lunes, 23 de abril de 2012

MISCELÁNEA (Señoras de la limpieza, Richard Feynman y Borges cuántico)

El físico norteamericano Richard Feynman

El espectáculo de las venerables señoras de la limpieza de la biblioteca. Son tres. Cada día las veo juntas, hablando entre ellas, sentadas cada una en un taburete de plástico, delante de las estanterías colmadas de libros, con un plumero en la mano, calzadas con alpargatas y ataviadas con esos uniformes de tonos claros que parecen de enfermera. En este momento hablan, entre bostezo y bostezo, sobre no sé qué asuntos amorosos, laborales y familiares. Una de ellas, sudamericana y grotescamente obesa, es la que lleva la voz cantante de la conversación. La segunda, española, larguirucha y descolorida, asiente a lo que dice su compañera mientras restriega el plumero por los libros que tiene delante, seguramente no tanto para fingir que está trabajando –nadie puede exigirles cuentas aquí-, sino por aplacar los nervios, por tener las manos ocupadas, por filtrar ansiedades y aburrimientos. La tercera, también sudamericana y más grotescamente obesa aún, se ha desmarcado de la conversación, ha agarrado un libro y sin ningún miramiento se ha sentado a hojearlo en la misma mesa en que yo escribo. También entre bostezo y bostezo pasa páginas como quien come pipas, sin detenerse en una sola frase. Al poco, se levanta y coloca el libro donde estaba, o en un hueco cualquiera. Tiene puestos unos cascos, y tararea una canción cuyos elementales ritmos llegan, atemperados, hasta mis oídos. De esta estampa absolutamente real y transcrita en riguroso directo no asombra tanto la indolencia, la escandalosa dejación de funciones, como lo que tiene de costumbre y premeditación. No hay simulación alguna, ni se recatan en hablar sin interrupción en una biblioteca, donde el silencio debería ser la divisa irrenunciable, y donde un susurro suena como el golpe del hierro contra un yunque. Ninguna se preocupa lo más mínimo de aparentar que hace algo, y ni siquiera las miradas reprobatorias de algunos usuarios las hace asomar el más leve indicio de cargo de conciencia. Así están varias horas, las que dura su turno de trabajo, que generalmente termina a las doce. A esa hora, se van las tres juntas a unos vestuarios secretos y, cinco minutos después, salen, con ropa de calle, también juntas y con la misma charla que llevaban, con cara de deber cumplido.


***
Esta mañana he terminado de leer el relato de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan, de su volumen de relatos Ficciones. Con Borges me ocurre siempre lo mismo, en la misma secuencia: ilusión por leer sus escritos, incomprensión por su exigencia, fascinación transitoria por algunas ideas y, al final, una cierta sensación de decepción, por no sé qué motivos, seguramente no atribuibles a Borges. En este relato, escrito hacia 1940, dice: «Casi en el acto comprendí; El jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase “varios porvenires (no a todos)” me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts´ui Pên, opta –simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. (…) En la obra de Ts´ui Pên todos los desenlaces ocurren.» Es una idea asombrosamente parecida a la propuesta por el físico Richard Feynman veinte años antes enmarcada dentro de la mecánica cuántica, llamada «trayectorias sumadas», que consiste en que las partículas –tales como el electrón- no hacen otra cosa en realidad que seguir todas las trayectorias posibles –en realidad, un número infinito- a través del espacio, y que a cada una de esas trayectorias se les asigna una probabilidad. Es decir, una partícula no sigue una sola trayectoria, no vive una sola vida, como parece, sino que está viviendo a la vez una variedad infinita de existencias. Dando por sentado que Borges conocía esta teoría –comprobada experimentalmente-, uno no sabe qué pensar ante este relato. El proceso parece demasiado simple: trasladar las características del mundo microscópico al macroscópico de la vida humana, asignar las cualidades de un electrón –una simple y diminuta partícula- a una persona. Con ser la idea fascinante y sugerente, el regusto de decepción es incuestionable. Supongo, ya digo, que habrá que leer el relato mil y una veces para comprenderlo, para extraer toda su esencia intelectual y filosófica, como parece que sí han conseguido los impenitentes borgianos.
En Borges, por lo que he visto, este mecanismo creativo es muy común. Sus relatos, con parecer textos inverosímiles, absolutamente fantasiosos, dechados de imaginación surrealista y absurda, son en realidad metáforas de la física teórica y experimental más moderna, cuajados de relatividad general y especial y mecánica cuántica. Lo que a nuestros cerebros se representa como un mundo imposible –el borgiano- termina siendo de la realidad más supuestamente prosaica, la material. ¿Qué es el Aleph sino una suerte de lo que los científicos llaman singularidad, un auténtico Big Bang donde todo está en todo, concentrado en un único punto inexplicable? ¿Qué si no parece esa idea suya del “invisible laberinto de tiempo” una predicción de las supercuerdas y su pluralidad de minúsculas dimensiones arrolladas (ya sean espaciales o temporales, pero aún indetectadas)? En este caso –la teoría de supercuerdas nació veinte años después de ese relato- sí que hay que atribuirle un mérito incuestionable, porque sin formación científica alguna, con solo su intuición, sabiduría e imaginación, supo formular anticipadamente una asombrosa –y no descartada, aunque tampoco ratificada- teoría científica que quiere llamarse Theory of everything. ¿Estaba el todo en Borges antes que en los científicos?
Jorge Luis Borges

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