sábado, 26 de septiembre de 2009

DE POR QUÉ EMPRENDÍ Y CUENTO MI "NOVÍSIMO VIAJE A LA ALCARRIA"

"...Y tampoco importa que me salga un poco, si me salgo. Después de todo, ¿qué más da? Nadie me obliga a nada; nadie me dice: métase por aquí, suba por allí, camine aquel ribazo, esta laderilla, esta otra vaguada tierna y de buen andar.

El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla por el mapa..."





"...el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tas fugitivos como los años".

MARCEL PROUST, Por el camino de Swann

Este escrito es una nostalgia. Todo escrito con afán literario lo es. Nostalgia de lo que pasó o nos gustaría que hubiera pasado. Nostalgia de lo que pasa y no podemos vivir o de lo que nos gustaría que pasara. Nostalgia de algo que nunca ocurrió o está ocurriendo siempre, quizá. Escribir no es más que utilizar esa nostalgia para crear algo con lo que huir precisamente de ella.

Las finas nubes de verano se han trocado por gruesas montañas grises coronadas de blanco; un viento desusadamente frío, ya casi desconocido, barre las llanuras amarillas, peina los árboles aún frondosos, sonroja las cándidas mejillas. Los hombros de las chicas ya no lucen sus formas al aire, las bronceadas piernas se tapan pudorosamente. La noche se cierne antes sobre cada jornada, ahora es cuando empieza de verdad a notarse. Alguna hoja ocre se deja caer, tímida, miedosa de ser la primera en saludar de cerca a los suelos otoñales, humedecidos por las primeras gotas que caen en varios meses. Los rostros de las gentes amanecen ceñudos, como no creyéndose que esa aspiración a la eternidad que es el verano hubiera acabado. En verano nadie envejece, y veo improbable y casi indecoroso que alguien pueda morir. Los años se nos acumulan en el resto de estaciones, nunca en el verano. Mas terminaron los días clónicos, sin viento, sin lluvia, sin nubes, siempre con la misma luz, siempre con el mismo sol que —eso nos parece— se pone siempre a la misma hora.

El otoño se ha entrometido en nuestra feliz existencia como una visita indeseada en nuestra habitación. Nos recuerda cada año nuestra naturaleza perecedera, tras estar cálidamente resguardados en la burbuja sin tiempo que es el verano. Pero pronto esa desazón pasa. Por ello he querido relatar mi viaje a la Alcarria en estos momentos, cuando la venida de la nueva estación me sume en esta especie de desconcierto, pero a tiempo de no superarlo. Quiero seguir desconcertado para escribir. Quiero seguir nostálgico. Quiero mantenerme en un islote, no quiero que la rutina me trague y olvidar así mi nostalgia, porque si no este relato se convertirá en una mera recopilación de fotografías. No quiero que suceda eso (aún sabiendo que seguramente las fotografías serán lo más valioso del reportaje), dejadme que me resista a creer que el verano nos dejó.

La cosa surgió de forma muy sencilla. Estaba yo un día de agosto en mi casa, mortalmente aburrido, cansado de leer, de hurgar en internet, de secarme sudores, de mirar las musarañas. Por hacer algo, agarré un mapa de España y me puse a hojearlo, actividad ésta que me ocupa desde que era bien pequeño. Mi vista deambuló por muchos de los rincones del país, imaginando una carretera pintoresca, un pueblo divisado a lo lejos en lo alto de una colina, un cerro que nos saluda desde su atalaya de milenios. De pronto mis ojos se fijaron en una provincia, Guadalajara, y en dos pueblos, Cifuentes y Valderrebollo. Ambos tienen a mis ojos una dorada pátina literaria. A lo largo de mi vida he visitado muchos de los lugares en los que se desarrolla la primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós: Aranjuez, El Escorial, El Pardo, ciertos rincones del centro de Madrid por los que sé que deambuló Gabriel Araceli, Zaragoza, Salamanca. Me faltaba la Alcarria, y, concretamente, Valderrebollo (donde comienza Juan Martín el Empecinado) y Cifuentes, en cuyo castillo, hoy derruido, estuvo escondida la venerable Amaranta. Pero esa pátina literaria, de color decimonónico, de brillo heroico, fue recubierta con posterioridad por la jugosa prosa castellana de Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria, libro que me encandiló, sencillo y lírico a la vez, bello donde los haya y que, con permiso de quien esto leyere, servirá de pauta para mi cuaderno de bitácora.

Deseoso de escapar y de unir en mi cerebro, en mi experiencia, esas dos tradiciones literarias, empecé a marcar una hipotética ruta que poder recorrer con una bicicleta. Uní sobre el mapa Guadalajara y Cifuentes, pasando por Brihuega y Valderrebollo, y a ojo de buen cubero me salieron 80 kilómetros de ida y otros 80 de vuelta, a recorrer en dos días (después comprobé que eran algunos más). Una distancia a respetar, pero asequible para alguien medianamente entrenado. No lo pensé más. Busqué en internet los hostales de Cifuentes y llamé al primero que salía en Google. No admitían bicicletas, mas no cejé en mi empeño. Afortunadamente, al segundo que llamé no encontré pegas de ningún tipo a causa de mi máquina. Reservé habitación para el día siguiente y, sin más dilación, cogí una cuartilla y me puse a dibujar, con buen pulso y vivos colores, un mapa de mi ruta, detallando cada pueblo, los ríos, las carreteras secundarias, los kilometrajes.

Y al día siguiente estaba de viaje. Tampoco hay que pensárselo mucho con estas cosas. Quizá estas escapadas sepan mejor así, sin aparatosas planificaciones, sin equipajes, con ese aroma de improvisación y, por supuesto, sin compañía. Me parece casi un error viajar con alguien, aunque sea un amigo, una novia, una esposa, un familiar, una amante. Si acaso, prefiero encontrar a los amigos, a las novias, a las amantes, por el camino. ¿Encontré algo de eso en este Novísimo viaje a la Alcarria? Será mejor que sigan leyendo, todo es posible.

viernes, 25 de septiembre de 2009

AVANCE


Próximamente, primera entrega de Novísimo viaje a la Alcarria.

domingo, 6 de septiembre de 2009

OJOS TRISTES. Leyenda madrileña de invierno (adaptación)



Cruzábamos tristemente
las calles llenas de luna,
y el hambre bailaba una
zarabanda en nuestra mente.
Al verla triste y dolida,
yo la besaba en la boca...
Emilio Carrere
I

Un recio campanazo, proviniente de la iglesia de San Nicolás, resonó en la encapotada noche. Algunos copos blancos comenzaban a caer lentamente, ingrávidos, sobre las calles estrechas y solitarias. Unos momentos después, ese tañido fue respondido por otros de similar cariz, que quedaron unos segundos suspendidos por debajo de las nubes moradas, extendiendo su acento opaco y rígido por encima de las techumbres, por entre las callejas, por las plazuelas, por los jardines umbríos. Unos repiques más o menos lejanos, que provenían ya de Santiago, ya de San Miguel, ya de San Pedro el Viejo, ya de cualquiera de las vetustas iglesias del viejo Madrid.
Al compás de esa desigual sinfonía salieron por una puerta de la calle del Factor dos chicos jóvenes, el ademán de cansancio en la cara, los gestos y los movimientos lentos y negligentes, destilando una vaga resignación. Encima del dintel de la puerta un cartel en madera, con las letras grandes y en relieve, anunciaba al “Restaurante El Cosaco”. Los dos chicos se despidieron del maitre y cerraron la puerta tras sí. La calle se les presentaba negra, a excepción de los tramos dorados por la luz de los faroles que colgaban de las paredes de piedra. Un perro tiñoso y solitario trotaba y se detenía de vez en cuando para olisquear en una esquina, y el ulular del viento parecía, a esa hora, un canto agudo y desesperado.
—Vaya nochecita niño —dijo uno de los chicos mientras se ajustaba la bufanda.
—Ya te digo Gabriel —afirmó el otro, abrochándose hasta el cuello la cremallera de la cazadora de cuero—. Y lo que nos queda, hasta Reyes esto va a ser un infierno. Cada año odio más las Navidades. Aquí mucha crisis, pero a la gente no le importa cenar galletas con leche durante un tiempo con tal de pegarse sus juergas y sus cenorras. En este país eso es sagrado, lo único que cuenta es salir y emborracharse y aparentar. Si luego no se puede pagar la hipoteca, ¡eso es lo de menos! Y encima tocando los cojones.
—A mí me vas a contar. La vieja de la mesa 14 no ha dejado de mortificarme, se creería que esto es el Ritz. Además que se notaba que lo hacía de mala fe. Cada vez que pasaba por su lado me pedía cualquier tontería, aunque me viera con cuatro platos en la mano: que si un poco de pan, que si un salero, que si esto estaba frío... ¡Bah!
La puerta del restaurante se entreabió con un agrio chirriar. Una cabeza plateada asomó. Era el maitre que, con voz ronca, desagradable, avisó a los dos muchachos:
—Se me olvidaba deciros que mañana por la mañana os quiero aquí una hora antes. Hay que hacer inventario y descargar un pedido, que a las dos hay una reserva para veinticinco personas. ¿Estamos?
Los dos jóvenes ni afirmaron ni negaron, y se limitaron a mirar para otro lado con el gesto contrariado. El maitre les miró alternativamente durante unos instantes, con el ceño fruncido, y no dijo nada más; cerró la puerta con violento estrépito, echó el cerrojo por dentro y se deslizó hacia el interior del restaurante con retumbantes pasos, dejando en el umbral de la puerta un vaho blanco que fue disolviéndose en la fría atmósfera.
—Me tiene hasta los cojones el viejo éste —dijo, mirando hacia la puerta con odio contenido, el chico de la cazadora de cuero, que respondía al nombre de Daniel—. Y lo peor es que esa hora le va a salir gratis total, ni a ti ni a mí nos la va a pagar.
—¡Bah! Pues menuda novedad. Y ten por seguro que del bote de todas las Navidades no vamos a ver ni un pavo.
—No, no creo que sea capaz...
—Sí, sí que lo es, y si no ya lo verás.
—Yo no sé por qué aguanto aquí. Lo que tendríamos que hacer es coger todos, plantarnos un día que vaya a haber mucho trabajo y decir: «no trabajamos hasta recibir las horas que se nos deben y cobrar nuestra parte proporcional del bote». A ver cómo se las apaña el cabrón éste.
—Eso se ha propuesto muchas veces ya y nunca se ha hecho.
—Pues es la única forma que se me ocurre.
—Ésta gente no tiene lo que hay que tener... Excepto Katia, ésa sí que le echa un par...
—Mañana vuelve después de la sanción, estarás contento —terció Daniel.
—Sí y no —Gabriel miró hacia el suelo, hizo una pausa y continuó—. Sí estoy contento por verla, claro, y no lo estoy por lo mismo. Contemplarla a ella y contemplar la belleza femenina en general se ha convertido en un tormento... Voy por la calle, veo una chica guapa y tengo que apartar la vista como si me hiciera daño a los ojos, como si me alumbrasen con una luz muy fuerte. Es como si fuera consciente de que ya ha pasado el momento para mí, de que hay cosas que jamás voy a recuperar.
—¿Crees que no hay ninguna posibilidad con ella? El otro día os vi muy dicharacheros el uno con el otro...
—Sí, pero no te confundas, hace poco me dio a entender que tenía algo con uno de su tierra, un tal Vladimir. Me parece que ese es un tren que ya ha pasado de largo; las opciones que tuve las desaproveché, y el tren de la mujer no suele pasar dos veces por una misma estación.
Daniel sacó un pitillo y ofreció otro a Gabriel, mostrándole la cajetilla. Ambos empezaron a fumar. Tras un breve silencio, del que se descolgaba el ulular del viento, Gabriel continuó:
—Me he dado cuenta de que las rusas son muy parecidas a las españolas, ¿no te parece?
—Hombre, pues nunca lo había pensado...
—Te digo yo que sí. Por supuesto que no me refiero al físico, pero en la mirada, en la forma de ser, en los gestos, en los andares... no sé, cómo decirte, hay una afinidad que no sabría explicar. Estoy seguro además de que españolas y rusas besan y hacen el amor igual: tristemente pero con pasión.
—Vaya gilipollez, yo creo que no tienen nada que ver. Las españolas son mediterráneas y, si acaso, pueden parecerse a las italianas o a las griegas.
—No, no, lo de ser mediterráneo o eslavo o anglosajón es una tontería, te digo yo que las españolas si a alguien se parecen es a las rusas. Sobre todo en la mirada, las mujeres de ambos pueblos tienen un vago mirar triste que les es común.
—Dices muchas tonterías, Gabriel, a ver si te echas novia ya porque creo que se te está yendo la cabeza.
Daniel sonrió y propinó un puñetazo cordial en el hombro de Gabriel, que parecía sumido en profundas reflexiones.
—Las rusas y las españolas, las rusas y las españolas... —masculló, la mirada hacia al suelo, los ojos entornados, la ceniza del pitillo larga y refulgente, a punto de desmoronarse—. No estaría mal echarse una novia rusa, ¿verdad? Katia, por ejemplo. La llamaría Katiushka. Mi Katiushka. Suena bien, ¿eh? Las rusas son como las españolas, sí, pero con la ventaja de que hablan mal el castellano. Y como lo hablan mal, pues tienden a hablar menos...
Daniel y Gabriel rieron vagamente. Un gato pardo de paralizantes, mitológicos ojos celestes pasó por delante y se escurrió por las rejas de una cancela próxima. El viento mecía levemente las desnudas ramas de los árboles que, plantados en el desnivel que hay entre la calle del Factor y la de Bailén, miran al Palacio Real y a la Catedral de la Almudena. Había dejado de nevar, pero el cielo permanecía anubarrado.
—Aunque, si te digo la verdad —prosiguió Gabriel— a mí ahora mismo me da igual que sea española, rusa o japonesa. Lo que necesito es a alguien que me ayude a olvidar a María.
—¿Cuánto hace ya que murió?
—Va para año y medio. No hay día que no piense en ella por lo menos doce horas de las dieciséis o dieciocho que paso despierto. Pero noto que voy mejorando, y lo mejor es que empiezo a fijarme en otras chicas. A María nunca la podré olvidar. Todas las chicas guapas, Katia también, me recuerdan a ella. Pero ya no está, hay que pasar página y mirar hacia adelante, y una ayudita no vendría mal. Además, seguro que ella estaría encantada de que conociera a otra chica que merezca la pena.
—Seguro, era muy buena chica. Pero te veo muy parado, Gabriel, ¡hay que empezar a moverse! Mira, mañana cuando veas a Katia quiero ver cómo la saludas con una sonrisa y le propones quedar para dar una vuelta después del trabajo, ¿estamos?
—Pero ya te he dicho que está medio liada con un ruso...
—¡Que le den al ruso! —interrumpió Daniel—, seguro que no es el amor de su vida. Tú no pierdes nada, y nadie te dice que no te elige a ti antes que a él. Es que si no echas la lotería nunca te va a tocar. Quedándote de brazos cruzados no esperes que vas a encontrar nada.
—No sé, no sé...
Gabriel apuró el cigarrillo, lo tiró y lo pisoteó. Miró en derredor, asintiendo con la cabeza, y tras una pausa sentenció con voz decidida:
—¿Sabes? Creo que le gusto. Estoy decidido, mañana lo intento. Sí señor, estoy cansado de esta abstinencia, es hora de empezar a vivir.
—Claro coño —. Daniel palmoteó varias veces el hombro de Gabriel, produciendo un sonido seco que se perdía en la calle oscura como una goleta a la deriva en mar espumeante. Una sombra avanzó, con andar acelerado, por la otra acera de la calle. El perro tiñoso pasó de nuevo, infatigable, olisqueando el suelo. Sus garras rechinaban rítmicamente en el empedrado.
—Oye, hace mucho frío y estoy cansado, me voy a ir ya a casa.
—Sí, además parece que va a llover o a nevar. Bueno Dani, pues te veo mañana. ¿A qué hora ha dicho el viejo que teníamos que estar?
—A las once.
—A las once. Vaya cabrón. Mañana nos vamos a pasar todo el santo día ahí encerrados. Y por cuatro perras...
Se dieron la mano y tiraron en direcciones opuestas.
—¡No te eches atrás! —gritó Daniel, cuando había empezado a caminar por la calle del Factor en dirección a la plaza de Oriente.
—¡Que no, que no, te juro que mañana sí que lo intento! —voceó Gabriel, volviéndose hacia donde se alejaba su compañero, que esbozó una postrera despedida agitando al aire la mano.
Gabriel se perdió calle del Factor abajo.

II

La luna asomaba por entre las rendijas que las nubes tenían a bien abrir de vez en vez. Era una luna gorda, hermosa, de brillar pálido; una luna tímida pero obstinada, deseosa de dar luz y reflejarse en los charcos que aún quedaban de la última llovizna; una luna bruñida en plata, anhelante de recuperar su preeminencia en aquel cielo morado, en aquel cielo que cernía sus nubarrones desgarrados sobre la ciudad durmiente.
Los pasos de Gabriel repercutían sobre la empedrada calle del Biombo. Caminaba con las manos en los bolsillos de la cazadora, mirando hacia el suelo, los hombros encogidos, la boca y la nariz resguardadas bajo la bufanda de lana. Unas luces trémulas apenas doraban las grises paredes. Giró a la derecha y descendió por la calle de San Nicolás, junto a una tapia de ladrillo, hasta dar con la calle Mayor. La cruzó por un paso de cebra y, dejando atrás el vasto edificio de la Capitanía General y la Iglesia Castrense, enfiló la calle del Sacramento.
María. Katia. Katiushka. El futuro. La muerte. La noche. Las rusas. El perro tiñoso. A las once de la mañana. Un pedido. Reserva de veinticinco personas. Las españolas. El viejo. Ojos tristes. Dolor de pies. Cansancio. De repente un bulto negro se cruzó con Gabriel. Después una sombra menuda, con un largo rabo como una estela de carbón, pasó por delante de él, a sus pies, saltó ágilmente y se posó en el alféizar de una ventana negra. Empezó a nevar, y los copos, que parecían de ceniza, aterrizaban como mansas mariposas sobre la cazadora, sobre el empedrado blanco, sobre los faroles naranjas. En vez de seguir recto por la calle del Sacramento hasta Puerta Cerrada, como era su costumbre, y de allí hasta su casa de la calle de la Magdalena, Gabriel torció a la derecha y bajó por la calle del Rollo. Una puerta se cerró con seco estrépito a su espalda. Gabriel aceleró el paso, sin mirar atrás. Sin saber por qué, su corazón se desbocó, mas al punto sintió vergüenza de sí mismo, se calmó y retornó a su caminar perezoso. Miró al cielo embozado de nubes, y se sonrió.
—No seas tonto, Gabriel, no seas tonto —se dijo.
Bajó unas escaleras, al término de las cuales le llamó la atención una sólida casa de la misma calle del Rollo, esquina con la travesía del Conde. Era una casa alta y grande, de dos pisos, bien cuidada, de construcción robusta, en granito y ladrillo, y a la que se entraba por una puerta de madera claveteada, de proporciones colosales. Las ventanas estaban enrejadas y tapadas por unas cortinas de color granate. Encima de la puerta se veía un escudo nobiliario labrado en piedra, y escrito: ANO D 1724. Parecía una vieja mansión nobiliaria, y sólo un portero automático junto a la puerta ofrecía indicios de cierta modernidad.
Gabriel contempló durante unos instantes la casa y se dispuso a seguir su camino en dirección a la calle de Segovia. Había avanzado tres pasos cuando oyó que alguien chistaba a su espalda. Se dio la vuelta. No vio a nadie. Anduvo otros tres pasos y oyó el mismo sonido: «¡Chist!». Volvió a girar la cabeza, y vio una luz encendida en una de las ventanas del segundo piso de la casa. La llamada provenía de esa ventana. Detrás del balcón apareció una sombra blanca. Una silueta femenina se recortaba sobre el haz de luz amarilla que la arropaba a su espalda. Parecía una aparición fantasmal. Pero no era ningún espectro, sino una chica joven, con volumen, con formas, con voz, que se asomaba de noche a su balcón. Apoyó los codos sobre la barandilla y habló:
—¡Hola! ¿Qué haces a estas horas andando solo por estas calles?
—Pues que acabo de salir de trabajar y me iba ya a casa. Hace un frío de muerte.
—Sí que lo hace. Pero a mí me gustan las noches así. He visto que te quedabas mirando la casa, ¿a que es bonita?
—Sí, no suelo pasar por esta calle y nunca la había visto, parece una mansión medieval.
—No me puedo quejar, mis padres se estiraron al comprarla. Además ahora la disfruto para mí sola, porque se han ido de vacaciones a pasar las Navidades... Oye, veo que estás temblando. ¿Quieres subir y te tomas algo caliente?
Una luz de ilusión pasó por delante de los ojos de Gabriel, que de repente emitieron un fulgor dorado. No tardó mucho en responder:
—Sí, vale, me vendrá bien, que tengo el frío hasta el tuétano.
—Pues espera que te abro.
Gabriel se aproximó a la puerta y esperó al áspero sonido del portero automático. Cuando éste llegó, empujó la pesada puerta y entró en la casa, cerrando tras sí con un chirriar grave, dejando atrás las gélidas calles, y confortado al sentir ese primer calor que, en un día de invierno, se siente nada más entrar en un lugar acogedor. Se desató la bufanda, se desabrochó la cazadora y miró en derredor. Se encontraba en un amplio y sombrío recibidor, de altísimo techo, decorado con sólidos muebles de madera. Reinaba un silencio conventual, sólo profanado por el tic-tac de un reloj de pared. De momento nadie salió a recibirle, así es que se quitó la cazadora y la bufanda y las colgó en una percha que había al lado de la puerta. Se frotó y sopló las manos mientras derramaba la vista por una ancha escalera de mármol que subía al final del recibidor. A la izquierda había una puerta entreabierta. Miró por la rendija y vio una amplia sala, apenas iluminada por la vaga claridad plateada de la noche anubarrada, que se escurría por una de las ventanas que daban a la calle del Rollo. La sala estaba presidida por una enorme pintura de un señor canoso, de mirar grave, y en el centro se extendía una larga mesa de madera. Junto a la ventana, unos sillones verdes que parecían tronos, y debajo del cuadro, una recia chimenea de piedra.
Gabriel observaba por la rendija cuando de repente sintió una mano en el hombro. Dio un respingo. Era la chica de la ventana, que había bajado por la escalera de mármol.
—¡No te asustes, que soy yo!
—Ya, joder, pero no me digas que con esta oscuridad, este silencio, dentro de esta casa que parece tan antigua, que de repente te toquen el hombro... creo que es como para austarse, ¿no?
La chica rio pícaramente y se echó la mano a la boca en un gesto de niña juguetona.
—¡Qué mala eres, lo has hecho a propósito!
—Bueno, un poco... —sonrió como avergonzada. Abrió un poco más la puerta—. ¿Te gusta nuestro salón? Ese que está ahí pintado es mi abuelo, murió hace muchos años. Yo paso ahí poco tiempo, porque ni siquiera comemos en esa mesa, es demasiado grande. Lo hacemos en la cocina.
—Sí que es bonito, sí... y enorme, ¡es como toda mi casa junta!
—Ven a la cocina, que tendrás hambre.
Gabriel contempló durante unos instantes el rostro de cera de la chica. A ambos lados de la cabeza caían unas crenchas doradas, lisas y sueltas, la nariz era recta y estrecha y los ojos de esmeralda, algo achinados, estaban envueltos por un cerco morado que, sin saber por qué, centuplicaban su belleza a los ojos de Gabriel. Eran unos ojos cansados, de triste brillo, pero infinitamente atrayentes. Vestía un leve vestido blanco para dormir que le llegaba a las rodillas y que dejaba al aire unos hombros pálidos y algo escurridos.
Dejaron atrás el recibidor y, la chica delante y Gabriel detrás, avanzaron por un oscuro pasillo. De trecho en trecho la rubia volvía la cabeza y enviaba a Gabriel una coqueta sonrisa. Llegaron a la cocina. La muchacha encendió la luz, una luz blanca y viscosa, y, abriendo el frigorífico, dijo:
—Ésto es lo que hay; puedes coger lo que quieras. Si quieres puedo hacerte una tortilla o un revuelto de huevos con jamón...
—No, no, deja, comeré algo de embutido, tampoco vas a ponerte ahora a cocinar.
—¡No es molestia! Quita, si no tardo nada, ya verás.
Y con ademanes resueltos sacó una sartén de un armario, un par de huevos, unas lonchas de jamón, brillante y aromático, un tomate y una hogaza de pan. Cocinó los huevos en un vetusto fogón de hierros negros y en cinco minutos Gabriel tuvo su cena, que devoró ante la atenta mirada de la rubia.
—Esto está riquísimo... —Gabriel deglutía los huevos con jamón con verdadera fruición—Oye, por cierto, no me has dicho tu nombre.
—Clara. Clara Sotomayor.
—Parece un apellido nobiliario y vives en una mansión... ¿No tendrás sangre azul, verdad?
Clara rio dulcemente.
—No, no que yo sepa. ¿Tú eres...?
—Gabriel. Gabriel Cepeda.
Se quedaron mirando unos instantes a los ojos, dudando si darse dos besos de presentación. Al fin accedieron. El leve movimiento de la dorada cabeza de Clara dejó en el ambiente un perfume mentolado. Se hizo un silencio, tras el cual Clara habló:
—Me has dicho que venías de trabajar... ¿Y dónde trabajas para salir tan tarde?
—De camarero en un restaurante, se llama “El Cosaco”. Está aquí cerca, en la calle del Factor. Si vives aquí te sonará.
—Pues no, no lo conozco. La primera noticia que tengo. No suelo salir mucho.
—¿Y eso?
—No sé, prefiero quedarme en casa, aquí se está muy bien, ¿no crees?
Tras decir esto, Clara se arrimó de forma casi imperceptible a Gabriel, lo suficiente para que a éste se le erizara el vello y se le desbocara el pecho. Las sienes comenzaron a palpitarle como si le golpearan con un martillo. Clara le miraba fijamente con esos ojos cansados, con esos ojos que tenían un deje triste pero profundamente bello. Los dos rostros se acercaron hasta peinarse con su respiración. De pronto, Clara se levantó y cogió de la mano a Gabriel.
—¿Has terminado? —Gabriel no tuvo tiempo de contestar—. Ven, que te voy a enseñar el resto de la casa.
Clara apagó la luz y salieron de la cocina. Atravesaron el pasillo por el que habían venido y subieron por la escalera de mármol hasta llegar a un rellano. A izquierda y derecha se extendía un lóbrego corredor del que apenas se columbraba el final. Clara indicó a Gabriel el pasillo de la izquierda, y directamente se metió en la última habitación, la única de la casa que estaba iluminada. Gabriel la siguió, y entró también. Era la estancia desde donde Clara le había llamado, y la ventana permanecía abierta. Un viento frío y sibilante se colaba a borbotones, arrastrando gruesos copos de nieve. Clara cerró la ventana.
—¡Qué frío! Ahora la habitación va a tardar en coger calor, se me olvidó cerrar la ventana cuando bajé a recibirte. ¡Cómo está nevando! Mañana cuando amanezca vamos a tener desde este balcón una bonita vista de la ciudad nevada. ¡Me encanta el invierno! ¡Me encanta la nieve!
Esas palabras sonaron a música en los oídos de Gabriel. “Mañana cuando amanezca vamos a tener desde este balcón una bonita vista de la ciudad nevada”. Comprendió, para su gozo, que no saldría de allí en lo que restaba de noche.
Clara se acercó lentamente a Gabriel desde la ventana, le cogió del cuello de la sudadera y le habló mirándole a los ojos y ladeando la cabeza, con voz queda:
—Pero yo no quiero que amanezca, Gabriel, ¿y tú?
—Yo tampoco. Me gusta la noche. Me gustan las noches como ésta. Si por mi fuera, siempre sería noche. En la noche me encuentro cómodo. Si algo bueno tiene mi trabajo es que salgo tarde, de madrugada. Para mí eso es un privilegio. Salir de trabajar tarde y cansado, no encontrar a nadie por la calle, no tener que tragarte un atasco con el coche, no tener que coger el Metro, o un autobús que va lleno; recorrer calles tranquilas y oscuras lentamente, gustando el paseo, llegar a casa, cenar y quedarse dormido viendo la tele. Los que madrugan y salen de trabajar a las tres de la tarde no pueden decir eso. ¡No saben lo que es salir de trabajar de noche! ¡Ellos se lo pierden!
—A mí no me gustan las noches como ésta. A mí me gusta esta noche. Yo no quiero que esta noche acabe nunca.
Hablaban tan cerca el uno del otro que las narices casi te tocaban, la faz de Gabriel impertérrita, el semblante de Clara en actitud entregada y melancólica a la vez.
Clara no dijo nada más y se dirigió hacia la ventana. Gabriel aprovechó para observar más detenidamente la estancia en la que preveía iba a pasar una noche inesperada y memorable. Era una habitación recogida y limpia, sin la suntuosidad del resto de la casa, aunque en verdad no parecía el cuarto de una veinteañera: la mesilla de noche, sobre la que descansaban un marco sin foto y unas hojas manuscritas, era de madera y estaba decorada recargadamente; al lado la cama, una cama alta, grande, como de matrimonio, con un cabecero de barras cobrizas; enfrente había un tocador y un espejo ovalado, con los marcos dorados, iluminados por una vieja lámpara de luz leve; al fondo, una estrecha puerta que daba a un pequeño cuarto de baño; y las paredes y el techo lucían un color amelocotonado.
Clara permanecía inmóvil junto a la ventana, mirando hacia la calle. Gabriel se acercó y miró también. Desde esa atalaya sobre la calle del Rollo, que a esa hora parecía un precipicio estrecho y hondo, se divisaba un pequeño tramo de la calle de Segovia, por la que de cuando en cuando pasaba, centelleante, algún coche. Pálidos faroles alumbraban las callejas. Algunas sombras con paraguas bajaban con andar rápido hacia el Viaducto. Unos muros altos de piedra y ladrillo se erguían sobre la calle de Segovia: eran los muros que guardan el jardín del Palacio del Príncipe Anglona, cuyos cipreses negros se elevaban hacia el cielo anochecido. Una bandada de pájaros negros sobrevoló los jardines. La nieve caía con blandura sobre los tejados, sobre las aceras, sobre los árboles desnudos.
—Tener estas vistas debe de ser un privilegio —dijo, rompiendo el silencio, Gabriel—. Si yo viviera en esta casa me pasaría las noches enteras mirando por esta ventana. ¡No parece que estemos en Madrid!
Clara no dijo nada, y Gabriel la miró a los ojos, que seguían fijos, perdidos en la negrura del exterior. Advirtió que estaban humedecidos. Lloraba.
—Clara, ¿qué te pasa?
—¿Eh? Nada, nada. Cosas mías —y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano— ¿Decías de las vistas? Sí, no puedo quejarme, sobre todo de noche son preciosas. Mira, ¿ves esos árboles de ahí? —señaló con el dedo hacia el jardín del Príncipe Anglona—. Allí suelo ir todas las tardes a pasear y a leer. Son unos jardincitos muy pequeños y acogedores, con muchas plantas, unos caminitos entre cuyas piedras crece la hierba, con una fuentecilla en el centro, y como casi nadie los conoce, siempre estoy yo sola. ¿Vendrás algún día conmigo?
—Claro, cuando quieras. Por cierto que ahora recuerdo que alguna vez he intentado entrar, pero siempre me los he encontrado cerrados, con el candado echado en la puerta. La verdad es que desde fuera parecen muy bonitos, aunque están un poco descuidados, ¿no?
—¡Así más encanto!¿Cerrados dices? Irías fuera de hora.
—Sí, o a lo mejor los estaban reformando.
—Me encantaría que vinieras conmigo, ¿sabes? Siempre me he imaginado paseando por allí con un chico guapo. Llevo años con ese anhelo...
Clara apartó la vista de la ventana, miró a Gabriel y sus ojos, esos ojos de mirar triste y cansado, cobraron un brillo inusitado. Acercó su boca a la de él y le besó. Al apartar los labios parecía como asustada, como sorprendida de su propia acción, pero Gabriel, sin dar tiempo a que se recobrara, se abalanzó sobre su boca sonrosada. Ella desabrochó la cremallera de la sudadera de Gabriel y él, con un movimiento delicado, deslizó por los hombros de Clara los tirantes del fino vestido de gasa blanca, que cayó a plomo sobre el entarimado de madera.
Ese leve gesto descubrió un cuerpo blanco y frágil, de piel olorosa y delicada. Los pechos, pequeños y duros como los de una adolescente, estaban coronados por dos rosetones violáceos, y en las profundidades del vientre de nieve asomaba, tímida pero evocadora, una maraña de oro.
Gabriel observó atónito visión tan sublime, y con la yema de los dedos acarició el busto de la rubia. Sintió cómo su piel blanca se erizaba al contacto, y cómo se estremecía levemente. Al fin, Gabriel se despojó de todas sus prendas y las arrojó por todos los rincones de la habitación. Su respiración era jadeante como el resoplar de una locomotora antigua antes de arrancar.
Clara, cogiendo de la barbilla a Gabriel y clavándole con intensidad los ojos cansados, dijo con acento apasionado:
—Júrame que recordarás esta noche el resto de tu vida. Júramelo.
No hacía falta jurarlo. No había duda de ello. ¡Cómo no iba a recordarla! Había salido cansado de un duro día de trabajo, se disponía a ir a su casa de la calle de la Magdalena, como cada noche, sólo que aquella vez, en vez de continuar recto por la calle del Sacramento hasta Puerta Cerrada, había decidido bajar por la del Rollo. Se sentía triste, como casi siempre durante el último año y medio. No veía un horizonte claro en su vida, estaba atrapado en un trabajo sin futuro, no tenía fuerzas para enderezarse, nada le motivaba. Si acaso Katia. Pero Katia estaba medio liada con uno de su tierra, un tal Vladimir. Y, además, ¿quién iba a querer fijarse en alguien cuya existencia estaba varada en la mediocridad, en la tristeza, en las ruinas? ¡Nadie! ¡Nadie quiere atarse a un rumbo con tantas sombras, con tanta incertidumbre! Y aquella noche apareció ella desde un balcón, como una aparición. Apareció Clara de entre las tinieblas como el barquero que guiaba a las almas difuntas hacia el Hades. Ella podía ser la salvadora, ¿quién si no? ¿Quién si no alguien muy especial aparece de repente en la sombría vida de una persona, en una noche de nieve, llamándole desde el balcón de una mansión situada en el intrincado corazón de una ciudad? ¿Cabe en la fantasía un encuentro más inesperado, más novelesco, más soñado? No hacía falta jurar nada. Iba a ser imposible olvidar aquella noche.
En la lejanía sonaron dos campanas, y la nieve golpeaba más decididamente el cristal de la ventana. La luz temblorosa de la lámpara proyectaba sombras hinchadas sobre las paredes.
Clara, cuyo mirar cansado y triste se aderezaba ahora con un rayo de vaga esperanza, como el que tienen los enfermos graves ante una leve mejoría, se separó de Gabriel, fue a su tocador y apagó la lámpara. La estancia quedó en penumbra; sólo un haz blanquecino, que se colaba indeciso por la ventana, permitía discernir ambas sombras.
La rubia caminó desnuda y con parsimonia hacia su cama y se tumbó boca arriba, atrayendo a Gabriel hacia sí cogiéndole de la mano. Ambos cuerpos blancos se fundieron. Hasta que amaneció, no volvieron a dirigirse la palabra. La noche se fue en sudores, en vigorosos alientos golpeándose la cara, en arañazos, en crujires de somier, en reprimidos gemidos de placer.
Gabriel y Clara hicieron el amor aquella noche larga y tristemente, pero con pasión...
Para Gabriel, para Clara, la rubia de los ojos tristes y cansados, al fin había llegado el momento.

III

Gabriel frunció el ceño cuando un rayo de luz diurna le embadurnó el rostro, entrando a raudales por la ventana. Incomodado, se dio la vuelta. Al poco, abrió los ojos, se incorporó violentamente y miró en derredor. Tras unos segundos de discernimiento, recordó que se encontraba en aquella mansión de la calle del Rollo, junto a aquella chica que le chistó desde el balcón y junto a la que había pasado la mejor noche de su vida. Se sonrió y se tumbó de costado, abrazando a su acompañante de lecho por el talle, oliéndole la dorada cabellera, besándola en la nuca y cerrando los ojos. Las imágenes de las últimas horas empezaron a desfilar dulcemente por su cerebro y, aunque le parecía que habían sucedido hacía mucho tiempo y tenía la sensación de haber pasado toda una vida junto a aquella preciosa rubia, se las representaba con nitidez. Desde el momento en que oyó aquel «¡chist!» hasta que su cuerpo se unió ardorosamente al de la muchacha, evocar lo que había sucedido era como revivir cada instante con asombrosa fidelidad: la primera conversación cuando ella aún estaba en el balcón, la proposición de que subiera y la grata sorpresa que ello le había causado, el sonido del portero automático, el chirriar de la pesada puerta, el recibidor, el salón con el retrato del abuelo, el toque en el hombro y el consiguiente susto, la visión por vez primera de esos ojos cansados, la luz blanca de la cocina, los huevos con jamón, el vestido de gasa, el lóbrego pasillo, la luz del cuarto de Clara, los cipreses negros de los jardines del Príncipe Anglona, los copos que caen lentamente, las nubes moradas, los ojos acuosos de ella, su cuerpo desnudo, blanco y frágil, la frase —«júrame que recordarás esta noche el resto de su vida»—, la habitación que se llena de sombras, y después... después, un amor profundo y sin dobleces, un amor inesperado, transido de tiempo a pesar de haber nacido unas pocas horas antes; un amor quizá para toda la vida, un amor que seguramente existió siempre, porque un sólo amor es todos los amores del universo juntos. Un amor que está pasando siempre pero no ocurre nunca, un amor constante como el persistente caer de la nieve sobre el Viaducto, sobre los tejados, sobre la calle del Rollo, sobre el Palacio Real, sobre la calle del Factor, sobre las personas, sobre los coches, sobre los animales, sobre los árboles esqueléticos, sobre todo lo existente.
La claridad del día ofrecía una nueva y reconfortante perspectiva de la habitación, poblando de colores, volúmenes, sombras y brillos desconocidos a los objetos, a las paredes, a los marcos de las puertas y la ventana, a las sábanas, al suelo de madera. La pareja permaneció algún tiempo más abrazada en posición fetal, muy juntos, los cuerpos casi confundidos bajo las sábanas blancas. Ella dormía, él degustaba esas deliciosas neblinas que se levantan nada más despertarse y que van poco a poco disipándose conforme el cerebro se aleja del sueño de que ha disfrutado. Es un placer inefable perderse a propósito en esa nebulosa, andar a tientas por ella e ir encontrando al paso un recuerdo, una imagen, un sonido, un olor, una caricia, una voz susurrada al oído; sensaciones todas que se presentan frescas y tan cercanas como si se estuvieran viviendo de nuevo, o quizá con aún más potencia. Es el único momento del día en que la mente, confundida entre el dulce sueño y la prosaica realidad, puede operar a su antojo, ajena a los estímulos del exterior.
Aquel día, sin embargo, la realidad no era nada prosaica.
Gabriel, ya desvelado, se incorporó y, retirando un mechón de pelo que tapaba uno de los lados del rostro de cera de Clara, se la quedó mirando. Dormía tan plácidamente que por nada del mundo la hubiera despertado. Los ojos, esos ojos cansados que tanto le habían impactado, se cerraban en una serena línea recta, y la boca lívida, apenas entreabierta, parecía dibujar una leve sonrisa. Cuidadosamente la besó en la sien, humedeciéndola, y durante varios minutos permaneció absorto, embriagado por la belleza tranquila y durmiente de la muchacha. Extasiado en esta contemplación estaba cuando desde San Pedro el Viejo resonó un tañido. Luego otro, y después otro. Esperó a que terminaran, contándolos uno a uno. Cuando llegó al undécimo, se hizo el silencio. ¡Once! ¡Eran las once de la mañana! Todos los alegres pensamientos, todas las amables sensaciones que estaba experimentando se desvanecieron como una bandada de pájaros ante el disparo de una escopeta. La imagen y el perfume de Clara se trocó en su cabeza por la hosca estampa del maitre, que ya estaría esperándole. Un pedido y una reserva de veinticinco personas, y, conociendo al viejo, una sustanciosa sanción económica si llegaba tarde. Y no estaban las cosas como para ir dejándose dinero por ahí, de ir derrochando tiempo y esfuerzo, y menos de esa manera. No había remedio, había que abandonar aquella cálida cama e ir a trabajar.
Se levantó sigilosamente, buscó sus prendas, que yacían dispersas por la estancia, se vistió con premura y se dispuso a salir. Antes echó un vistazo por la ventana. Una gruesa alfombra blanca y luminosa cubría los tejados y las aceras y los parques y los coches y los árboles. Ya no nevaba, pero el cielo tenía un brillo gris y opaco. Algunas bandadas de pájaros revoloteaban sobre los pelados árboles de los jardines del Palacio del Príncipe Anglona. El frío casi podía sentirse a través del cristal. Era una bonita mañana para haberse quedado en aquella casa, desayunando un chocolate caliente junto a la enorme y crepitante chimenea del salón.
Gabriel dudó si despertar a Clara y decirle que tenía que irse a trabajar. Sin embargo no fue capaz de romper aquel dulce, infantil sueño, y optó por escribir una nota explicándoselo y diciéndole que por la tarde regresaría. Cogió uno de los papeles que estaban en la mesilla de noche, junto al marco sin foto, y una pluma, y, encorvado y apoyándose en la mesilla, comenzó a escribir; no había trazado dos letras cuando Clara se removió en su lecho, abrió los ojos y miró a Gabriel con rostro soñoliento. Seguían conservando ese mirar cansado y triste, pero la boca se doblaba en una sonrisa resplandeciente.
—¿Ya es de día? —dijo, acurrucándose entre las sábanas— ¿Qué tal, guapo? ¿Te lo has pasado bien? ¡Yo llevaba años esperando algo así!... —de repente le miró con más detenimiento, de arriba a abajo, extrañada, y desarropándose hasta la cintura, se incorporó, dejando el busto al aire— Pero, ¿qué haces vestido? No me digas que ya te vas... ¡Te ibas sin decirme nada!
—Que no, que no, ¡es que no quería despertarte! —Gabriel acarició amorosamente las finas mejillas— ¡Estabas tan guapa dormida! Mira, te estaba escribiendo una nota.
—¡No puedes irte! ¡No puedes dejarme sola! Además, tiene que hacer muchísimo frío ahí fuera... Anda, métete otra vez en la cama, a mi ladito, ven...
—No, no, Clara, no puedo, tengo que irme —dijo Gabriel mientras se abrochaba la cremallera de la sudadera—. Hace ya quince minutos que tenía que estar trabajando. No quiero ni imaginarme cómo debe estar el viejo viendo que llego tarde. Te juro que vuelvo cuando salga, por la tarde, a eso de las cinco. ¿Me esperarás? ¿Estarás aquí?
Clara atendía a las palabras de Gabriel con gesto de desesperación, pero al oír las últimas se calmó, y dijo:
—Pues claro. Dónde voy a estar si no... Te esperaré, te esperaré como si no hubiera otra cosa en el mundo a lo que esperar...
A Gabriel esas últimas palabras le parecieron en exceso poéticas y apocalípticas, al fin y al cabo iba a regresar en unas horas y si ella quería visitaría y dormiría en aquella casa siempre que fuera posible. Y, a lo que se veía, ése era el verdadero deseo de ella. Pero achacó el tono enimágtico de la frase a la magia del momento, de la cual él también estaba embriagado.
Gabriel sonrió, pleno de amorosa satisfacción, se encorvó un poco y entregó sus labios para que Clara los besara por última vez en aquella mañana. Fue un beso denso, lento, largo, revestido de larga despedida, despedida que —¡no lo parecía!— sólo lo era por unas pocas horas.
Antes de que Gabriel atravesara el umbral volvió la cabeza y miró a Clara que, desde la cama revuelta, el blanco cuerpo al aire, la cabeza ladeada, la sedosa cabellera rubia encantadoramente despeinada, el cerco morado de los ojos empalidecido, el rostro fino y nacarado, le ofrecía una leve y postrera sonrisa.
Bajó a toda prisa las escaleras de mármol, llegó al recibidor, recogió su cazadora, abrió la puerta y salió a la calle. Cerró la puerta claveteada y echó a correr calle del Rollo arriba. El empedrado estaba revestido por un blanco brillante y purísimo, trufado de pisadas; un anciano caminaba con tiento sobre la nieve, temeroso de resbarlar y caer; el cielo lucía plomizo; la respiración dejaba un vaho denso en el aire; hacía un frío penetrante, un frío morado, de otras latitudes. Como una gacela subió las escaleras de la retorcida calleja; resbaló, cayó y en seguida se levantó para seguir con su enloquecido correr. Giró a la izquierda, continuó por la calle del Sacramento y, antes de llegar a la Iglesia Castrense, reparó en que había olvidado su bufanda en casa de Clara. Sin pensarlo dos veces volvió sobre sus pasos y, jadeante, pegó tres aldabonazos en la puerta. Clara no bajó a abrirle, quizá no había oído los golpes, era una casa muy grande. Apretó el botón del portero automático, que estaba oxidado; le pareció mucho más antiguo que cuando lo vio la noche anterior. Seguramente con la oscuridad no se había apercibido bien. No funcionaba. Extrañado, se separó de la puerta, miró hacia la ventana de la habitación de Clara y gritó su nombre. Los cristales de la ventana, cerrada a cal y canto, apenas tenían brillo. Volvió a llamarla.
—¡Clara! ¡Clara!
La voz de Gabriel se extendía en un triste eco por la estrecha calle. Gritó aún más fuerte.
—¡Clara! ¡Clara!
La ventana no se abrió. El interior de la mansión parecía, desde fuera, no albergar vida. Tornó a golpear la puerta, primero con el aldabón, luego con el puño. Recorrió rápidamente la calle de cabo a rabo, por ver si se había confundido de edificio. Apretó de nuevo el botón del portero automático. Hizo retumbar la puerta con fuertes goles propinados con los dos puños. Desesperado, apoyó la cabeza contra el muro de piedra.
—¡Ya está! —se dijo, y su rostro se iluminó de improviso— ¿Habrá ido a los jardines del Palacio del Príncipe Anglona? Me dijo que solía ir allí mucho. Cuando me fui parecía triste y a lo mejor ha ido allí a pasear y a leer para que el tiempo se le pasara más rápido. Pero, ¿le habrá dado tiempo a cambiarse, a bajar y a salir en el tiempo que yo he tardado desde que me he ido? ¡Y con el frío que hace!
No caviló más en tales consideraciones, y a grandes saltos bajó las vetustas escaleras de piedra que desembocan en la calle de Segovia. Cruzó ésta sin mirar, subió corriendo por la costanilla de San Andrés, junto a las tapias de los jardines, y, ya en la plaza de la Paja, torció a la izquierda por la calle del Príncipe Anglona. La puerta de hierro de entrada al jardín, herrumbrosa y enmohecida, estaba cerrada con un viejo y grueso candado. Deslizó la nariz entre los barrotes y miró al interior de los sombríos jardines. Era como si la mano humana no hubiera trastocado en mucho tiempo la calma verde y salvaje de aquellas plantas, las cuales habían ido ganando terreno, quizá durante años, a los muros de ladrillo, a los caminitos de piedra, a los bancos de hierro, a la fuentecilla de granito del centro, desbordándose de las pérgolas. El musgo tapizaba la fuentecilla y las tapias, y en las celosías, allí donde las exhuberantes rosaledas no habían extendido sus brazos espinosos, habían crecido unas vulgares plantas trepadoras. Los setos de boj, asilvestrados, excedían con mucho los límites del parterre, en donde la nieve, protegida por aquel espeso manto vegetal, no había posado su blando rumor.
Un hombre pasó cerca, y Gabriel le abordó:
—Oiga, oiga ¿sabe usted si estos jardines están abiertos al público?
—¡Huy! ¡Qué va! Estos jardines llevan cerrados más de veinte años. Nadie, ni el Ayuntamiento, ni los descendientes de los antiguos dueños, quieren hacerse cargo de ellos. ¡Y así está! ¡Con lo bonitos que eran, si los hubieras visto, muchacho! El palacio también está abandonado, ¡es una pena! Aquí no sabemos cuidar nuestras cosas...
Gabriel apartó la mirada del señor y la perdió hacia el suelo, el semblante demudado y como el de quien no entiende nada de lo que está pasando.
—Gracias, gracias —agradeció, con voz enflaquecida.
El hombre se retiró y siguió su camino.
Gabriel regresó a la calle del Rollo con precipitado correr. Insistió en aporrear la pesada puerta, en llamar al portero automático, que seguía desesperadamente mudo, en vocear hacia la ventana del cuarto donde había pasado la noche.
—¡Clara! ¡Clara!
Los gritos se ahogaban en sollozos.
—¡Clara! ¡Clara!
Una ventana de la casa vecina se abrió. Al balcón salió una vieja reseca de desmelenados cabellos grises. Miró a Gabriel con ojos torvos.
—¡Oye, oye, muchachito! ¡Menos gritos!, ¿eh? A ver qué pasa...
Gabriel miró a la vieja fugazmente, con indiferencia. Continuó con sus alaridos.
—¡Clara! ¡Clara!
La vieja mudó la expresión severa por la de sorpresa. Miraba alternativamente y con extrañeza a Gabriel y a la ventana de la casa vecina hacia la que el muchacho dirigía su desesperación.
—¡Oye chico! Pero, ¿a quién llamas tú?
—¡A la chica que vive en esta casa! ¡A quién va a ser! ¿No la habrá usted visto salir hace poco por casualidad?
—¡Pues cómo iba a verla, si ahí no vive nadie, muchacho!
—¿Cómo?
—Te digo que ahí no vive nadie desde hace cincuenta años lo menos. ¡Te habrás equivocado!
—No, no, imposible, he pasado la noche entera dentro de esta casa, que estaba limpia y recogida, con una chica que se llama Clara, rubia, el pelo liso, muy guapa...
—¿Clara? —la vieja hizo de ademán de intentar recordar—. Pues no me suena, hijo, y mira que llevo viviendo en esta calle una buena tira de años. Pero te repito que esa casa lleva abandonada desde mucho antes que muriera Franco. ¡Puf, mucho antes! ¡Yo siempre la he conocido desierta!... Bueno, me voy a recoger que hace un frío para pelar gatos. Y no quiero ni un grito más, ¿eh?
Y se metió para adentro, cerrando la ventana tras sí.
Un fuerte estremeciento sacudió por entero a Gabriel. Quedó unos minutos inmóvil, la vista hacia el suelo, los dedos mesando la barbilla. No podía ser. La vieja tenía que estar equivocada. Tenía pinta de estar un poco loca, igual era una enferma mental de esas que no salen nunca de casa y que ni sabe en qué calle vive. Sin embargo, todo era tan extraño, los síntomas tan inquietantes, que tomó una decisión. Si nadie le abría, entraría él por sus propios medios. Comprobó la solidez de la puerta, vio que cedía un poco al empujar. Miró a un lado y a otro de la calle y detrás de la esquina con la travesía del Conde, por si venía alguien. La fría mañana parecía haber dejado en casa a todo Madrid, porque no se veía un alma. Tomó carrerilla, esprintó con decisión y propinó una violenta patada contra la madera, una patada cuya fuerza venía de los rincones más ocultos de su ser. A la primera, la puerta se abrió, levantando una espesa nube de polvo y haciendo saltar por los aires un pestillo medio podrido, echado por dentro.
Volvió a mirar en derredor, y tras cerciorarse de que nadie le había visto, se perdió en la oscuridad de la mansión. Lo que vio nada más traspasar el umbral de la entrada le heló el alma. Se encontraba en el mismo recibidor que había pisado poco antes. Buscó la percha en la que había colgado la noche anterior su bufanda, pero no las encontró, ni la bufanda ni la percha. Las paredes estaban ennegrecidas y eran surcadas por verdes hilos de humedad. Olía a buhardilla cerrada, y el suelo estaba alfombrado por una gruesa capa de polvo. Abrió violentamente la puerta que daba al salón del retrato. No había retrato, no había sillones, la chimenea estaba clausurada, y sólo quedaba la mesa, tapada por un manto amarilleado y agujereado. Recorrió un pasillo, llegó a la cocina. Ni había frigorífico, ni fogón, ni utensilios, y la mesa en la que había cenado dejaba un hueco inmenso en el centro: había desaparecido.
Los ojos abiertos de par en par y enrojecidos, el labio inferior tembloroso, el respirar acelerado, volvió sobre sus pasos y subió los peldaños de la escalera de mármol de tres en tres. Se detuvo en el rellano, oscuro como boca de lobo, y quedó paralizado mirando la puerta del cuarto de Clara, al final del pasillo de la izquierda. La piel se le erizó, un sable se le atravesó en la garganta, un viento frío le recorrió de la cabeza a los pies. Avanzó lentamente hacia la puerta y, en el silencio más absoluto, en la oscuridad más lóbrega, cada uno de sus tardos pasos hacía crujir la madera podrida, emitiendo una retahíla de sollozos lastimeros.
Al fin llegó hasta la puerta, agarró el picaporte y lo giró lentamente, como retardando una visión que, él ya lo sabía, le iba a sumir en la más profunda de las tristezas, si es que podía existir una tristeza más profunda que la que ya le embargaba. La puerta, la misma puerta desde cuyo umbral unos minutos antes había visto por última vez a Clara, mirándole y sonriéndole incorporada encima de la cama, con el busto desnudo, el pelo encantadoramente despeinado, la cabeza ladeada, se abrió con un largo chirriar que se extendió por toda la casa.
Derramó la vista por la estancia. La clara habitación donde había pasado la mejor noche de su vida, la anterior, era ahora un lugar sucio y entenebrecido en el que la luz hacía mucho que no se posaba. Caminó despacio y con tiento, sin tropezarse con nada. No había nada con que tropezar. No existía el tocador, ni el espejo, ni la lámpara, ni siquiera el lecho donde había dormido y hecho el amor unas pocas horas antes. Sólo permanecía la mesilla de noche, solitaria y tapada por una tela que en otro tiempo fue blanca, y, sobre ella, su bufanda, sólo que vieja y apolillada, y el marco que Gabriel recordaba sin foto. Lo cogió, sacó un mechero de su bolsillo y echó luz sobre él. En lugar del vacío blanco había una fotografía antigua, en sepia, ya gastada. La persona retratada, que como en todas las fotos antiguas miraba hacia la lejanía y no hacia el objetivo, tenía una tez fina y pálida, unos labios lívidos y un cabello liso que le caía a ambos lados de la cabeza como dos cataratas de oro. Y, sobre todo, tenía unos ojos cercados en morado, como cruzados por una sombra, un mirar cansado y triste, extraordinariamente bello.
Los vidriosos ojos de Gabriel soltaron una gruesa lágrima, que cayó a plomo sobre el cristal que protegía la foto. Con cuidado la sacó del marco y la dio la vuelta. En letra de pendolista había escrito con tinta negra: “Clara Sotomayor, 1958”. Con aún más cuidado, conteniendo los sollozos que pugnaban por salir de la garganta, la volvió a meter en el marco y, agachando la cabeza, se la llevó al pecho. Unos instantes después, derrumbado, se dejó caer sobre el polvoriento entarimado de madera y se tumbó de costado, en la misma postura con la que había abrazado a Clara nada más despertar de su noche de pasión, y con la fotografía fuertemente apretada junto al corazón.

IV

Un tibio sol invernal caía por detrás de la blanca silueta del Palacio Real, depositando en el horizonte raso reflejos de oro, reflejos de púrpura. Las palomas arrullaban melancólicamente, posadas en los pelados árboles de la plaza de Oriente. Pequeños acúmulos de nieve, como gatos asustados, subsistían en las zonas umbrías. Paseaban las parejas, reían las familias, unos niños correteaban, acompañados por el clásico rumor de un organillo.
Daniel y Katia acababan de salir de trabajar del restaurante de la calle del Factor. Caminaban despacio por la enlosada explanada de la plaza, a los pies del Palacio, el uno junto al otro, ambos con la vista perdida hacia el suelo. De vez en cuando decían algo y después negaban con la cabeza, en un gesto de resignación.
—¿Y no viste nada raro aquella noche, antes de despediros? —preguntaba la rusa.
—No, nada. Todo era normal. Incluso diría que estaba algo más contento que de constumbre. Por primera vez en mucho tiempo vi cómo le brillaban los ojos.
—Pues chico, no hay quien explique.
—Es una cosa rarísima. Gabriel no es que fuera el paradigma...
—Paradig... ¿qué?
—Paradigma es cuando... vamos, que no era la persona más alegre del mundo. Lo había pasado mal, pero de ahí a en un sólo día estar como yo le vi... No tiene explicación, te digo que no la tiene.
—Cabeza de personas es cosa que no entendemos, Daniel.
—Ya, ya, pero todo tiene un por qué, un detonante. La muerte de su novia la iba superando, yo veía cómo iba remontando... No sé, algo le tuvo que suceder.
Se hizo un silencio. Daniel miró a Katia y dijo:
—Oye, por curiosidad, ¿a ti te gustaba?
—Hablas como si él ya ha muerto.
—Es que tal y como lo encontré... es verdad, perdón, replanteo la pregunta: ¿A ti te gusta o te ha gustado alguna vez?
—¡Huy! ¡Sí! ¡Mucho! Me gustaba mucho, sobre todo en principio. ¡Yo me le he ininsinuado muchas veces! Pero no sé si no daba cuenta o no le gustaba. Era siempre muy serio, muy enfadado. Después ya perdí interés, y ahora ya me dejas helada con esto que me cuentas. ¿Por qué preguntas esto?
—Por nada, por nada.
Siguieron caminando, ahora junto a las estatuas de los reyes godos, cuyos ojos pétreos atalayaban por encima de las cabezas que hormigueaban por la plaza. Tras un largo silencio, durante el cual Katia parecía cavilar intensamente, ésta entornó los ojos, miró hacia el terso tapiz azul del cielo, ya atardecido, y dijo:
—¿Sabes qué estoy pensando? He estado fijando y creo que españoles y rusos os parecéis mucho. ¿ entiendes?
Daniel se sintió recorrido por un frío glacial.
—¿Qué dices Katia?
—¡Sí! No sé por qué, pero hombres rusos y españoles tienen... ¿cómo se dice?... tienen carácter el mismo. Así como una... una tristeza en ojos muy rara. No quiero decirse que estén tristes siempre o tristes con su vida. No, es algo más interior, más profundo, como una tristeza... ¡como una tristeza de siglos!
Daniel calló ante las palabras de la rusa. De súbito sintió un debilitamiento, como si le robaran las fuerzas. Le parecía que una culebra se retorcía dentro del pecho y que las piernas se le enflaquecían y doblaban. El rostro se le empalideció, sus ojos se ensimismaron.
—¿Qué pasa Daniel?
—¿Eh? Nada, nada.
—¿Has escuchado lo que dicho?
—¿Eh? ¡Ah, sí!... Y estoy de acuerdo, yo también me he fijado. ¡Y cada vez te manejas mejor con el castellano, qué barbaridad!
El rostro de la rusa adoptó una actitud orgullosa, y sonrió.
—Oye, estoy pensando una cosa: ¿quieres ver a Gabriel? No nos va a decir nada, pero así al menos ves lo que te he contado.
—No sé Daniel, me da un poco de...
—Eso ya como tú quieras. Yo voy a ir a verle. Si quieres acompañarme...
Katia quedó pensativa.
—No, Daniel, ve tú. Yo ya voy otro día.
—Como quieras. Te veo a la noche en el curro.
Daniel empezó a subir por la calle de Lepanto. Había recorrido unos pocos metros cuando oyó un grito a su espalda.
—¡Espera Daniel! —Katia se le acercó con paso decidido— Voy contigo.
Atravesaron la plaza de Ramales, bajaron por la calle de San Nicolás hasta Mayor, continuaron por la del Sacramento y torcieron a la derecha por la del Rollo. Dejaron a la izquierda la vieja mansión, cuya puerta estaba de nuevo cerrada, con un candado nuevo. Descendieron las escaleras de la travesía del Conde hasta dar con la calle de Segovia, la cruzaron, y, subiendo la costanilla de San Andrés, arribaron a la plaza de la Paja.
—Mírale, allí está.
Apoyado en la tapia que guarda los jardines del Palacio del Príncipe Anglona, junto a la puerta de hierro, había un bulto gris acurrucado en el suelo. Daniel y Katia se acercaron un poco más, manteniéndose no obstante a cierta distancia.
—Así lo encontré la tarde siguiente a despedirnos aquella noche y así sigue. He intentado razonar con él, he llamado al Samur, a los servivios sociales, a su familia, pero dice que él de ahí no se mueve por nada del mundo, que tiene que vigilar esa puerta, sin dar más razones. Que es una persona adulta y que no pueden obligarle a marcharse. Y tiene razón, la verdad. Pero como siga así acabará muriendo de frío, o de hambre, o de pena. ¿Te has fijado en su rostro? Está blanco como la nieve, enflaquecido, se le marcan ya las mandíbulas. ¿Y los ojos?, fíjate, los tiene perdidos en la nada, hundidos, parece que no ha dormido en muchos días. Viste la misma ropa que aquella noche... y fíjate en la bufanda, parece que se la haya encontrado en la basura. Lo curioso es que es igual que la bufanda que siempre llevaba, sólo que mucho más vieja. Y cada día que pasa le veo más ensimismado, al principio respondía a algún estímulo, pero ahora... Ahora parece que ni siente ni padece, y si en los días posteriores a aquella noche, cuando intentabas convencerle de que se levantara y se fuera a casa, se negaba en redondo y era imposible hacerle cambiar de parecer, ahora es que ni responde. No sé qué le habrá pasado para estar así, tampoco quiere contarlo. A veces dice entre dientes algunas palabras que no comprendo. ¡Ah!, y mira, aprieta contra el pecho un marco con una foto muy antigua, creo que de una chica. Tampoco la he visto bien, porque es imposible quitársela de las manos.
Katia observaba la estampa horrorizada. Hizo ademán de acercarse a Gabriel, pero Daniel la agarró del brazo.
—No, déjalo, no vayas. No vas a conseguir nada.
—Pero, ¡algo tendremos que hacer! ¡No podemos dejarle ahí!
—Yo ya lo he intentado por todos los medios, no podemos obligarle. No sé qué le habrá pasado, pero supongo que recapacitará. Nosotros más no podemos hacer. Lo más fuerte es que su familia ha desistido, se ha vuelto a su tierra. Por lo visto tampoco es que se llevaran muy bien.
Katia pareció darse por convencida, pero no pudo reprimir una lágrima. Se agarró a Daniel y éste, con un sólo brazo, la estrechó fuertemente contra sí. Después la besó en la cabeza.
—Venga nena, vámonos a descansar, que va a ser una noche dura en el trabajo. Te invito a un vodka con lima en Cuchilleros.
Cogidos de la cintura, subieron trabajosamente la inclinada y recoleta plaza de la Paja. Sus negras siluetas se perdieron al final de la subida de la costanilla de San Andrés, en dirección a la plaza de los Carros, recortándose sobre el fondo del cielo invernizo, que se apagaba en tonos morados y sangrientos.