jueves, 26 de abril de 2012

ESCENAS DE LA VIDA DIARIA

Son las x:xx. En la biblioteca. A punto he estado de no venir a escribir. No tenía gana ninguna, y más me hubiera gustado zascandilear por ahí, entre librerías de viejo y lecturas reposadas en un banco de un parque urbano cualquiera. Eso es lo que tocaba, lo que, nada más abrir los ojos, he planificado para esta mañana de abril. La causa de que finalmente haya decidido venir y no fallar a mi cita con las teclas es bien prosaica y comprensible. Ni sentido de la responsabilidad y del trabajo ni gaitas: he venido porque llueve, lo cual desaconseja estar dos o tres horas seguidas a la intemperie, sin objeto alguno, nada más que por pasar el tiempo.

Es una lluvia menuda y fina, como norteña, de esa que se mete en los ojos, hace fruncir el ceño y moja poco a poco, pero moja. La lluvia es como la tristeza, no en el sentido típico de lo luctuoso de su imagen, sino en los distintos tipos de precipitar que tiene la naturaleza. Del mismo modo, la creación nos ha fabricado con distintos modos de estar triste. Hay tristezas repentinas, explosivas y breves, como las tormentas, y hay también tristezas como la lluvia de hoy, casi imperceptibles, aparentemente inofensivas, pero asombrosamente persistentes, austeras, disciplinadas y silenciosas. Esas tristezas son las peores, las más lacerantes. Las primeras no dejan poso, las segundas, cuando llegan, quizá no se marchen jamás.

Lo peor es que esta lluvia me ha pillado por sorpresa. Los días anteriores no me preocupé de informarme de la predicción meteorológica, y no entraba en mis planes. Después del invierno más seco que se recuerda, este abril ha habido escasos días de sol. No parece primavera, desde luego, al menos la primavera que todos tenemos en nuestros cánones mentales. Sigue haciendo más bien frío, y la única diferencia con el invierno es que anochece más tarde y que los árboles tienen algunas hojas más. Por lo demás, todo es lo mismo. Esa electricidad ambiental de la primavera aún no ha aparecido. El tiempo ha ido pasando sin darnos cuenta, y ya casi estamos en mayo. ¿Dónde quedaron los otros abriles de nuestra vida? ¿Cómo fueron? ¿Cómo afectaban a nuestra fisiología, cómo alteraban nuestras hormonas, cómo nos impelían a que nos enamoráramos? Qué fácil se olvidan las cosas más naturales y sencillas.

Mis dudas sobre si venir o no a la biblioteca se han alargado hasta el último segundo, prácticamente hasta traspasar la puerta del edificio. Pero la lluvia y la tremenda fuerza de la inercia y la costumbre me han traído hasta aquí. Al fin y al cabo, aquí se está tranquilo, caliente y seco. Estoy en la mesa del fondo, la de la esquina, donde escribí hace casi ya tres años buena parte de mi novela inacabada. Es, sin duda, el mejor lugar para escribir. Está uno más o menos al margen de todo, a salvo del excesivo tráfico de usuarios y posibles conocidos que vengan a saludarnos. Es, con diferencia, la ubicación más tranquila de toda la biblioteca. Ahora mismo estoy solo en la mesa, rodeado de varios libros de los escritores admirados que hojeo de vez en cuando, para darme ánimos y seguir escribiendo.

Hace unos minutos estaba sentada en una silla destinada a la lectura de cómics una chica negra, de formas volcánicas, bastante guapa. Tendría unos dieciocho o veinte años, como mucho. Nos hemos mirado un par de veces. No leía un cómic, sino un libro, un libro cualquiera, más bien grueso. Tenía esperanzas de que se quedara ahí un buen rato y continuar nuestro idilio ocular, pero no ha permanecido ni cinco minutos. Es una pena. Se podría haber acercado, haberse sentado a mi mesa enfrente de mí, con delicioso descaro. Habría sido vivificador una leve tensión sexual –aséptica, inocente- en una mañana tan gris y aburrida, tan inesperadamente gris y aburrida. No ha podido ser. Hay días que las cosas no están por suceder. ¡Qué le vamos a hacer!

Después ha venido un viejo, que ha hojeado un par de libros y se ha ido. Vuelvo a estar solo en esta mesa. Hoy la biblioteca sí parece una biblioteca, porque está silenciosa, inusualmente silenciosa. Se ve que la lluvia nos vuelve más silenciosos a todos. Los pueblos silenciosos siempre están al norte, y los bullidores, al sur. No debe extrañar. Hoy, este lugar parece Konigsberg, o algo así. Las venerables señoras de la limpieza hace tiempo que se fueron y no molestan con su desconsiderado parloteo. Sólo se escucha, de vez en cuando, ese sonido crujidor, amable, de las hojas de los libros pasando. También el del tecleo de mi ordenador. Son sonidos estos que, lejos de molestar, mejoran la concentración, predisponen a ella.

También la lluvia, una lluvia como la de hoy, fina y menuda. Es mucho más fácil escribir en un día así –aunque uno no contemple la lluvia, basta con imaginarla, con saber que está ahí fuera- que en uno soleado y caluroso. En días así, uno puede sentirse verdaderamente feliz de ser escritor, y se diría que hay gente que se hace escritor en días así, otros desearían ser escritores cuando se topan con un cielo como el de hoy y algunos pensarán que en días así no se puede ser otra cosa que escritor.

En fin, a falta de otra cosa –a falta de todas las demás cosas-, me gustaría seguir tomándole el pulso a esta mañana silenciosa y tranquila, angustiosamente bella, pero me temo que, como los pájaros que quieren ser libres, se me escapa de las manos.

lunes, 23 de abril de 2012

MISCELÁNEA (Señoras de la limpieza, Richard Feynman y Borges cuántico)

El físico norteamericano Richard Feynman

El espectáculo de las venerables señoras de la limpieza de la biblioteca. Son tres. Cada día las veo juntas, hablando entre ellas, sentadas cada una en un taburete de plástico, delante de las estanterías colmadas de libros, con un plumero en la mano, calzadas con alpargatas y ataviadas con esos uniformes de tonos claros que parecen de enfermera. En este momento hablan, entre bostezo y bostezo, sobre no sé qué asuntos amorosos, laborales y familiares. Una de ellas, sudamericana y grotescamente obesa, es la que lleva la voz cantante de la conversación. La segunda, española, larguirucha y descolorida, asiente a lo que dice su compañera mientras restriega el plumero por los libros que tiene delante, seguramente no tanto para fingir que está trabajando –nadie puede exigirles cuentas aquí-, sino por aplacar los nervios, por tener las manos ocupadas, por filtrar ansiedades y aburrimientos. La tercera, también sudamericana y más grotescamente obesa aún, se ha desmarcado de la conversación, ha agarrado un libro y sin ningún miramiento se ha sentado a hojearlo en la misma mesa en que yo escribo. También entre bostezo y bostezo pasa páginas como quien come pipas, sin detenerse en una sola frase. Al poco, se levanta y coloca el libro donde estaba, o en un hueco cualquiera. Tiene puestos unos cascos, y tararea una canción cuyos elementales ritmos llegan, atemperados, hasta mis oídos. De esta estampa absolutamente real y transcrita en riguroso directo no asombra tanto la indolencia, la escandalosa dejación de funciones, como lo que tiene de costumbre y premeditación. No hay simulación alguna, ni se recatan en hablar sin interrupción en una biblioteca, donde el silencio debería ser la divisa irrenunciable, y donde un susurro suena como el golpe del hierro contra un yunque. Ninguna se preocupa lo más mínimo de aparentar que hace algo, y ni siquiera las miradas reprobatorias de algunos usuarios las hace asomar el más leve indicio de cargo de conciencia. Así están varias horas, las que dura su turno de trabajo, que generalmente termina a las doce. A esa hora, se van las tres juntas a unos vestuarios secretos y, cinco minutos después, salen, con ropa de calle, también juntas y con la misma charla que llevaban, con cara de deber cumplido.


***
Esta mañana he terminado de leer el relato de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan, de su volumen de relatos Ficciones. Con Borges me ocurre siempre lo mismo, en la misma secuencia: ilusión por leer sus escritos, incomprensión por su exigencia, fascinación transitoria por algunas ideas y, al final, una cierta sensación de decepción, por no sé qué motivos, seguramente no atribuibles a Borges. En este relato, escrito hacia 1940, dice: «Casi en el acto comprendí; El jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase “varios porvenires (no a todos)” me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pên, opta –simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. (…) En la obra de Ts´ui Pên todos los desenlaces ocurren.» Es una idea asombrosamente parecida a la propuesta por el físico Richard Feynman veinte años antes enmarcada dentro de la mecánica cuántica, llamada «trayectorias sumadas», que consiste en que las partículas –tales como el electrón- no hacen otra cosa en realidad que seguir todas las trayectorias posibles –en realidad, un número infinito- a través del espacio, y que a cada una de esas trayectorias se les asigna una probabilidad. Es decir, una partícula no sigue una sola trayectoria, no vive una sola vida, como parece, sino que está viviendo a la vez una variedad infinita de existencias. Dando por sentado que Borges conocía esta teoría –comprobada experimentalmente-, uno no sabe qué pensar ante este relato. El proceso parece demasiado simple: trasladar las características del mundo microscópico al macroscópico de la vida humana, asignar las cualidades de un electrón –una simple y diminuta partícula- a una persona. Con ser la idea fascinante y sugerente, el regusto de decepción es incuestionable. Supongo, ya digo, que habrá que leer el relato mil y una veces para comprenderlo, para extraer toda su esencia intelectual y filosófica, como parece que sí han conseguido los impenitentes borgianos.
En Borges, por lo que he visto, este mecanismo creativo es muy común. Sus relatos, con parecer textos inverosímiles, absolutamente fantasiosos, dechados de imaginación surrealista y absurda, son en realidad metáforas de la física teórica y experimental más moderna, cuajados de relatividad general y especial y mecánica cuántica. Lo que a nuestros cerebros se representa como un mundo imposible –el borgiano- termina siendo de la realidad más supuestamente prosaica, la material. ¿Qué es el Aleph sino una suerte de lo que los científicos llaman singularidad, un auténtico Big Bang donde todo está en todo, concentrado en un único punto inexplicable? ¿Qué si no parece esa idea suya del “invisible laberinto de tiempo” una predicción de las supercuerdas y su pluralidad de minúsculas dimensiones arrolladas (ya sean espaciales o temporales, pero aún indetectadas)? En este caso –la teoría de supercuerdas nació veinte años después de ese relato- sí que hay que atribuirle un mérito incuestionable, porque sin formación científica alguna, con solo su intuición, sabiduría e imaginación, supo formular anticipadamente una asombrosa –y no descartada, aunque tampoco ratificada- teoría científica que quiere llamarse Theory of everything. ¿Estaba el todo en Borges antes que en los científicos?
Jorge Luis Borges

martes, 17 de abril de 2012

VIVIR PARA CONTARLO


Estoy todavía bajo la influencia gravitacional del viaje a Roma. Los viajes, más que antes y durante los mismos, atrapan después, cuando el cuerpo está ya en casa pero la mente, la memoria, pasea todavía por aquellos lejanos lugares que dejamos unas pocas horas antes y se atiborra de una nostalgia que no es tal, porque la nostalgia se siente sobre un tiempo pasado y para nosotros, nos digan lo que nos digan nuestros sentidos y la geografía –que a veces es cruel-, aún no hemos regresado. Es necesario al menos un día para ir retomando el pulso de nuestra tierra y nuestras costumbres, y no hay acontecimiento suficientemente importante que nos distraiga de nuestro prurito de alargar imaginariamente los días de asueto, relajación y fascinación. Roma, igual que París, no es fácil de olvidar, y es difícil de asimilar el hecho de estar una mañana paseando por el Foro y esa misma noche dormir sonrisas en nuestra cama de siempre, a dos mil kilómetros, gracias a un avión. Es indudable que la tecnología va mucho más deprisa que nuestra mente, que precisa siempre de periodos de adecuación. Lo abrupto, en la naturaleza, es poco usual y desde luego nunca saludable, y nuestro cerebro, naturaleza pura, lo tolera mal, no lo entiende, ni quiere entenderlo.

Ayer llegamos de Roma. Sobre las diez de la noche estaba en casa, deseoso de descansar después de un día largo e intenso pero consciente de que aún me esperaban muchas horas confusas –todavía me encuentro en ellas- en que Madrid me parecería un lugar acogedor pero a la vez extraño y hostil. No por la ciudad en sí, sino por uno mismo: descargar las fotos en el ordenador, repasarlas una y otra vez, decirse íntimamente “esto fue el primer día, esto fue el segundo, esto ayer, esto ha sido hoy mismo y qué lejos queda”. En estas situaciones, cuatro escasos días se convierten en cuatrocientos, cuatro mil o cuarenta mil millones. El concepto usual de tiempo salta en pedazos y en ese lapso tan breve caben, desde nuestra perspectiva de riguroso presente, mil y una sensaciones relacionadas con lo temporal. Sobre todo el primer día, el primer paseo, la primera impresión agradable, la primera fascinación, cobra tintes legendarios, de cosa sucedida mucho tiempo atrás; una especie de Big Bang lejanísimo e incomprensible, por doloroso. El primer día, las primeras horas de un viaje marcan las subsiguientes de forma indeleble. De repente, ya en nuestro lecho habitual y arropados por la fatiga y los recuerdos, nuestro pintor secreto pinta una imagen en algún rincón de nuestra mente y nos decimos: “esto fue el primer día, el primer día…”

Evidentemente, uno hace estos viajes por disfrutarlos en el momento, pero también por contarlos, y es curioso que, un poco inconscientemente, nos pasamos las horas anteriores y posteriores a aterrizar revolviendo palabras en el pensamiento que describan lo más fielmente posible nuestras andanzas. Un viaje no existe si no se cuenta o no se dice algo de él. El problema principal es que estamos tan entusiasmados, tan ahítos de cosas que decir, que querríamos decirlo todo a todo el mundo, sacar a la luz nuestras impresiones de una vez, como quien cuenta una vieja historia a un grupo de niños. Eso, claro, es imposible, porque nadie nos comprendería, y siempre queda un fondo de insatisfacción, de miedo, por la conciencia de pavorosa incomunicación en que nos encontramos. Los viajes son inexplicables.

Sería bueno, para el viajero, tratar de decantar recuerdos y quedarse con uno solo, con una sola estampa. ¿Qué es para uno Roma? Ahora, muchas cosas. ¿Qué será dentro de un mes, dentro de un año, dentro de una década? Posiblemente, la primera vista del Foro desde lejos, el primer encuentro cara a cara con el Coliseo, la mansa tristeza que nos embarga mientras caminamos por la Via del Fori Imperiali, la majestuosidad del Panteón, la elegancia renacentista de la Piazza Navona, la grandeza del Vaticano, las vistas de la ciudad desde lo alto de la cúpula de San Pietro, el encanto nocturno y bohemio del Trastevere o la estampa evocadora –como si contempláramos el nacimiento de nuestra especie- de la colina Palatina, con sus ruinas y sus pinos copones. Todo esto es más o menos oficial y más o menos probable. Sin embargo, para uno Roma puede ser también un detalle algo más prosaico y, sobre todo, completamente circunstancial: la lluvia, el ruido traqueteante de los coches sobre las calles empedradas, el aspecto del metro, el hotel donde nos hospedamos, la estampa nocturna, de oro y negro, del Castel de Sant´Angelo reflejado en el Tíber o la camarera de la trattoria donde cenamos una noche. Para mí todos esos recuerdos tienen el mismo potencial de convertirse en la evocación central de una ciudad. Saber cuál será, eso sólo es posible con el paso del tiempo. Ahora, sólo hay confusión.

Tengo mucho que escribir. Me gustaría –y debería hacerlo si quiero tener la conciencia tranquila- describir detalladamente estos cuatro días o, al menos, fijar alguna estampa agradable, algún momento único, algún trozo de vida. Ahora mismo, pensar en regresar a todo lo anterior al viaje es como cuando de pequeño recordaba que tenía deberes que hacer. Empieza uno a acordarse de sus cosas, de su vida en su ciudad de siempre, y se pregunta: “¿era yo este, era yo así?”.

martes, 10 de abril de 2012

MAÑANA EN LA COLINA DE LOS MUERTOS


"La cosa no dejaba de ser un tanto ramoniana y acumulativa, como una broma fúnebre de un falso casticismo. Luego bajamos las escaleras tras el féretro, hasta la calle. Fui en coche con alguien al cementerio, al otro lado del río. Creo que es la Sacramental de San Justo, donde también está enterrado Larra. A Ramón lo pusieron con Larra. El cementerio está en una colina y sus cipreses arden muy cerca del crepúsculo. Había mucha gente. Robles Piquer, entonces Director General de Cultura Popular. Pastor, el fotógrafo artista del Arriba, con su melena de rizos blancos, estaba a caballo sobre la tumba, tomando ángulos audaces de la inhumación. Hacía un frío morado, atardecido y con viento."

Francisco Umbral, La noche que llegué al Café Gijón.