jueves, 25 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Epílogo)

Cosas hay en mi vida que parecerán de novela, aunque no creo que esto sea muy peculiar en mí, pues todo hombre es autor y actor de algo que, si se contara y escribiera, habría de parecer escrito y contado para entretenimiento de los que buscan recreo en las vidas ajenas, hastiados de la propia por demasiado conocida. No hay existencia que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué), ni libro de este género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de vida real y palpitante. (Benito Pérez Galdós por boca de Gabriel Araceli, protagonista de la primera serie de los Episodios Nacionales y héroe literario del que esto suscribe).

Hubiera sido incapaz de decirlo mejor que mi querido y admirado Galdós.

Han pasado doce años de todo aquello. De algunas cosas sí me acordaba, otras las tenía completamente olvidadas. Releer aquel diario me ha puesto en contacto con mi pasado, conmigo mismo, con una época que, tal y como escribí en aquellos tiempos, me ha marcado. Dicen que el primer amor marca para el resto de la vida. Es una de tantas frases hechas, un lugar común, casi un axioma. Normalmente no suelo estar muy de acuerdo con esos tópicos, con esas verdades aceptadas comúnmente como incontrovertibles, pero sospecho que ésta en concreto es verdad. Al menos en mi caso. No podría explicar por qué, pero tengo la sensación de que sí, que aquella historia, digamos, me puso en guardia en lo que a las mujeres se refiere, me hizo temeroso y aún más tímido de lo que ya era.

Confieso que transcribir aquel diario ha sido en muchas ocasiones doloroso. La escritura, como la música y los olores, tiene el don de despertar recuerdos que creíamos absolutamente relegados. En ocasiones lo que estaba escrito en ese viejo cuaderno de tapas verdes parecía perder su aspecto de letra manuscrita y tomar forma de personas, de ambientes, de momentos, de objetos. Pero hay que decir también que muchas veces me ha sido sumamente placentero, precisamente por ese poder de evocación tan grande. Si algo tienen los diarios de interesante es que están completamente cuajados de "yo", siempre que esté escrito con sinceridad, naturalmente. Mas los diarios suelen ser sinceros. En ese papel no se ven letras, se ve a una persona, con sus puntos fuertes, sus debilidades, sus incertidumbres, sus escasas certezas, siempre mudables. Creo que eso es la literatura, independientemente de lo bien o mal que esté escrito (aunque siempre será mejor que haya cierta calidad literaria, claro está).

En algún fragmento del diario me pregunto qué es lo que ocurre con ciertos momentos de nuestra vida y si es posible que nada subsista, que esos instantes se pierdan en el bucle del Tiempo para siempre, y si no habrá forma de hacerlos permanecer. Ahora ya tengo la respuesta. La única manera de que no caigan en el olvido, de que dejen una impronta, es escribiéndolos. No hay otra. No tenemos memoria, o es muy limitada, y si de verdad queremos perdudar, porque aunque ahora estemos aquí nos terminaremos convirtiendo en recuerdos más pronto de lo que pensamos, lo único que podemos hacer es escribir. ¿Será por eso por lo que escribo? Y el que no escribe, ¿qué deja de él una vez muerto?

Mi imaginación ha renovado ahora aquella historia punto por punto, doce años después. Por aquel entonces yo era un adolescente, y ahora ya soy un adulto con ciertas responsabilidades y con el carácter casi formado. Pero me he dado cuenta de que la esencia de una persona se mantiene a pesar del paso del tiempo. Puede sufrir modificaciones, pequeños retoques que uno se hace a sí mismo o que le hace el curso de los acontecimientos, pero en lo esencial me reconozco perfectamente en esas páginas ya amarilleadas.

Por las informaciones que me han llegado, Cynthia, la protagonista de esta historia verídica, es hoy una mujer felizmente casada que vive en La Coruña con su marido. Terminó hace unos años la diplomatura de enfermería y a día de hoy quién sabe si tendrá uno o dos retoños a quien alimentar. Tras aquel verano apenas volvimos a dirigirnos la palabra, como tampoco nos la habíamos dirigido antes de aquel viaje en avión. Hace muchos años que no la veo.

A Claudia jamás la he vuelto a ver, ni a saber absolutamente nada de ella. De hecho no he vuelto a pisar Villafranca, aquel año fue el último que veraneamos allí. No sé si seguirá existiendo la "casa de las brujas" e ignoro el aspecto que tendrá el cortijo e incluso si sigue en manos de los mismos dueños de entonces. Algún día me gustaría volver.

Con Manuel y sus padres perdí el contacto hace mucho, aunque tuve ocasión de reencontrame con ellos hace tres años, en un pueblo de Extremadura, llamado Madrigalejo. Teresita es ya una linda mujercita que frisa los dieciocho, el galgo Fonta hace mucho que debió de morir, y en cuanto al campesino anciano del sombrero de paja al que saludé aquella tarde del 14 de agosto de 1997, pues me lo imagino rodeado de nietecitos y disfrutando de unos últimos años de sana vida de campo. O quizá esté muerto, estaba ya muy mayor, vaya usted a saber.

En cuanto al resto de personas que con más o menos asiduidad han salido en estas páginas, decir que sólo con dos de ellos sigo manteniendo contacto, y además puedo asegurar que siguen siendo mis dos mejores amigos. Son Pepe y Berto, a quienes supongo gustará verse nombrados en este sucinto epílogo.

¿Y yo? ¿Qué ha pasado con Sebastian Melmoth desde entonces? Que el lector me permita reservarme esta información, por otra parte de poca importancia, aunque quizá en un futuro no demasiado lejano cuente algún episodio personal más de mi vida.

FIN

lunes, 22 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Decimocuarta parte)


31 de agosto He estado a punto de comenzar el diario con la frase "faltan X días", de forma mecánica, pero resulta que ya no es necesario. ¡Ya no lo es! ¡Es el día! Ahora mismo son casi las dos de la tarde, y dentro de un rato, un par de horas a lo sumo, tengo pensado llamarla y, al fin, decirle que quedamos. Estoy en un estado de nerviosismo difícil de describir. Cualquiera que me viera actuar hoy diría que soy un ser hiperactivo. No hago más que dar vueltas por la casa para intentar sofocar el fuego que arde dentro de mi pecho, y que cada minuto que pasa es más intenso. Todo mi cuerpo es una impetuosa tormenta eléctrica que me recorre a ráfagas. Anoche apenas pude dormir, no sé si por la alegría o por los nervios, y esta mañana, nada más abrir los ojos, me he levantado corriendo para mirar el calendario y comprobar si era cierto. Sí, no había duda. Hoy termina agosto. He tomado conciencia de que hoy es un día histórico y me he dicho que había que guardar en la memoria todo lo que hiciera. He desayunado un par de tostadas y he visto Bola de Dragón. Ha sido el capítulo en que Freezer mata a Vegeta, y Goku, su eterno enemigo, lo entierra, dejando atrás viejas rivalidades y rencores. Me he emocionado, hoy cualquier tontería hace que se me ponga la piel de gallina. Después he abierto el diario y me he puesto a hojearlo furioso, con rabia. He leído los primeros días después de que se fue y cuando por teléfono me dijo que la espera duraría un mes más, y me he sonreído, y me he dicho: "¡Te derroté, Tiempo! ¡No has podido conmigo!"

La pancarta de meta está ahí, al alcance de la mano, coronando esta dura subida que he tenido que afrontar en los últimos días. Pero hay que traspasarla, y estas últimas pedaladas las doy por inercia, porque fuerzas ya no me quedan. Estoy cansado, y no sé si podría aguantar un kilómetro, un día más. Lo dicho, en un rato la llamaré.

***

Son las doce y cuarto de la noche. La llamé sobre las cuatro y media. En el fondo esperaba que fuera ella quien me llamara, en una esperanza de que el instante fuera verdaderamente mágico. Hubiera sido lo ideal. Pero como esa llamada no llegaba y mis nervios estaban a punto de explotar, me lancé yo. Casi no podía marcar los números. A los pocos segundos el teléfono ya estaba sudado de mis propias manos, temblorosas y húmedas. Conseguí marcar todos los números, no sin esfuerzo. Tenía retortijones y me costaba tragar saliva. Un tono, dos tonos. Aparte de eso, un silencio paralizador. Tres tonos. El tiempo se detuvo en esos instantes. Al cuarto tono alguien descolgó al otro lado. ¡Era ella! ¡Su voz inconfundible! Pero era una voz apagada, cansada, lejos del alegre calor que esperaba encontrar. "Normal", pensé. "Los viajes cansan mucho". Arranqué a hablar. "¡Hola!", dije con ímpetu. "¡¿Qué tal todo?! ¿Sabes quién soy, no?" "Ah hola. Sí, qué tal. Acabo de llegar". "Está muy cansada, se le nota", me dije. Mas no podía dejar de pensar que esa voz ya no estaba a más de trescientos kilómetros de distancia, sino a apenas cinco minutos andando, al otro lado de la avenida de la Ilustración. "Bueno, y qué tal el viaje". "Bien, estoy cansada, los viajes cansan mucho". "Sí, es verdad, cansan mucho". Venga, dilo, ya lo tendrías que haber dicho. Me tienes aquí al lado, cruzando un par de calles. "¿Habéis tenido atasco?". "Bueno, un poco al entrar en Madrid, pero poca cosa. Lo peor era que íbamos cinco metidos en el coche, y sin calefacción...". "Ah, joder, sin calefacción, qué horror". Pero, ¿a qué esperas? Dilo ya... Y ya no aguanté un segundo más. Ya que no salía de ella, lo dije yo. Esa frase llevaba 59 días atrapada en mi boca: "Oye, ¿te apetece que quedemos un rato?" Emoción contenida esperando la respuesta afirmativa, la única posible y admisible. Tarda en contestar más de la cuenta. En estos casos un segundo de duda es una eternidad. "Pufff, no puedo Sebastian. Tengo que deshacer la maleta y me quiero acostar pronto, que estoy reventada". Pinchazo justo antes de llegar a la meta. "Ahhh, claro", dije, como dando a entender que cómo no se me había ocurrido. Deshacer las maletas. Siempre hay que deshacer las maletas en cuanto se llega de un viaje. Es que yo también tengo unas cosas... Aunque en verdad me pareció una excusa bastante tonta. "¿Qué cojones importará deshacer unas putas maletas cuando tu novio, al que hace casi dos meses que no ves, está de ti a apenas cinco minutos andando?", pensé. Si yo estuviera en la misma situación, le daban por culo a las maletas. Claro que seguramente yo sea un poco irresponsable. Si su madre le ha dicho que tiene que deshacer las maletas, pues chitón, y no se hable más. Además, es verdad, estará cansada. Y si ya he aguantado 59 días, qué más dará uno más. Además, sé que ahora la tengo aquí cerquita. Sí, no insistiré y haré como que comprendo. Claro, deshacer unas maletas es una cosa muy importante, no va a estar con los armarios vacíos. Y no sólo ella, sino que toda su familia tendrá que deshacer sus maletas y ella tendrá que ayudar, no creo que a sus padres les haga gracia que se baje a dar una vuelta mientras ellos reordenan sus cosas, su vida, después de las vacaciones. Sí, definitivamente creo que comprendo. Seguramente si yo estuviera en la misma situación tampoco bajaría. O sí, no nos engañemos, creo que sí que bajaría. Pero lo dicho, yo soy un poco pasota e irresponsable. Parece que hay gente que eso de los vínculos familiares lo tiene mucho más arraigado. No se puede disgustar a una madre, y punto. A deshacer las maletas, pues, y mañana nos veremos.

Colgué después de asegurarle que mañana la llamaría. Se mostró conforme, incluso contenta diría yo. ¡Pues cómo no va a estar contenta, si ya está aquí, cerca de mí! Un rato después me llamó Pepe: que habían quedado todos para dar una vuelta. Me hubiera encantado poder decirle "no puedo macho, tengo cosas que hacer...", con tono misterioso. Pero no, no tenía nada que hacer, y pensé que bajar un rato haría que la tarde pasara más rápido. Me afeité el bigote (¡hoy me he afeitado por primera vez en mi vida!) y me vestí. Me miré largamente en el espejo. Está mal que yo lo diga, pero me vi más guapo que nunca, más guapo que nadie. Poco a poco me fui sacudiendo la pequeña decepción, y me sentí casi feliz. Al fin y al cabo, ella ya estaba en Madrid, en el barrio. Cuando salí a la calle todo parecía indicar su cercanía. El sol parecía más vivo, el aire más puro, la gente sonreía, a pesar de haber terminado sus vacaciones. Los aparcamientos estaban ya casi a tope, el barrio había recuperado su pulso, se formaban algunos corros de personas muy morenas que charlaban de cosas muy interesantes, aunque no se dejaban hablar unos a otros. En sus caras podía leerse: "deja de soltarme el rollo y escucha lo que te voy a contar, que lo mío sí que han sido vacaciones". Sí, pensé, definitivamente no sabemos escuchar. La mercería y el quiosco y el bar Cecilio estaban ya abiertos, pero soñolientos aún, después de tan larga siesta. Y todo ello me hizo tomar entera conciencia de que sí, al fin había acabado el verano, la espera. ¿Qué más daba un día más? Lo que contaba es que ella ya estaba aquí, y que los 59 días anteriores no habían sido más que un mal sueño.

Fui a buscar a Pepe, y nos dirigimos al parque. Había muchísima gente. Creo que ya estaban todos. Vi a D. del R. y a V. M., que me parece eran los únicos que faltaban por regresar de las vacaciones. Alguno me preguntó qué hacía allí, que tendría que estar en otro lado con otra persona. No sé qué dije, creo que aduje que no había llegado aún o que había preferido no quedar con ella, que la vería mañana. Lo que es seguro es que no dije la verdad. D. del R. me dijo que me notaba contento, con un brillo en los ojos, y que éstos se me habían vuelto negros y muy brillantes. Me dije que no era para menos, porque al fin estaba viviendo en un día que nunca creí que fuera a llegar. Poco me importaba ya que el reencuentro se aplazara veinticuatro horas. Había sufrido durante mucho tiempo para que ahora me amilanase un día más de espera. E incluso pensé que mejor, que así tanto ella como yo tendríamos más ganas de vernos. Y me sentí a gusto en el parque, con todos mis amigos y con mis ojillos negros brillando como la concha de un escarabajo, y con mi bigote recién afeitado, que me tocaba de vez en cuando, y que sentía liso y suave como el futuro que me espera junto a ella. Luego vinieron las chicas. Noté que me miraban y que alguna se reía, no sé por qué. Supongo que sabrían que hoy terminaba mi espera, todo el mundo lo sabe. Dimos unaBloque entrecomillado vuelta por el parque de La Vaguada y pasamos cerca de su edificio. Y verlo ya no me causó la tristeza de antes, sino que noté cómo un nuevo ímpetu crecía dentro de mí. Hoy no había podido ser, pero mañana ya no habría obstáculos. Pensé en acercarme al portal, llamarla por el telefonillo y decirle que estaba abajo, que bajara si le apetecía. No me habría costado mucho hacerlo, estaba a escasos metros. Pero decidí que no había que forzar, y me dije que mañana transcurriría todo con más calma. Y luego estuve hablando con todos, de buen humor, y me sentí feliz, consciente de que, al fin, empezaba una nueva etapa.

He llegado a casa sobre las diez y media, he cenado viendo Fútbol es fútbol, me he tumbado en la cama y me he puesto a pensar en mañana. Es la una menos cuarto, me voy a acostar.

1 de septiembre
Son las once y media de la mañana. Me he levantado hace un par de horas, y en realidad no hay nada que contar, pero mi inquietud es tan grande que para aplacarla me he puesto a hacer lo que más me relaja: escribir. Qué mal he dormido esta noche. Las imágenes de todo un verano se entremezclaban en la oscuridad morada, y sobre todo veía bicis, muchas bicis, y un maillot amarillo de líder del Tour, que lo llevaba Ullrich, u Olano, o quizá yo mismo. O todos a la vez, o nadie en concreto. No era un sueño, porque estaba despierto... o no sé, quizá estaba dormido, imposible asegurarlo. El maillot amarillo subía un puerto, con el sol cayendo a plomo, haciendo brillar la carretera, que parecía un río de plata. También veía a Cynthia, que vestía los pantalones amarillos de nuestra última cita, allá por el 3 de julio... Todas las imágenes eran como fotogramas que duraban milésimas de segundo. Era todo rarísimo, y me despertaba una y otra vez. Cuando ha amanecido he conseguido enlazar varias horas de sueño, hasta que sobre las nueve y media me he levantado, dispuesto a afrontar el, ahora sí, día esperado. He desayunado algo, no mucho porque no me entra casi nada, y he visto la tele, que hoy tiene un único tema: la muerte de Lady Di. Anoche se estrelló con el coche, en un túnel de París —Túnel del Alma se llama—, junto con su amante o novio o lo que sea, el tal Dodi Al Fayed, que también ha muerto. No hablan de otra cosa, y ahora mismo en todas las cadenas hay programas especiales. Y ahora mismo no sé si llamarla o hacerlo dentro de un rato o esperar a que me llame ella. Hay que verse, sufrimiento hasta el final. ¡Pero merecerá la pena!

***

Son las cinco y media. Bueno, pues al final la he llamado, sobre las cuatro. No podía aguantar más, necesitaba saber si iba a verla hoy o no. Esto de no saber es lo que me mata. Ya no estaba tan nervioso como ayer, más bien diría que un poco furioso. Así que con decisión he ido al teléfono y he marcado los números rápidamente, sin vacilaciones, casi de forma violenta. Me lo ha cogido su madre, he preguntado por ella y me ha dicho que está en casa de su abuela. "¿En casa de su abuela? Y cómo es que no me ha dicho nada", he pensado. Se me ha ocurrido preguntar que dónde estaba la casa de su abuela, lo cual ha parecido sorprenderla. Por teléfono también se nota si alguien está sorprendido o triste o alegre, y su tono de voz, su respiración, su forma de alargar la respuesta, denotaban que estaba sorprendida, sin duda. Me ha contestado que en Hortaleza. O sea, que no está en el barrio, y seguramente hoy ya no regresará. "¿Y cuándo regresa, si puede saberse?", he preguntado. "Puuuues, seguramente mañana", me ha dicho. Me ha preguntado que si quería que le diera recado y le he dicho que sí, que había llamado Sebastian, pero que para nada en concreto. Y he colgado, con una larga cara de decepción. Bueno, pues hoy tampoco la voy a ver, y no sé si es peor tenerla cerca y no estar con ella que tenerla a trescientos kilómetros, porque ahí se sabe que no hay oportunidad. Hace poco me ha llamado Pepe y me ha dicho que a las seis y media han quedado para dar una vuelta. Bajaré, aunque no me apetezca mucho, la verdad.

2 de septiembre
Son las doce de la mañana. Hoy brilla un sol pálido, un sol ahogado y triste. Ya no parece el astro cálido y luminoso de costumbre, sino una pobre estrella fría y débil que, de súbito, ha agotado todo su combustible e inicia una rápida e irreversible decadencia, hasta morir. Y lo raro es que ni siquiera hay nubes, sino una especie de tela gaseosa que vela de gris los edificios y las calles y las aceras y los árboles del parque y de Mirasierra, que hoy parecen mustios, y los pájaros que hoy no vuelan y la muralla alta y marrón de la sierra de Guadarrama y el tupido terciopelo del encinar de El Pardo y los coches y el ánimo de las personas y todo.

Me he despertado hace dos horas, y lo primero que he hecho tras abrir los ojos ha sido preguntarme si tenía algún motivo para levantarme e iniciar el día. La respuesta, obvia: no lo había. Me he quedado una hora tumbado de costado, en posición fetal, hacia a la pared, recogido en mis pensamientos y no queriendo recordar pero recordando todos los detalles de la tarde de ayer.

Fui a buscar a Pepe y cuando bajó nos dirigimos al parque, donde estaban ya casi todos. Había mucha gente, y muchas chicas. Cuando me personé noté ciertas miradas de curiosidad, no sólo de las chicas, sino también por parte de alguno de éstos. Ahora, claro, soy capaz de darles significado, pero en ese momento no les di más importancia, e incluso llegué a suponer que le parecería guapo a alguna. No sé quién me preguntó, creo que fue R. J., que dónde estaba Cynthia, y después se echó a reír, y algunos le miraron conteniendo la risa y como diciendo "ten compasión, hombre". Estuvimos un rato en el parque, hablando y haciendo tonterías, aunque yo no estaba muy animado, la verdad. Pensaba que en ese momento yo debía estar con ella, y no allí, aguantando todas esas miradas extrañas y esos comentarios en voz baja y esas risas reprimidas que, ya para entonces, me hicieron sospechar. Definitivamente aquello no era normal. Suponía que ese sofocado alboroto tenía que ver con Cynthia, pero me sorprendía que simplemente fuera porque, a pesar de haber vuelto ya del pueblo, aún no hubiéramos quedado. En realidad esa pregunta me la hacía a mí mismo una y otra vez. "Lleva aquí dos días y ni me ha llamado ni nos hemos visto", pensaba. Pero a veces el deseo y la ilusión nos ciegan de ingenuidad, y hacemos como que no vemos lo que realmente estamos viendo. Es una manera muy cruel de engañarnos a nosotros mismos. "Pero bueno, habrá tenido que ir a casa de su abuela por algún motivo importante y de mañana ya sí que no pasa", me decía constantemente.

Mas yo ya lo empecé a ver claro, sólo que no quería admitirlo. Opté por no hacer caso de las risitas y las miraditas y mostrarme lo más dicharachero que pude. Una máscara, porque en realidad todo lo que me rodeaba había dejado de tener sentido para mí, y sentí cómo poco a poco algo me iba robando las fuerzas, y cada vez estaba más cansado, hasta que me vi dentro de una nebulosa, como ido. No sé ni de qué estuvimos hablando ni por dónde paseamos ni nada. Sólo recuerdo que regresamos a Tirma, que estuvimos un rato más en el parque y que, ya casi anochecido, A. F. me dijo que se iba a casa y que si me iba con él. Sentí que esa proposición, aparentemente trivial, tenía una segunda intención, y que debía acompañarle. Marchábamos por la avenida de la Ilustración, y allá enfrente, según avanzábamos, el último resol se fundía con el horizonte, desparramando por la tierra un incandescente líquido naranja. Andábamos en silencio, yo con la cabeza gacha, A. F. como queriendo hablar pero sin llegar a arrancar. En el fondo yo ya lo esperaba, y me pregunté que cómo había sido tan tonto y que cómo no había sido capaz de ver algo tan evidente. El hecho de que nunca me llamara, la excusa de las maletas, la casa de su abuela, las risitas y miraditas, las preguntas de la prima de Sandra el otro día, de repente todo había tomado significado. Un significado tan patente que me creí absolutamente tonto.

Fue en la esquina de mi calle, donde me despedí de Cynthia los tres días que estuvimos juntos. Curiosa coincidencia de despedidas, sólo que ésta iba a ser definitiva. Al fin, A. F. pareció decidirse, y arrancó a hablar. "Sebastian, tengo que decirte una cosa". "Dímelo ya, arranca, yo ya lo sé sin necesidad de que me lo digas", pensé. Esperé en silencio sus palabras. Me tocó el hombro, en un gesto de compasión, suspiró, y dijo:

—Cynthia te ha puesto los cuernos en el pueblo.

Cynthia te ha puesto los cuernos en el pueblo. No era exactamente lo que esperaba. Esto es mucho más doloroso. Alguien que no soy yo ha besado sus labios y la ha abrazado y ha acariciado su cuerpo y seguramente hayan visto juntos el atardecer en el río de que tanto hablaba. Y me acordé del río, del famoso río. Allí tuvo que ser, sin duda. Allí tuvo que perpetrarse la traición. Seguramente se perpetró más de una vez, se habrán besado en el río muchas veces. Y automáticamente, por una simple asociación, pensé en la "casa de las brujas" y en el desván y en el jergón y en Claudia y en su cara morena de niña juguetona y en su hermoso cuerpo, al que renuncié. Cynthia no renunció. Posiblemente su infidelidad tuvo lugar en la misma noche y a la misma hora en que yo renuncié a Claudia. Sería muy de película, muy novelesco, sin duda. Pero no, pensándolo mejor, si nos atenemos a los hechos, a las llamadas que no me hizo, seguramente ella me puso los cuernos mucho antes, probablemente a mediados de julio más o menos. ¿He estado engañado un mes y medio? ¿Por qué, entonces, no me lo dijo por teléfono y haber evitado así 45 días de zozobra, de espera infernal? Será mi culpa. Mi actitud las veces que quedamos no fue normal. Soy un imbécil. Pensándolo bien, es normal que se haya desenamorado de mí y se haya ido con otro. Lo mío no es normal. Debo de ser tremendamente aburrido. Seguro que ese otro la besó sin miramientos y no hizo el paripé de saltar desde el columpio y decirle que si pasaba la línea la daba un pico. Y seguro que es más alto, más guapo, más divertido y más inteligente que yo, de eso no hay duda. ¿Será del pueblo o de Madrid o de dónde coño? ¿Cómo se llamará? ¿Cómo será? Tendrá uno de esos nombres que tanto le gustan a las chicas, como Marc o Álex o Christian. ¿Adónde voy yo llamándome Sebastian? Y será rubio, y alto, y fuerte, y tendrá unos grandes pectorales, que la camiseta le marcará. Sí, definitivamente es normal que ya no me quiera. Pero podría habérmelo dicho, joder, aunque fuera por teléfono. ¿Por qué esperar, por qué hacer sufrir así a otra persona? ¿Qué habrá hecho con el colgante gemelo al mío, que por cierto yo he guardado con mimo y he besado tantas y tantas veces durante todo este tiempo? ¿Lo habrá tirado, lo habrá dejado por ahí olvidado, como se arrincona un regalo que no nos gusta? ¿Habrá sentido algún remordimiento cuando el otro se le acercó y se besaron, mientras el agua del río, de ese maldito río negro, corría mansa a sus pies? Y Claudia, ¿qué estará haciendo ahora, estará en su cortijo acordándose todavía de la noche del desván? ¿Volveré a verla alguna vez? Me parece que son demasiadas preguntas, de las que, mirándolo bien, es mejor no saber la respuesta.

No dije nada, me despedí de A. F. y subí la calle, hasta el portal de casa. No sé por qué, pese a que era ya casi de noche, las farolas estaban todavía apagadas, tiñendo de negro los árboles y los edificios circundantes y haciendo contrastar, allá arriba, la última claridad del día. El cielo se apagaba en un tono azulado extraño, metálico y frío, que me helaba el alma. La portería y el ascensor tenían un aspecto aún más lóbrego de lo normal, y la puerta de mi propia casa me pareció la entrada a un pozo de frustraciones, donde a partir de entonces iba a tener que convivir con mi dolor. Entré en casa sin saludar a nadie y me senté a mirar la tele, en concreto El día después, como si fuera un robot que nada siente, que nada ve. Dani empezó a hablarme, mas al instante le corté, diciéndole: "No, ahora no", y se me quedó mirando, extrañado, y calló. Y no lloré.

Lo hice luego, en la cama, a rienda suelta, cuando apagué la luz y ya no cabía la posibilidad de que nadie me soprendiera. Lo que más deseaba era dormir y dejar de pensar. Sí, dormir era lo único que me animaba para seguir despierto, para seguir viviendo. Mas fue difícil. Al final, no sé a qué hora, lo conseguí, y despertar esta mañana ha sido como si me golpearan la cabeza con un mazo.

***
Son las cinco y cuarto. Soy consciente de que estos momentos que estoy viviendo y los días que vienen serán históricos y los recordaré, quizá, durante el resto de mi vida. Dicen que el tiempo lo cura todo, mas ahora mismo me es imposible creerlo. ¿Esto también lo puede curar? Lo dudo, no creo que nunca jamás cicatrice esta herida tan honda. Puede ser que dentro de mucho, mucho tiempo, la tristeza se vaya suavizando, pero dejará una marca, una impronta, que seguramente me mediatice a la hora de actuar en el futuro, aunque yo no me dé cuenta. Sí, esto me marcará, estoy seguro, y no para bien.

He pasado uno de los peores días de mi vida, si no el peor. Después de escribir en el diario lo referente a la tarde de ayer he bajado a la piscina, y se lo he contado a Pepe, que ha hecho como que se sorprendía, aunque yo creo que ya lo sabía. Todos lo sabían. Todos menos yo, claro. Incluso la prima de Sandra, aquella de ojos grises, y que me hacía tantas preguntas y me decía "qué rico, qué rico", como si fuera un niño. Incluso ella, a quien no conozco ni siquiera. Y naturalmente lo sabían todas las chicas, y R. J., J. R., A. F., M. S., J. C., D. del R., V. M... Para qué seguir. Es bastante patético saber que todo el mundo sabe que tu novia te ha puesto los cuernos mientras tú vives en un mundo feliz y paralelo, con permanente cara de tonto. ¿Y desde cuándo lo sabían? ¿Cómo se habrá propagado? Supongo que Cynthia se lo dijo a alguna de sus amigas de confianza, y a partir de ahí debió de extenderse como un incendio veraniego en un bosque seco. ¡Qué pensarían cuando me veían, y qué sensación de ridículo ahora al recordar todas esas risas sofocadas y esas miradas furtivas y maliciosas! ¿Y por qué no me lo ha dicho ella? Ha tenido que ser una tercera persona la portadora de la noticia. Muy poco debo de importarle para no habérmelo dicho a la cara, o al menos por teléfono. El mundo se me hace insoportable. Cuando se lo he contado a Pepe no he recibido el apoyo que esperaba, sólo un silencio denso y pesado. Aunque, pensándolo bien, tampoco tengo por qué recibir apoyo de nadie. No lo espero. No creo que ninguno de mis "amigos" esté mínimamente triste. Lo veo. Veo risas cuando yo no estoy delante, veo incluso cierta alegría por el mal ajeno, por mi mal. "Que se joda, si yo no tengo novia por qué va a tenerla él y va a ser feliz". Ser feliz es una insolencia que no se perdona, ni siquiera tus "amigos" te lo van a perdonar. Es así, y quien diga lo contrario miente. Nos congratulamos de las pequeñas desgracias ajenas. Qué asco, dan ganas de irse y no volver. En la piscina he estado muy callado, y a mi cabeza le ha sido imposible divagar por otros lugares que no fueran los consabidos. Tenía la sensación de que Pepe se reía un poco, aunque pueden ser imaginaciones mías, porque también me parecía que todos los bañistas y el socorrista y los niños juguetones y todos los que se chamuscaban al sol triste del mediodía sabían mi asunto y se reían de mí. Hemos subido a casa sobre las tres y apenas he comido. Creo que ahora mismo mi cuerpo es absolutamente incapaz de digerir nada.

Era un día nublado y casi invernizo aquel 28 de junio. Y hoy, 2 de septiembre, luce el sol dolorosamente. Todavía queda el último paso para acabar con todo esto: hablar con ella. Creo que hay que hacerlo. Al menos quiero escucharlo de sus labios. En cuanto termine de escribir bajaré al parque y la buscaré.

3 de septiembre
Los recuerdos duelen, eso es evidente. Duele recordar el viaje en avión, aquel hotel en Paguera de luz crepuscular, aquel trayecto en autobús en que ella se sentó delante de mí y yo apretaba las rodillas en su asiento para llamar su atención y que se diera la vuelta, el momento del muro en el festival de fin de curso, su vestido azul, la llamada de Pepe por la que me enteré de que le gustaba, los nervios de aquel día, las primeras palabras, vulgares, cuando nos vimos solos —"bueno, a dónde vamos"—, su sudadera blanca y su pelo y ojos negros, mi chándal Nike azul y rojo, la servilleta del Ibías donde escribí su teléfono, el Barça-Betis, gol de Figo en la prórroga, la primera despedida, los papeles de la matrícula, la entrevista en la tele a la triste Bárbara Rey —¿cómo alguien podía estar triste aquel día?—, la dulce noche en que casi no dormí, temeroso de despertar y que todo fuera un sueño, la primera cita, el primer paseo como novios oficiales, el no saber de qué hablar, las dudas sobre si besarla o no, la última cita, los columpios, sus pantalones amarillos, el colgante de media luna —¿dónde habrá quedado su mitad?—, el convencerse a uno mismo de que sí, que esa chica de la que llevabas pillado todo el curso es tu novia. Es doloroso pensar en lo fácil que los hechos se convierten en recuerdos. ¿Y si hubiera hecho las cosas de otra manera? ¿Y si, en vez de pensármelo tanto para después no hacerlo, hubiera pensado menos y la hubiera besado el primer día, sin miramientos? ¿Y si me hubiera mostrado con ella más alegre, más seguro, más divertido? ¿Vale de algo pensar en todo eso?

Pero más que los recuerdos, duele recordar lo que nunca ocurrió, lo que uno pensaba que iba a hacer cuando ella regresara del pueblo, ese reencuentro ficticio que tantas y tantas veces uno dibujó en su imaginación, y que de tanto pintarlo, casi se diría que se hizo real. Y duele pensar en ese futuro tan idílico que uno se ha representado día sí y día también, y que se ha truncado, como se trunca la carrera de un joven y prometedor ciclista que se ha lesionado de gravedad, y a quien se veía ganando, todavía sin haber participado en ninguno, cinco o seis o siete Tours de Francia, y del que se decía que sería más que Anquetil, Merckx, Hinault e Induráin.

Ayer nada más terminar de escribir en el diario bajé a la calle y me dirigí al parque, donde suponía que estaría ella. Iba a verla al fin, mas qué diferente la sensación que me embargaba a la que unos días atrás pensaba que me iba a embargar antes del reencuentro. Qué diferente el reencuentro imaginado y el real. En el parque de al lado del concesionario vi alboroto y un grupo de gente, y reconocí algunos perfiles y algunas cabezas. Allí tenía que estar. Me acerqué al grupo, buscándola con la mirada. Cuando estuve cerca todas las cabezas giraron, casi al unísono, y me miraron. Se hizo un silencio. Entre todas esas cabezas resplandecía la suya. Estaba preciosa, con la piel bronceada de todo un verano, se la veía saludable, feliz de habérselo pasado muy bien allá en el pueblo, y su pelo me pareció más limpio y liso, y sus ojos más negros y su mirada más dulce y segura y su boca más apetecible. Y su belleza entera se multiplicó a mis ojos. Me miró. El resto se apartó. Se dirigió hacia mí, con aire resuelto, como de querer terminar con aquello lo antes posible. Me agarró del brazo, pero sin apretar, sin querer tocar demasiado esa carne quizá odiada. Qué estúpido, darme picos por pasar una línea lanzándose desde el columpio, pensaría. Y qué aburrido, seguro que pensaba también. Nos apartamos del grupo, que parecía un animal vigilante y cotilla. Creí sentir risas a duras penas templadas. Nos detuvimos frente a frente, y al observarla más de cerca y comprobar lo guapa que se había puesto me dije que ya no era mía, que ya nunca lo sería y que quizá jamás lo había sido. Me la quedé mirando, esperando a que hablara, porque yo no tenía nada que decir. La que tenía que hablar era ella. Al fin arrancó.

—Sebastian, que lo dejamos, ¿vale?

Que lo dejamos vale. Eso era todo. En esas cuatro palabras se resumía todo un verano, 59 días de contar las horas y los días y los segundos. Dos meses de espera angustiosa para un que lo dejamos vale.

Volvió a tocarme levemente el brazo y regresó al grupo. Alguna de sus amigas la dijo algo, y casi todas me miraron, no sé si con cara de compasión o de alegría o de qué. Me fui. Hasta que salí del parque noté a mis espaldas las miradas inquisitivas, curiosas, devoradoras, de toda aquella gente. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue abrir la cajita de madera, sacar el colgante, tirarlo a la basura y echar encima una gruesa capa de desperdicios. A esta hora supongo que ya estará en ese inmenso vertedero que hay a las afueras, o quemado o triturado y mezclado con la basura de todo Madrid. El objeto más preciado y que durante dos meses casi ha resumido la existecia de una persona termina mezclado y quemado con la basura de todo Madrid.

***

Son las once menos cuarto de la noche. Acabo de llegar a casa. Sobre las siete de la tarde me llamaron al telefonillo. Eran todos éstos, que bajara. La verdad es que no me apetecía demasiado, pero estar en casa me estaba congestionando demasiado y pensé que sería mejor que me diera el aire y distraerme. Además, sentía un irrefrenable y absurdo deseo de estar cerca de ella, quizá una remota ilusión de que me viera y pensara: "creo que me equivoqué, es un buen chico, me perderé muchas cosas", o algo por el estilo. Qué estúpidos podemos llegar a ser. Así que bajé, y allí estaban todos, esperándome. Detecté alguna breve mirada de complicidad en medio de aquel silencio indeciso. Creo que nadie sabía qué decirme ni cómo actuar, así que opté por aparentar normalidad, nada de caras largas, quizá un leve gesto de resignación, como diciendo: "así son las cosas, está a la orden del día, le puede pasar a cualquiera, incluso a alguno de vosotros". Estuvimos paseando por el barrio, fuimos a La Vaguada y luego a Tirma. Allí podría estar ella. Primero estuvimos en el polideportivo y después bajamos al parque. Había mucha gente, todo chicas. Y entre ellas, Cynthia. Nos mantuvimos alejados, y ni una mirada me dedicó. Para qué, es mejor así. Seguramente nunca más volvamos a dirigirnos la palabra. Con qué facilidad pueden destruirse los lazos que unen a dos personas.

Al principio intenté ditraerme, hablar con la gente, sobre todo con Pepe o J. C. o J. R. o V. M., que era en quienes podía encontrar un punto de camaradería, seguramente ficticia, pero que me podía servir de pequeño y temporal refugio. Mas según avanzaba el tiempo me fui apagando, ella estaba allí, muy cerca, y sentía su presencia con la pesadez con que debe de sentirse la proximidad de un campo magnético. Y había una duda que me reconcomía, una duda extraña y absurda, que de resolverse no iba a aliviar en nada mi pena, pero que no sé por qué necesitaba satisfacer. Había ya anochecido, y en un momento dado le dije a Sandra que llamara a Cynthia, que quería hablar un momento con ella, que sólo sería un minuto. Me senté en un banco aparte. Sandra se acercó a ella, y cuando se lo dijo ésta me dirigió una mirada de fastidio contenido —"será posible, nunca va a dejarme en paz este pelma"—, y se dirigió hacia mí, y se detuvo. Yo permanecía sentado, el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en los muslos, la mirada hacia el suelo. Mas yo notaba que me miraba.

—Cómo se llama.
—¿Qué?
—Que cómo se llama.
—¿Quién?
—Pues él, quién va a ser.

Seguía sin mirarla. No lo hice en ningún momento. Pero noté que estaba sorprendidísima. Pensándolo bien, no es para menos. ¿Qué ganaba yo sabiendo eso? ¿Qué me impulsaba a preguntárselo, sabiendo que podía incrementar mi tristeza? Pareció dudar, mas al fin contestó.

— Ángel.
—Y cuántos años tiene.
—Dieciséis.

Y, tras un par de segundos de silencio, en que pareció preguntarme "¿eso es todo, quieres saber algo más?", se alejó de nuevo. Ángel, dieciséis. Al instante recordé la portada del Marca dos días después de que el Madrid ganara la Liga, dos meses y medio atrás, y que tengo guardada. El titular de aquella portada era: "Pasó un ángel". Y de subtítulo: "Álvaro del Corral se llevó al cielo el título". El ángel a quien se refería el titular era el hijo de pocos años de Alfonso del Corral, médico del club y ex jugador de basket, que murió aplastado por la puerta del garaje de su casa la misma noche del partido decisivo, contra el Atleti. Y pensé en lo poco que le importaría al hombre que el Madrid hubiera ganado la Liga después de haber perdido un hijo, mientras cientos y cientos de personas gritaban y saltaban y se emborrachan en la Cibeles. Esa portada es del 16 de junio de 1997, el mismo día en que nos fuimos de viaje de fin de curso, el mismo día del trayecto en avión en que nació la llama que iba a cambiar mi vida, el mismo en que una casualidad me había concedido un imposible, lo que más deseaba en el mundo. El día en que, seguramente, había agotado mi cupo de suerte para los próximos dos, cinco, siete años. "Pasó un ángel". Y, debajo, el dibujo de un ángel negro. Sí, esa podía ser la portada de hoy del diario imaginario de mi vida.

Permanecí sentado en el banco, apartado, ensimismado. Un rato después se acercaron Sandra y Marta R., y se sentaron a mi lado. Desperté de mis reflexiones, e intenté sonreír. Me preguntaron que qué tal estaba y yo les respondí que bueno, que había tenido momentos mejores, y Sandra me dijo que no pasaba nada, que había más chicas, y Marta R. dijo que claro, que había muchas chicas, y que alguna se fijaría en mí algún día.

Hay muchas chicas. Miro en derredor y es verdad, hay muchísimas chicas, cientos, miles de chicas sólo en el Barrio del Pilar. Y cuando te cruzas con una de ellas por la calle es un romance imaginario que nunca llegará a concretarse, un tren que se va y que sólo es un tren más entre los miles de trenes que se nos ofrecen en nuestro paseo por la calle, en nuestro paseo por la vida. Pero sólo me acordé de una, que no vive en el Barrio del Pilar, ni siquiera en Madrid. Claudia. Ángel. Yo renuncié, ella no renunció. La diferencia, no por evidente, es menos demoledora: yo renuncié porque la quería y ella no renunció porque no me quería. No hay más.

Aquellos dos días, aquel oasis de tiempo en que todo pareció cambiar de repente. En realidad no han sido 59 días de espera, sino 57. Aquel cuerpo ligero, prieto y bronceado. Aquellos pechos incipientes y aparentemente duros. Aquella desenvoltura en los gestos, aquel dominar su cuerpo, aquellos movimientos graciosos, aquella sonrisa eternamente pícara, aquellos ojos que parecían dos pozos hondos y negros, aquel pelo oloroso y oscurísimo que semejaba la ondulante campiña de Villafranca que se veía aquella noche desde el desván. Y aquel paisaje atardecido desde el cerro de las Mercedes, y aquel campesino anciano del sombrero de paja, y aquellos dos pájaros peleando — ¿quién ganaría de los dos?— y aquel arroyo en la penumbra, y aquel almendral por el que escapamos, y Martín, con sus gafas de sol sobre la cabeza, y aquella casa abandonada, y aquellos platos y cubiertos y briks de vino barato cubiertos de polvo —¿quién y cuándo los dejaría allí?—, y aquel jergón mullido, que se hundió suavemente cuando ella se recostó y yo me recosté a su lado, a apenas un palmo. Y aquella primera mirada, y aquellas pataditas en la cena, y aquel alborotarse mi pecho, y aquel brazo delicado que abría la puerta de mi habitación, y aquel primer y único beso. ¿Dónde quedó todo eso? ¿Volveré a verla algún día?

Todo ha terminado. Ha terminado, al fin, la espera. No como yo esperaba y me hubiera gustado, claro está, pero ha terminado, que es lo que cuenta. Y a partir de ahora, no sé cómo, habrá que seguir como si nada hubiera pasado. ¿O no?

viernes, 19 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Decimotercera parte)

16 de agosto. Madrid
Faltan 15 días. Son las diez y media de la noche. Ya estoy en casa. Habremos llegado a Madrid sobre las dos de la tarde. Mamá y papá no querían viajar con el calor central del día, así es que nos levantamos temprano, sobre las nueve, y antes de las diez el coche ya estaba bajando la varga, dejando atrás el cortijo, acompañados del canto de despedida de las chicharras, que hoy sonaban más fuerte que nunca. Pasamos por delante de la "casa de las brujas", y algo se me atravesó en la garganta. No pude evitar mirar la ventana negra y desnuda del desván. No sé por qué generalmente tendemos a hacer cosas que sabemos que nos van hacer daño, es como un síndrome de autodestrucción. Pero había que despedirse. Miré la casa y la ventana con los ojos humedecidos, y cuando salimos del campo por el camino de San Isidro y nos vimos en la carretera nacional, no tuve más remedio que cerrar los ojos y recostarme de perfil para esconder las lágrimas. A mi derecha, según avanzaba el coche, quedaban la campiña, ocho días de contar las horas y los minutos y dos de desear que se detuviesen. Pero en el horizonte, a quince días vista, sólo quince días, me aguardaba ella, Cynthia, a quien seguía pidiendo perdón por haberla tenido algo olvidada durante cuarenta y ocho horas que, bien mirado, no son más que un accidente. El viaje transcurrió plácido, y, al entrar en casa, durante unos segundos tuve una sensación extraña, como de estar en vivienda ajena, que se disipó al instante. Todos en casa hemos estado bastante silenciosos hoy, quizá nostálgicos de Villafranca, cada uno por sus motivos.

17 de agosto
Faltan 14 días. Son las doce de la noche. Poco a poco voy reecontrando mi sitio en mi propia casa y hoy ya se ha instalado la rutina de antes de irnos de vacaciones, aunque no sé por qué ni la luz ni el calor ni el aire que respiramos parecen el mismo que hace doce días. Se nota que el verano avanza y que septiembre está cada vez más cerca, lo cual me llena de alegría. Esta mañana me levanté tarde, cansado por el viaje y las nostalgias de ayer, y nada más desayunar llamé a Cynthia, con la emoción taladrándome el cuerpo. Iba a hablar con ella casi veinte días después, y estaba dispuesto a contarle con todo lujo de detalles mis salidas en bici, el mucho campo que había visto, lo mucho que me había acordado de ella y las inmensas ganas que tenía de que volviera. Sin embargo, no pudimos hablar mucho porque, según me dijo, tenía que ir con su madre a hacer la compra. Antes de despedirnos me aseguró que me llamaría mañana o pasado y que entonces hablaríamos más largo y tendido. El resto del día ha sido aburrido, y lo único que he hecho ha sido releer el diario, sobre todo la parte que corresponde a los días en que la conocí y los primeros después de que se fuera al pueblo. Sobre todo me ha gustado releer ésto último, porque comparo mi estado de aquellos días con el de ahora, e inmediatamente me animo. ¡No puedo creer que sólo falten 14 días!

18 de agosto
Faltan 13 días. Son las doce menos cuarto de la noche. Durante todo el día he estado esperando la llamada de Cynthia, que finalmente no se ha producido. No pasa nada, seguro que mañana me llama. Me lo dijo, ¿no? Entonces no hay por qué dudar de ello. Lo que pasa es que tengo cierta impaciencia por escuchar su voz, y contarle tantas y tantas cosas durante horas y horas. También me gustaría saber qué tal está ella, claro, aunque supongo que se lo estará pasando teta. Hoy, como trabajaba papá, he ido con Dani a dar una vuelta con la bici por el Parque Norte. Después de todo lo que he montado en Villafranca estoy bastante bien de forma.

19 de agosto
Faltan 12 días. Según avanzan los días me va subiendo una culebrilla desde los intestinos hasta la altura del corazón. La cercanía del momento deseado hace que la alegría se una a la inquietud. De vez en cuando me vienen a la mente imágenes y recuerdos de Claudia, pero debo mantenerlos alejados como sea. Cuando pienso en aquella noche en el desván parece que el tiempo se detiene, y entonces me entrego a revivir ese momento, pero con un final distinto que, afortunadamente, no se dio. Pero como le dije me va a ser muy difícil olvidarla. Hoy ha sido un día largo y aburrido, sobre todo esperando su llamada, que no se ha producido. De mañana no pasa sin hablar con ella, ya sea porque me llame o porque la llame yo. Tengo ganas de que vuelva Pepe o alguien de las vacaciones, y así los días pasen un poco más rápido.

20 de agosto
Faltan 11 días. ¡Qué gozada ha sido ver esta mañana en el Marca la fecha "Miércoles 20 de agosto de 1997"! ¡Ese dígito "2" unido al "cero" y a la palabra "agosto", qué impresión de alegría tan fuerte me provoca verlo todo junto, en una misma frase! Pues sí, estamos a 20 de agosto y, francamente, en la contrarreloj imaginaria que comenzó el ya lejano 3 de julio me encuentro en un tramo de clara bajada, en el que pedaleo absolutamente lanzado hacia la meta, con todo el desarrollo metido, viendo cómo pasan los metros y los kilómetros, las horas y los días, a toda velocidad. De vez en cuando viene alguna curva peligrosa, algún mal pensamiento o alguna nostalgia de alguna persona que aún no olvido, mas la trazo sin problemas, limpiamente, y en seguida vuelvo a encarar una larga recta en bajada en la que me lanzo a tumba abierta, como suele decirse, y cada pedalada parece más potente, más eficaz, que la anterior. Hoy el día ha pasado relativamente deprisa, aunque sin novedades que rompan esta quietud propia de agosto. Al mediodía la he llamado, pero no me lo han cogido. Un par de horas más tarde lo he vuelto a intentar. Se ha puesto su madre, y me ha dicho que no estaba en casa y que diera recado. Le he dicho que era Sebastian y que la dijera que me llamara en cuanto pudiera. No sé si se acordará. Por la noche hemos visto el Barça-Madrid de la Supercopa, que hemos perdido 2-1. Primero marcó Raúl, de cabeza, pero luego nos han remontado. El segundo gol suyo vino de un penalti que no era. Queda la vuelta. A Roberto Carlos le tiraron un mechero a la cabeza desde la grada y sangró un poco. Me voy a acostar, son casi las doce y media.

21 de agosto
Faltan 10 días. Diez días. Es tentador iniciar una cuenta atrás, como en los transbordadores espaciales antes de despegar. Miro el calendario, con todos esos días tachados, y no me lo creo. Al fin y al cabo parece que sí, que a pesar de todo el tiempo avanza, aunque uno no lo advierta. Esta mañana me quedé en casa, pero por la tarde salí con la bici con papá, al Parque Norte. Dice que el domingo iremos a El Pardo. No sé, está bien, pero me gusta más la sensación de ir solo.

22 de agosto
Faltan 9 días. ¡Ya no hay dos dígitos en el número de la cuenta atrás! Esto marcha. La bajada se hace más pronunciada y ya diviso, allá a lo lejos, por primera vez, el cartel de la meta. De vez en cuando desaparece al esconderse detrás de algún árbol o de alguna colina, mas en seguida sale de su escondrijo y entonces vuelvo a pedalear con rabia. Es curioso que sea incapaz de imaginarme el momento del reencuentro. Supongo que será que lo deseo tanto que, de representármelo mentalmente, volver luego a la realidad sería como soñar que se es libre cuando se está preso. Hoy me levanté tarde, vi Bola de Dragón y la mañana la pasé jugando en el salón con la pelotita. Por la tarde he releído partes del diario. Me gusta leer lo de hace exactamente un mes y comparar los estados de ánimo. Sin duda que ahora estoy mucho mejor que el 22 de julio. Lo único... ¿le habrá dicho su madre que la llamé? Se le habrá olvidado.

23 de agosto
Faltan 8 días. Una buena noticia ha venido a hacer un poco más fácil estos escasos —pero largos— días que faltan para el 1 de septiembre. Esta mañana estaba mirando la tele, sumido en reflexiones varias y en el aburrimiento, cuando sonó el teléfono. Era Pepe, que ha vuelto ya de la playa. Quedamos para bajarnos a la piscina. Ha venido negro, con el vello del cuerpo rubio. "Bueno, qué, ya queda menos, ¿eh?", me dijo nada más vernos. Ya queda menos, sí, pero no sé por qué hoy no he estado tan optimista como los días atrás. Un pequeño repecho cerca de la meta, no pasa nada. Por la tarde volvimos a bajar a la piscina, esta vez con J. C., que también ha vuelto de las vacaciones. Es buena señal que la gente empiece a volver. Lo único, que ella fue la primera en irse y, seguramente, será la última en regresar. Hace un rato que ha terminado el Madrid-Barça de la Supercopa, que hemos ganado ¡4-1!, y que he visto con papá en el salón. Mañana vamos a El Pardo.

24 de agosto
Faltan 7 días. Son las doce y cuarto de la noche. Esta mañana me levanté temprano para ir con papá a El Pardo con la bici. Desayuné muchas tostadas para llenar el depósito y sobre las diez salimos de casa. Ya hacía mucho calor. Llegamos al camino de la tapia subiendo por Pitis. Nada más coronar una cuesta, ya cerca de El Goloso, tuve que bajarme y vomitar todo lo que había desayunado. Papá me regañó por desayunar tanto. Nos dimos la vuelta y regresamos a casa. Bajé a la piscina con Pepe y J. C. Después de comer volví a bajar, pero sólo con Pepe, que me dijo que había quedado con el resto para dar una vuelta por Tirma. Dudé qué hacer, mas al final decidí bajar. A lo mejor así el tiempo pasaba más rápido. Casi todo el mundo ha llegado ya de las vacaciones, hoy he vuelto a ver a mucha gente: a J. R., a R. J., a A. F., a M .S., a V. L. Y a casi todas las chicas. Creo que sólo faltaba Cynthia, que yo recuerde. También es mala suerte. Pero bueno, sólo queda una semana, que creo se me va a hacer muy larga. Hoy me han asaltado pensamientos negativos, pero los he logrado sofocar. Basta con pensar en el momento del reencuentro y en lo poco que queda para mirarlo todo con otros ojos. Me voy a acostar.

25 de agosto
Faltan 6 días. Definitivamente me encuentro en un repecho muy duro en el que me estoy atrancando. Y, o mucho cambian las cosas, o creo que el repecho durará hasta la meta. Voy a llegar sin resuello, pero merecerá la pena. Hoy ha sido un día difícil, y no sé por qué, si queda tan poco, estoy peor de ánimo que, por ejemplo, hace una semana. Por la mañana bajé a la piscina con Pepe y J. C.. Por la tarde habíamos quedado todos en el parque de abajo. Había aún más gente que ayer, ahora creo que sí han regresado todos... menos ella, naturalmente. Estábamos sentados en los bancos, y, no sé cómo, de repente me vi rodeado de chicas, algunas de las cuales eran desconocidas, creo que unas primas y amigas de Sandra, aunque no sabría distinguir cuáles eran primas y cuáles amigas. Sin venir a cuento empezaron a preguntarme por Cynthia y que cuándo volvía y que si tenía muchas ganas de verla. Sorprendido, respondí que sí, mas no sé a que venía todo eso. Una de ellas, la morena de pelo rizado y ojos grises, creo que una de las primas de Sandra, se me acercaba mucho y me miraba fijamente con un gesto extraño, y cada vez que respondía a las preguntas que me hacían me tocaba el muslo y me decía "qué rico, qué rico", como si yo fuera un niño, y se reía. Bueno, se reían todas, después de mirarse unas a otras. Cansado de aquello me levanté y me fui a otro banco, donde estaba Pepe con el resto. Sobre las diez y media regresé a casa, cené y vi la tele, un partido del Atleti contra el Inter. Ahora son más de la doce y media. Me voy a acostar.

26 de agosto
Faltan 5 días. Angustia. La pendiente del repecho aumenta kilómetro a kilómetro, día tras día, lo que unido a la fatiga acumulada de todo un verano pensando en lo mismo, hacen que afronte estos cinco días que quedan como si fuera una pared. Estoy cansado de esperar, estoy cansado de sufrir, de intentar tocar una figura que está muy lejos de mí, de darle besos y abrazados virtuales que sólo existen en mi imaginación y de inventar conversaciones sobre el verano que hemos pasado separados. Lo que más me entristece es pensar que, en casi dos meses, nunca me ha llamado. Supongo que pensará que no me iba a encontrar en casa. Nada importará cuando dentro de cinco días —¡cinco días!— ella regrese y quedemos por vez primera en casi dos meses. Esta mañana no bajé a la piscina, aunque sí por la tarde. A las siete habían quedado todos para dar una vuelta por el barrio. Se ha armado un buen revuelo con lo de J. R. y Esther, esa chica tan guapa, rubia y de ojos verdes y achinados. Paseábamos Pepe, J. C. y yo por el bulevar de la avenida de la Ilustración, cuando les vimos morreándose en un banco. Esa estampa, si bien al principio me hizo sentir envidia, luego me hizo tomar conciencia de mi propia situación, y pensé que en una semana, quizá menos, yo estaría haciendo lo mismo.

27 de agosto
Faltan 4 días. El verano, aunque despacio, también avanza. Se nota que la noche llega antes, ya no hace tanto calor y en la tele los anuncios de helados y de los discos del verano se van sustituyendo por los de la vuelta al cole del Corte Inglés, los de fascículos y los del comienzo de la Liga. Para mí, el primer anuncio de "soldaditos de plomo históricos, el primero, Guardia Imperial Napoleónica " o de "construya su propia casa mediterránea, la primera entrega sólo 100 pesetas, RBA" marca el fin del verano. Madrid despierta poco a poco de una larga siesta que ha durado todo un mes, los aparcamientos se van poblando y algunos quioscos han vuelto a vender periódicos y revistas a su fiel clientela, que, envuelta en una cáscara de cobre, parece comprar la prensa compulsivamente para ponerse al día, para enterarse de todo lo que ha ocurrido —si es que ha ocurrido algo, porque en agosto incluso los sucesos y las noticias parecen tomarse vacaciones— en el mes que ha estado en la playa. Supongo que para el resto de la gente todas estas inequívocas señales serán una pésima y deprimente noticia, pero a mí me llenan de alegría. A pesar de ello hoy el día ha vuelto a transcurrir con una parsimonia desesperante. A veces me parece que el tiempo se burla de mí. Ni he bajado a la piscina ni a dar una vuelta por el barrio, y básicamente lo que he hecho ha sido leer y releer el Marca, incluso la información de waterpolo, y algunos fragmentos del diario.

28 de agosto
Faltan 3 días. Hoy se cumplen dos meses del día en que empezamos a salir, pero el pasado ha cedido protagonismo al futuro. Un futuro ya muy cercano, a sólo tres días vista. Sólo tres días. Parece increíble que hayan pasado 56 desde que se fue, y que sólo queden tres para que esté aquí de nuevo. Pero extrañamente no estoy delirante de felicidad. Algo me acogota, quizá la inminencia del momento deseado. Sí, sigo subiendo el repecho, cada vez estoy más cansado, pero sé que es el último esfuerzo, porque la meta está ahí, en lo alto de la colina, ardiendo cerca del crepúsculo, y lo que hay tras traspasarla merecerá la pena. Lo que hay tras la meta es comérsela, abrazarla y besarla hasta que quede sin aliento, y pasear por el bulevar de la avenida de la Ilustración y sentarnos en un banco y morrearnos, como el otro día Esther y J. R. Eso es lo que hay, nada menos, y está ya tan cerca que temo que no sea verdad.

29 de agosto
Faltan 2 días. Estamos a viernes. Pensándolo bien, es como si se hubiera ido de fin de semana. Todo lo que queda atrás, 57 días, no importa. Sólo cuenta que el domingo la tendré aquí, y que será el inico de, seguramente, la mejor etapa de mi vida, la Edad de Oro de mi existencia. A día de hoy considero que los últimos días de junio ostentan ese rango, pero lo que vendrá a partir del domingo no tendrá nada que ver con aquello. Hoy me he despertado temprano, muy nervioso. Últimamente el nerviosismo es mi estado normal. Creo que he adelgazado. Constantemente pendulea sobre mi cabeza la imagen de un instante que aún no existe, pero que a pesar de su virtualidad me llena de zozobra. Tengo tantas ganas de que llegue y lo veo tan cerca... Desayuné y vi Bola de Dragón, y a las doce el sorteo de la Champions. Al Madrid le ha tocado con el Oporto, el Rosenborg y el Olimpiakos. Después bajé a la piscina con Pepe y por la tarde quedé con A. F. y J. R. Fuimos a Moncloa, no sé muy bien con qué objetivo. Cogimos el 133, y despreocupadamente iniciamos el trayecto. Tras quince minutos de viaje el autobús se detuvo un buen rato en una parada solitaria, y cuando el conductor nos dijo que era la última y que nos teníamos que bajar, le preguntamos que dónde estábamos y nos respondió que en Mirasierra. ¡Habíamos ido en dirección contraria! Un poco vergonzoso, pero al menos nos reímos. Tomamos el autobús de la acera de enfrente, el que iba en dirección Moncloa, y nos plantamos allí en media hora. Dimos una vuelta por aquel barrio, por unas calles largas y rectas. Había muchos bares y mucha gente en la calle. Yo tenía un poco de miedo porque dicen que por allí los nazis paran al primero que se les cruza, así al azar, y le piden que cante el Cara al sol. Si no lo hace, le dan una paliza. Afortunadamente no vimos a ninguno. La gente bebía en medio de la calle de unos enormes vasos de plástico (creo que se llaman "minis"), gritando y haciendo mucho ruido. Además olía a pis y a vino barato, y el aliento de la mayoría tenía un aroma de pis y vino barato. A mí no me gustaría que debajo de mi casa hubiera gentuza armando ese escándalo, desde luego. Cenamos en un Mc Donalds y regresamos al barrio. He llegado a casa a las diez y media. Ahora son las doce y cuarto. Y mañana, cuando despierte (si es que duermo algo esta noche) podré decirme la siguiente frase: "mañana llega, mañana la tendré en mis brazos. Mañana podré besarla y hablar con ella de las vacaciones, y dar una vuelta por el barrio al atardecer, y dejarla en su casa con un beso de despedida. Mañana, mañana...". Me parece increíble.

30 de agosto
Falta 1 día. Una estructura hinchable de plástico, blanca, formando un enorme arco en medio de la carretera. En el centro del arco, en la parte más alta, un triángulo rojo, uno de cuyos ángulos apunta hacia el suelo, como si fuera una flecha. Y dentro del triángulo, un "1" pintado de blanco. Último kilómetro. He entrado en el último día, en el último kilómetro, de mi espera. 58 han quedado atrás. Sólo tengo que apretar los dientes y hacer avanzar la bicicleta, el ánimo, con mis piernas quemadas y desgastadas, con mis ganas inimaginables de llegar a la meta, de verla. Parece muy poco. ¿Qué es un kilómetro comparado con 58? Apenas nada, y podría pensarse que con la inercia bastaría para llegar a la meta. Lo que ocurre es que estoy cansado, porque ha sido una contrarreloj, una espera, muy intensa y larga. Además, éstos últimos kilómetros han sido en clara subida, y el último también lo será. No sé si de ser un kilómetro, un día más larga, hubiera podido llegar hasta el final. Estoy fundido. Pero tengo que aguantar y no dejar de pensar en lo que me espera tras cruzar la línea. Esta mañana me desperté con una nube de abejas aguijoneándome dentro el estómago, y antes de levantarme me quedé un rato remoloneando en la cama, repitiéndome las mismas palabras: "un día, un día, un día, ¿es posible que sólo falte un día, o todo esto ha sido un sueño y ni estoy con Cynthia ni han pasado 58 días desde que se fue, o en realidad sí que es mi novia pero hemos vuelto al principio de la espera, al 4 de julio?" Tras intensas cavilaciones llegué a la conclusión de que no, que todo había sido real, y que sí, mañana regresará de las vacaciones, de ese pueblo que tantas y tantas veces me he representado mentalmente, y que ni siquiera sé cómo se llama. Sé que está en Zamora, cerca de Benavente, tierra llana de cultivos amarillos y de carreteras largas y rectas y de pueblos blancos y grises abrasados por el sol y de ríos y riachuelos y muchas acequias para la agricultura. Y su pueblo será uno de esos pueblos grises y blancos, cuyas fiestas, como las de todos los pueblos de España, son en verano. En las fiestas toda la gente, la mayoría de Madrid, sale al atardecer a la verbena a aspirar el olor a vino de las calles, y a churros chocolateados y a algodón de azúcar y a colonia infantil, y a mezclarse con la agria música de rumba proviniente de un altavoz viejo y mal sintonizado, que hace que las notas salgan de él como sucias de la suciedad que se ha acumulado en su rejilla, y que nadie ha limpiado en años. Las calles están engalanadas con banderas de España, de la Comunidad Europea y de la Comunidad Autónoma correspondiente, pero como yo no sé cómo es la de Castilla y León, pues me imagino que está puesta la de Extremadura, que es la que conozco. Toda clase de personas se mezclan en las fiestas de los pueblos. Ancianos que viven todo el año en el pueblo —arrugados y de piel curtida por el sol de trabajar en el campo, de camisa azul de manga corta con un bolsillo en una de las solapas y pantalones oscuros de un tejido indefinido, de corte clásico pero rural—, que se nota que están a disgusto en aquel caos de ruidos y olores. Un caos que, más que para la gente del pueblo, está organizado para los que vienen de fuera. Las fiestas de los pueblos no están dirigidas para los que viven en el pueblo, sino para los que viven en Madrid y van al pueblo una vez al año. Hay mucho joven, mucho adolescente y preadolescente, que se arremolina en torno de los coches de choque, con su ficha de diez viajes, impaciente por volver a la pista y poder chocar con el chico o chica que le gusta, en esa rara manía que tienen algunos, tenemos casi todos, de hacer la puñeta al objeto de sus amores. Supongo que será un intento de llamar la atención, si no de otra manera no se entiende. La plaza principal está saturada de la música de rumba, que suena con obstinación, y de las bocinas extrañas y enloquecidas de las atracciones, que parece increíble no se vayan a desmontar de un momento a otro, matando en el instante a decenas de niños inocentes. Y la pobre y vieja iglesia de la plaza se alza negra, oscura, silenciosa, quizá escandalizada por aquel remolino de luces y de olores y de gritos y de humos de fritanga. Y en medio de todo ello, perdida en el grupo de sus amigos, ella. ¿Estará pensando en mí mientras se divierte? ¡Pues claro!

Pero no sé qué hago pensando en su pueblo, si ya apenas le quedarán veinticuatro horas de estancia allí. Es que me da hasta cosa decirlo, por miedo a que no se cumpla. Pero allá voy: mañana la veré, mañana.

¿Qué he hecho hoy? Por la mañana me quedé en casa y por la tarde vi el previo del Madrid-Atleti, el primer partido de Liga. Hemos empatado a uno. Se adelantó el Atleti, con gol de Juninho, pero luego empató Seedorf con un golazo desde casi el medio del campo. Ellos tienen un buen equipo este año. A ver si eso que dicen del "huracán rojiblanco" va a ser verdad... Son las doce y media, me voy a acostar.

sábado, 13 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Duodécima parte)

Campiña cercana a Villafranca de los Barros. Lápices de colores sobre papel Canson.

15 de agosto
Son las ocho y media de la tarde. Dentro de aproximadamente una hora, quizá menos, Claudia y su familia llegarán en coche al cortijo por la varga que sube desde el camino principal. El sonido anunciador del motor diésel será como la bocina que marca el fin del calentamiento en un partido de basket, cuando los jugadores se despojan de la ropa de calentamiento y lucen ya la camiseta oficial, con la que jugarán el partido; o será como el acorde de trompeta que, después del paseíllo, anuncia al público la entrada del primer toro en la plaza, llenando el coso de un murmullo de respeto; o será como el instante en que, antes de un examen, el profesor ordena que se guarden todos los apuntes y sólo se disponga sobre la mesa de un boli y, si es generoso, un Tipp-ex. No creo que haya en la vida de una persona una emoción como la que embarga justo antes del acontecimiento que se considera decisivo. En ese momento afloran y confluyen en un sólo lugar todas las vivencias, miedos, ilusiones y pensamientos anteriores, se acumulan en una pelota dentro del pecho, un poco escorada a la izquierda, para desaparecer unos segundos después. Ya sobra, está de más. Nada de lo pensado, vivido y reflexionado anteriormente vale de algo. Hay que dejarse arrastrar por la acción del momento porque si no corres el riesgo de que esa pelota embote el cerebro. Sí, hay que dejarse llevar y esperar a que todo transcurra. Los acontecimientos operan sobre nosotros, no nosotros sobre los acontecimientos. El que intenta rebelarse contra el devenir de la vida acaba mal. ¿Qué pasará esta noche? Yo no lo sé. El futuro no existe, y parece que hubieran pasado cientos de años desde el 28 de junio y que el 1 de septiembre, la tan anhelada fecha del reencuentro y que tantas y tantas veces he pintado en mi imaginación, simplemente se hubiera borrado, como se borra un dibujo al carbón para empezar después otro.

Pero ya estoy incumpliendo todo lo que acabo de escribir porque estoy pensando en un momento, el de su llegada, que aún no existe. Todo es igual que hace dos días. Mamá y Pepi están adecentando el salón donde cenaremos, y papá y Manolo acaban de volver del pueblo, donde han comprado bebidas y avituallamiento para la cena. Todos en la casa parecen alegres ante la inminencia de una noche de diversión. Lo mejor es que nadie sabe nada, nadie sospecha que se trata de una noche decisiva para ese chico extraño y taciturno que no quiere saber nada del mundo y que se encierra en su cuarto como una culebra en su madriguera. Tampoco los padres ni la hermana de ella estarán al tanto, y en algún cortijo de los alrededores, envuelto en el fuego del atardecer, un alma estará guardando para sus adentros un sentimiento y un suceso que nadie, salvo ella y él, conoce. No creo que haya existido un amor puro que no haya sido misterioso. Cuando el amor pierde el misterio, pierde sus esencia. Dos seres suspirándose al margen de todo lo que les rodea. Debe de ser eso.

Desde la ventana de mi cuarto el cielo tiene un aspecto metálico y cada vez más sombrío. Allá en lo alto se desata una curiosa lucha. Dos pájaros, uno de color oscuro y otro de tono blanquecino, se picotean con violencia, desprendiéndose algunas plumas que caen a la tierra, pausadamente, con un leve balanceo. Es un combate cruel en el que no hay medias tintas: uno gana y otro pierde. La cosa está muy igualada, y no parece que ninguno de los dos vaya a ceder. Los pájaros se alejan para continuar su disputa en otro lugar. Quién ganará es una incógnita, y seguramente sólo ellos dos lo sabrán, y la bandada del perdedor continuará con sus quehaceres como si nada hubiera ocurrido, ajena a la ausencia del compañero caído.

Anoche me costó mucho dormir, y cuando lo conseguí lo que vino después fue un sueño indeciso y turbulento. Al despertar cientos de imágenes se agolparon en un segundo en mi cabeza, y durante varios minutos permanecí tumbado boca abajo mientras era torpedeado por una incansable metralla compuesta de miedos, deseos, incertidumbres y recuerdos. Es peligroso quedarse en esa tiniebla, y lo recomendable es activarse físicamente lo antes posible. Así es que me levanté, desayuné, y sin tardanza cogí la bici, bajé la varga y empecé a pedalear en dirección al pueblo por el camino principal. Un vivo sol comenzaba a calentar la campiña. Llegué al pueblo y regresé por el camino de atrás hasta el cerro de las Mercedes. Luego me introduje por unas sendas serpenteantes a las que se llega desviándose a la izquierda según se corona el cerro. Pasé por el lugar donde me caí ayer y decidí indagar más allá del cruce de caminos del pozo de ladrillo . Transité por una vía recta y pedregosa que atraviesa un extenso viñedo, hasta que me topé con un cortijo abandonado. Descansé un rato bajo la sombra que daba una de las paredes medio derrumbadas de la casa, y cuando me levanté decidí continuar por un camino que se desviaba a la derecha de la senda por la que había venido. El camino era liso y tenía una ligera pendiente ascendente. Se pedaleaba cómodo y suave, aunque el sol ya calentaba con fuerza a mi espalda. Pasé de largo algunas casitas blancas y coquetas, con su jardincito en la entrada cubierto por unas parras de ramas negras y retorcidas. Me crucé con un señor que montaba un burro, y le saludé. Conforme avanzaba la pendiente iba haciéndose más pronunciada y la vegetación de los flancos del camino más espesa. Había higueras y parras y zarzas y arbustos y unos extraños cactus aplanados, que no sé por qué me parecían venenosos. Coroné el repecho y descendí hasta un arroyuelo casi seco, que tuve que vadear. Aproveché la escasa agua del arroyo para refrescarme, echándomela por la cabeza, y continué recto por el mismo camino. A los dos kilómetros de vadear el arroyo comenzó una subida corta pero muy empinada por una vereda serpenteante, que me llevó a una pequeña meseta desde donde podía verse el extenso, compacto y plano caserío de Villafranca, cuyas casas parecían quemarse bajo el blanco sol. Realmente, visto desde aquel lugar, el pueblo parecía mucho más grande que la sensación que se tiene cuando se está sumido en sus calles. Impactaba su extensión. En el centro del caserío se erguía el penacho de la torre color salmón de la iglesia, y a la izquierda, a las afueras, se divisaba la colosal masa gris y compacta del silo. De norte a sur corría la carretera nacional, que calca el trayecto de la antigua Vía de la Plata, con sus largas rectas transitadas por gigantescos camiones, que desde allí no eran si no puntitos móviles y espejeantes. Se estaba muy a gusto en la cima de aquel cerro, a la sombra de una higuera, mas cuando miré el reloj me percaté de que eran casi las tres, y de que aún me quedaba un largo camino de vuelta. El cortijo y la comida y una tarde larga y pesada y una noche de sucesos aún no conocidos me estaban esperando. Me levanté perezosamente y eché un postrero vistazo de despedida a aquella estampa rural, a aquella inabarcable carne morena que me ha acompañado durante los últimos diez días, que al principio me sumía en la tristeza pero que, ¡mira tú por dónde!, recordaré con nostalgia cuando mañana me vuelva a Madrid.

Siguiendo el mismo trayecto regresé al cortijo, a donde llegué al filo de las cuatro. La mesa estaba ya puesta y la comida servida. A pesar del ejercicio físico que había realizado no comí mucho, sentía unas rebeldes mariposas en el estómago, así que pronto me levanté de la mesa y me fui a la sala de estar a ver la tele. Hasta ahora las horas han transcurrido perezosas y las rebeldes mariposas del estómago no se han ido en ningún momento y sobre mi cabeza flotan los vapores de la incertidumbre y lo desconocido.


***

Son las dos y media de la madrugada.

Ya se va. Un sonido crujiente de ruedas deslizándose sobre la tierra llena la cuajada oscuridad de la noche del campo y se va apagando paulatinamente conforme se aleja —¡para siempre!— varga abajo.

A veces me pregunto qué ocurre con ciertos instantes de nuestra vida, y pienso que no es posible que desaparezcan así, sin más, sin dejar impronta alguna. Sé que quedan en nuestra memoria, pero sólo durante un tiempo limitado, en concreto hasta que nos morimos. Y después, ¿qué? Nuestro cerebro será devorado por gusanos, y entonces ya no quedará rastro alguno del momento decisivo, del soplo mágico, de la ocasión en que todo el universo parece resumirse de repente. Me niego a pensar que nada subsista. Hay instantes que no pueden desaparecer. Algo tiene que quedar de ellos, un efluvio, una marca, una huella. Porque, si no, ¿a qué vienen tantos torrentes de lágrimas, a qué tantas emociones íntimas y desatadas, tantas incertidumbres, tantos besos, tantas decepciones? ¿Para qué, entonces? Es imposible que todo concluya, sin más. ¿O sí lo es?

Eran las nueve y veinticinco de la noche cuando un concierto de jubilosos bocinazos inundó el hermoso atardecer. "¡Ya vienen, ya vienen!", se escuchó en la casa, y una ráfaga eléctrica me recorrió entero. Al poco, el ronco motor del coche se paró, las puertas se abrieron para poco después cerrarse con seco estrépito y mamá se me acercó para decirme que ya estaban aquí y que había que salir a recibirlos. Respiré hondo y salí de la casa. Papá, Manolo y Pepi ya daban la bienvenida a los invitados, si bien no tan calurosa como la de hace dos días. Inmediatamente la busqué con la mirada. Saludaba a los que iban a darle dos besos, aparentemente ajena a mi presencia. Alguien me tocó el hombro. "¡Venga hijo, saluda a Martín y a Mari, que estás como atontao!", me dijo mamá. El primero, con sus gafas de sol sobre la cabeza, nada más verme me dio un collejón y me apretó fuertemente la mano, y me dijo que si tenía novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía. "Si tú supieras", pensé, mas sólo acerte a decir, con vaga segunda intención, algo así como "algo hay por ahí, algo". Tras saludar a su esposa llegó el turno de Elena y Claudia. De momento, ésta no parecía arrobada ni nerviosa, e incluso creo que en estos primeros compases ni siquiera me miró, y se dedicó, indiferente, a saludar empalagosamente a Manuel y Teresita. Al principio me sorprendí, mas luego imaginé que podría tratarse de una estrategia para no llamar la atención y no crear la más mínima sospecha. Nos dimos dos besos en las mejillas, dos besos ligeros y sin ninguna connotación, y sin detenerse lo más mínimo pasó a saludar a Dani y a mamá.

Hechas las presentaciones, dudé qué hacer. No sabía si adoptar la actitud del otro día y encerrarme en mi cuarto o mostrarme más sociable y permanecer allí con todos, y, por supuesto, con Claudia, que en realidad era lo único que podía disuadirme de mi encierro. Entre que reflexionaba y no me decidía allí me quedé, las manos en los bolsillos y la pierna izquierda cruzada delante de la derecha, mirando de un lado para otro. Ya casi había anochecido. De repente sentí una suave caricia en una de las heridas de mi brazo derecho, que me sacó de mis reflexiones. "¿Qué te ha pasado, Sebastian? Tienes toda la parte derecha en carne viva", me dijo Claudia. Ya no había elección, había que quedarse y trabar conversación. No es que no quisiera, en realidad era lo que más deseaba en el mundo, mas había una microscópica parte dentro de mí, quizá un átomo rebelde de mi cuerpo o una neurona extraviada de mi cerebro, que me decía que no, que a una persona que estaba bastante lejos de allí no iba a gustarle en absoluto que me quedara a hablar con aquella chica tan preciosa, y que lo que tenía que hacer era meterme en la habitación y cerrar la puerta con dos o tres pestillos y colocar una silla o un mueble bien pesado para que fuera totalmente imposible abrirla desde fuera.

Mas el resto de células de mi cuerpo deseaban lo contrario, deseaban quedarse allí, charlando con esa muchacha. Su caricia, tan simple, tan efímera, tan cálida, parecía haber cauterizado las heridas de todo mi brazo, y aún sentía el estremecimiento que me había provocado. Me acordé de mi sueño, de la primera mirada de fuego que me envió dos días atrás, de las pataditas de la cena, de su sonrisa pícara, del pomo de la puerta girando lentamente, de su cabello acariciándome la cara, de la frase que me dijo, nariz con nariz, —"dice mi madre que pasado mañana volveremos"—, del paisaje que vi ayer desde el cerro de las Mercedes y que ya no me pareció tan triste, del campesino al que saludé. Y del beso. Sobre todo del beso. El beso flotaba entre nosotros aunque no se mencionase, y aunque de todo se hablara menos del beso, el beso nunca jamás nos abandonaría. Me acordé de todo eso en su segundo, y enseguida comprendí que no podía rebelarme contra mí mismo y que había que llegar hasta el final. De pronto todo lo que había alrededor se envolvió en una densa niebla, y arranqué a hablar. "Sí, es que ayer me di un buen porrazo con la bici, en un camino de por ahí detrás", dije, señalando con la cabeza hacia un lugar indeterminado del campo. "Pero bueno, no pasa nada, son cosas que pasan si uno monta asiduamente en bici", concluí. El primer contacto se había producido, los primeros capotazos, el primer toque de balón. Y en ese momento ya tuve claro a dónde quería llegar. Mas no había que forzar nada, había que dejar que todo transcurriera, no intervenir, obviar la molesta voz que desde algún lugar me decía cosas que no quería escuchar, dejarse llevar. "Madre mía, pues debió de ser una buena caída, si es que mira cómo tienes todo el lado derecho", me dijo, y volvió a rozarme las heridas con sus dedos con la delicadeza de que sólo la mujer es capaz, y volví a sentir el mismo estremeciemiento, sólo que multiplicado, exacerbado. Y di gracias de tener esas heridas, de haberme caído el día anterior, y casi lamenté no haberme roto una pierna o un tobillo y tener así un bonito vendaje del que presumir. Miré las rozaduras, que semejaban un entrecot sanguinolento, con aire de indiferencia, y me levanté la camiseta, mostrando las erosiones del lado derecho del abdomen. "Mira, aquí tengo alguna más, y creo que un poco en la cara, pero bueno, no es para tanto, creo que sobreviviré", dije, y ella se rio. "¿Te gusta mucho la bici?". "Sí, me gusta", respondí, y pensé en contarle que el otro día batí por un minuto y cuarenta y dos segundos mi mejor tiempo en una crono que yo mismo diseñé, pero recapacité y sólo acerté a decir que me venía de familia, porque mi padre llevaba toda la vida montando en bici, aunque yo sólo lo hacía en verano, porque en invierno y en Madrid con el frío y los coches era poco menos que imposible salir, pero que en suma sí, me gustaba bastante. Cuando pronuncié la palabra "Madrid" atisbé una sutil, casi impercetible variación en su gesto. Su sonrisa se atemperó y durante medio segundo miró hacia el suelo. Tras un breve silencio me miró de nuevo y dijo: "¿cuándo os volvéis?". "Mañana", respondí.

De pronto una voz disipó la bruma que nos envolvía, y me di cuenta de que ya había anochecido. Manuel se acercó frotándose las manos y con los hombros encogidos, diciendo que de qué hablábamos si podía saberse, que todo el mundo estaba ya dentro de la casa y que dentro de poco cenaríamos, pero que si molestaba que lo dijéramos y que él se iría sin problema. Claudia y yo nos miramos con una indefinida sensación de complicidad, y a la vez y sin decir nada decidimos que sería mejor entrar. La primera decisión que tomábamos juntos y que sólo a nosotros dos atañía. Podríamos haber decidido quedarnos allí, los dos solos, mas nos inclinamos por mezclarnos con el resto, sin hablarlo, sin decir nada; pero era ya una decisión compartida. Entramos en el salón, en cuyo centro estaba ya dispuesta la mesa de los mayores, y, esquinada en un rincón, la de los pequeños, igual que el otro día. Sin embargo, todo era como más informal, sin duda por el poco tiempo que había pasado, apenas dos días desde la última visita, habiéndose creado una especie de confianza nacida de una incipiente costumbre. Casi inmediatamente nos sentamos a la mesa, yo en el mismo sitio que la otra vez, Claudia de nuevo frente a mí. La cena transcurrió tranquila, sin pataditas ni caricias por debajo de la mesa y sólo con alguna mirada furtiva. Hablé poco, y sólo lo hacía cuando de la mesa de los mayores se acercaban Mari o la hermana de Claudia y me preguntaban qué me había pasado para tener así el brazo, o cuando Martín se levantaba de su silla y me daba collejones y me preguntaba que si tenía ya novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía, o cuando mamá inquiría si me lo estaba pasando bien, contenta sin duda de que esta vez no me hubiera encerrado. En esos momentos estaba tranquilo, pero sabía que antes de que acabara el día iba a suceder algo que deseaba pero que, se mirase por donde se mirase, no estaba bien. Reflexionaba sobre ello e intentaba tranquilizar mi conciencia usando todos los subterfugios que me venían a la mente. Mas no había manera. Siempre llegaba a la conclusión de que lo que iba a hacer estaba mal. Pensaba en Cynthia y me ponía en su lugar, y entonces me decía a mí mismo que a mí no me gustaría que me hicieran lo que yo iba a hacer. Luego pensaba que no tenía por qué enterarse, y que había un dicho que rezaba "ojos que no ven, corazón que no siente", con el que mucha gente lo soluciona todo, sin conservar un ápice de remordimiento de conciencia. Y me preguntaba qué tendría esa gente en la cabeza y en el corazón para poder vivir tranquilos de la vida, como si nada hubiera pasado.

Quedaba saber cómo sucedería. Intentaba representarme mentalmente ese momento, mas era en vano, pues me venían mil posibles escenas a la cabeza, todas ideales, plenas de un romanticismo irreal y un poco nauseabundo. Me dije que en vez de anticiparme al futuro debía esperarlo como viniera, pues al fin y al cabo lo que sucede siempre es lo mejor, entre otras cosas porque es lo único que puede suceder. Pensando en todas estas cosas terminamos de cenar y se discutió qué podíamos hacer para pasar la noche. Uno dijo que podíamos jugar al Hotel, otro que al Tabú, otro que echaban no sé qué programa en la tele y, al fin, llegó la idea ganadora en este peculiar concurso, y lo hizo de la boca de Claudia. "¿Y por qué no damos una vuelta por el campo? A mí me apetece respirar un poco de aire, y además tiene que estar bien perderse por ahí por la noche... No sé, se me ocurre, pero vamos, como queráis". De improviso renació en los circunstantes un dormido ímpetu infantil por la aventura, por lo desconocido, y la idea fue muy bien acogida. Miré a Claudia. Su expresión tenía algo de inquietante, como la del que ha tramado un ardid y ve cómo sus planes se van cumpliendo a la perfección. Me miró, y sonrió.

Salimos de la casa diciendo a los padres que íbamos al garaje a buscar un juego que Manuel había recordado tener allí guardado. Sin duda que no quedaron tranquilos. Era una noche cuajada, sin luna y cubierta por un enorme manto de diamante. Empezamos a caminar hacia la izquierda, conforme se sale de la casa, atravesando un viñedo. Al principio era difícil ver, mas cuando la pupila se adaptó la visibilidad se hizo bastante buena, suficiente para no tropezar y andar con soltura. Los olivos y las vides y los almendros eran sombras negras y amenazantes, y flotaba un caluroso silencio de vez en cuando interrumpido por el zarandeo de algún arbusto o por el gorjeo de algún ave nocturna. A lo lejos la campiña parecía un inmenso campo de asfalto, negro como el azabache, aunque aquí y allá brillaban los tenues puntitos blancos y amarillos de las luces de los cortijos. Bajamos el viñedo y atravesamos un almendral, cuya tierra blanda, preñada de terrones, hacía difícil el avance. Cruzamos un camino y, de nuevo campo a través, llegamos al lecho del arroyo. La espesa vegetación de sus flancos oscurecía aún más la visibilidad. Era como estar en un túnel. Empezamos a caminar siguiendo el arroyo. Yo iba el último del grupo, y Claudia me precedía. De vez en cuando miraba hacia atrás, y me sonreía. Ambos fuimos aminorando la marcha casi impercetiblemente, de modo que quedamos un poco desgajados del grupo. Cuando vi que la distancia con los demás era suficiente la agarré del brazo y aproveché una tupida zarza que nos salió al paso para escondernos. Ya estábamos solos.

Nos quedamos unos segundos completamente quietos conteniendo la respiración y sofocando las risas. Ella me miraba fijamente a los ojos, con gesto admirado, sorprendida quizá ante acción tan audaz e inesperada. Detrás de la zarza los pasos fueron apagándose, aunque empezaron a escucharse voces inciertas. "No sé, estaban detrás de mí hace un momento", oí que decía una. Rápidamente pero con sigilo nos levantamos y comenzamos a andar alejándonos del arroyo campo a través, por un almendral en ligera subida. Yo iba delante, y de cuando en cuando Claudia me agarraba del brazo diciendo que ella no era deportista y que no fuera tan rápido. Nos topamos con un camino y decidimos cruzarlo y continuar campo a través por el olivar del otro lado. Ya estábamos lo suficientemente lejos del arroyo para sentarnos a descansar. Claudia se sentó, jadeante, a mi derecha, sobre una roca. Era una noche morada y serena, y desde nuestra posición se adivinaban, en la falda de unos cerros que tocaban el horizonte, los cúmulos de luciérnagas de los pueblos lejanos, y, más cerca, las luces amarillas y naranjas del cortijo de San Isidro y los móviles puntitos brillantes de los coches que rodaban por la carretera nacional, que parecían cercanas y terrenales estrellas fugaces. Durante unos minutos permanecimos callados, recuperando el aliento y admirando el paisaje oscuro que se abría ante nosotros. Luego nos miramos y nos sonreímos, orgullosos de nuestra fechoría, y conscientes y anhelantes de lo que, tarde o temprano, iba a suceder. "Hace una noche de puta madre", dijo ella. "Sí, la verdad es que sí", respondí, la mirada fija en el horizonte. El denso silencio sólo era roto por el canto agudo y repetitivo de los grillos, y abajo, a los pies de la colina, se vislumbraba un enorme caserón gris de ventanas negras, de aspecto lóbrego, aparentemente abandonado. "Mira, ¿ves esa casa grande y medio derruida? Nosotros le decimos a Teresita que ahí es donde viven las brujas. La pobre se aterra cada vez que se lo decimos, sobre todo si es de noche, y cuando pasamos por delante en coche, aunque sea de día, se tapa los ojos", dije. "Qué rica es la niña, es un encanto", dijo ella. El silencio se instaló de nuevo, hasta que ella lo interrumpió: "O sea que os volvéis mañana a Madrid". "Sí", dije con acento lúgubre. "¿Y a tí te apetece irte?", preguntó. El acento de los grillos se hizo más intenso, la atmósfera más densa, la noche más oscura. "No", respondí mirando al suelo.

Lo deseaba con toda mi alma. En ese momento lo que me apetecía era acercarme a su rostro y besar esos labios en flor. No pensaba en nada más, no había otra cosa, ahí estaba todo. Mas no me decidía. Siempre he sido muy parado para estas cosas. Seguramente ella también lo estaba deseando, pero en estos casos ya se sabe, el hombre es el que debe dar el primer paso. El otro día fue ella, sí, la que me besó, pero en esta ocasión era distinto, aquel no fue un beso profundo, y de todos es conocido que en los besos profundos es el varón el que tiene que lanzarse, nunca al revés. Además, después de lo de dos días antes, ahora me tocaba a mí, era mi turno. La pelota estaba en mi tejado, como suele decirse, y sólo a mí correspondía atacar. Miré de nuevo hacia la "casa de las brujas", y se me ocurrió una idea. "Oye, siempre he tenido curiosidad por ver por dentro esa casa, tiene que acojonar. ¿Te parece que nos acerquemos?", propuse, y ella accedió. Bajamos el olivar y nos plantamos en la entrada de la casa, que desde cerca tenía un aspecto aún más sombrío. Entramos por una de las ventanas, ya desnudas de cristales, y nos vimos en una sala grande y polvorienta, en cuyo centro había una mesa redonda de madera. Inspeccionamos el resto de la casa. Apenas había muebles, sólo alguna silla desvencijada y algún baúl agujereado. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie la habitaba. Subimos unas escaleras de madera hasta el desván, que estaba aún más oscuro y mugriento que el resto de estancias. Sin embargo, en el suelo había había tazas, vasos, platos y cubiertos junto a varios tetra briks de vino barato, y, en una esquina, un jergón. Claudia corrió hacia él, se tiró y se tumbó en su mullida superficie, llenando el lóbegro edificio con sus risas juguetonas. "Ven, está muy blandito", dijo, y me acerqué y me senté junto a ella.

Ahora sí que no había vuelta atrás. El lugar, la noche de verano, el estar fuera de miradas indiscretas, convidaba a ello. Y dentro de mí sentía un deseo irrechazable. Se acercó a mí poco a poco, disimuladamente, hasta que su muslo tocó mi brazo, el de las heridas, y de nuevo ese estremecimiento. Sentía el calor de su carne, y su perfume, y el poder de su presencia, tan cercana, y la piel se me erizó, y toqué su muslo con la mano, y noté cómo su piel mudó de tacto; y me decidí.

Me recosté sobre el jergón, apoyado sobre el brazo derecho. Ella adoptaba la misma postura, pero apoyando el izquierdo, de modo que nuestros rostros se miraban, su aliento me peinaba y el blanco de los ojos contrastaba con aquella oscuridad cárdena. Me acarició la barbilla, y luego las mejillas, y por último el cuello. "¿Qué es esto, un colgante?", dijo, y palpándolo por encima de la camiseta continuó: "es como una media luna, ¿a ver?" Y lo sacó. "¡Qué bonito! ¿Te lo ha regalado alguien?", me preguntó.

No contesté. Una avalancha de recuerdos e imágenes me sepultó al instante. No podía. Los dos últimos días habían sido un oasis de tiempo del que acababa de salir en ese instante. De pronto recordé que faltaban dieciséis días para que mi espera concluyera, y que ni hoy ni ayer había encabezado el diario con la frase "faltan X días", y que la había olvidado. Mas ahora su imagen se hacía más grande que nunca y su sombra se cernía sobre la campiña y los olivos y las vides y el arroyo y los caminos y los montes y el cerro de las Mercedes y los cortijos y los pájaros y los perros y el campesino al que saludé y la casa abandonada y sobre Claudia y sobre mí. "¡Sebastian, despierta! Que te has quedado como agilipollao", dijo, e instintivamente me aparté de ella. "¿Qué pasa, Sebastian? ¿He hecho algo malo?". Callé unos instantes, y luego dije: "No puedo, Claudia. Esta media luna, aunque ahora mismo sólo veas media, está unida a otra exactamente igual, y yo no puedo hacer que se separen, ¿me entiendes?, no puedo, no puedo". Al principio me miró extrañada, mas luego pareció comprender. "¿Está en Madrid?", preguntó. "No, ahora mismo no, pero la veré allí dentro de dieciséis días, ¿sabes?, sólo dieciséis días. Y llevo esperándola... pues... cuarenta y tres días, nada menos. ¿Qué son cuarenta y tres días comparados con dieciséis? Muy poco, apenas una cuarta parte", dije, y sentí que algo muy hondo renacía dentro de mi pecho. Ella me miraba fijamente, con el gesto compungido. Apartó la vista y la dirigió hacia el suelo, suspirando. El silencio se hizo impenetrable. "Claudia, sólo puedo decirte que has conseguido lo que me parecía totalmente imposible: que tuviera dudas de un sentimiento que creía incuestionable. Créeme, es mucho lo que has conseguido, muchísimo". "Sí, pero la prefieres a ella", dijo con voz trémula. "Es mi novia, compréndelo, y pasaré un año entero con ella en Madrid, que es donde vivo, donde tengo mi casa y mi vida, y tú...". La miré, y en ese momento me pareció de una belleza excelsa, casi sobrenatural, como jamás había visto ni seguramente veré, y me entró un inmoderado deseo de llorar. "...y tú... Me va a ser muy difícil olvidarte, créeme, muy difícil..."

Aún permanecimos un rato más en el desván, en silencio, mirando por una angosta ventana el anochecido paisaje. Era ya muy tarde, y por nada del mundo me habría ido de allí ni me habría separado de aquella compañía. Sin embargo, era necesario regresar al cortijo. "Deberíamos irnos, nuestros padres estarán preocupados", dije, y ella se levantó sin decir nada y salimos de la casa. Subimos de nuevo por el olivar, y unos cien metros antes de llegar al cortijo, aún en pleno campo, nos detuvimos y nos quedamos frente a frente, mirándonos y cogidos de las manos. Era una despedida particularmente amarga, que me llegaba al alma y que por poco me hace brotar agua de los ojos. Acerqué mis labios a los suyos y la besé fríamente, conteniendo el deseo. "Bueno, pues que tengas un buen viaje mañana, y dale recuerdos a...", "Cynthia —dije— se llama Cynthia". "Bueno, pues a Cynthia, aunque pensándolo mejor, será mejor que no le des recuerdos de mi parte, ¿eh?", y en su rostro se dibujó una dulce y postrera sonrisa.

Entramos en la casa, y en el salón los mayores reían y parloteaban en torno a una mesilla plagada de botellas de cristal, ya casi vacías. Nuestra ausencia había pasado inadvertida, y sólo Manuel se acercó para preguntarnos qué nos había pasado, y le respondimos que nos habíamos perdido y que no sabíamos volver. Evidentemente no nos creyó, mas no dijo nada y se limitó a mirarnos con extrañeza y, finalmente, a dirigirnos una sonrisa de complicidad.

Todo había terminado, así es que me encerré en mi habitación y me tumbé en la cama, boca arriba, considerando los avatares de la noche y de dos días irrepetibles que inesperadamente se habían cruzado en mi camino. Pensé en Claudia, y lloré. Mas cuando Cynthia acudió a mi cabeza me sentí orgulloso y feliz, y recordé que, al fin, mañana nos volvíamos a Madrid y que ya sólo quedaban dos semanas para volver a vernos. ¿Qué eran dos semanas comparado con todo lo que había dejado atrás? Muy poco, y además era ya la recta final, y me prometí llamarla en cuanto llegara a casa y contarle lo bien que me lo había pasado en Villafranca, que había montado mucho en bici y que había visto mucho campo, y que me había acordado mucho de ella y que tenía muchas ganas de que regresase.

Un cuarto de hora después mamá entró en mi habitación diciéndome que Martín y Mari se iban ya y que había que salir a despedirlos. Vacilé, mas finalmente dije que me dolía el estómago y que prefería quedarme. No estaba seguro de poder soportar la estampa de Claudia metiéndose en el coche y alejándose varga abajo, para posiblemente no verla más. A los pocos minutos oí a lo lejos el crepitante deslizar de neumáticos sobre la tierra, y ese sonido pareció desgarrarme por dentro.

Miro el reloj y advierto que llevo cuatro horas escribiendo. Por oriente despunta ya una vaga claridad malva. Pero hoy no es día de dormir.