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martes, 23 de julio de 2013

SÓLO LO FUGITIVO PERMANECE

J. M. William Turner. Dido contruyendo Cartago. 1815. Óleo sobre lienzo.
Estoy en El Pardo, mirando hacia el norte. De repente se abre ante mí un paisaje mágico, de luz de atardecer, como los de las acuarelas de Turner. Precisamente es eso lo que pienso durante el sueño, y lo recuerdo ahora con toda nitidez: “es un paisaje como los que pintaba Turner”. Una luz dorada y dulce baña todo el escenario, que, como suele ocurrir en los sueños, es El Pardo pero no es El Pardo. Es El Pardo porque sé que estoy en El Pardo, pero los elementos poco tienen que ver con El Pardo. Hay siluetas azules de barcas sobre un lago que yo veo desde una carretera. En el cielo, unas nubes pequeñas también azules se recortan sobre el fondo amarillo de la luz atardecida. Trato de captar ese momento haciendo una foto con el móvil porque sé que es un instante perecedero que se irá pronto y que jamás volverá, pero mis nervios ante lo mágico e irrepetible me hacen torpe. Por más que lo intento, no logro sacar la foto: el botón no funciona, el móvil se me resbala de las manos como si tuviera vida propia… Mientras, el atardecer se va cayendo, hasta que llega la noche. Me desespero. La estampa se me va de las manos. Al cabo de varios intentos todo se oscurece y el polvo de hadas se evapora. Ya no hay opción, ni nunca más la habrá. Fue imposible atrapar el instante mágico, y una fuerte tristeza me invade. Es como si aquello contemplado nunca hubiera sido real por no haberse podido fijar, como si nunca hubiera ocurrido. Pero, ¿acaso no ha sido siempre así, que los instantes y las palabras vienen y pasan, que son irrepetibles y que es vano tratar de eternizarlos, por más cámaras fotográficas, ordenadores, móviles, procesadores de textos y redes sociales que tengamos? En el sueño, mi decepción vino, fundamentalmente, de no haber podido compartir ese paisaje que creía extraordinario. ¿Dónde está, dónde quedó? Y se me hace difícil convencerme de que queda en mi memoria, de donde acaso no debe salir.
Hoy, una de las primeras cosas que he hecho ha sido fotografiar una ilustración de un libro de un cuadro de Turner, bastante parecido al paisaje de mi sueño. Se trata de Dido construyendo Cartago. Lo tengo ya como fondo de pantalla en el móvil e imagen de portada en Facebook. Y ahora mismo, en esta mañana vacacional de verano, a falta de estímulos exteriores, de cosas importantes que hacer, este sueño es mi más rabiosa actualidad, la razón más poderosa que tengo para estar despierto.

martes, 21 de mayo de 2013

RINCONES DE PRIMAVERA



Ayer por la tarde, cansado de estar delante del ordenador y presa, como escribí por la mañana, de apetito barojiano, salí de casa con ese entusiasmo por el mero hecho de salir de casa en una tarde agradable, ni fría ni calurosa, y dejar atrás todos los bártulos incómodos de la vida propia. El objetivo oficial era comprar dos novelas de Baroja en Alcaná: Los amores tardíos y Susana, aunque más o menos sabía que después, al ser todavía temprano, zascandilearía un buen rato por las calles de Madrid para llegar tarde a casa. Después de comprar los libros fui al parque Rodríguez Sahagún, que no conocía, y que se construyó en el valle de un arroyuelo sobre el que se trazó el paseo principal del parque. Se accede a él por unas escaleras adosadas a un antiguo acueducto, ya abandonado. Había muchos atletas populares, muchos perros juguetones, adolescentes charlando en los bancos, palomas, mirlos, en fin, lo que hay en todos los parques urbanos en una tarde de primavera. Atardecía con una dulzura propia de una novela de Baroja, y mi situación, solo y a gusto de estar solo, era sin duda la de un personaje eminentemente barojiano. Y, también como un personaje de Baroja, me puse a leer La cartuja de Parma, porque los personajes de Baroja, en caso de leer, leen los libros que leyó su autor, a poder ser en un parque y atardeciendo.
Le procura a uno una sensación próxima a la fascinación el conocer lugares nuevos en su ciudad y, más todavía, si esos lugares nuevos están cerca de casa. El parque Rodríguez Sahagún es un parque más, pero, como todos los parques, tiene su encanto propio. En este caso, quizá sea el estar encajonado entre las dos laderas del viejo valle y el hecho de que, si se prolonga la línea imaginaria del paseo principal hacia el noroeste, se encuentra uno con el sol escondiéndose detrás de la sierra de Guadarrama. No es un parque grande, sino más bien pequeño, pero su extensión basta para hacerlo delicioso. Es más, si fuera más grande, perdería gracia, lo que tiene de reducto sentimental, de reminiscencia de poema de J. R. J. o Antonio Machado.
Ese rato, esa hora escasa en que leí La cartuja de Parma sentado en un banco mientras atardecía, es de los que justifican un día entero. “¿Dónde mejor que aquí?”, pensaba, lo cual ya es muy buena cosa. Como anochecía y empezaba a hacer fresco –son los últimos frescos hasta octubre- me levanté del banco y eché a andar. Inspeccioné lo que me quedaba de ver del parque y, una vez salí de él, subí por una de las calles que lo rodean y que se dirigen hacia los calientes y populares barrios de Valdezarza y Tetuán. Transité por calles ignotas, tropezándome con rincones extrañamente sugerentes y, subiendo por Ofelia Nieto, llegué a Francos Rodríguez. Atávico placer este de andar sin rumbo o, mejor, con un rumbo apenas sospechado.
Seguí por la avenida Pablo Iglesias y giré a la derecha por la avenida del Santo Ángel de la Guarda, por donde va el búho. Aún no había anochecido del todo, y me senté en un banco de uno de los parques de la zona a hojear con delectación los libros recién adquiridos. A mi espalda, un grupo de adolescentes charlaban sobre las cosas de que suelen charlar los adolescentes: amores tempranos, discusiones, malos rollos, peleas, críticas alevosas a amigos o ex amigos, cosas que pasaron el otro día narradas siempre en estilo directo: “y me dijo: tal, y yo le dije: esto otro, y él me contestó: tanto y tanto”. Y así.
Era como escuchar una vieja canción, o el murmullo de una fuente, como en los poemas, otra vez, de J. R. J. o Antonio Machado. Todas las conversaciones de adolescentes son iguales, como son iguales los murmullos de todas las fuentes y, también como estos, uno las siente un poco como propias, acaso porque no nos resultan tan lejanas como pensamos o queremos pensar.
¿De qué hablaban? De entre las líneas de Baroja leídas a salto de mata pude entresacar que una de las chicas presentes había resultado cruelmente decepcionada por un quítame allá estas pajas con una amiga a causa de asuntos amorosos. Ella estaba muy acalorada y, mientras hablaba, sus amigos del corrillo le daban la razón, que si la otra es una sinvergüenza, que si se la veía venir desde hace tiempo, etcétera. Pensándolo bien, poco importa de qué hablaran. En este caso, como en algunas novelas, el argumento es lo de menos, e importa más el ambiente, las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, ese parque, ese anochecer, ese fresco –quizá el último hasta dentro de tres o cuatro meses-, ese murmullo de fuente primigenia.
Me levanté y seguí andando hasta dar con la calle Antonio Machado. Descendí por ella y, antes de llegar a la rotonda de Tabarca, me senté de nuevo en otro banco de otro parque cualquiera. No había nadie, y solo pasó un matrimonio mayor con sus dos perros, uno juguetón y vivaracho, el otro, caminando unos metros detrás, cansino, fatigado, de vuelta de todo, inmune a la curiosidad. Como los dueños.
Ya era noche cerrada. Me di cuenta de que había sido un anochecer muy largo, como es propio de la época. En ese rato sentado en ese nuevo banco tuve pensamientos más lúgubres: Dorian, las nuevas fotos de X en Facebook, la impotencia, la vida propia. Sin embargo, todo esto se hace más llevadero sentado en un banco público que en casa. También en eso pensé, lo cual me reconfortó. Delante de mí, en una larga tapia que había en la otra acera, había un grafiti con cierta gracia y bien ejecutado. Representaba la vida de Isaac Newton –la tapia era la del instituto del mismo nombre-, como un río, con sus logros científicos escritos por orden cronológico y acompañado de bonitas ilustraciones –un reloj, una manzana, unas fórmulas matemáticas-, casi artísticas.
Aún me quedaba el último tramo de mi largo paseo antes de llegar a casa. No ocurrió nada más digno de reseñarse, a excepción, quizá, de los partidos de fútbol amateur que se estaban jugando en los campos de Isla de Tabarca. Mirar uno de estos partidos es como mirar obras: son aburridos e insustanciales pero, sin saber por qué, es difícil dejar de prestar atención a su pequeña historia. Ejercen una especie de efecto hipnótico. 
Llegué a casa a eso de las once. En contra de mi costumbre, no encendí el ordenador nada más llegar, y me puse a leer un rato La cartuja de Parma. Lo sentí como un triunfo, como la guinda perfecta a una tarde casi perfecta, con libros, parques, filosofía de banco público, lectura al aire libre. ¿Qué faltó? Quizá, haber sido uno de esos adolescentes…

miércoles, 13 de marzo de 2013

HISTORIA PORTÁTIL DE MI LITERATURA

Anoche olvidé escribir en el diario. Por la mañana, aquí en la biblioteca, estuve ocupado con una entrada para el blog, que no es más que un refrito de una entrada de este mismo diario. Literariamente, me es muy difícil salir de él. Llevo dos meses y medio con esto y apenas he escrito nada más fuera de estas páginas –aparte de las crónicas y artículos para Zona Dos Tres. Todo lo publicado recientemente en el blog proviene de aquí. Me veo con una incapacidad notable para escribir una novela o un relato. Un artículo lo veo más factible, pero conlleva un esfuerzo que, no siendo pagado, sinceramente no merece la pena. Así, este diario se ha convertido en el depósito casi exclusivo de mi producción. Vuelco aquí todo lo que se me va ocurriendo, como si fuera un basurero literario. Todo lo que no valdría para una novela, va aquí, todo lo que jamás podría convertirse en artículo, va aquí, todo lo que de ninguna manera puede ser un cuento, va aquí. Pero, ¿dónde están las novelas, los artículos y los cuentos? ¿Estarán aquí y no me he dado cuenta?
Soy consciente de la inutilidad de este documento, de su misérrimo valor. Sin embargo, creo que he encontrado el tono, un tono con el que me encuentro cómodo y con el que puedo empezar a escribir, sobre cualquier cosa –o sobre nada-, sin grandes dificultades. No me cuesta empezar, las ideas suelen ir fluidas y, una vez terminado el texto, apenas corrijo, apenas retoco. Y, por supuesto, puedo asegurar que aquí no vienen sucesos imaginados. Todo lo que se cuenta es real. Sé de muchos diaristas –entre ellos Vila-Matas, Trapiello y Pla, a quien estoy leyendo estos días- que ficcionan sus diarios y se pintan a sí mismos haciendo cosas que en la vida real no hicieron y encontrándose con gente que no existe o que no se toparon. Esto, lejos de indignarme, me admira. Yo podría hacer exactamente lo mismo, y quizá debería. Pero no en este diario. En otro, en ese diario de otra persona que siempre he querido escribir, a lo mejor sí, pero si lo hiciera en este me sentiría un estafador que se estafa a sí mismo.
Es evidente que me gustaría que me pasaran muchas cosas que no me pasan, y que escribir aquí esas cosas que no me pasan supondría un entretenimiento, además de un saludabilísimo ejercicio de imaginación y escritura. Además, nada asegura que eso que contara y que no ocurrió en realidad quedara menos verdadero que todos los sucesos reales que sí transcribo. También podría escribir recuerdos imaginarios, y no los reales que suelo contar. Así, estoy seguro que este diario sería más rico e interesante, y se aproximaría a lo que es una obra de arte, que un diario –al menos este diario- es muy difícil que llegue a serlo.
Siempre, desde que descubrí que existían los blogs y que cualquiera podía ponerse a escribir y publicar lo escrito sin un intermediario que se lo publicara, siempre, decía, me ha seducido la idea de escribir un diario imaginario, a modo de novela, un diario de una persona que no soy yo, un personaje seguramente gris, que lleva una vida gris y al que le cuesta cada vez más soportar el peso de la vida sobre los hombros. Me lo imagino como un personaje de Kafka, sin rostro, sin identidad –sólo con una inicial, o sólo con apellido, o sólo con nombre-, siempre ataviado con una gabardina color de ala de mosca. Supongo que es el ideal de personaje literario que tengo en la cabeza desde la infancia. De pequeño, cuando nos mandaban escribir una redacción, mi personaje siempre era así: un trabajador gris que anda de acá para allá, siempre preso de su trabajo, con traje y gabardina. Además, siempre era moreno, pálido de color, como si estuviera crónicamente mal de salud. Hablaba poco, y más que nada lo que hacía era pensar, pensar sobre su vida gris y aburrida, sin poder ver casi nunca a la familia, a quien adoraba, pero hacia quien sentía a la vez un indefinible resentimiento.
Quizá sea hora de hacer inventario de mi producción literaria infantil, ya fuera para el colegio o por iniciativa propia, que de ambas cosas hubo. El primer recuerdo de producción literaria propia no es demasiado agradable. O sí lo es en cierto sentido, pero no en cómo terminó la cosa. En cierta forma, quién sabe si aquello prefiguró mi tendencia al fracaso. Fue en cuarto de EGB. La profesora nos mandó a toda la clase escribir un relato, de temática libre. El mío versaba sobre una nave espacial redonda que aterrizaba sobre la tierra. Unos niños la encontraban en medio del bosque, entraban y jugueteaban con ella. El transcurso no lo recuerdo bien, y el final, aunque tampoco lo recuerdo, sí sé que se me atragantó. No supe ponerle el broche adecuado. Pero era un buen relato, quizá el mejor de la clase. Mientras lo iba escribiendo, sin haberlo terminado, A. F. lo leyó. Debió de gustarle, porque copió mi idea y escribió un relato muy parecido. De todos los relatos de la clase, se elegiría a uno, por votación popular. Habría dos finalistas, que casualmente fuimos yo y… A. F., con su relato semi-plagiado. Quiso mi mala suerte que yo estuviera enfermo el día de la votación, así que no pude presenciar mi derrota, que se produjo por estrecho margen. Siempre he sentido aquello como una traición. Traición de A. F., que me copió, y traición porque la votación se hizo a mis espaldas. ¿Hubiera cambiado el resultado de haber estado yo presente? Al día siguiente, cuando me enteré, tuve la sensación de que la votación no fue limpia, de que habían aprovechado mi ausencia para descartar mi relato. Ya no se podía hacer nada, y felicité a A. F., que por aquel entonces era mi mejor amigo.
Un poco más arriba he escrito que, a pesar de cómo terminó el asunto, es un recuerdo agradable en cierto sentido. Lo es, en efecto, por el hecho de que ganó el concurso un relato basado en el que yo había escrito, y que por lo tanto mucha de esa victoria me pertenece. Que lo imiten a uno quiere decir que, si no todo, sí algo de lo que uno hace no es del todo malo. De aquel episodio me viene a la mente cuando, al día siguiente de la votación, vi en el encerado escritos los dos nombres en mayúscula y, al lado, esos palitos que se usan para contar. Me ganó por muy poco.
El segundo recuerdo es de aquella novela, escrita a mano e ilustrada con dibujos propios, sobre las andanzas de nuestra pandilla en el pueblo. Una suerte de novela de aventuras, al estilo de la saga PAKTO, que por aquel entonces devorábamos. A. P., mi hermano y yo escribimos cada uno nuestra novela. El único que llegó a terminarla y encuadernarla –era lo que más ilusión nos hacía, ver nuestro trabajo encuadernado- fue A. P. Mi hermano, el que antes la abandonó, y en cuanto a mí, por aquel entonces me interesaban más los dibujos, a los que dedicaba horas, que la prosa. Sin embargo, son algunos detalles de ésta, de la historia que inventé, lo que ha perdurado en mi memoria. De los dibujos no recuerdo absolutamente nada.
De esa novelita inacabada, escrita a lápiz en folios Din-A4 partidos por la mitad, dándole a la obra un precioso parecido con un libro, recuerdo vivamente el principio y algunos capítulos posteriores. La historia comienza en Madrigalejo, una mañana de invierno gris y paralizada. Me despierto, voy al baño, y advierto que no hay nadie en la casa. El silencio es absoluto, ese silencio que sólo puede darse en los pueblos. No están mis padres, sólo mi hermano, que en ese momento duerme. Doy vueltas por la casa y me fijo en que en la puerta de la calle hay un papel, clavado con un cuchillo –detalle levemente macabro- y firmado por mi padre, donde pone que se ha vuelto a Madrid con mi madre y que me reúna con cierto señor a cierta hora en la plaza de las cinco farolas, la del Mercado. Se lo cuento a mi hermano y a A., y en los tres se despierta el estímulo de la aventura, de lo desconocido. Entre temerosos y excitados, vamos allá. Después de unos minutos de nerviosa espera, ese señor llega. Es un hombre mayor, de cara arrugada, tocado con un sombrero gastado y vestido con ropas raídas. Trae una caja. No recuerdo nada más.
Hay un par de capítulos más de los que guardo memoria. Uno de ellos se titulaba “El estofado envenenado”. La acción transcurre en un albergue de la sierra del Guadarrama, adonde había acudido yo en la realidad, el verano anterior, con compañeros del colegio. Era uno de esos albergues veraniegos inventados para que los niños no pierdan contacto con lo académico –para que, en cierta forma, no olviden que van al colegio y que en septiembre tienen que volver- y para que los padres los pierdan unos días de vista y puedan dedicarse un poco a sí mismos. En la novela, buena parte de los niños enferman súbitamente. Algunos están muy mal, y quién sabe si alguien llega a morir. Milagrosamente, A., mi hermano y yo estamos sanos, con lo cual podemos dedicarnos a investigar qué ocurre. Se nos ocurre que la enfermedad tiene que ver con la comida y, cargados de valentía, intentamos penetrar en la cocina. A gatas, logramos tener acceso, y descubrimos que los cocineros –que son feos, sucios y malcarados- están echando veneno en el estofado, quién sabe con qué avieso fin. Ríen malévolamente a carcajadas, unas carcajadas que ahora, veinte años después, me producen escalofríos al recordarlas.
Otro capítulo se titulaba “La tía Asun”. En él, A., mi hermano y yo nos quedamos en mi casa a cargo de una tía mía imaginaria que tiene evidentes concordancias con la señorita Rottenmeier. La señora nos hace sufrir lo indecible con sus asquerosas comidas y su autoritarismo y, aún diría más, crueldad. Después de muchos padecimientos, conseguimos escaparnos por la ventana –un decimocuarto piso-, con ayuda de una cuerda. Creo que fue el último capítulo que escribí de aquella novela, novela que lamentablemente se ha perdido. Daría mucho dinero por recuperarla, como lo daría también por recuperar otros escritos –diarios, relatos- perdidos para siempre.
No puedo negar que siempre, a la hora de escribir, he tendido a abordar los temas de forma pesimista, cuando no ciertamente dramática. Recuerdo un relato que escribí para el colegio, creo que en quinto de EGB, en el que un hombre de negocios –parecido a ese personaje gris que antes he descrito- tiene que tomar urgentemente un avión para abordar un asunto de trabajo en una ciudad lejana. Lo describí alto, moreno, macilento de color y perennemente triste, vestido con traje impecable, gabardina –que no lleva puesta, sino colgada del brazo- y portando un maletín. El hombre está muy triste por haber dejado a su familia, a quien no volverá a ver nunca, porque el avión explota en pleno vuelo. Recuerdo perfectamente que, refiriéndome a este suceso, lo definí con la palabra luctuoso, y estoy por asegurar que escribí aquel relato, inventé aquel personaje y urdí aquella pequeña historia, con el único fin de incluir esa palabra, que a mí por entonces me fascinaba.
En fin, después, ya de adolescente, vinieron otros relatos, como aquel titulado El monte en la penumbra, de influencia becqueriana, que contaba una visita a Madrigalejo. En él había acción, pero por primera vez incluí la meditación y la temática amorosa convenientemente envueltos en la noche, aspectos sintetizados en esa escena en que, tras haber asaltado como criminales la fábrica de electricidad, A. y yo nos tumbamos en lo alto del cerro de la Pizarra, a contemplar el paisaje, la luna y las estrellas. Todavía hay vivos en la memoria muchos detalles de ese relato: la contemplación de cielo nocturno mientras pienso en X –una chica del instituto de quien estaba enamorado-, el paisaje anochecido, con la sierra de las Villuercas al fondo, iluminado por el resplandor de la luna llena, una de las lunas más gordas y hermosas que recuerdo.
Este es un ejemplo claro de un momento de mi vida que probablemente se hubiera perdido de no haberlo escrito.


Ha sido una bonita mañana rememorando mi producción literaria infantil y adolescente. Como casi siempre, he escrito sobre algo de lo que no sabía que iba a escribir antes de ponerme a ello. Mientras venía a la biblioteca, por el camino de todos los días, pensaba que iba a escribir sobre el tema del Leroy Merlin, y que ayer le envié el currículum a J., y que dentro de poco me llamarán para hacer una entrevista, y que seguramente mis días de escritura matinal hayan terminado. También sobre que ayer, 15 de marzo –ya se me había olvidado que hoy estamos a 16 y ayer fue 15-, volvió a hacer calor, y que como cada jueves fui al parque Norte a practicar baloncesto, y que pasé la tarde leyendo El cuaderno gris, y que a las diez salí a dar mi paseo por el barrio, que fue muy tranquilo, y que esa chica con quien he hablado un par de días me envió un mensaje en el que mostraba su indignación por haberla ignorado después de haber recibido sus fotos de cuerpo entero, y que no me gustaron. Pensaba que iba a contar algo de todo esto, pero… ¿qué importa ahora todo esto? Ahora, un día después y tras haber escrito acerca de mis primeros relatos, dudo incluso de que todo eso sucediera. Pienso en ello y me parece más irreal y desde luego mucho más prosaico que todas esas ficciones de un niño de nueve o diez años.

sábado, 7 de julio de 2012

BAROJA Y LAS CHICAS DE POLÍGONO

Los amores tardíos. Creo que hasta ahora no había leído ninguna novela de la última época de Baroja. Esta es una novela descosida, como todas las suyas, en la que los personajes hablan y hablan, no sobre sus asuntos personales, sino sobre generalidades, el carácter de los pueblos, el amor como ciencia, y cosas así. Pontifican una y otra vez, ya contemplen un paisaje, una escena de costumbres, un cuadro o a una mujer. En la novela no ocurre nada, sólo se vislumbra una historia de fondo a la que, de momento, los personajes inmersos en ella parecen ajenos. Alguna descripción –siempre deliciosas por sencillas-, párrafos minimalistas, mucho zascandileo. Baroja nos lleva de acá para allá junto a sus personajes, desde Ámsterdam a Rotterdam, como si fuéramos de Segovia a Ávila. Y, sin embargo, a pesar de algunas características que pudiéramos achacarle, ¡cuánto encanto! Ya dijo González-Ruano que Baroja le gustaba no a pesar de sus fallos, sino precisamente por sus fallos. Yo diría lo mismo, y añadiría que me gusta porque es fácil de leer, a veces un poco bruto y otras descaradamente romántico, como esas chicas de polígono.

viernes, 18 de mayo de 2012

NADIE DEBERÍA MORIR EN PRIMAVERA (Dos momentos)

Martes, 15 de mayo
(...) (Ayer)
"Intenté dormir una pequeña siesta, pero no pude. Tampoco tenía el ánimo para leer, y salí a la calle con un doble objeto: ver mundo y que mi mente se distrajera con otros paisajes y comprar el libro de Sánchez-Dragó Soseki. Inmortal y tigre, que desde horas atrás, desde que nos dieron la noticia, llamaba a mi puerta: tenía que leerlo, en esta fecha, precisamente la de la muerte de mi gatita.

Una vez adquirido el libro bajé desde Gran Vía hasta la plaza de Oriente. Atardecía esplendorosamente por detrás de la sierra de Guadarrama, con el último sol derramando su jugo naranja por la quebrada línea del horizonte. Había muchísima gente, la plaza hormigueaba de vida y, de fondo, desde las Vistillas, donde se celebraba la verbena por las fiestas de San Isidro, llegaban rumores de un chotis tocado por un organillo. Es la estampa con la que sueña todo escritor: un atardecer primaveral, en una plaza histórica presidida por un monumento como el Palacio Real, con toda esa danza de minueto alrededor, ciclistas urbanos, músicos, familias, parejas heterosexuales y gays, perros de todos los pelajes, turistas, grupos de adolescentes ignorándolo todo y, a la vez, comiéndoselo todo a manos llenas. Cansado, me senté en un poyete, desde donde podía contemplar tranquilamente el atardecer, que se abría ante mis ojos como un escenario de cuento. Saqué el libro de Dragó de la bolsa y lo posé sobre mis rodillas. En ese momento se mezclaron muchas cosas -el amor, la belleza, la literatura y la ausencia-, y pude tomarle una fotografía a mi alma. Pensé con nitidez, otra vez, en lo que fue y en lo que pudo haber sido y no fue. ¿No habría sido bonito haber pasado esa misma tarde allí con Dorian y E., hablando sobre libros, sobre ese mismo atardecer, sobre las cosas de la vida y la muerte, mientras la gatita, plena de vida, se subía hasta nuestros hombros arañándonos la camisa y el cuello? ¿No habría sido bonito que la gente, admirada, se nos acercara para acariciarla y ella les saludara con su enternecedor maullido? ¿No habría sido bonito…?

Era un lugar y una hora propicios para llorar, pero no lo hice, pese a que tenía ganas. Empecé a leer el libro de Dragó sobre su querido gato muerto, mientras el sol se escondía –como un gato- en ese lúgubre 14 de mayo, primaveralmente luminoso –“nadie debería morir en primavera”, dijo alguien- y tocado por una tristeza de organillo. Detrás de la enorme silueta del Palacio Real el chotis seguía sonando, envuelto en la jocundidad de las fiestas de San Isidro, tan cercanas y a la vez tan absurdas, tan falsas, tan ajenas."

Viernes, 18 de mayo
(...)
"El miércoles, después de salir del gimnasio, pasé por el lugar donde encontré a Dorian. Como cada vez que paso por allí desde aquel día, registré debajo del seto donde entonces ella maullaba de hambre, frío y soledad, por si se repitiera el milagro o hubiera quedado grabada una imagen especular. Evidentemente no había nada de eso, pero, un poco más adelante, dentro del mismo recinto del jardincillo, me quedé helado al topar mis ojos con los de una preciosa gata pardusca, acompañada de su cachorro, exactamente igual que Dorian, pero repleto de vida y, lógicamente, un poco más grande. La criatura mamaba con delectación de las minúsculas ubres de su madre, que me miraba con sus ojos amarillos surcados por la delgada línea negra de su pupila con la fijeza con la que sólo miran los gatos y deben de mirar los tigres.

Los primeros segundos tuve la sensación de estar violando la intimidad de aquella familia que no obstante llegaba a sentir un poco mía, y me sorprendió que no huyeran, pero después, cuando la madre se hubo tranquilizado –detalle que advertí cuando dejó de mirarme fijamente-, me sentí privilegiado de asistir por primera vez en mi vida a un momento tan íntimo. Cuando el hermano (o hermana) de Dorian dejó de mamar, la mamá, que tendría cosas que hacer, me dio un aviso en forma de fiero gruñido, acompañado de terrible mirada y erizamiento del pelo. “No toques a mi cría”, me dijo claramente y, sin embargo, la dejó ahí, a mi lado, quién sabe si para que yo la cuidara durante su ausencia, y se perdió tras una esquina. Durante cinco minutos, pude estar a solas con la cría gemela de mi gatita muerta. Nada hubiera sido tan fácil como cogerla y llevármela. Al contrario que Dorian, se movía con viveza y sus ojos, negrísimos como un pozo, tenían un brillo entre terrorífico y mágico. No pasó ni un minuto sin su mamá cuando se puso a maullar, inquieto por soledad tan repentina. Puse la mano en el suelo y la moví convulsamente, tratando de imitar a un animal; la cría, atraída por el movimiento de los dedos, se acercó a mí, con deliciosa curiosidad gatuna, y pude acariciarla.

Fue entonces cuando regresó la madre, que se nos quedó mirando como miran los maridos que sorprenden a sus esposas con su amante. Me aparté del cachorro, temiendo un posible ataque furibundo de la recién llegada, y aquel volvió al seguro regazo materno. Durante un rato me quedé contemplando aquellas escenas familiares gatunas: al pequeño curioseando por el jardincillo, acercándose a todo, olisqueándolo todo y tocándolo todo, mientras la madre vigilaba sus travesuras. Me pareció de una ternura y sabiduría infinitas el que la dejara hacer, que no se entrometiera en el husmeo de la cría, como sí hacemos los humanos con nuestros hijos. Como poco a poco fue perdiendo el recelo por mi persona, pude acercarme hasta estar muy cerca, y me senté en un escalón, simplemente a mirarlos. La madre comprendió mis intenciones pacíficas y pudo dedicarse con tranquilidad a hacer su vida: limpiar a su pequeña con lametones, acariciarla con el hocico, ayudarla a superar los mil y un obstáculos de aquella selva en miniatura.

Más de media hora pasé en esa contemplación. Casi diría que los animales se acostumbraron a mi presencia, hasta el punto de ignorarme por completo. El pequeño bostezó un par de veces. Los gatos duermen mucho, dicen que dieciséis horas al día. Era la hora de la siesta, y la madre se lo llevó a un hueco cercano, a la sombra, como hecho de encargo para el noble arte de dormir. Y allí los dejé, al hermano de Dorian acurrucado junto a su mamá y a ésta vigilando el horizonte y el sueño de los justos y quién sabe si acordándose, como me acordaba yo, de la cría que nació para morir joven."

jueves, 26 de abril de 2012

ESCENAS DE LA VIDA DIARIA

Son las x:xx. En la biblioteca. A punto he estado de no venir a escribir. No tenía gana ninguna, y más me hubiera gustado zascandilear por ahí, entre librerías de viejo y lecturas reposadas en un banco de un parque urbano cualquiera. Eso es lo que tocaba, lo que, nada más abrir los ojos, he planificado para esta mañana de abril. La causa de que finalmente haya decidido venir y no fallar a mi cita con las teclas es bien prosaica y comprensible. Ni sentido de la responsabilidad y del trabajo ni gaitas: he venido porque llueve, lo cual desaconseja estar dos o tres horas seguidas a la intemperie, sin objeto alguno, nada más que por pasar el tiempo.

Es una lluvia menuda y fina, como norteña, de esa que se mete en los ojos, hace fruncir el ceño y moja poco a poco, pero moja. La lluvia es como la tristeza, no en el sentido típico de lo luctuoso de su imagen, sino en los distintos tipos de precipitar que tiene la naturaleza. Del mismo modo, la creación nos ha fabricado con distintos modos de estar triste. Hay tristezas repentinas, explosivas y breves, como las tormentas, y hay también tristezas como la lluvia de hoy, casi imperceptibles, aparentemente inofensivas, pero asombrosamente persistentes, austeras, disciplinadas y silenciosas. Esas tristezas son las peores, las más lacerantes. Las primeras no dejan poso, las segundas, cuando llegan, quizá no se marchen jamás.

Lo peor es que esta lluvia me ha pillado por sorpresa. Los días anteriores no me preocupé de informarme de la predicción meteorológica, y no entraba en mis planes. Después del invierno más seco que se recuerda, este abril ha habido escasos días de sol. No parece primavera, desde luego, al menos la primavera que todos tenemos en nuestros cánones mentales. Sigue haciendo más bien frío, y la única diferencia con el invierno es que anochece más tarde y que los árboles tienen algunas hojas más. Por lo demás, todo es lo mismo. Esa electricidad ambiental de la primavera aún no ha aparecido. El tiempo ha ido pasando sin darnos cuenta, y ya casi estamos en mayo. ¿Dónde quedaron los otros abriles de nuestra vida? ¿Cómo fueron? ¿Cómo afectaban a nuestra fisiología, cómo alteraban nuestras hormonas, cómo nos impelían a que nos enamoráramos? Qué fácil se olvidan las cosas más naturales y sencillas.

Mis dudas sobre si venir o no a la biblioteca se han alargado hasta el último segundo, prácticamente hasta traspasar la puerta del edificio. Pero la lluvia y la tremenda fuerza de la inercia y la costumbre me han traído hasta aquí. Al fin y al cabo, aquí se está tranquilo, caliente y seco. Estoy en la mesa del fondo, la de la esquina, donde escribí hace casi ya tres años buena parte de mi novela inacabada. Es, sin duda, el mejor lugar para escribir. Está uno más o menos al margen de todo, a salvo del excesivo tráfico de usuarios y posibles conocidos que vengan a saludarnos. Es, con diferencia, la ubicación más tranquila de toda la biblioteca. Ahora mismo estoy solo en la mesa, rodeado de varios libros de los escritores admirados que hojeo de vez en cuando, para darme ánimos y seguir escribiendo.

Hace unos minutos estaba sentada en una silla destinada a la lectura de cómics una chica negra, de formas volcánicas, bastante guapa. Tendría unos dieciocho o veinte años, como mucho. Nos hemos mirado un par de veces. No leía un cómic, sino un libro, un libro cualquiera, más bien grueso. Tenía esperanzas de que se quedara ahí un buen rato y continuar nuestro idilio ocular, pero no ha permanecido ni cinco minutos. Es una pena. Se podría haber acercado, haberse sentado a mi mesa enfrente de mí, con delicioso descaro. Habría sido vivificador una leve tensión sexual –aséptica, inocente- en una mañana tan gris y aburrida, tan inesperadamente gris y aburrida. No ha podido ser. Hay días que las cosas no están por suceder. ¡Qué le vamos a hacer!

Después ha venido un viejo, que ha hojeado un par de libros y se ha ido. Vuelvo a estar solo en esta mesa. Hoy la biblioteca sí parece una biblioteca, porque está silenciosa, inusualmente silenciosa. Se ve que la lluvia nos vuelve más silenciosos a todos. Los pueblos silenciosos siempre están al norte, y los bullidores, al sur. No debe extrañar. Hoy, este lugar parece Konigsberg, o algo así. Las venerables señoras de la limpieza hace tiempo que se fueron y no molestan con su desconsiderado parloteo. Sólo se escucha, de vez en cuando, ese sonido crujidor, amable, de las hojas de los libros pasando. También el del tecleo de mi ordenador. Son sonidos estos que, lejos de molestar, mejoran la concentración, predisponen a ella.

También la lluvia, una lluvia como la de hoy, fina y menuda. Es mucho más fácil escribir en un día así –aunque uno no contemple la lluvia, basta con imaginarla, con saber que está ahí fuera- que en uno soleado y caluroso. En días así, uno puede sentirse verdaderamente feliz de ser escritor, y se diría que hay gente que se hace escritor en días así, otros desearían ser escritores cuando se topan con un cielo como el de hoy y algunos pensarán que en días así no se puede ser otra cosa que escritor.

En fin, a falta de otra cosa –a falta de todas las demás cosas-, me gustaría seguir tomándole el pulso a esta mañana silenciosa y tranquila, angustiosamente bella, pero me temo que, como los pájaros que quieren ser libres, se me escapa de las manos.