sábado, 13 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Duodécima parte)

Campiña cercana a Villafranca de los Barros. Lápices de colores sobre papel Canson.

15 de agosto
Son las ocho y media de la tarde. Dentro de aproximadamente una hora, quizá menos, Claudia y su familia llegarán en coche al cortijo por la varga que sube desde el camino principal. El sonido anunciador del motor diésel será como la bocina que marca el fin del calentamiento en un partido de basket, cuando los jugadores se despojan de la ropa de calentamiento y lucen ya la camiseta oficial, con la que jugarán el partido; o será como el acorde de trompeta que, después del paseíllo, anuncia al público la entrada del primer toro en la plaza, llenando el coso de un murmullo de respeto; o será como el instante en que, antes de un examen, el profesor ordena que se guarden todos los apuntes y sólo se disponga sobre la mesa de un boli y, si es generoso, un Tipp-ex. No creo que haya en la vida de una persona una emoción como la que embarga justo antes del acontecimiento que se considera decisivo. En ese momento afloran y confluyen en un sólo lugar todas las vivencias, miedos, ilusiones y pensamientos anteriores, se acumulan en una pelota dentro del pecho, un poco escorada a la izquierda, para desaparecer unos segundos después. Ya sobra, está de más. Nada de lo pensado, vivido y reflexionado anteriormente vale de algo. Hay que dejarse arrastrar por la acción del momento porque si no corres el riesgo de que esa pelota embote el cerebro. Sí, hay que dejarse llevar y esperar a que todo transcurra. Los acontecimientos operan sobre nosotros, no nosotros sobre los acontecimientos. El que intenta rebelarse contra el devenir de la vida acaba mal. ¿Qué pasará esta noche? Yo no lo sé. El futuro no existe, y parece que hubieran pasado cientos de años desde el 28 de junio y que el 1 de septiembre, la tan anhelada fecha del reencuentro y que tantas y tantas veces he pintado en mi imaginación, simplemente se hubiera borrado, como se borra un dibujo al carbón para empezar después otro.

Pero ya estoy incumpliendo todo lo que acabo de escribir porque estoy pensando en un momento, el de su llegada, que aún no existe. Todo es igual que hace dos días. Mamá y Pepi están adecentando el salón donde cenaremos, y papá y Manolo acaban de volver del pueblo, donde han comprado bebidas y avituallamiento para la cena. Todos en la casa parecen alegres ante la inminencia de una noche de diversión. Lo mejor es que nadie sabe nada, nadie sospecha que se trata de una noche decisiva para ese chico extraño y taciturno que no quiere saber nada del mundo y que se encierra en su cuarto como una culebra en su madriguera. Tampoco los padres ni la hermana de ella estarán al tanto, y en algún cortijo de los alrededores, envuelto en el fuego del atardecer, un alma estará guardando para sus adentros un sentimiento y un suceso que nadie, salvo ella y él, conoce. No creo que haya existido un amor puro que no haya sido misterioso. Cuando el amor pierde el misterio, pierde sus esencia. Dos seres suspirándose al margen de todo lo que les rodea. Debe de ser eso.

Desde la ventana de mi cuarto el cielo tiene un aspecto metálico y cada vez más sombrío. Allá en lo alto se desata una curiosa lucha. Dos pájaros, uno de color oscuro y otro de tono blanquecino, se picotean con violencia, desprendiéndose algunas plumas que caen a la tierra, pausadamente, con un leve balanceo. Es un combate cruel en el que no hay medias tintas: uno gana y otro pierde. La cosa está muy igualada, y no parece que ninguno de los dos vaya a ceder. Los pájaros se alejan para continuar su disputa en otro lugar. Quién ganará es una incógnita, y seguramente sólo ellos dos lo sabrán, y la bandada del perdedor continuará con sus quehaceres como si nada hubiera ocurrido, ajena a la ausencia del compañero caído.

Anoche me costó mucho dormir, y cuando lo conseguí lo que vino después fue un sueño indeciso y turbulento. Al despertar cientos de imágenes se agolparon en un segundo en mi cabeza, y durante varios minutos permanecí tumbado boca abajo mientras era torpedeado por una incansable metralla compuesta de miedos, deseos, incertidumbres y recuerdos. Es peligroso quedarse en esa tiniebla, y lo recomendable es activarse físicamente lo antes posible. Así es que me levanté, desayuné, y sin tardanza cogí la bici, bajé la varga y empecé a pedalear en dirección al pueblo por el camino principal. Un vivo sol comenzaba a calentar la campiña. Llegué al pueblo y regresé por el camino de atrás hasta el cerro de las Mercedes. Luego me introduje por unas sendas serpenteantes a las que se llega desviándose a la izquierda según se corona el cerro. Pasé por el lugar donde me caí ayer y decidí indagar más allá del cruce de caminos del pozo de ladrillo . Transité por una vía recta y pedregosa que atraviesa un extenso viñedo, hasta que me topé con un cortijo abandonado. Descansé un rato bajo la sombra que daba una de las paredes medio derrumbadas de la casa, y cuando me levanté decidí continuar por un camino que se desviaba a la derecha de la senda por la que había venido. El camino era liso y tenía una ligera pendiente ascendente. Se pedaleaba cómodo y suave, aunque el sol ya calentaba con fuerza a mi espalda. Pasé de largo algunas casitas blancas y coquetas, con su jardincito en la entrada cubierto por unas parras de ramas negras y retorcidas. Me crucé con un señor que montaba un burro, y le saludé. Conforme avanzaba la pendiente iba haciéndose más pronunciada y la vegetación de los flancos del camino más espesa. Había higueras y parras y zarzas y arbustos y unos extraños cactus aplanados, que no sé por qué me parecían venenosos. Coroné el repecho y descendí hasta un arroyuelo casi seco, que tuve que vadear. Aproveché la escasa agua del arroyo para refrescarme, echándomela por la cabeza, y continué recto por el mismo camino. A los dos kilómetros de vadear el arroyo comenzó una subida corta pero muy empinada por una vereda serpenteante, que me llevó a una pequeña meseta desde donde podía verse el extenso, compacto y plano caserío de Villafranca, cuyas casas parecían quemarse bajo el blanco sol. Realmente, visto desde aquel lugar, el pueblo parecía mucho más grande que la sensación que se tiene cuando se está sumido en sus calles. Impactaba su extensión. En el centro del caserío se erguía el penacho de la torre color salmón de la iglesia, y a la izquierda, a las afueras, se divisaba la colosal masa gris y compacta del silo. De norte a sur corría la carretera nacional, que calca el trayecto de la antigua Vía de la Plata, con sus largas rectas transitadas por gigantescos camiones, que desde allí no eran si no puntitos móviles y espejeantes. Se estaba muy a gusto en la cima de aquel cerro, a la sombra de una higuera, mas cuando miré el reloj me percaté de que eran casi las tres, y de que aún me quedaba un largo camino de vuelta. El cortijo y la comida y una tarde larga y pesada y una noche de sucesos aún no conocidos me estaban esperando. Me levanté perezosamente y eché un postrero vistazo de despedida a aquella estampa rural, a aquella inabarcable carne morena que me ha acompañado durante los últimos diez días, que al principio me sumía en la tristeza pero que, ¡mira tú por dónde!, recordaré con nostalgia cuando mañana me vuelva a Madrid.

Siguiendo el mismo trayecto regresé al cortijo, a donde llegué al filo de las cuatro. La mesa estaba ya puesta y la comida servida. A pesar del ejercicio físico que había realizado no comí mucho, sentía unas rebeldes mariposas en el estómago, así que pronto me levanté de la mesa y me fui a la sala de estar a ver la tele. Hasta ahora las horas han transcurrido perezosas y las rebeldes mariposas del estómago no se han ido en ningún momento y sobre mi cabeza flotan los vapores de la incertidumbre y lo desconocido.


***

Son las dos y media de la madrugada.

Ya se va. Un sonido crujiente de ruedas deslizándose sobre la tierra llena la cuajada oscuridad de la noche del campo y se va apagando paulatinamente conforme se aleja —¡para siempre!— varga abajo.

A veces me pregunto qué ocurre con ciertos instantes de nuestra vida, y pienso que no es posible que desaparezcan así, sin más, sin dejar impronta alguna. Sé que quedan en nuestra memoria, pero sólo durante un tiempo limitado, en concreto hasta que nos morimos. Y después, ¿qué? Nuestro cerebro será devorado por gusanos, y entonces ya no quedará rastro alguno del momento decisivo, del soplo mágico, de la ocasión en que todo el universo parece resumirse de repente. Me niego a pensar que nada subsista. Hay instantes que no pueden desaparecer. Algo tiene que quedar de ellos, un efluvio, una marca, una huella. Porque, si no, ¿a qué vienen tantos torrentes de lágrimas, a qué tantas emociones íntimas y desatadas, tantas incertidumbres, tantos besos, tantas decepciones? ¿Para qué, entonces? Es imposible que todo concluya, sin más. ¿O sí lo es?

Eran las nueve y veinticinco de la noche cuando un concierto de jubilosos bocinazos inundó el hermoso atardecer. "¡Ya vienen, ya vienen!", se escuchó en la casa, y una ráfaga eléctrica me recorrió entero. Al poco, el ronco motor del coche se paró, las puertas se abrieron para poco después cerrarse con seco estrépito y mamá se me acercó para decirme que ya estaban aquí y que había que salir a recibirlos. Respiré hondo y salí de la casa. Papá, Manolo y Pepi ya daban la bienvenida a los invitados, si bien no tan calurosa como la de hace dos días. Inmediatamente la busqué con la mirada. Saludaba a los que iban a darle dos besos, aparentemente ajena a mi presencia. Alguien me tocó el hombro. "¡Venga hijo, saluda a Martín y a Mari, que estás como atontao!", me dijo mamá. El primero, con sus gafas de sol sobre la cabeza, nada más verme me dio un collejón y me apretó fuertemente la mano, y me dijo que si tenía novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía. "Si tú supieras", pensé, mas sólo acerte a decir, con vaga segunda intención, algo así como "algo hay por ahí, algo". Tras saludar a su esposa llegó el turno de Elena y Claudia. De momento, ésta no parecía arrobada ni nerviosa, e incluso creo que en estos primeros compases ni siquiera me miró, y se dedicó, indiferente, a saludar empalagosamente a Manuel y Teresita. Al principio me sorprendí, mas luego imaginé que podría tratarse de una estrategia para no llamar la atención y no crear la más mínima sospecha. Nos dimos dos besos en las mejillas, dos besos ligeros y sin ninguna connotación, y sin detenerse lo más mínimo pasó a saludar a Dani y a mamá.

Hechas las presentaciones, dudé qué hacer. No sabía si adoptar la actitud del otro día y encerrarme en mi cuarto o mostrarme más sociable y permanecer allí con todos, y, por supuesto, con Claudia, que en realidad era lo único que podía disuadirme de mi encierro. Entre que reflexionaba y no me decidía allí me quedé, las manos en los bolsillos y la pierna izquierda cruzada delante de la derecha, mirando de un lado para otro. Ya casi había anochecido. De repente sentí una suave caricia en una de las heridas de mi brazo derecho, que me sacó de mis reflexiones. "¿Qué te ha pasado, Sebastian? Tienes toda la parte derecha en carne viva", me dijo Claudia. Ya no había elección, había que quedarse y trabar conversación. No es que no quisiera, en realidad era lo que más deseaba en el mundo, mas había una microscópica parte dentro de mí, quizá un átomo rebelde de mi cuerpo o una neurona extraviada de mi cerebro, que me decía que no, que a una persona que estaba bastante lejos de allí no iba a gustarle en absoluto que me quedara a hablar con aquella chica tan preciosa, y que lo que tenía que hacer era meterme en la habitación y cerrar la puerta con dos o tres pestillos y colocar una silla o un mueble bien pesado para que fuera totalmente imposible abrirla desde fuera.

Mas el resto de células de mi cuerpo deseaban lo contrario, deseaban quedarse allí, charlando con esa muchacha. Su caricia, tan simple, tan efímera, tan cálida, parecía haber cauterizado las heridas de todo mi brazo, y aún sentía el estremecimiento que me había provocado. Me acordé de mi sueño, de la primera mirada de fuego que me envió dos días atrás, de las pataditas de la cena, de su sonrisa pícara, del pomo de la puerta girando lentamente, de su cabello acariciándome la cara, de la frase que me dijo, nariz con nariz, —"dice mi madre que pasado mañana volveremos"—, del paisaje que vi ayer desde el cerro de las Mercedes y que ya no me pareció tan triste, del campesino al que saludé. Y del beso. Sobre todo del beso. El beso flotaba entre nosotros aunque no se mencionase, y aunque de todo se hablara menos del beso, el beso nunca jamás nos abandonaría. Me acordé de todo eso en su segundo, y enseguida comprendí que no podía rebelarme contra mí mismo y que había que llegar hasta el final. De pronto todo lo que había alrededor se envolvió en una densa niebla, y arranqué a hablar. "Sí, es que ayer me di un buen porrazo con la bici, en un camino de por ahí detrás", dije, señalando con la cabeza hacia un lugar indeterminado del campo. "Pero bueno, no pasa nada, son cosas que pasan si uno monta asiduamente en bici", concluí. El primer contacto se había producido, los primeros capotazos, el primer toque de balón. Y en ese momento ya tuve claro a dónde quería llegar. Mas no había que forzar nada, había que dejar que todo transcurriera, no intervenir, obviar la molesta voz que desde algún lugar me decía cosas que no quería escuchar, dejarse llevar. "Madre mía, pues debió de ser una buena caída, si es que mira cómo tienes todo el lado derecho", me dijo, y volvió a rozarme las heridas con sus dedos con la delicadeza de que sólo la mujer es capaz, y volví a sentir el mismo estremeciemiento, sólo que multiplicado, exacerbado. Y di gracias de tener esas heridas, de haberme caído el día anterior, y casi lamenté no haberme roto una pierna o un tobillo y tener así un bonito vendaje del que presumir. Miré las rozaduras, que semejaban un entrecot sanguinolento, con aire de indiferencia, y me levanté la camiseta, mostrando las erosiones del lado derecho del abdomen. "Mira, aquí tengo alguna más, y creo que un poco en la cara, pero bueno, no es para tanto, creo que sobreviviré", dije, y ella se rio. "¿Te gusta mucho la bici?". "Sí, me gusta", respondí, y pensé en contarle que el otro día batí por un minuto y cuarenta y dos segundos mi mejor tiempo en una crono que yo mismo diseñé, pero recapacité y sólo acerté a decir que me venía de familia, porque mi padre llevaba toda la vida montando en bici, aunque yo sólo lo hacía en verano, porque en invierno y en Madrid con el frío y los coches era poco menos que imposible salir, pero que en suma sí, me gustaba bastante. Cuando pronuncié la palabra "Madrid" atisbé una sutil, casi impercetible variación en su gesto. Su sonrisa se atemperó y durante medio segundo miró hacia el suelo. Tras un breve silencio me miró de nuevo y dijo: "¿cuándo os volvéis?". "Mañana", respondí.

De pronto una voz disipó la bruma que nos envolvía, y me di cuenta de que ya había anochecido. Manuel se acercó frotándose las manos y con los hombros encogidos, diciendo que de qué hablábamos si podía saberse, que todo el mundo estaba ya dentro de la casa y que dentro de poco cenaríamos, pero que si molestaba que lo dijéramos y que él se iría sin problema. Claudia y yo nos miramos con una indefinida sensación de complicidad, y a la vez y sin decir nada decidimos que sería mejor entrar. La primera decisión que tomábamos juntos y que sólo a nosotros dos atañía. Podríamos haber decidido quedarnos allí, los dos solos, mas nos inclinamos por mezclarnos con el resto, sin hablarlo, sin decir nada; pero era ya una decisión compartida. Entramos en el salón, en cuyo centro estaba ya dispuesta la mesa de los mayores, y, esquinada en un rincón, la de los pequeños, igual que el otro día. Sin embargo, todo era como más informal, sin duda por el poco tiempo que había pasado, apenas dos días desde la última visita, habiéndose creado una especie de confianza nacida de una incipiente costumbre. Casi inmediatamente nos sentamos a la mesa, yo en el mismo sitio que la otra vez, Claudia de nuevo frente a mí. La cena transcurrió tranquila, sin pataditas ni caricias por debajo de la mesa y sólo con alguna mirada furtiva. Hablé poco, y sólo lo hacía cuando de la mesa de los mayores se acercaban Mari o la hermana de Claudia y me preguntaban qué me había pasado para tener así el brazo, o cuando Martín se levantaba de su silla y me daba collejones y me preguntaba que si tenía ya novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía, o cuando mamá inquiría si me lo estaba pasando bien, contenta sin duda de que esta vez no me hubiera encerrado. En esos momentos estaba tranquilo, pero sabía que antes de que acabara el día iba a suceder algo que deseaba pero que, se mirase por donde se mirase, no estaba bien. Reflexionaba sobre ello e intentaba tranquilizar mi conciencia usando todos los subterfugios que me venían a la mente. Mas no había manera. Siempre llegaba a la conclusión de que lo que iba a hacer estaba mal. Pensaba en Cynthia y me ponía en su lugar, y entonces me decía a mí mismo que a mí no me gustaría que me hicieran lo que yo iba a hacer. Luego pensaba que no tenía por qué enterarse, y que había un dicho que rezaba "ojos que no ven, corazón que no siente", con el que mucha gente lo soluciona todo, sin conservar un ápice de remordimiento de conciencia. Y me preguntaba qué tendría esa gente en la cabeza y en el corazón para poder vivir tranquilos de la vida, como si nada hubiera pasado.

Quedaba saber cómo sucedería. Intentaba representarme mentalmente ese momento, mas era en vano, pues me venían mil posibles escenas a la cabeza, todas ideales, plenas de un romanticismo irreal y un poco nauseabundo. Me dije que en vez de anticiparme al futuro debía esperarlo como viniera, pues al fin y al cabo lo que sucede siempre es lo mejor, entre otras cosas porque es lo único que puede suceder. Pensando en todas estas cosas terminamos de cenar y se discutió qué podíamos hacer para pasar la noche. Uno dijo que podíamos jugar al Hotel, otro que al Tabú, otro que echaban no sé qué programa en la tele y, al fin, llegó la idea ganadora en este peculiar concurso, y lo hizo de la boca de Claudia. "¿Y por qué no damos una vuelta por el campo? A mí me apetece respirar un poco de aire, y además tiene que estar bien perderse por ahí por la noche... No sé, se me ocurre, pero vamos, como queráis". De improviso renació en los circunstantes un dormido ímpetu infantil por la aventura, por lo desconocido, y la idea fue muy bien acogida. Miré a Claudia. Su expresión tenía algo de inquietante, como la del que ha tramado un ardid y ve cómo sus planes se van cumpliendo a la perfección. Me miró, y sonrió.

Salimos de la casa diciendo a los padres que íbamos al garaje a buscar un juego que Manuel había recordado tener allí guardado. Sin duda que no quedaron tranquilos. Era una noche cuajada, sin luna y cubierta por un enorme manto de diamante. Empezamos a caminar hacia la izquierda, conforme se sale de la casa, atravesando un viñedo. Al principio era difícil ver, mas cuando la pupila se adaptó la visibilidad se hizo bastante buena, suficiente para no tropezar y andar con soltura. Los olivos y las vides y los almendros eran sombras negras y amenazantes, y flotaba un caluroso silencio de vez en cuando interrumpido por el zarandeo de algún arbusto o por el gorjeo de algún ave nocturna. A lo lejos la campiña parecía un inmenso campo de asfalto, negro como el azabache, aunque aquí y allá brillaban los tenues puntitos blancos y amarillos de las luces de los cortijos. Bajamos el viñedo y atravesamos un almendral, cuya tierra blanda, preñada de terrones, hacía difícil el avance. Cruzamos un camino y, de nuevo campo a través, llegamos al lecho del arroyo. La espesa vegetación de sus flancos oscurecía aún más la visibilidad. Era como estar en un túnel. Empezamos a caminar siguiendo el arroyo. Yo iba el último del grupo, y Claudia me precedía. De vez en cuando miraba hacia atrás, y me sonreía. Ambos fuimos aminorando la marcha casi impercetiblemente, de modo que quedamos un poco desgajados del grupo. Cuando vi que la distancia con los demás era suficiente la agarré del brazo y aproveché una tupida zarza que nos salió al paso para escondernos. Ya estábamos solos.

Nos quedamos unos segundos completamente quietos conteniendo la respiración y sofocando las risas. Ella me miraba fijamente a los ojos, con gesto admirado, sorprendida quizá ante acción tan audaz e inesperada. Detrás de la zarza los pasos fueron apagándose, aunque empezaron a escucharse voces inciertas. "No sé, estaban detrás de mí hace un momento", oí que decía una. Rápidamente pero con sigilo nos levantamos y comenzamos a andar alejándonos del arroyo campo a través, por un almendral en ligera subida. Yo iba delante, y de cuando en cuando Claudia me agarraba del brazo diciendo que ella no era deportista y que no fuera tan rápido. Nos topamos con un camino y decidimos cruzarlo y continuar campo a través por el olivar del otro lado. Ya estábamos lo suficientemente lejos del arroyo para sentarnos a descansar. Claudia se sentó, jadeante, a mi derecha, sobre una roca. Era una noche morada y serena, y desde nuestra posición se adivinaban, en la falda de unos cerros que tocaban el horizonte, los cúmulos de luciérnagas de los pueblos lejanos, y, más cerca, las luces amarillas y naranjas del cortijo de San Isidro y los móviles puntitos brillantes de los coches que rodaban por la carretera nacional, que parecían cercanas y terrenales estrellas fugaces. Durante unos minutos permanecimos callados, recuperando el aliento y admirando el paisaje oscuro que se abría ante nosotros. Luego nos miramos y nos sonreímos, orgullosos de nuestra fechoría, y conscientes y anhelantes de lo que, tarde o temprano, iba a suceder. "Hace una noche de puta madre", dijo ella. "Sí, la verdad es que sí", respondí, la mirada fija en el horizonte. El denso silencio sólo era roto por el canto agudo y repetitivo de los grillos, y abajo, a los pies de la colina, se vislumbraba un enorme caserón gris de ventanas negras, de aspecto lóbrego, aparentemente abandonado. "Mira, ¿ves esa casa grande y medio derruida? Nosotros le decimos a Teresita que ahí es donde viven las brujas. La pobre se aterra cada vez que se lo decimos, sobre todo si es de noche, y cuando pasamos por delante en coche, aunque sea de día, se tapa los ojos", dije. "Qué rica es la niña, es un encanto", dijo ella. El silencio se instaló de nuevo, hasta que ella lo interrumpió: "O sea que os volvéis mañana a Madrid". "Sí", dije con acento lúgubre. "¿Y a tí te apetece irte?", preguntó. El acento de los grillos se hizo más intenso, la atmósfera más densa, la noche más oscura. "No", respondí mirando al suelo.

Lo deseaba con toda mi alma. En ese momento lo que me apetecía era acercarme a su rostro y besar esos labios en flor. No pensaba en nada más, no había otra cosa, ahí estaba todo. Mas no me decidía. Siempre he sido muy parado para estas cosas. Seguramente ella también lo estaba deseando, pero en estos casos ya se sabe, el hombre es el que debe dar el primer paso. El otro día fue ella, sí, la que me besó, pero en esta ocasión era distinto, aquel no fue un beso profundo, y de todos es conocido que en los besos profundos es el varón el que tiene que lanzarse, nunca al revés. Además, después de lo de dos días antes, ahora me tocaba a mí, era mi turno. La pelota estaba en mi tejado, como suele decirse, y sólo a mí correspondía atacar. Miré de nuevo hacia la "casa de las brujas", y se me ocurrió una idea. "Oye, siempre he tenido curiosidad por ver por dentro esa casa, tiene que acojonar. ¿Te parece que nos acerquemos?", propuse, y ella accedió. Bajamos el olivar y nos plantamos en la entrada de la casa, que desde cerca tenía un aspecto aún más sombrío. Entramos por una de las ventanas, ya desnudas de cristales, y nos vimos en una sala grande y polvorienta, en cuyo centro había una mesa redonda de madera. Inspeccionamos el resto de la casa. Apenas había muebles, sólo alguna silla desvencijada y algún baúl agujereado. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie la habitaba. Subimos unas escaleras de madera hasta el desván, que estaba aún más oscuro y mugriento que el resto de estancias. Sin embargo, en el suelo había había tazas, vasos, platos y cubiertos junto a varios tetra briks de vino barato, y, en una esquina, un jergón. Claudia corrió hacia él, se tiró y se tumbó en su mullida superficie, llenando el lóbegro edificio con sus risas juguetonas. "Ven, está muy blandito", dijo, y me acerqué y me senté junto a ella.

Ahora sí que no había vuelta atrás. El lugar, la noche de verano, el estar fuera de miradas indiscretas, convidaba a ello. Y dentro de mí sentía un deseo irrechazable. Se acercó a mí poco a poco, disimuladamente, hasta que su muslo tocó mi brazo, el de las heridas, y de nuevo ese estremecimiento. Sentía el calor de su carne, y su perfume, y el poder de su presencia, tan cercana, y la piel se me erizó, y toqué su muslo con la mano, y noté cómo su piel mudó de tacto; y me decidí.

Me recosté sobre el jergón, apoyado sobre el brazo derecho. Ella adoptaba la misma postura, pero apoyando el izquierdo, de modo que nuestros rostros se miraban, su aliento me peinaba y el blanco de los ojos contrastaba con aquella oscuridad cárdena. Me acarició la barbilla, y luego las mejillas, y por último el cuello. "¿Qué es esto, un colgante?", dijo, y palpándolo por encima de la camiseta continuó: "es como una media luna, ¿a ver?" Y lo sacó. "¡Qué bonito! ¿Te lo ha regalado alguien?", me preguntó.

No contesté. Una avalancha de recuerdos e imágenes me sepultó al instante. No podía. Los dos últimos días habían sido un oasis de tiempo del que acababa de salir en ese instante. De pronto recordé que faltaban dieciséis días para que mi espera concluyera, y que ni hoy ni ayer había encabezado el diario con la frase "faltan X días", y que la había olvidado. Mas ahora su imagen se hacía más grande que nunca y su sombra se cernía sobre la campiña y los olivos y las vides y el arroyo y los caminos y los montes y el cerro de las Mercedes y los cortijos y los pájaros y los perros y el campesino al que saludé y la casa abandonada y sobre Claudia y sobre mí. "¡Sebastian, despierta! Que te has quedado como agilipollao", dijo, e instintivamente me aparté de ella. "¿Qué pasa, Sebastian? ¿He hecho algo malo?". Callé unos instantes, y luego dije: "No puedo, Claudia. Esta media luna, aunque ahora mismo sólo veas media, está unida a otra exactamente igual, y yo no puedo hacer que se separen, ¿me entiendes?, no puedo, no puedo". Al principio me miró extrañada, mas luego pareció comprender. "¿Está en Madrid?", preguntó. "No, ahora mismo no, pero la veré allí dentro de dieciséis días, ¿sabes?, sólo dieciséis días. Y llevo esperándola... pues... cuarenta y tres días, nada menos. ¿Qué son cuarenta y tres días comparados con dieciséis? Muy poco, apenas una cuarta parte", dije, y sentí que algo muy hondo renacía dentro de mi pecho. Ella me miraba fijamente, con el gesto compungido. Apartó la vista y la dirigió hacia el suelo, suspirando. El silencio se hizo impenetrable. "Claudia, sólo puedo decirte que has conseguido lo que me parecía totalmente imposible: que tuviera dudas de un sentimiento que creía incuestionable. Créeme, es mucho lo que has conseguido, muchísimo". "Sí, pero la prefieres a ella", dijo con voz trémula. "Es mi novia, compréndelo, y pasaré un año entero con ella en Madrid, que es donde vivo, donde tengo mi casa y mi vida, y tú...". La miré, y en ese momento me pareció de una belleza excelsa, casi sobrenatural, como jamás había visto ni seguramente veré, y me entró un inmoderado deseo de llorar. "...y tú... Me va a ser muy difícil olvidarte, créeme, muy difícil..."

Aún permanecimos un rato más en el desván, en silencio, mirando por una angosta ventana el anochecido paisaje. Era ya muy tarde, y por nada del mundo me habría ido de allí ni me habría separado de aquella compañía. Sin embargo, era necesario regresar al cortijo. "Deberíamos irnos, nuestros padres estarán preocupados", dije, y ella se levantó sin decir nada y salimos de la casa. Subimos de nuevo por el olivar, y unos cien metros antes de llegar al cortijo, aún en pleno campo, nos detuvimos y nos quedamos frente a frente, mirándonos y cogidos de las manos. Era una despedida particularmente amarga, que me llegaba al alma y que por poco me hace brotar agua de los ojos. Acerqué mis labios a los suyos y la besé fríamente, conteniendo el deseo. "Bueno, pues que tengas un buen viaje mañana, y dale recuerdos a...", "Cynthia —dije— se llama Cynthia". "Bueno, pues a Cynthia, aunque pensándolo mejor, será mejor que no le des recuerdos de mi parte, ¿eh?", y en su rostro se dibujó una dulce y postrera sonrisa.

Entramos en la casa, y en el salón los mayores reían y parloteaban en torno a una mesilla plagada de botellas de cristal, ya casi vacías. Nuestra ausencia había pasado inadvertida, y sólo Manuel se acercó para preguntarnos qué nos había pasado, y le respondimos que nos habíamos perdido y que no sabíamos volver. Evidentemente no nos creyó, mas no dijo nada y se limitó a mirarnos con extrañeza y, finalmente, a dirigirnos una sonrisa de complicidad.

Todo había terminado, así es que me encerré en mi habitación y me tumbé en la cama, boca arriba, considerando los avatares de la noche y de dos días irrepetibles que inesperadamente se habían cruzado en mi camino. Pensé en Claudia, y lloré. Mas cuando Cynthia acudió a mi cabeza me sentí orgulloso y feliz, y recordé que, al fin, mañana nos volvíamos a Madrid y que ya sólo quedaban dos semanas para volver a vernos. ¿Qué eran dos semanas comparado con todo lo que había dejado atrás? Muy poco, y además era ya la recta final, y me prometí llamarla en cuanto llegara a casa y contarle lo bien que me lo había pasado en Villafranca, que había montado mucho en bici y que había visto mucho campo, y que me había acordado mucho de ella y que tenía muchas ganas de que regresase.

Un cuarto de hora después mamá entró en mi habitación diciéndome que Martín y Mari se iban ya y que había que salir a despedirlos. Vacilé, mas finalmente dije que me dolía el estómago y que prefería quedarme. No estaba seguro de poder soportar la estampa de Claudia metiéndose en el coche y alejándose varga abajo, para posiblemente no verla más. A los pocos minutos oí a lo lejos el crepitante deslizar de neumáticos sobre la tierra, y ese sonido pareció desgarrarme por dentro.

Miro el reloj y advierto que llevo cuatro horas escribiendo. Por oriente despunta ya una vaga claridad malva. Pero hoy no es día de dormir.

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