sabe sacar partido. En seguida fijo mi involuntaria atención -la atención también puede ser involuntaria- en el escote de ésta. Cosas de la debilidad viril y, hoy, del cansancio físico, que se convierte en cansancio intelectual. Uno enciende el ordenador, abre un documento de Word en blanco y se dispone a escribir sobre cualquier cosa. El tema, que otros días hay que seleccionar de entre un abanico de posibles, parece haberse quedado en casa, en la cama. Nada viene al cerebro digno de ser escrito; en realidad, nada viene al cerebro, así, a secas. Las chicas, mientras hacen el trabajo, hablan de sus cosas. Al parecer, la del escote ha vivido una desenfrenada noche de pasión con algún afortunado, al que otro día maldeciría, pero no hoy. No hay fuerzas ni para eso. La chica habla como en clave, con frases de segunda intención, y la otra no hace más que preguntar y asombrarse. Uno mira a la pantalla en blanco como si leyera algo. Las palabras no vienen a la mente, sólo lo que dicen mis dos acompañantes. Son morenas, por cierto, y la guapa tiene los ojos grandes y golfos.

Un hombre pasa por el escaso hueco que una de las chicas deja entre la silla y una estantería. De repente suelta una imprecación: “¡Zorra!”, dice, berrea más bien. Cosas del resentimiento. El tipo es feo y está gordo. Las chicas callan y me miran; yo las miro también, enarcando las cejas, atónito ante lo que acababa de presenciar. El tipo mira para atrás, hacia nosotros, y se aleja. No volvemos a verle más. De vuelta a la calma, cada uno sigue a sus cosas. Ellas, a su trabajo y a sus cotilleos y confidencias; yo, a mi hoja en blanco.

El tiempo pasa y las fuerzas, las pocas que traía, van decayendo. Hoy ya no se escribirá nada, y ese diminuto contratiempo le sume a uno en una desazón que sabe que no superará hasta mañana por la mañana, hasta el momento en que vuelva a sentarse delante del ordenador a escribir. Se siente uno de pronto un poco incompleto, un poco sin hacer. Se hace tarde, y dentro de poco hay que irse. Otras tareas nos reclaman, y la hoja sigue desesperadamente en blanco. Las chicas, en cambio, sí avanzan en lo suyo, en su trabajo escolar, salpicado por conversaciones que nada tienen que ver con lo que están haciendo. A veces se ríen de algo, a veces de nada. Pero se ríen. Por momentos arman escándalo, pero nadie les dice nada. Por lo visto, en esta biblioteca donde lloran niños y la gente habla por el móvil, el silencio es la excepción.

Es hora de irse. Me despido mentalmente de la guapa del escote, a quien no volveré a ver, y salgo de la biblioteca lentamente, cabizbajo y meditabundo. Día de fracaso, día de no escribir…

domingo, 10 de abril de 2011

INCISO

Lo que sigue es lo que he encontrado anotado en la libreta donde apunto los pormenores de los partidos para mis crónicas de baloncesto. Ignoro qué fue lo que me impelió a escribirlo, ni en qué situación de espíritu me hallaba. Supongo que me hallaría en un momento especialmente místico:

"Imaginemos que en un Barça-Madrid (fútbol), por ejemplo, con todos los focos, la mirada del país, del mundo, entero, sobre ellos, en pleno partido los jugadores de ambos equipos hablaran un momento entre ellos y se dijeran: "esto es una tontería, no jugamos", y, en medio de los pitos y el estupor general, se marcharan del campo abrazados, Cristiano con Messi, Piqué con Di María, Valdés con Kaká, Casillas con Alves."

Bien, nada más.

jueves, 7 de abril de 2011

ANATOMÍA DEL ANTES


Esta semana estamos de talante deportivo. Y no porque aceptemos de buen grado y con elegancia una derrota hipotética e invisible de nuestra vida, fuera de las pequeñas victorias y derrotas de cada día. Hay quienes dicen que cada día que pasa es un día más, y otros que uno menos. Todo es según como se mire. No hay tal derrota personal, no. El caso es que últimamente vivimos en un clima de deporte, respiramos deporte, como el reportero en el frente respira guerra o el sacerdote que se va a ordenar respira espiritualidad durante su retiro previo.

Llegó la primavera, se acerca el final del curso, y el deporte va tomando proporciones ciclópeas. No porque haya más que durante el otoño y el invierno, sino porque lo que acontece va cargado de un carácter decisorio que hace de los acontecimientos deportivos que se nos vienen encima algo absolutamente delicioso. Ahora, cada evento, cada partido, cada minuto, cada segundo, cada acción y cada decisión cuentan, y lo más probable es que no haya marcha atrás. Antes, el que perdía podía redimirse con victorias posteriores. Ahora, no. Ahora el que pierde pone punto y final a un sueño largamente perseguido, dice un amargo adiós a una oportunidad que quizá jamás vuelva a presentarse. Cuánto ensayo de muerte hay en estos compases finales de la temporada, cuánto de anochecer de las ilusiones.

Llega lo que todo amante del deporte esperaba: los partidos decisivos. Todo o nada. Así debe ser para que el deporte tenga credibilidad no sólo como entretenimiento sin igual, sino como perfecta metáfora de la vida, donde cada día y cada segundo es diferente y no se puede recuperar. Viene todo esto a que esta noche el Real Madrid de baloncesto y el Power Electronics Valencia juegan un partido histórico para ambos. Se juegan el pase a la Final Four de la Euroliga. El Real Madrid, club con más títulos del continente, lleva quince años sin jugarla; el Valencia no la ha jugado nunca, y allí saben que oportunidades como esta es difícil que vuelvan a presentarse. Y uno está nervioso. Puede imaginar lo que se les estará pasando por la cabeza a los jugadores, pero uno sólo sabe que está nervioso. No lo puede evitar. Y aunque pudiera, igual no querría evitarlo.

El antes, el ahora, el después. ¿Qué es mejor? Los filósofos y pensadores de todos los tiempos y lugares nos han dicho y repetido hasta la saciedad que no sólo lo mejor, sino lo único que existe es el ahora. Lo único que debe tenerse en cuenta y de cuyo disfrute y aprovechamiento dependerá nuestra felicidad o desdicha. El repetido hasta la saciedad carpe diem, disfruta el momento. No vamos a ser nosotros los que queramos contradecir a milenios de pensamiento y literatura. Porque es verdad, sólo existe el ahora, y es lo que debe prevalecer. En este momento, nervioso como está uno, expectante ante el partido de esta noche, un sí es no es impaciente por que llegue el momento de pisar la Caja Mágica, está viviendo el ahora del antes. Pero este ahora está claramente influenciado emocionalmente por un después sobre el que casi todo gira. Es, por tanto, más un antes que un ahora. Es una ensoñación, una ilusión de algo que todavía no ha ocurrido pero que nos llena el alma. Lo mismo, exactamente lo mismo que antes de quedar por primera vez con la chica de nuestros sueños.

¿Qué es mejor? ¿El antes, el ahora o el después? Según para quién. Para los filósofos, para los felices, para los despreocupados, lo mejor es sin disputa el ahora. Para los melancólicos, los tímidos, los poetas, el después. Y para los soñadores, los nerviosos, los impacientes, el antes. Sin duda alguna. Todos sentimos en nuestras carnes los efectos de cada uno de estos estados temporales, digámoslo así, según los estemos sintiendo. Pero en cada individuo cada uno gana la partida a los demás y se impone. El ahora y el después -la memoria- están en los animales. El antes, sin embargo, es algo privativo del ser humano y algo que forma parte de su esencia proyectiva. Por eso creemos que la anticipación, la conciencia de la víspera, es el más avanzado de todos. No el más saludable para una vida plena, desde luego, pero sí el de más complejos resortes.

El antes, la víspera, cuando la atmósfera se densa de un misterioso éter. Todos sabemos, por intuición, antes de un acontecimiento importante qué tal nos va a ir en líneas generales. “Se está cociendo algo grande”, nos decimos íntimamente, sin que nadie nos escuche, por si acaso; o, por el contrario, “será difícil”, o “no tengo buenas vibraciones”. Dentro de nosotros vibran unas sensibilísimas cuerdas del antes que quizá se hayan ido afinando a lo largo de la evolución. Pero siempre hay un amplísimo espectro de incertidumbre, de inseguridad, por el que el antes es lo que es y por lo que tiene tanto encanto. “La inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros”, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Uno, en efecto, no está seguro nunca de nada, y menos aún durante el antes.

El antes, simplificando, consiste en la anticipación imaginaria de un después que es importante -o que se imagina importante- para el que sujeto que anticipa y que se tiene muy cerca. Uno ya se lo está imaginando. Llega a la Caja Mágica después de un largo y cargado viaje en el metro. Seguramente no piense mucho en el partido de marras y sí en sus cosas, pero el sólo pensamiento fugaz de lo que se avecina le retuerce el estómago. En el pabellón, los jugadores ya calientan, midiendo cada movimiento, el rostro serio. Hay una música de discoteca que, pese a su ligereza, suena trascendente. Las luces también están con un brillo trascendente, todo está trascendente. Las gradas se van llenando lentamente con ese mágico hormigueo de gente buscando su asiento. Molin y Pesic en la banda, observando a sus hombres, con ademán pensativo. Las sienes nos palpitan con creciente violencia, el revoleo del estómago se intensifica y el esfínter se nos aprieta. Queda poco para la cita -un partido de estas características es siempre es como una cita- y el ritmo del calentamiento de los jugadores va aumentando gradualmente. Todo va adquiriendo velocidad, el speaker habla, presenta a los jugadores, salen los árbitros, está todo a punto. Suena una bocina, y se apaga la música. Los jugadores titulares se quitan el chándal y quedan con la ropa de juego. El Madrid, de blanco, el Power, de naranja. Ya no vale esconderse, aquí nos conocemos todos. Primeros cánticos poderosos desde la grada, que está a reventar. Nos recorre un estremecimiento, y sentimos frío, aunque haga un calor del demonio. El árbitro echa el balón al aire…

Y el antes acaba. Ya forma parte del después, de la nostalgia. Pero no hay tiempo para eso, pues nos reclama el ahora. Nos reclama la pista, el balón, el juego, nuestra chica. Ahora sólo hay tiempo para ella.

Imagen de cabecera: Nikola Mirotic estira antes de un partido de Euroliga en la Caja Mágica (Foto de Sonia Cañada).

miércoles, 6 de abril de 2011

DESPERTARES



A Vicente, gran madridista.


La victoria del Real Madrid ayer ante el Tottenham por 4-0 ha dejado infinidad de lecturas en la prensa deportiva. Contrasta, como siempre, el tufo triunfalista y casi imperial de la madrileña y el tono de crónica de sucesos, casi desdeñoso, de la de Barcelona, tratando el triunfo blanco como un mero trámite burocrático y poco menos que regalado en vistas de lo que vendrá después, lo verdaderamente gordo: el Barça, por supuesto. Cosa que está por ver, pues los azulgrana juegan esta noche en el Camp Nou contra el peligroso Shakhtar Donetsk, equipo pequeño con olor a nuevo que, entre su buena trayectoria este año en Liga de Campeones, los precedentes de años anteriores contra los catalanes, el hecho de jugar la vuelta en casa y el extraño clima de respeto y casi temor que se respira en Can Barça, se presenta casi como un ogro inexpugnable al que se ganará, si se le gana, casi por milagro.

Hablábamos de la prensa y su contraste según desde dónde se escriba. Bien, pues como casi siempre en el medio está la virtud, y ni lo uno ni lo otro. El 4-0 es un buen resultado que prácticamente cierra la eliminatoria, de eso no cabe duda, pero de ahí a decir que fue una de las grandes noches europeas del Madrid dista un abismo y casi un disparate. No lo fue. No lo fue ni por juego, ni por rival, ni siquiera por ambiente. El Tottenham se mostró como un equipo en extremo blando y contemplativo, y la temprana expulsión de Crouch no puede servirle de excusa. La primera parte del Madrid, con el viento a favor, con un gol tempranero, con el delantero rival expulsado, con el estadio lleno -pero falto de chispa-, fue, digámoslo sin ambages, desalentadora, exasperante. Ni una jugada de mérito hicieron los blancos, que, aparte el gol, se perdieron en tiros lejanos mal ejecutados y en un juego escasamente combinativo, lento y previsible. Por si fuera poco, el Tottenham, tempranamente derruido, tuvo el balón mucho más de lo que tales circunstancias hacían prever.

La segunda parte fue otra cosa. Tampoco se vio ningún vendaval ofensivo digno de entrar en los anales de la Copa de Europa, pero por momentos volvió el gran Real Madrid. Lo que se vio fue a un adulto jugar con un pobre pelele flaco y desnutrido. Al Tottenham, por no vérsele, no se le vieron ni ganas. Y eso sí que es grave y delata a los equipos que no son grandes. Encerrado atrás pero sin la menor voluntad de minimizar el daño, a los ingleses pudieron caerle seis. En otra ocasión, quizá así hubiera ocurrido. Pero ayer el Madrid, pese a lo que pueda parecer el resultado, andaba con ciertas ansiedades aún palpitantes tras siete años sin pisar los cuartos, sin ser nadie en Europa. Cristiano marcó, más por estadística que por otra cosa, aunque el gol, eso sí, fue excelente. No se le vio fino, cosa normal, por otra parte, por la lesión. Conviene, sin embargo, que el portugués mire más a sus compañeros y que se deje de ciertos detallitos técnicos que ni son técnicos ni son prácticos. Y menos si se hacen con un parco 1-0 en el marcador.

Hay muchas cosas a corregir, pero el Madrid, y esa es la sonora verdad, estará en las semifinales. Entre la aristocracia europea. Y no es poca cosa, visto el páramo del lustro y pico anterior. Siempre lo hemos dicho: al Madrid no es necesario que le vaya todo rodado para ganar títulos. Quizá sea el único club en el mundo que puede decir algo así. Ayer, pese a lo que hemos dicho, cumplió con creces. Le faltó juego en la primera parte, sí, y algo de precisión general. Precisión. Palabra clave para el Madrid. Llevan muchos años faltos de ella, y ello se debe a ese clima crispado y de urgencias que se respira en el club. Mas un 4-0 en Europa, en cuartos, es inapelable. Y más con goles como el de Di María o el segundo de un redimido Adebayor.

El Madrid, tras el resultado de ayer, parece despertar. Pero sólo es el comienzo del regreso a la élite europea. Harían mal el madridismo y el club en tintar de hazaña heroica lo de ayer, en lanzar al viento los fuegos del entusiasmo. Aún queda mucho por hacer. Queda consolidar lo conseguido este año, que no es poco, a pesar del enrarecido entorno que se respira gracias a la proyección mercantilista de Florentino Pérez, a Mourinho, la prensa y ciertas actitudes de los jugadores. Queda, entre otras cosas, que el madridismo salga de la abulia en que lleva sumido desde hace años. Parece que al madridista se le ha olvidado animar. No siempre fue esta afición así, conviene anotarlo. El madridista, antes animaba y animaba mucho, sobre todo en las grandes citas. Ayer se recuperó algo de ese pasado de miedo escénico, pero se notaba aún en el estadio cierta resistencia del aficionado al aplauso desaforado, al grito estentóreo, a la pasión sana y un tanto animal, atávica, que despierta el deporte. Sea quizá esta atonía del madridismo la principal causa o consecuencia, no se sabe muy bien en qué orden actúan las fuerzas, de la pérdida de brillo del nimbo legendario que tuvo siempre este club.

Creemos que el Madrid, antes que nada, debe recuperar ese fuego, que ahora sí tiene el barcelonismo. Y eso, más que la excelsa calidad de los jugadores actuales, es lo que hace verdaderamente peligroso al equipo catalán. El Barça siempre fue un club que pecó de blandura, de falta de fe en sí mismo, de acelerado desánimo en cuanto venían un poco mal dadas. El Barça es un club sin heroísmo, inseguro, dengue. El Madrid, todo lo contrario. Por eso sigue teniendo más títulos y más aura que el club catalán, por eso y no por otra cosa el Madrid es legendario. Pero esa tendencia está virando. Lo primero, repetimos, es que el Madrid y su parroquia recuperen su calor. Sería triste que este club pereciera de hipotermia. Lo fundamental, en efecto, es que el Madrid y su afición se remuevan en su blanco lecho, salgan de la nebulosa en que se hayan sumidos y les sobrevenga el gran despertar. Lo de ayer, un 4-0 rotundo con el gran anfiteatro europeo mirando, puede ser un gran inicio. Pero sólo eso, de momento.

martes, 5 de abril de 2011

LOS BÚHOS

Hay veces en que debemos valorar y loar las iniciativas de los políticos, que no siempre se equivocan, contra lo que pueda parecer. Y no es que la iniciativa que nosotros pretendemos glosar aquí sea reciente, pues los búhos, los autobuses nocturnos, llevan ya muchos años surcando las agitadas noches de Madrid. No sólo ponderamos y loamos la iniciativa en sí, la de dotar a Madrid de un medio de transporte fundamental por el que los bohemios, los juerguistas, los noctívagos y los que trabajan de noche tienen asegurado su regreso a casa por un módico precio. También nos gusta el nombre con que se lo bautizó, que no por fácil y un poco tópico es menos potente. Los búhos. Con sus ojos grandes y brillantes y su ademán imperturbable, estas aves nocturnas y carnívoras van rapiñando gente todas las noches por las calles de Madrid.

Salen todos de Cibeles, kilómetro cero de esa tela de araña que se hace y deshace continuamente desde las doce de la noche hasta casi las seis de la mañana. Madrid tiene, de esta manera, veinticuatro horas ininterrumpidas de transporte público. Lógico y necesario, dirán algunos. Sí, pero no todas las ciudades gozan de ese privilegio. En Valencia, por ejemplo, los búhos circulan solamente hasta las tres de la madrugada. Una nueva muestra de lo desacertadas e injustas de nuestras quejas y diatribas hacia esta ciudad desconocida por sus propios habitantes y que clama en silencio -algunos la escuchamos- por que se valoren en su justa medida algunas de sus virtudes y encantos.

Los búhos toman su verdadero significado durante los fines de semana. El búho ha desplazado al taxi como medio de transporte de los juerguistas madrileños. No tanto de los extranjeros, pues parece que éstos no acaban de fiarse de esa oruga trasnochadora que, si bien sí que los recoge en un lugar determinado, vaya usted a saber dónde los va a dejar a esas horas de la madrugada. En un descampado, seguramente. El búho, más incómodo pero muchísimo más barato que el taxi, da la ocasión de observar con calma y detenimiento la psicología nocturnal de la juventud. En los búhos de más allá de las tres de la madrugada se aglomera el fracaso o el éxito de una noche, el sueño y las ilusiones perdidas, la tristeza que embarga al romántico o el éxito íntimo, acogedor y cálido del que se llevó a la guapa del grupo.

Hay algunos grupos aislados de juerguistas que continúan la juerga en el búho. Son los que, ahítos de alcohol, gritan, cantan, se levantan, se caen cuando el autobús toma una curva, se vomitan. Pero por lo general en los búhos reina el cansancio y la resignación, menudean los ojos turbios dañados por esa luz blanquísima, viscosa, insoportable, que hay en todos los búhos. ¡Qué bien le vendría a estos vehículos una luz trémula, nocturna, como la de algunos cafés bohemios o la del flexo de nuestra habitación! Tampoco el olor acompaña, hay que decirlo, pues entre los productos de limpieza que echan, el efluvio acumulado de los viajeros y algún que otro vómito esparcido aquí y allá, dan ganas de no respirar. De hecho, habrán notado que en los búhos se procura respirar mucho menos que en otras partes.

Todas estas características hacen que los búhos no estén hechos para soportar ciertas tristezas nocturnas que nos sobrevienen cuando todas esas promesas que nadie nos prometió no se cumplen. Viajar en un búho en ciertas condiciones puede hacerse muy duro, quizá más de lo que podemos soportar. Para esas tristezas sigue estando el taxi y el regazo oscuro y confortable del asiento trasero, afortunadamente; tristezas que hacen, entre otras cosas, que el dinero no nos importe nada y que lo único que queramos sea llegar a casa lo antes posible. Aunque luego el taxista, ese abnegado del volante, nos azote con su lengua:

-Qué, muchacho, se dio mal la noche, ¿no?

Es un peaje que hay que pagar. Se nos ve en la cara, además, que la noche no nos fue bien. Ir con esa cara en el búho no parece buena idea. Pero a veces hay que tragar, porque el amigo, que tiene novia y al que triunfar o no le da igual, se empeña:

-Venga hombre, cogemos el búho que en nada nos deja en la puerta de casa.

Y ese “en nada” es una hora y cuarto de sufrimiento y mareos y esa “puerta de casa”, veinte minutos andando. Tampoco podemos quejarnos, la verdad. Gracias que tenemos los búhos, esa salvación, ese refugio en noches de invierno, frías, ásperas y desconsoladas, y en equívocas noches de primavera de lluvia y lodo interiores. Hay veces, incluso, en este Madrid mágico en que todo puede acontecer en cualquier momento, en que lo mejor de la noche viene en el trayecto del búho a casa. Aunque sólo sea por la visión de los ojos cansados de la chica morena que, suerte la nuestra, se ha sentado enfrente de nosotros. Y aunque no hablemos con ella, eso no pasará.

O sí.

lunes, 4 de abril de 2011

FLOR DE CASUALIDAD


Uno aún no ha llegado a la treintena y, por lo tanto, es joven. No sólo eso, sino que todavía más importante, se considera joven. Esta convicción íntima, que podría parecer una obviedad desacreditada por la estupidez que es decir que uno se considera joven en la plenitud de su madurez y esplendor físicos, se ve reforzada por el duro e inapelable devenir de la realidad, de lo que vemos a nuestro alrededor. Y es que no es raro encontrar a personas de veinticinco a las que se ve soberanamente viejas, y no sólo por fuera. Hay, vemos bastante habitualmente, un cansancio prematuro, un creer que se ha hecho ya todo en esta vida y que lo único que queda es dejarse llevar, como una inmensa bola que va engordando, por la cuesta abajo del tiempo. Esto de acomodarse lo antes posible parece tener gran éxito entre nosotros, los jóvenes. Luego, cuando algunos de esos jóvenes lleguen a viejos, se darán cuenta, supongo, que tanta puntualidad, tanto apresuramiento en conseguir la supuesta felicidad, es una solemne pérdida de tiempo. Y querrán, claro es, desacomodarse, esto es, volver a la esencia de la juventud. Es la flecha del tiempo colocada en dirección contraria.

Y también hay, claro es, viejos a los que se le ve el forro de la juventud palpitante y no impostada por debajo de las costuras de su raído envoltorio. Quizá sea esa la verdadera juventud, la más auténtica, la que vive en seres que no son de su edad. Pero esa es otra historia. Uno, decía, es todavía joven, pero va teniendo un bagaje de tiempo tras de sí, y es de esa generación un tanto confusa cuya infancia creció entre lo antiguo -o lo que uno cree antiguo, pues que luego se ve claro que nada es antiguo si no se contrapone a algo- y lo moderno, lo más estrictamente contemporáneo, entre las meriendas de pan y chocolate y las primeras videoconsolas, entre una cierta ingenuidad pueril -que parece estar perdiéndose- y el ordenador, los Pokemon y los Gormiti, o como se diga.

Una de las características de lo estrictamente contemporáneo que decíamos antes es el quererlo y tenerlo todo ahora, en este instante y no en otro. El después no existe, o no se quiere saber nada de él. Tampoco el acaso, la imaginación de una ilusión. La impaciencia y lo tangible, lo corpóreo, lo que se tiene al alcance de la mano y no se concede en que se nos aleje. No, eso no es ya posible. Se quiere todo porque nos creemos con derecho a todo, menos a perder la vida por las confusas rendijas del tiempo futuro. Hay un afán acomodaticio por el que ya no el esfuerzo -ahora nos esforzamos mucho más que antes, y por cosas que quizá merezcan poco la pena- sino la imaginación, el ramillete de ilusiones que nunca se satisfarán y que forman el haz de nuestra vida, se va secando. Lamentablemente, apenas hay espacio ya para la casualidad, nuestra gran amiga.

¿Queremos viajar? Nada más fácil. ¿Queremos ligar? No hay problema, ahí está internet, y el que no folla es porque no quiere. ¿Queremos entretenernos sin mover un dedo? Hay cientos de canales de televisión de todas las temáticas posibles –menos exclusivamente de baloncesto, ahí va el dardo y la reivindicación-, y, sobre todo, tenemos internet. Internet es el gran invento del siglo XX, digan lo que digan. Al menos, de su segunda mitad. Y el siglo XXI, no cabe duda de ello, es el siglo de internet. A menos que se invente, qué se yo, los viajes intergalácticos, el remedio definitivo contra la calvicie o la tele transportación instantánea. Pero eso ya sería el colmo.

Detengámonos en el campo de la música. Uno se acuerda de una canción que le gusta y, claro es, le gustaría escucharla. Bien, pues le basta con un click. Ni siquiera es necesario que esté en su casa, por supuesto. Los walk-man hace mucho tiempo que se inventaron, y ahora con los reproductores mp3 y mp4 y los móviles las posibilidades se multiplican. Todo eso está muy bien, qué duda cabe. Una buena canción escuchada en el momento preciso y no otro puede salvarnos de más de una pequeña depresión, de un temporal bajón de ánimo. También puede infundirnos motivación y fuerzas añadidas para un acontecimiento importante o puede convertir un penoso trayecto en metro en algo así como un viaje lírico y sentimental. Pero, ¿dónde está la casualidad, esa rara flor?

Así es. Por mucho que uno pueda, en cualquier momento y con sólo ejercer fuerza con uno de sus dedos, escuchar una canción determinada las veces que le dé la gana, el auténtico momento musical y lírico viene cuando no esa misma canción, sino otra cualquiera, es escuchada una sola vez, de casualidad, porque la ponen en la radio, porque la toca un músico callejero o porque alguien la lleva puesta en el coche con las ventanas abiertas. Ni siquiera es necesario escucharla entera porque con una parte, con el estribillo, nos vale. Después, andamos todo el día con eso que llamamos “se me ha pegado” en la cabeza, tarareando con aire de felicidad, porque todo el mundo sabe que el que canta porque sí es porque está contento. Y sólo hizo falta un minuto, unos segundos acaso, para que se nos despertaran esas alegrías no precisamente muertas, pero sí en suspenso. Sólo hizo falta la flor de la casualidad.

Rara y bien olorosa flor la de la casualidad. Ya no es su reino el de los tiempos actuales, en que se quiere que todo esté tan medido, tan controlado, tan a nuestro gusto. Es como los varones maduros donjuanescos y románticos, que están pasados de moda. Pero, como éstos, esa flor sigue existiendo, sigue viviendo, porque, simplemente, no puede desaparecer. Quedan resquicios para que respire, crezca y, quizá, sólo quizá, se nos ponga ante la vista. Por eso es y se llama casualidad, esa rara flor.


Imagen de cabecera: Amapola.

domingo, 3 de abril de 2011

EPISODIO (Nota para una reflexión)


Para un servidor, el mejor final de la literatura española lo escribió Benito Pérez Galdós en su Episodio "Zaragoza". Reproduzco aquí parte del penúltimo capítulo. No voy a comentar su contenido, no es necesario. Creo que habla por sí sólo, y todo lo que pudiera yo añadir no haría sino desvirtuar, afear, interpretar erróneamente y sin derecho. Fue escrito hace más de cien años, pero pienso que viene muy a pelo en la situación actual. Que cada uno saque su conclusión, si es que le apetece o tiene un segundo libre. No le pido que sienta la emoción que experimento yo al leerlo y transcribirlo (por el mero gusto de hacerlo), pero sí al menos que reflexione un minuto.

Sólo quiero poner en situación: estamos en febrero de 1809. Los franceses llevan dos meses sitiando la ciudad de Zaragoza, que, tras una defensa heroica, cae finalmente agotada por las bajas, la epidemia y la colosal potencia de las huestes napoleónicas. No hay en la Historia de España un ejemplo igual al de la capital del Ebro.Y todo ello fue admirablemente narrado por don Benito, por boca de Gabriel Araceli. Nos cuenta éste último:

"—Todo huye, todo se va de este lugar de desolación —digo a don Roque—. Los franceses no encontrarán nada.

—Nada; hoy entran por la puerta del Ángel. Dicen que la capitulación ha sido honrosa. Mira: ahí vienen los espectros que defendían la plaza.

En efecto: por el Coso desfilan los últimos combatientes, aquel uno por mil que había resistido a las balas y a la epidemia. Son padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no puede encontrar a los suyos entre los vivos tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres, casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. Los franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante espectáculo tan horrible, y casi están a punto de retroceder. Las lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres o sombras las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.

El soldado voluntario, al entrar en su casa, tropieza con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre a la trinchera, al paredón, a la barricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde está; los mil muertos no hablan y no pueden dar razón de si está Fulano entre ellos. Familias enteras se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. Esto ahorra muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos que habían de llorarla.

Francia a puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a las orillas del clásico río que da nombre a nuestra Península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto desastre y el aspecto que ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le tocaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del Imperio francés.

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El Imperio, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar, que siempre es secundario cuando, abandonando el servicio de una idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el Imperio francés, digo; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo y cuyos relámpagos, truenos y rayos aterraron tanto a la Europa, pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la Naturaleza, es la calma. Todos le vimos pasar, y presenciamos su agonía en 1815; después vimos su resurrección algunos años adelante; pero también pasó, derribado, el segundo como el primero, por la propia soberbia. Tal vez retoñe por tercera vez este árbol viejo; pero no dará sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres se calienten con el fuego de su última leña.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado de envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos.

Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas, hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada".

Imagen de cabecera: Goya. Desastres Nº 50. Madre infeliz. Biblioteca Nacional. Madrid.

sábado, 2 de abril de 2011

SEGUIR JUGANDO. Bosquejo de una historia caballeresca y romántica de antaño adaptada a los confusos tiempos actuales (En cuatro actos)


(Crónica escrita al compás de los acontecimientos, a modo de cuaderno de campo, y publicada en la web de baloncesto http://www.zonadostres.com/ la noche del 24 de marzo de 2011)

Con todos ustedes, una historia de amor y desamor, de desdenes y caricias, de momentos de magia y otros no tan agradables, porque eso es el amor, no saber fatalmente si tenemos lo que ya tenemos y estar temblorosamente seguros de ganar lo que tenemos perdido. Eso es el amor, y el basket también, claro. Presentemos a los personajes de esta obra que ha acontecido hoy en el teatro de la Caja Mágica, en Madrid. Él, hoy en su casa, viste de blanco y es un Don Juan venido a menos. En otro tiempo tuvo muchas conquistas, por las que todavía es conocido en Europa entera, pero en los últimos tiempos -en los últimos quince años para ser más exactos- no se come un rosco. La sequía es pertinaz, y aunque de vez en vez recuerda con nostalgia y orgullo sus exitosos amores del pasado, ahora lucha por reencontrar su identidad. La oportunidad que se le presenta ahora de regresar al trono, a los focos, es única: una bella muchacha, tres citas en su casa, donde se siente fuerte, y dos fuera, donde suele vacilar. Y ella, la bella muchacha, que lleva traje naranja -un poco feo, hay que decirlo-, y que no es nada en el ámbito continental. Nunca ha desplegado sus encantos en la gran pasarela de la Final Four, pero ahora esta joven delicadeza está decidida. Bajo su aspecto lindo esconde dureza de espíritu y saber hacer y, sobre todo, tiene un buen mentor (Pesic) y un arma letal: Cook.

Acto primero: ¿TÚ OTRA VEZ?. Los dos enamorados se dieron cuenta nada más pisar la cancha que se habían visto en alguna otra ocasión. No muy lejana, recordaron, y podía ser incluso que vivieran no demasiado lejos uno del otro en la misma ciudad. Eran del mismo barrio, casi seguro, y poco a poco fueron acordándose de pasados encuentros antes del actual, el más importante de todos. Hace no mucho tuvieron oportunidad de conocerse en un lance de trapío, una semifinal de Copa, después en casa de ella y hace menos aún, el primer partido de la serie, en casa de él. No quedó la cosa definida. Así, ella, conociendo pasados enfrentamientos, decidió que lo mejor era variar de estrategia y sacó dos pívots -Javtokas y Lishchuk- para tapar su parte más vulnerable, la zona, que fue donde falló. Si se repetía la historia, el fracaso era casi seguro. No le fue mal al principio, pues, y contestó las primeras canastas interiores del contrincante (4-4). Con ambos buscando a los interiores, el corazón mismo, que es donde se hace año, él consiguió hacer daño acercándose a ella (Reyes, Tomic). Ella también, consciente del poderío de sus pívots. La igualdad era máxima (11-10, minuto 4) y, lo que son las cosas, donde el otro día ella falló (el rebote ofensivo) hoy lo hizo mucho mejor que su rival. Así es; ella, escarmentada, controlaba el rebote en la canasta contraria. Mediado el primer cuarto de la cita él amagó con marcharse, para desespero de su amante (19-11, minuto 9). No era más que humo, ganas de darse tono, porque en apenas un minuto, en lo que dura una mirada penetrante, ella, gracias a segundas opciones y a la mano de Savanovic, se colocó a rebufo (19-17).

Acto segundo: ÉL Y ELLA, NI ÉL NI ELLA. En condiciones de supervivencia -y el amor es una supervivencia continua- a veces hay que dar cabida a la sorpresa. Así lo hizo él, que sacó una arma inédita en otras ocasiones: Velickovic. El serbio engarzó cinco puntos consecutivos que le hicieron crecerse (31-22, minuto 25). Fue, sin lugar a dudas, el mejor momento de la cita para él. Todo fluía cuando tocaba la iniciativa y, cuando ella le buscaba los puntos débiles, respondía con suficiencia, esto es, defendía. Ella optó por la misma táctica, y si él era con Nole, ella lo fue con Cook. Dos triples consecutivos del base americano (para una serie final de 5 de 5, 20 puntos) estrecharon las cosas (33-30, minuto 18). Él pudo ganársela, pero no aprovechó la opción. Y quizá se arrepintiera luego, en el amor nunca se sabe cuándo se tendrá una segunda oportunidad; ni siquiera se sabe si se tendrá. Otro triple de Richardson confirmó la igualdad. Otra vez toma y daca, otra vez frases entrecurzadas sin sentido definido, para ver quién de los dos cedía. De momento, ni uno ni otro. Él, por delante; ella, por detrás, parecía que con más seguridad. Un triple de Vidal sobre la bocina finiquitó el segundo acto. Abajo el telón, y descanso. El público, expectante y nervioso, muy nervioso, ante lo que podría pasar a la vuelta.

Acto tercero. TE MIRO DE LEJOS, ES MEJOR. En la segunda parte de la cita él pareció decidido a lanzar el ataque definitivo. Una canasta de Reyes y un triple de Llull así lo confirmaban (43-35, minuto 21). Y él, quizá pensando en su vanidad que todo estaba hecho, se relajó. Ella empezó a lanzarle miradas lejanas, a modo de bombas, que a él le coartaron. Toda su seguridad anterior desapareció. Cuatro triples consecutivos (dos de ellos de Cook) hicieron que las tornas cambiaran definitivamente (45-49, minuto 26). Ahora, la iniciativa era de ella, sin que por ello él siguiera ofreciendo lo mejor de sí (50-49, minuto 27). Era una lucha preciosa entre dos grandes almas, que nada se guardaban ya. Así ocurre a veces en el amor, y es entonces cuando se verifica el futuro de la relación. Ella, qué duda cabía, estaba más segura de sí, más consciente de sus virtudes y defectos, así como los de él. Se conocen ya demasiado bien. De Colo y Rafa Martínez, con un triple y un dos más uno respectivamente, ampliaron el espacio que se abrió entre ambos (52-57) y el tercer acto se va con un inquietante para la Caja Mágica 54-59.

Acto cuarto. ABRUPTO FINAL. Después de otro descansito, él repitió actuación y volvió a la carga. Fue entonces cuando decidió tirar de lo mejor de su repertorio: la pasión. Decidió, en suma, tirar de Llull. El menorquín se convirtió en el sostén por el que él se mantuvo con opciones hasta poco antes del final. El ambiente se le puso propicio: las luces como le gustan, estridentes gritos de ánimo oídos en su cabeza. Atmósfera propicia para él (64-62, 66-64, minuto 35). Pero ella, claro, sabía de qué iba la historia y no se dejó acaramelar tan fácilmente. Iba a ser necesario algo más que el ambiente para que cayera rendida a sus pies. Un triple de Richardson amagó con echar todo al traste (66-69). Cualquier pequeño gesto, cualquier palabra fuera de tiempo, cualquier mirada blanda, podía resultar fatal. Y tres puntos eran muchos. A base de pasión, a base de Llull (18 puntos), y de alguna acción afortunada (triple de Prigioni), él encaró la madrugada, los últimos compases de la cita, en franquía (72-71, minuto 37). Mas de nuevo fue desarmado por las miradas lejanas de ella. Un triple de Savanovic le puso por detrás y lo que es peor, le puso nervioso. Y de esa ya no se recuperó. El final fue un concierto de despropósitos en la retaguardia de él y de aciertos fatales de ella. Un triple de Cook, el último de su formidable serie, le mató (74-78). Y él, aunque consciente de que seguro habría más opciones, se retiró cabizbajo, dolido, porque oportunidades así se le han presentando en los últimos años muy de vez de cuando. Nunca, pensó. Ahora me toca jugar fuera de mi casa. Y yo, pensó ella, voy a ser implacable en la mía. Pero quiero verte, cariño. No me falles.

FICHA TÉCNICA:

Real Madrid 75 (1): Prigioni (6), Llull (18), Suárez (5), Reyes (8), Tomic (6) -equipo inicial-, Mirotic (7), Velickovic (7), Begic (-), Vidal (3), Fischer (6), Arteaga (-) y Tucker (9).

Power Electronics Valencia 81 (1): Cook (20), Martínez (12), Richardson (17), Lishchuk (5), Javtokas (4) -equipo inicial-, Simeón (-), Navarro (-), Pietrus (9), De Colo (9) y Fernández (-).

Parciales: 19-17, 19-18, 16-24 y 21-22.

Árbitros: Martín (ESP), Christodoulou (GRE), Jovcic (SRB).

Incidencias: Segundo partido del playoff de cuartos de final de la Euroliga disputado en la Caja Mágica ante 10.112 espectadores.