jueves, 25 de junio de 2009

VERANO DEL 97 (Epílogo)

Cosas hay en mi vida que parecerán de novela, aunque no creo que esto sea muy peculiar en mí, pues todo hombre es autor y actor de algo que, si se contara y escribiera, habría de parecer escrito y contado para entretenimiento de los que buscan recreo en las vidas ajenas, hastiados de la propia por demasiado conocida. No hay existencia que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué), ni libro de este género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de vida real y palpitante. (Benito Pérez Galdós por boca de Gabriel Araceli, protagonista de la primera serie de los Episodios Nacionales y héroe literario del que esto suscribe).

Hubiera sido incapaz de decirlo mejor que mi querido y admirado Galdós.

Han pasado doce años de todo aquello. De algunas cosas sí me acordaba, otras las tenía completamente olvidadas. Releer aquel diario me ha puesto en contacto con mi pasado, conmigo mismo, con una época que, tal y como escribí en aquellos tiempos, me ha marcado. Dicen que el primer amor marca para el resto de la vida. Es una de tantas frases hechas, un lugar común, casi un axioma. Normalmente no suelo estar muy de acuerdo con esos tópicos, con esas verdades aceptadas comúnmente como incontrovertibles, pero sospecho que ésta en concreto es verdad. Al menos en mi caso. No podría explicar por qué, pero tengo la sensación de que sí, que aquella historia, digamos, me puso en guardia en lo que a las mujeres se refiere, me hizo temeroso y aún más tímido de lo que ya era.

Confieso que transcribir aquel diario ha sido en muchas ocasiones doloroso. La escritura, como la música y los olores, tiene el don de despertar recuerdos que creíamos absolutamente relegados. En ocasiones lo que estaba escrito en ese viejo cuaderno de tapas verdes parecía perder su aspecto de letra manuscrita y tomar forma de personas, de ambientes, de momentos, de objetos. Pero hay que decir también que muchas veces me ha sido sumamente placentero, precisamente por ese poder de evocación tan grande. Si algo tienen los diarios de interesante es que están completamente cuajados de "yo", siempre que esté escrito con sinceridad, naturalmente. Mas los diarios suelen ser sinceros. En ese papel no se ven letras, se ve a una persona, con sus puntos fuertes, sus debilidades, sus incertidumbres, sus escasas certezas, siempre mudables. Creo que eso es la literatura, independientemente de lo bien o mal que esté escrito (aunque siempre será mejor que haya cierta calidad literaria, claro está).

En algún fragmento del diario me pregunto qué es lo que ocurre con ciertos momentos de nuestra vida y si es posible que nada subsista, que esos instantes se pierdan en el bucle del Tiempo para siempre, y si no habrá forma de hacerlos permanecer. Ahora ya tengo la respuesta. La única manera de que no caigan en el olvido, de que dejen una impronta, es escribiéndolos. No hay otra. No tenemos memoria, o es muy limitada, y si de verdad queremos perdudar, porque aunque ahora estemos aquí nos terminaremos convirtiendo en recuerdos más pronto de lo que pensamos, lo único que podemos hacer es escribir. ¿Será por eso por lo que escribo? Y el que no escribe, ¿qué deja de él una vez muerto?

Mi imaginación ha renovado ahora aquella historia punto por punto, doce años después. Por aquel entonces yo era un adolescente, y ahora ya soy un adulto con ciertas responsabilidades y con el carácter casi formado. Pero me he dado cuenta de que la esencia de una persona se mantiene a pesar del paso del tiempo. Puede sufrir modificaciones, pequeños retoques que uno se hace a sí mismo o que le hace el curso de los acontecimientos, pero en lo esencial me reconozco perfectamente en esas páginas ya amarilleadas.

Por las informaciones que me han llegado, Cynthia, la protagonista de esta historia verídica, es hoy una mujer felizmente casada que vive en La Coruña con su marido. Terminó hace unos años la diplomatura de enfermería y a día de hoy quién sabe si tendrá uno o dos retoños a quien alimentar. Tras aquel verano apenas volvimos a dirigirnos la palabra, como tampoco nos la habíamos dirigido antes de aquel viaje en avión. Hace muchos años que no la veo.

A Claudia jamás la he vuelto a ver, ni a saber absolutamente nada de ella. De hecho no he vuelto a pisar Villafranca, aquel año fue el último que veraneamos allí. No sé si seguirá existiendo la "casa de las brujas" e ignoro el aspecto que tendrá el cortijo e incluso si sigue en manos de los mismos dueños de entonces. Algún día me gustaría volver.

Con Manuel y sus padres perdí el contacto hace mucho, aunque tuve ocasión de reencontrame con ellos hace tres años, en un pueblo de Extremadura, llamado Madrigalejo. Teresita es ya una linda mujercita que frisa los dieciocho, el galgo Fonta hace mucho que debió de morir, y en cuanto al campesino anciano del sombrero de paja al que saludé aquella tarde del 14 de agosto de 1997, pues me lo imagino rodeado de nietecitos y disfrutando de unos últimos años de sana vida de campo. O quizá esté muerto, estaba ya muy mayor, vaya usted a saber.

En cuanto al resto de personas que con más o menos asiduidad han salido en estas páginas, decir que sólo con dos de ellos sigo manteniendo contacto, y además puedo asegurar que siguen siendo mis dos mejores amigos. Son Pepe y Berto, a quienes supongo gustará verse nombrados en este sucinto epílogo.

¿Y yo? ¿Qué ha pasado con Sebastian Melmoth desde entonces? Que el lector me permita reservarme esta información, por otra parte de poca importancia, aunque quizá en un futuro no demasiado lejano cuente algún episodio personal más de mi vida.

FIN

3 comentarios:

  1. Simplemente genial.

    J.C.

    ResponderEliminar
  2. Don Raúl: lo primero es lo que ha disfrutado uno, pero inevitablemente me da por pensar que esto es una pequeña obra maestra en sí misma: una especie de Guardián Entre El Centeno del querer reconcentrado y el encierro en uno mismo, en lugar de una agitada rebeldía. No creo que los detalles familiares me cieguen (¡el gol de Seedorf!): al leer, todo iba pareciendo imponer su fuerza y su ritmo, desde lo central hasta lo más "tonto". De hecho, tenía que pararme a pensarlo para decirme: no puede ser que sea su diario real, no puede estar tan bien escrito; y pararme todavía un poco más para juzgar que tampoco podía ser transcrito, que todo tenía demasiado ritmo, que pasaba lo que tenía que pasar (y no es que uno pudiese preverlo, sino que parecía así una vez leído). Y en el corazón de todo, para mí: esa lucha inquietante contra el tiempo, ese destino de tener que pedalearlo hasta la última gota de energía, o bien desintegrarse en el intento. Pedalearlo y remontarlo, no ignorarlo, escurrirlo, rebajarlo a comida más bien basura y procurar que pase rápido, sino enfrentarse al vacío de la espera con todo tu ser: con todo el ser puesto en lo que uno se ha atrevido a esperar. Se pasa miedo, se sufre, y cuesta un mundo pedalear para que la espera se acerque a su fin en lugar de diluirse en distracciones ajenas. Sebastian conserva el pulso férreo y no se baja de la bici ni cuando le tienta una sirena. En sus adentros concibe una Sirena mayor, que le espera. Pero al final no le espera más que la frase más triste del mundo, y quizá es el Tiempo mismo el que le ha engañado. Quizá empezó a hacerlo ya al estar a solas con Sebastian tanto tiempo antes del feliz azar aéreo con Cynthia y los asientos; y encima culminó su engaño después, cuando lo tuvo de nuevo a solas, condenado a la espera. Ojalá hubiera estado Cynthia más presente, para bien (para besarse o hacerse amigos) o para mal (para enfadarse o dejarse indiferentes). Pero en su lugar estuvo, en demasiada medida, el Tiempo, y Sebastian lo enfrentó de cara sin dejar de mirar a la Gorgona. Fue más héroe, más Quijote que Sancho, y no llegó a distraerse con jolgorios del día o buenas viandas y vinos (y menos aún con vinos baratos; pero tampoco el elixir de Claudia lo quiso probar). Confió en el Tiempo, enmascarado de Cynthia (o, mejor: usurpador de su colgante y su nombre, de sus Signos; porque el rostro, particular y sensible, resiste el engaño peor y cede ante el tiempo pequeño y auténtico cuyo transcurso en vacío lo borra, el tiempo de la imaginación y el olvido de Sebastian que no retuvo tanto la Ilusión; pero quedaban el colgante y su nombre, fijado además por escrito en el diario: fijada la presencia fugaz de Cynthia y entregada al Tiempo, así). A Sebastian, se podría decir, le costó todo su aliento pedalear contra el tiempo, en favor del Tiempo. Pero él mismo quiso pedalear, porque el tiempo pequeño se le hacía pequeño. Porque el Otro Tiempo lo había ganado. Y en Su favor -día tras día, hora tras hora- tuvo que hacer un esfuerzo continuo para sostenerse a sí mismo. Para reconstruirse, reconstituirse, a fin de seguir siendo una roca. Una roca la espera. Pero una roca que arde (una roca enamorada). O quizá, más bien, un ser delicado y frágil, que se esfuerza por convertir su concha en roca, mientras espera la marea que ha de llevarlo al más bello anillo de coral. Claro que, al final, y aunque sea la imagen más fácil: se estrella el mar contra el acantilado, y la concha se le rompe en pedazos.

    ResponderEliminar