viernes, 28 de enero de 2011

LA BUHARDILLA

Cayó la noche de invierno, el invierno de la noche, hace unas horas. Morados pasos y dulces cielos resuenan en las piedras antiguas de la calle de San Nicolás. Por encima de los viejos tejados se asoma la primera luna, y los gatos doblan esquinas, se escurren entre cancelas y llenan la oscuridad con su silencio. Faroles de gas en los muros desconchados, tabernas ancestrales que cierran su tembloroso párpado. Ondas de misterio y miedos anteriores vibran en las entrañas, y tu respiración es un quejido ahogado y monótono; querrías que no se escuchase, que no fuese, mas cuanto más te esfuerzas por desaparecer, más resuena tu presencia en la calle dormida. Tu sombra es pesada e hiriente, y las sombras de los otros, de los que no están, fantasmas queridos. Te caes en tu sima, desfalleces sobre ti, sin llegar a caer del todo y sin terminar de desfallecer. Es la eterna caída, el inestable equilibrio. El reducto almenado de la vieja ciudad es el reducto almenado de tu corazón. Antiguas conquistas, efímeras y olvidadas, se hacen carne y dolor. ¿Por cuánto tiempo? ¿Por cuántas vidas? ¿Por cuántas muertes? Escuchas algo detrás de ti, es el hombre de gabardina que abre un portal. Tus sienes se hacen de pulso y sangre, tus piernas de junco seco. Inspiras hasta que el aire invernizo propaga lo azul por tu cuerpo. El céfiro saliente es la combustión de tu alma, que se quema a ritmo de estrella. Te detienes un momento y continuas andando. Tus pasos son una marcha fúnebre y deliciosa que percute en tu oído con la semilla de la trascendencia. Sabes por dónde y a dónde vas, esperas lo que nunca sucedió, lo que sólo ocurre en las memorias olvidadas de las noches fantásticas. Doblas la esquina y tu cabeza hace lo de siempre: mira hacia arriba, hacia la buhardilla, hacia tu buhardilla, la de ventana grande y amarilla, la de sonrisa ausente y ojos traidores, la de la vivienda de tus sueños e ilusiones, la de la chica a quien regalaste la amapola roja en tu última noche, en tu primer y último sueño. Interior apenas entrevisto decorado de romanzas y minuetos; leyenda y aparecidos de la vieja ciudad en ese espejo de la habitación de la buhardilla, imaginación de una vida desconocida e inaprensible, de unas tristezas por consolar y unas alegrías por regalar. ¿Qué íntimas lágrimas no se habrán reflejado en ese espejo? ¿Qué cansados ojos no habrán dejado impronta de sus desmayos? ¿Qué pelo negro no habrá sido alisado por el cepillo del tiempo? Miras, miras fijamente la ventana de la buhardilla de la calle de San Nicolás, y tu carne se vuelve alma, tu alma carne, tus ojos agua y tu agua diamante. Hoy tampoco será el milagro, el milagro de lo que tiene que suceder. ¿Quién apagará esa luz eterna cuando tú ya no estés? ¿Qué libros tendrá sobre la mesilla? ¿Qué hombres si no tú habrán desnudado su lecho? ¿Dónde habrá guardado la amapola...? Nada. El ensueño se derrite, regresas a la farsa del mundo verdadero y continuas con el paseo. De pronto, tus pies son plomo y tu cabeza gravedad al infinito. Percibes allá arriba el susurro de una sábana estirada al viento eclipsando la luz amarilla en un breve temblor. Sí, hay alguien, al fin hay alguien. Se desentrañará el misterio de la buhardilla. La calle negra emite una radiación de fondo sorda y terrible, terriblemente mágica, mágicamente terrible. Miras, miras con ojos lunáticos y aguzas los oídos. Sobre el fondo luminoso se dibuja una figura oscura. Es una chica, es la que soñaste. Sus formas, su rostro, sus rostros, aún están en la penumbra. De repente, unos ojos. Un cabello negro. Un talle blanco. Una armonía cansada y tranquila. Derrama su mirada sobre la noche medieval iluminando con las antorchas de sus ojos los abismos de la calle. Mira lo que pasa, que es nada; mira al que pasa, que es nadie. Excepto tú. Se percata, quedáis enredados en la oscura raíz del deseo y convenís una seña sin gesto, una cita sin lugar ni tiempo...
Mañana.

jueves, 27 de enero de 2011

CUESTIÓN DE FÍSICA


Uno nunca ha entendido muy bien la absurda y limitadora dicotomía en el saber entre hombres de ciencia y hombres de letras. Lo que se ha dado en llamar Humanidades, aquellas disciplinas en que el hombre y sólo el hombre es protagonista y hacedor -Filosofía, Historia, Literatura, Arte, Derecho, etc.-, no tienen más de humano que las Matemáticas, la Biología, la Química o la Física. Muy al contrario, creemos que no hay nada más humano que intentar explicar el mundo a partir de números y ecuaciones, y si es verdad que se podrá decir que de esta manera no se ha conseguido llegar a una respuesta satisfactoria, tampoco la Historia ni la Literatura ni, menos que ninguna, la Filosofía, han llegado a tan ideal objetivo.
En la búsqueda del hombre por la exégesis de un todo, esto es, la Filosofía, no hay materia más afín a ésta y que más pueda complementarla y ayudarla que la Física. Bien es sabido que para los griegos no había diferenciación entre ambas, y sólo la relativamente reciente especialización en el saber ha hecho dos materias de lo que antes era una sóla. A pesar de ello, Filosofía y Física se confunden de tal manera que muchas veces es imposible diferenciar las sustancias de lo que les corresponde a cada una, y hay que ponerle mucha imaginación, quizá mucha más que leyendo la Crítica de la Razón pura de Kant, para siquiera empezar a comprender la Teoría de la Relatividad. En la vida, en el amor, no es cuestión de Química; es cuestión de tangible, corpórea e infinitamente fascinante y evocadora Física, y, sobre todo, de Astrofísica.
Podríamos establecer multitud de equivalentes entre el funcionamiento del Universo y el nuestro propio. “Principio de incertidumbre”, “horizonte de sucesos”, “entropía” o “radiación de fondo” son términos científicos que bien valdrían como excelentes y líricos títulos de novelas. Pero nosotros apuntaremos un ejemplo bastante sencillo: el del funcionamiento de las estrellas. Al fin y al cabo, estrellas y humanos somos exactamente lo mismo. Simplificando, diremos que en las estrellas actúan dos fuerzas contrarias que son las que la mantienen en equilibrio durante la mayor parte de su vida. Por un lado, está la atracción gravitatoria, que tiende a colapsar la estrella sobre sí misma; y por otro, está el calor provocado por las reacciones nucleares de su interior, que contrarrestan la poderosa gravedad y mantienen a la estrella con un tamaño y temperatura constantes a lo largo de miles de millones de años.
¡Cuánto de humano y complejo hay en el funcionamiento de las estrellas! Se diría que en nuestro interior actúan también dos fuerzas. Una, la tristeza y otras dolencias del espíritu, que podríamos relacionar con la gravedad y que hacen que tendamos a colapsarnos sobre nosotros mismos, hasta llegar, muchas veces, a un agujero negro, que no es otra cosa que la atracción gravitatoria llevada al extremo: una cantidad inimaginable de masa concentrada en un espacio infinitamente pequeño, creando un campo gravitatorio tan intenso que ni siquiera los fotones de luz pueden escapar de él. Y por otro lado está la otra fuerza, esos instantes de felicidad completa que se encuentra uno “al doblar una esquina”, como dijo Borges. Ramalazos de ilusión infinita y amor inconmensurable por todo lo conocido, un cuanto de luz espiritual que no sabemos de dónde viene ni a dónde fue, pero que evita la capitulación, el colapsamiento. Estos fogonazos, que podríamos comparar con el calor procedente de las reacciones nucleares en los núcleos de las estrellas, nos expanden desde dentro y procuran que podamos continuar con nuestra vida más o menos dentro de los estrechos cauces del equilibrio. Puede que se trate de la tranquilidad de conciencia o, lo que es lo mismo, simplemente de la toma de conciencia. Porque tomar conciencia de algo supone automáticamente tranquilizarla.
Todos somos estrellas, en realidad. Nacemos, vivimos según las posibilidades de cada uno y morimos de las más variadas formas. Supernovas, enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros son muertes estelares que tienen su correlación con las muertes humanas. Sólo hay que echarle un poco de imaginación, porque la existencia, muchas veces, no es más que cuestión de Física.

miércoles, 26 de enero de 2011

LA PODA

El fenómeno repetido, matemático, costumbrista de cada año ya está aquí: ha comenzado la poda. Ningún acontecimiento natural y anual tan puntual como esta salubre manera de poner a nuestro mundo vegetal ciudadado en las condiciones estéticas y éticas óptimas para el renacimiento primaveral que, aunque todavía lejano -llevamos apenas un mes oficial de invierno- se prefigura ya en el acto de la poda. Madrid va perdiendo sus ramas y lo que hace una semana era un bulevar de árboles pelados y con una exhuberancia diríamos que muerta, es ahora la muerte completa para el próximo florecimiento de la vida. Ya se sabe que los extremos se tocan, y este saneamiento un tanto salvaje de ramas cercenadas esparcidas por el suelo es la garantía de que, un año más, los parques y avenidas de Madrid lucirán sus mejores galas.
No deja de ser un fenómeno curioso esto de la poda para los niños y los caracteres sensibles. Eso de ver por el suelo los miembros amputados de unos pobres seres vivos es un espectáculo que podría parecer poco edificante y traumático. Es usual ver a una criatura con ojos estuporosos y al borde del llanto mientras pregunta a sus padres que por qué les cortan las ramas a los arbolitos, que él sabe perfectamente que son seres vivos “como tú y como yo”, porque así se lo han explicado. El padre o la madre balbuceará explicaciones poco convincentes, quizá porque a él también, en el fondo, le resulta troglodita y brutal tratar así a las pobres plantas. Todos llevamos a un niño dentro, no a nuestro niño necesariamente, pues a ese le dejamos atrás hace mucho, sino al niño de todos, porque el niño, el hecho, pensamiento y sentimiento del niño, es el más general y universal que existe.
Así pues, aún no ha terminado el invierno, que está en su cúlmen, y ya nos damos de bruces con los preparativos de la primavera y, si apuramos, del estío. Y, seamos francos, esta prefiguración nos abre una puertecita casi olvidada en el corazón y una rendija de esperanza por lo que vendrá, por lo que sabíamos que ahí estaba y estará porque así se ha repetido siempre pero que gozamos en olvidar para después volver a recordar. Parece que no sabemos estar nunca donde estamos y que necesitamos ampliar nuestros horizontes morales a campos más o menos distantes, más o menos borrosos e imaginarios, escenarios y decoraciones anticipadas que hagan más soportable esta nuestra existencia presente de la que, pese a su fugacidad, pronto nos cansamos; en realidad, nos estamos cansando a cada hora, a cada minuto, a cada segundo.
No sabe uno si Madrid está más bonito tras la poda que antes de ella. Pensándolo un poco -la belleza también se piensa- es más bello con sus ramas enteras que con esta necesaria artificiosidad por mano humana. Volviendo a la poética imagen del bulevar con árboles desnudos pero enteros y contraponiéndola a la del mismo escenario con las ramas caídas, quizá la primera nos traslada a nuestra alma campestre. Es como si un pedacito de campo se hubiera posado en Madrid, y la acera fuera un río y los árboles su margen frondosa; y, entonces, esa nuestra necesidad atávica por lo silvestre se ve satisfecha. Por el contrario, la otra, la de los árboles manufacturados, nos recuerda lo que de ciudad tenemos y en la ciudad que estamos. O quizá es que no queremos otra cosa.
Madrid tiene que estar reluciente para la fiesta de la primavera, y lo estará. Reluciente y bien cortado. A las fiestas, en efecto, hay que ir preparado, aliñado, saneado. Lo contrario es vanidad y ganas de llamar la atención. No debe confundirse la coquetería con la chulería. Ha comenzado la poda, uno empieza a ver la luz y tiene ganas de fiesta. El invierno, antes siquiera de terminar, muy lejos de terminar mejor dicho, está ya terminado en nuestra imaginación gracias a la poda. Por un momento los abrigos y bufandas ya no existen y los vientos del norte no arrecian. Y si así lo parece, así es también. Todo es como uno quiera verlo.
Esos esteticistas de lo verde han comenzado su labor y Madrid, que somos todos nosotros pero también es sólo ella, se lo agradecerá. Uno ya ha empezado a acicalarse, aunque sólo sea dentro de su mente. Madrid, la bella enamorada, también. Suenan los primeros acordes de fiesta...

martes, 25 de enero de 2011

LA ADOLESCENCIA TRASNOCHADA

Hay en nuestra sociedad una característica que a uno le parece fundamental y que resume bastantes de sus carencias y excesos, de sus desequilibrios larvados a lo largo de un siglo desquiciado que ha precipitado las cosas, los acontecimientos y los pensamientos. Hablamos de la admiración sin límite ni pausa por las estrellas de la música, del cine o del deporte, esos nuevos dioses y héroes que han sustituido a otras deidades menos terrenales, pero también menos vulgares. El que una deidad sea vulgar habla muy bien a las claras de la vulgaridad del conjunto de los adoradores en cuestión, pues es imposible que una sociedad con resortes mentales y emocionales sólidos y duraderos pueda adorar a una mitología inferior a ella. Si el dios o dioses a que la sociedad adora son grandes, quiere decir que la sociedad es madura y sensata; si el dios adorado es rebajado, como ocurre ahora, es que la sociedad es adolescente, inmadura. El ser humano ha pasado de adorar a los dioses a adorar a los hombres de carne de hueso. Esto, que podría parecer un signo de humildad y sazón emocional, es en realidad un acto de soberbia y, sobre todo, una muestra de escasa imaginación.
Nos referimos al fenómeno fan: el fanatismo en la más pura y quizá exacta acepción de la palabra, aunque no, afortunadamente, la más execrable, en tanto que existen otras variantes más destructoras e insalubres. Es en esta vertiente mejor que en ninguna otra donde se advierte la lamentable adolescencia trasnochada en que la población se ha sumergido quizá sin remedio posible de no ser que ocurra una catástrofe sin precedentes que la haga despertar de su ensueño.
De su adolescencia recuerda uno los ojos vidriosos y ensoñatorios de sus compañeras de clase cuando pensaban en los miembros del grupo Take That, por poner un ejemplo. A uno, claro, le sentaba un poco mal que habiendo en su entorno chicos tan estupendos y reales como él mismo y sus compañeros, que se morían por esos púberes huesos, ellas prefirieran alabar las gracias visibles e invisibles de esos falsos cantantes que jamás se dignarían a pasear con ellas por un bulevar atardecido, como uno habría con el mayor de los gustos y devoción. Pero, aún siendo este fenómeno más habitual y exacerbado en las féminas, no es privativo de ellas. También los adolescentes masculinos -al menos en mi época- forraban sus carpetas con alguna que otra foto de tal o cual actriz o cantante y, más usualmente, futbolistas.
Esto le parece a uno una característica natural de la adolescencia, esa etapa infernal que deja poca nostalgia en el espíritu, escaso aprendizaje y muchos actos ridículos. Es hasta cierto punto normal que el adolescente busque en esas terrenales mitologías una guía que seguir, un ser al que supeditarse, aunque sea por vía virtual. Uno, personalmente, nunca fue partícipe de estas adoraciones sin medida por actores, cantantes y demás miembros de la farándula, por muy guapos o guapas que fueran o por mucho que salieran en la televisión. A uno, simplemente, le daban perfectamente igual, y por eso no podía entender la importancia trascendental que sus sufridas compañeras y compañeros de clase otorgaban a las andanzas y desventuras de sus ídolos de cartón piedra.
Pues bien, este fenómeno, comprensible en la adolescencia y tolerado, como mucho, hasta la confusa frontera que marca el principio de la juventud, no parece saludable que se extienda como se ha extendido entre el mundo adulto, que en definitiva es el que conforma el cogollo de la sociedad. Percibe uno muy habitualmente cierto papanatismo en personas que rebasan la veintena e incluso la treintena por personajes famosos y famosillos adorados hasta el cansancio. Hay en ello un cierto mal gusto y una falta de educación, además de un notorio desdén por la realidad, por la vida diaria de cada uno. Cuando a uno le propalan insistentemente las virtudes de otro, uno acaba por imaginar por mera gravedad que es todo lo contrario a lo que se está alabando. A uno, simplemente, no se le ocurre ponderar el tetamen de una chica si está paseando tranquilamente con otra, aunque esta otra goce también de una anatomía voluptuosa. Porque le parece, sinceramente, que es hacer de menos a esa persona a quien se está acompañando. Cuestión, como antes decíamos, de educación.
No es infantilismo, no. Es mucho peor: es adolescencia. Porque la niñez es simplemente no comprender las cosas, mientras que la adolescencia, esta adolescencia trasnochada en que vivimos, es, además de no comprenderlas, creer que se comprenden.

lunes, 24 de enero de 2011

EL PASO DE CEBRA DE BRAVO MURILLO

Uno, que tiene la vocación de paseante, ha encontrado a lo largo de su trayectoria muchos tipos diferentes de pasos de cebra. El mundo de los pasos de cebra, contra lo que se podría pensar, es complejo y variado y requiere de un mínimo de práctica y conocimiento para dominar su ritmo y anatomía interior. Hay tantos tipos de pasos de cebra como de personas, y, al igual que con estas, es necesario un trato regular y sostenido para dominar o, al menos, conocer sus resortes. Hay pasos de cebra impacientes y nerviosos, que cuando aún vas por la mitad de la calzada ya está parpadeando; los hay calmos, aquellos que permiten regodearte en caminar por el medio de la calle a tus anchas mientras miras de reojo al sufrido conductor, que te mira pasar; los hay tumultuosos y estresados, suelen ser los de las grandes avenidas del centro; los hay consecuentes y equilibrados, dan a coches y peatones el tiempo justo, ni más ni menos; los hay, por supuesto, incómodos y hoscos, en los que ves venir el peligro por todas partes; los hay simples, previsibles y monótonos, sin mucho interés; y los hay -y existen muchos más de lo que parece- que son incomprensibles, complicados, contradictorios, en los que no sabe uno muy bien a qué atenerse, ni qué hacer. Como la mayoría de nosotros.
Hay en la calle de Bravo Murillo, esquina con Marqués de Viana, un paso de cebra que responde a este último tipo y aún a varios más. Es un paso de cebra que uno, por más que lo frecuenta e intenta pillarle el truco, no consigue salvarlo a su gusto, salvo que tenga mucha suerte. Lo primero, que Bravo Murillo es una calle muy transitada tanto por coches como por personas a pie, por lo que el caos y la confusión se multiplican. Es un paso de cebra estresado. Segundo, es impaciente, pues deja poco tiempo para cruzar. Y lo tercero y sobre todo, es un paso de cebra que, entre que se pone en ámbar, en rojo para ellos y para los coches, en verde para éstos, en ámbar de nuevo, en rojo otra vez para los dos y, al fin, en verde para los viandantes, mantiene al peatón un larguísimo lapso, que puede pasar de los dos o tres minutos, parado. Lo peor es que en ese tiempo hay diez o quince segundos en los que no pasa nadie, ni coches ni personas, por mor de los semáforos. Son unos instantes de calma total en los que uno tiene la tremenda incertidumbre de si pasar o no; hacerlo supone un sensible adelanto en nuestra rutina, además de un golpecito de vanidad, mientras que quedarse parado le deja a uno un poco con la sensación de abrevar en el borreguismo, la conciencia de buen ciudadano, cauto y ejemplar, y un poco con esa cara que se le queda a uno ante la oportunidad perdida. ¿Qué hacer, Dios mío? Porque no es fácil la cosa. Los segundos son pocos y el cálculo de distancias ha de ser muy preciso, porque los metros tampoco sobran. Y, además, nunca se dan en ese desconcertante paso de cebra dos circunstancias idénticas. Siempre hay que ir improvisando.
Los pasos de cebra de este tipo que, como decimos, abundan en las grandes ciudades, son un poco como la vida. Se pasan muchas horas, muchos días, muchos meses, muchos años quizá, de inacción o de severa parálisis del alma aunada a una terrible ansiedad y, cuando por unas cosas o por otras la tremenda rueda de la existencia voluptuosa se pone en marcha, no sabemos muy bien qué hacer. Suele suceder que, como en estos pasos de cebra, se quede uno pensando más de lo debido en si cruzar o no, más por miedo que por otra cosa. Y cuando se decide uno a pasar, es ya tarde.
Porque es la verdad. Llegamos tarde a todo, si es que llegamos. Es muy difícil, han de darse muchos condicionantes para que así sea, que lleguemos a lo que queremos en nuestro punto de sazón. Y cuando llegamos, quizá no nos haga vibrar la sutilísima cuerda del deseo de la misma manera a como lo hacía unos años antes. Cuando queremos llegar al otro lado, está en rojo; esperamos impacientes, con ansias irrefrenables y creemos que inextingibles, de repente vemos esa estrecha rendija de tiempo -el ahora o nunca- y dudamos; la duda lleva normalmente a la inacción, y cuando ponemos el pie en la acera de enfrente, lo más probable es que, como en el paso de cebra de Bravo Murillo, lleguemos tarde, que muchas veces es como no llegar.
No se sabe qué es peor, si cruzar en esa duda o no. Morir en un paso de cebra, como en la vida, es relativamente difícil. Puede ocurrir, pero hay que contar con nuestros formidables instintos de supervivencia y con los reflejos del conductor. No quiere uno quedar magullado, naturalmente, ni romperse la cadera. Pero quedarse parado cuando se quería cruzar y había oportunidad de ello puede colocarnos en una estampa ridícula. Y repetirse en esa cautela, en esa paralización un tanto burguesa y de ciudadano ejemplar, mirando alternativamente para los lados, a los coches que no pasan y al semáforo por ver si de una vez por todas nos da gusto, es conformismo mal entendido. Porque el gusto, a veces, nos lo tenemos que dar nosotros mismos; el gusto de luchar, de lucharlo, de lucharnos a nosotros mismos. Aunque luego no se consiga nada.
Esto de no conseguir nada, sin embargo, no es nunca exacto, porque si bien es verdad que la mayoría de las veces no se consigue lo que se deseaba, no necesariamente es eso nada. Al revés, con ser algo, puede ser mejor o, en cualquier caso, distinto, de esa otra cosa de nuestros sueños que, en realidad, nunca existió. Nada, hay que procurar cruzar el paso de cebra y llegar a ese algo, sea lo que sea.
Morir no importa.

viernes, 21 de enero de 2011

LAS BARRENDERAS

Llevaba uno mucho tiempo con la comezón de escribir sobre los barrenderos. Y aunque no sea nada original, quería uno, sobre todo, darle un poco de forma literaria a un oficio ya literario de por sí y que por sus características se presta a multitud de divagaciones pseudometafísicas, costumbristas, sociales e incluso líricas. Porque aquí en Madrid y en cualquier ciudad los barrenderos están por todas partes, y el jubilado, el desocupado, el mendigo, que arrastra sus tristes mañanas entre paseos llenos de luz y alucinada contemplación de obras públicas, quizá lo que mejor pueda hacer sea detenerse, sentarse en un banco u ocultarse a lo merodeador tras algún árbol y observar el incansable, el admirable trajín que se traen los barrenderos.
No cree uno que a los barrenderos les entusiasmen esos trajes verde y amarillo fosforito que llevan. Si algo deben de odiar, es ir llamando la atención. Uno cree que el ir con un carrito con papelera incorporada y un cepillo y recogedor profesional aptos para limpiar aceras y parques es indicativo suficiente de que se es barrendero, y más si a la espalda se luce la leyenda “Limpieza”. Pero eso es otro asunto. A uno le gustan los barrenderos, pero no sólo por su función práctica e indispensable, sino sobre todo por ese trabajo terco, sin desfallecimiento, como ajenos pero a la vez cómplices de la marcha del mundo. Los barrenderos tienen para uno un extraño poder sedante y de captación de la mirada. Cuando pasa al lado de uno, uno no puede evitar quedársele mirando, escrutar sus facciones, su mirada cansada y perdida, sus movimientos negligentes que destilan una sutilísima resignación. Pero lo hace con cuidado y procurando no ser demasiado indiscreto, pues al barrendero, aunque en realidad le importe un pimiento lo que le miren o dejen de mirar, si hay algo que no le debe de gustar, repito, es ir llamando la atención.
Uno, por natural e indisimulada inclinación hacia la mujer, tiene mucho más interés, claro está, en las barrenderas que en los barrenderos. Y no son pocas, hay muchas más de lo que se pueda pensar. Tiene uno en la memoria varios rostros de preciosas barrenderas a las que, entre colilla y lata de Coca-Cola, le hubiera encantado decirles algo. Hace un tiempo pululaba por el barrio del Pilar una barrendera morena de enormes ojos negros y ojerosos, siempre fijos en el horizonte, envuelta en unos cascos para escuchar música y guapa como ella sola, y a la que uno se cruzaba invariablemente en su pequeño paseo para coger el autobús que le llevara al trabajo. Dios sabe qué habrá pasado con esa barrendera, si habrá encontrado otro trabajo, se habrá cambiado de ciudad o, simplemente, tiene otro horario u otra zona donde trabajar, pero uno no ha vuelto a verla. Y uno no olvidará nunca a una preciosa barrendera de Aranjuez, la más triste que se haya encontrado, que, en todo el sopor de una calurosísima tarde de julio, limpiaba con infinita mansedumbre la plaza del Real Sitio. Uno no lo sabe, pero así, viéndola desde la distancia, parecía rumiar tiernísimos desfallecimientos del alma por causa de amor. Quizá el novio la habría dejado la tarde anterior, quizá estaba así porque no tenía novio o porque no quería al novio que tenía. ¡Cuánto dudó uno si acercarse y proponerle un paseo consolador, ajenos al mundanal ruido, por el cercano Jardín del Príncipe, entre chopos, álamos y pájaros charlatanes...!
Pero no lo hizo, claro. Esas cosas viven mejor en la imaginación. Las barrenderas. Uno, conforme va subiendo estratos en las vertiginosas alturas de la vida, se va dando cuenta de que vale más, sin duda mucho más, el amor de una barrendera que todas las ínfulas andantes e incómodas de la ostentación, el dinero, la ascensión social. ¿Qué más dará todo eso?
Las barrenderas. Uno, cuando va andando por la calle y se topa con una barrendera, procura pasar con todo cuidado, sin pisar el montoncito de suciedad trabajosamente acumulado y, si le mira, enviarle una sonrisa. Casi nunca lo hace, porque los barrenderos van a lo suyo. Antes que las camareras, tópico mito romántico-erótico auspiciado por el cine, la literatura y el american way of life, puede que sean las barrenderas las nuevas princesas perdidas por entre el sórdido maremágnum de nuestra ciudad.

jueves, 20 de enero de 2011

CARA DE TONTO

En la búsqueda diaria del tema que pueda servir para la entrada de cada día, suelen ser muy útiles las frases hechas y expresiones que, un poco sin pensarlas, se dicen y oyen en nuestro entorno. Están tan asimiladas por nuestro cerebro en forma de engrama que pocas veces nos paramos a pensar en su significado, digamos, visible, pero aún menos en su significado oculto y todavía con menos frecuencia en cambiarles los términos hasta darles por completo la vuelta. Algunas veces son expresiones breves y gráficas que explican en dos, tres, cuatro, cinco palabras toda una compleja situación del alma por la que todos, en mayor o en menor medida, hemos pasado alguna vez. Una de ellas es la expresión “cara de tonto”, sobre la que queríamos enfocar nuestras equívocas y todavía temblorosas luces.
Cuántas veces hemos escuchado y dicho aquello de “se me quedó cara de tonto”. Pongamos unos ejemplos habituales. “¿Sabes? El otro día me dejó la novia, sin más explicaciones. ¡El día anterior estábamos estupendamente! Se me quedó una cara de tonto...” O: “ayer mi feje me dijo que me echaba, así, sin más ni más. No veas qué cara de tonto se me quedó”. También: “no lo entiendo, cuando todo parecía hecho... Teníamos el partido amarrado. Menuda cara de tonto se nos ha quedado”. Uno no sabe muy bien en qué consiste, qué arquitectura de facciones -pues se supone que, siendo una expresión general, todas las caras de tonto responden a una descripción precisa o, cuanto menos, muy parecida entre los distintos individuos- tiene la cara de tonto, pero sí sabe que existe, sabe distinguirla cuando la tiene delante y, sobre todo, es perfectamente consciente cuando a uno mismo se le queda, sin comerlo ni beberlo, cara de tonto.
Pues bien, con toda la carga peyorativa e hiriente de esta expresión castellana -el idioma castellano, los castellanos, siempre se han caracterizado por llamar a las cosas por su nombre, guste o no guste, sea más políticamente correcto o incorrecto-, a uno le parece que la cara de tonto es una de las más dignas y literarias de entre el casi infinito abanico de visajes que puede ofrecer el rostro y, por lo tanto, el alma. Podríamos definir la cara de tonto como la fotografía del total desconcierto, el fotograma en que todas las dudas del hombre, todas las incertidumbres personales y generales de la existencia, toda la miseria con todas sus luces y sombras, se materializan, se nos ponen ante los ojos como un fantasma, en forma de imagen humana. En forma, en suma, que podamos comprender o, cuanto menos, empezar a poder comprender. Uno cree que la cara de tonto es nuestro estado más primitivo y puro, aquel en que, simplemente, no entendemos absolutamente nada de lo que ocurre, de lo que nos ocurre, de lo que ocurre con nosotros. La cara de tonto es -y que nadie se ofenda- nuestra cara más habitual.
Es proverbial la cara de tonto que se le quedó al jugador del Bayern de Munich Lothar Matthaus -un ganador nato que, entre otros títulos, atesora un Mundial- cuando el Manchester United remontó a su equipo con dos goles en el descuento la final de la Copa de Europa de 1999 jugada en el Camp Nou. Bien, pues uno, que tiene grabadas en la cabeza muchas imágenes de Matthaus henchido de gloria y satisfacción, celebrando cosas, bebiendo cerveza alemana y brindando con los aficionados en la plaza central de Munich, no encuentra mejor imagen de la persona, de la humanidad, de Matthaus que aquella en que se le ve, con absoluta cara de tonto, mirar con los ojos del alma perdidos en la nada la tumultuosa celebración de los felicísimos jugadores del Manchester United.
Pensándolo un poco, hay mucho de patético ver a los hombres celebrar cosas, envanecerse de lo conseguido, propalar a los cuatro vientos la victoria. Hay en la consecución de los deseos y en la alegría explosiva un algo de indigno, un mucho de fugacidad y casi nada de grandeza. Y, en cambio, la imagen de la desolación, del no saber por qué, de las bajuras del alma, del tocar fondo con los dedos temblorosos, se nos representa como la más virginal, la más consoladora en su desconsolación, de las estampas. Y la más duradera. La cara de tonto nos mueve a una tremenda comunión con los demás, con nosotros mismos. A uno le parece -llegó el momento de invertir los términos- que hay mucha más cara de tonto en la cara de listo y triunfador, que sólo es supuesta y nunca real en tanto que es, sobre todo, efímera.
Perder, sí. Continuamente está uno perdiendo, aunque esté ganando. Es seguro que estamos hechos para existir, para estar, quizá para ser felices, pero lo que en ningún caso es seguro es que estemos hechos para ganar. Porque lo que se tiene, si al principio no nos hastía, sí nos ocupa y, sobre todo, nos preocupa. Ya lo dijo Valle Inclán: “siempre hallé más bella a la majestad caída que sentada en el trono”. Empezar de cero, tocar los fondos de la nada y atisbar todo un mundo de posibilidades; detenerse un momento en nuestro paseo, bajar el mentón, mirar para el suelo y poner cara de tonto. Hay que hacerlo de vez en cuando.
Cara de tonto, la más hermosa que alguien puede poner. Quien entiende esto, no necesita que se lo explique, y a quien no lo entiende es imposible explicárselo.

miércoles, 19 de enero de 2011

SOBRE EL INSTANTE ETERNO

Las fechas tienen para uno un encanto especial. No le da pudor el reconocer que guarda en la divina memoria muchas efemérides personales en las que quizá el último baremo para su conservación sea la importancia en el devenir de su vida. Recuerda uno, por supuesto, cuando hizo la comunión, cuando conoció a su novia y el día en que lo dejaron, la fecha exacta en que operaron a su padre o en la que aprobó la Selectividad. Son estos ejemplos de fechas que la gente suele recordar, aunque bien sabemos que los hay que no recuerdan ni su propio cumpleaños. Son, digamos, fechas que tienen cierto carácter práctico, mojones en la vida, puntos de inflexión. Son las efemérides de aquellas que podríamos denominar, con escaso acierto y estrechísima imaginación, como las cosas importantes.
Pero hay un género de efemérides que uno guarda como el más preciado de los tesoros y que son ladrillos fundamentales de su historia espiritual. Nos referimos a aquellos sucesos nimios cuya gracia y encanto se basa precisamente en su nimiedad. Se trata preferentemente de estados fugitivos de algo así que podríamos denominar como magia ambiental, conjunción astral o conspiración de los hados. Y cuanto menos decisivo para nuestras vidas sea ese instante, más importancia tendrá en nuestra memoria, mayor placer nos proporcionará su recuerdo y más réditos líricos podremos extraer de él. Porque ya dijo Quevedo que sólo lo fugitivo permanece, y bien que es verdad. El hombre empieza a hastiarse de las cosas en cuanto las tiene, y el estado más puro de su cerebro, de su alma, le parece a uno que es el amor platónico.
Viene esto a cuento de que precisamente ayer, 18 de enero, se cumplieron tres años de uno de esos momentos de que hablamos y que quizá quede en la cabeza de uno por los siglos de los siglos. La cosa no tiene más complicación ni trascendencia y ninguna consecuencia de él ha llegado hasta el día de hoy, como no sea -¡y no es poca cosa!- su dorado recuerdo.
Resumamos. Nos situamos en el río Alberche, en las inmediaciones del pantano de San Juan, 18 de enero de 2008. Mi grupo de la asignatura Deporte de Orientación y Multiaventura hemos ido a pasar un fin de semana a la sierra con objeto de realizar unas prácticas. Se trata de una competición por parejas consistente en buscar un número determinado de balizas por el bosque -desplazándonos a pie o, cuando sea imprescindible, en piragua- en el menor tiempo posible, y que durará todo el fin de semana, en varias tandas. A mí me ha tocado precisamente con la chica que por aquellos días me gustaba, M., por lo que antes mis ojos se abre un buen número de horas perdido con ella entre los pinos y las encinas. Un amor silvestre y andariego, como los de toda la vida. Pero avancemos un poco más. Son cerca de las siete de la tarde, y, después de una soleada y tibia tarde de invierno, ya casi ha anochecido del todo. Hemos pasado el día correteando por el bosque mapa en mano buscando balizas y ahora toca el tramo acuático. Estoy sobre una piragua, vestido con el traje de neopreno, remando, con los hombros destrozados y con M. tras de mí. No se oye nada, de no ser el golpeteo de los remos en el agua. La quietud es absoluta. Nos hemos perdido buscando una baliza en un cerro y se nos ha hecho tarde. Seguramente todos, los profesores y nuestros compañeros, nos estarán esperando en la orilla. A izquierda y derecha las lomas de tupida vegetación encajonan el cauce negro del pantano y, en la espesura del bosque, silba una lechuza; pero no puede uno entregarse a todos estos maravillosos detalles porque hay que seguir remando. El dolor de hombros es insoportable. Casi no soy capaz de moverme, pero M. me anima. Pienso que cómo puede tener tanta fuerza escondida en sus endebles y tiernísimos brazos. No puedo más. Respiro hondo, intentando suministrar oxígeno a mis cansados músculos. Derrengado, me tumbo bocarriba, y es entonces cuando tomo conciencia; conciencia nada más -y nada menos- que del momento. Es casi de noche, y allá arriba brilla el disco plateado de la luna envuelto en un halo brumoso, mientras hacia Poniente una franja de azul metálico va escapándose poco a poco por entre los dedos del reino de la luz. Alguna lívida estrella titila ya en esa bóveda oscura, y permanezco unos instantes saboreando el momento, atesorándolo, como muy pocas veces he hecho en mi vida.
—Venga Sebastian, hace frío, tengo hambre, nos estarán esperando, quiero llegar...
No escucho. Me digo que es el momento, que tengo que levantarme, darme la vuelta cuidadosamente encima de la piragua y, en esa evidente encerrona, decírselo todo a M. y besarla. La tentación es grande, las condiciones, soñadas, y la probabilidad de fracaso, escasa. Pero no. El momento es el momento y no debe estropearse. Una fugitiva lágrima pugna por desbordarse de una de mis cuencas. Lloro de felicidad, porque ¿qué más puedo pedir? Me incorporo y sigo remando. La lechuza vuelve a silbar entre las ramas y los remos producen un sonido líquido y sedante al chocar con el agua. Ha anochecido del todo y veinte minutos después divisamos una luz que nos apunta directamente. Es la linterna del profesor desde la orilla y, a su alrededor, se distinguen algunas sombras. Poco a poco se escuchan rumores de voces, que besando la orilla se hacen inteligibles. Nos gritan y nos aplauden, con un matiz de sorna y otro de alivio. Hemos llegado, y el instante eterno pasó, pero sé que permanecerá. 18 de enero de 2008, rayando las siete de la tarde, a lomos de una piragua...
Bien, nada más que eso. A uno le gustaría escribir algún día sus Memorias de momentos insignificantes. ¿Por qué recuerda uno con tanto cariño la fecha exacta de acontecimiento tan intrascendente? Nada pasó, y de aquello nada salió tampoco. La chica dejó de interesarme poco después y yo a ella también, si es que le interesé en algún momento.
Pero ahí queda. Quiere uno decir con esto que es absurdo poseer todo lo que deseamos. El estado natural del hombre es no tener nada, excepto, quizá, sus recuerdos. Cuando un deseo se hace tangible, corpóreo, pierde la razón oculta, misteriosa, y pasa a ser otra cosa. ¿Será verdad que vivimos de las ensoñaciones más que de la realidad? Tres años después de aquello, uno sigue considerando aquel momento en el río Alberche como uno de esos que valen por toda la eternidad.

martes, 18 de enero de 2011

TODO PASA

De entre las características privativas y fundamentales del hombre le parece a uno que la que más le distingue del resto del reino animal es su dicotomía entre realidad e imaginación. El hombre, entre otras muchas definiciones que podrían resultar igualmente válidas -o inválidas-, no es más que realidad e imaginación, lo que, por otra parte, no es poca cosa. Que el hombre sea realidad e imaginación implica, entre otras muchas cosas, que sea consciente de la realidad del tiempo, aunque lo mismo, y quizá más exacto, sería decir que el hombre es consciente de la imaginación del tiempo. Por tanto, si no hay hombre no hay tiempo, pues que el tiempo es la forma de imaginación más acabada que se conoce. Donde nació el hombre nació el tiempo, y de ahí podemos decir aquello de que todo pasa.
Entre los asertos que oímos cada día está ese que tiene más visos de verdad que ninguna otra: “todo pasa”. En efecto, todo pasa. Y pese a su cáracter perogrullesco, pese a su reconocimiento general como axioma, pese a que en cada momento de nuestra vida se nos está demostrando ante nuestros ojos, quizá por su evidencia aplastante es una de las ideas que más nos cuesta asimilar. Sólo los años, la experiencia, nos hacen ver con mediana claridad que, en efecto, todo pasa. Es, sin embargo, un aprendizaje lento, tan lento como pasa nuestra vida, y para el que además no valen ni libros ni profesores ni, menos que nada, saltarse pasos. Sí, podrán decírnoslo mil y una veces, nos lo podrán demostrar con ejemplos varios sacados de la experiencia ajena, podrá sernos revelado por el Espíritu Santo, que hasta que no lo vayamos viviendo -ojo al tiempo verbal- en nuestras carnes, no empezaremos a desentrañar su enseñanza y su misterio.
Todo pasa. Y todo queda, que dijo Antonio Machado. Pero lo nuestro es pasar. Sí, lo nuestro, lo de todos, va siendo cada vez más pasar, conforme la vida va pasando por nosotros a más y más velocidad. Esto, que podría ser un poema con su rima incluida, no es más que la realidad chabacana y vulgar de todos los días, para la que valen pocas literariedades. Porque está muy bien meterle vida a la literatura, pero inyectarle literatura a la vida puede ser peligroso. Tenemos la duda de si que todo pase es un consuelo o, por el contrario, es un drama más de la existencia. Creemos que ni lo uno ni lo otro, y que simplemente es una realidad imaginativa, pues que se basa en ese concepto que el hombre, ser mitad realidad, mitad imaginación, inventó: el tiempo.
El que todo pase está en función del tiempo, naturalmente. Está en función, por tanto, de nuestra imaginación. Y en el tiempo, en la imaginación y en la vida, todo tiende por gravedad a la calma, ese estado ideal del hombre. Lo que nos atribuló en su momento, lo que padecimos con horribles sufrimientos morales, puede llegar con el tiempo a causarnos nostalgia. ¿Cómo es posible eso? No lo sabemos, pero es cierto. Si nos ponemos a recordar una época de sufrimiento, pese a nuestra conciencia de ese sufrimiento pasado, siempre encontraremos una pizca de algo que nos haga querer volver a ese instante, aunque sólo sea para contraponerlo a nuestro estado actual, libre de tristezas. Es más, el simple hecho de recordarlo es ya una muestra de que todo pasa, de que todo, en suma, se va posando mansamente sobre el valle del sosiego, hacia lo que todo tiende.
Pero en el sentido contrario es lo mismo. Soñamos insistentemente con algo, ya sea un amor, un trabajo, un objeto, un premio o un lugar en donde vivir. Lo deseamos ardientemente, imaginamos por una razón que no comprendemos -y que ni siquiera es razón- que ahí radica nuestra dicha para los siglos de los siglos y cuando, por aquellas casualidades de la vida, se nos concede, resulta que si no decepción -la vida, afortunadamente, es parca en decepciones-, sí que nos vamos abismando en ese mismo valle del sosiego. A una explosión de alegría inicial suele venir un atemperamiento de nuestros éxtasis, para en muchos casos llegar a la mera indiferencia y, al fin, al olvido.
A lo que sobre todo lleva el que todo pase es a la extinción del miedo, eso que nos pudre de la cabeza a los pies. En efecto, sólo se tiene miedo en función de nuestra esencia proyectiva, y saber que tarde o temprano todo pasará nos tranquiliza de tal modo que, según vamos viviendo y acumulando experiencias, el miedo va desapareciendo. Cuando a uno le dicen que se aleje de tal chica que le gusta porque no es para él, porque le está haciendo daño, porque se merece algo más o porque la abuela baila, no puede, no debe más que obviar tales consejos. Quizá tengan razón, seguramente esa chica es un imposible que además nos tendrá distraídos y chupándonos la energía durante un tiempo. Pero a uno eso cada vez le importa menos. Igual que sólo de la discusión sale la luz, sólo de la lucha a brazo partido se hace el hombre completo. ¿Qué más dará, si todo pasa? ¿Tan difícil es de entender?
Sí, tan difícil es. Pero acaba por entenderse. Y, una vez conseguido eso, es un placer sumergirse hasta el cuello en el agua de la vida. “Viajar es aprender a convertir el pasado en estaciones de paso”, dijo Mauricio Wiesenthal. La vida es un viaje, todo pasa, y lo único que cuenta es navegar.

lunes, 17 de enero de 2011

NIEBLA

Se nos disculpará que hablemos del tiempo, una vez más. Suele decirse que se habla del tiempo cuando no se tiene otra cosa que decir, e incluso he oído a alguien afirmar que una pareja inicia su decadencia irreversible hacia la ruptura cuando, tras un silencio que se ha ido deslizando lentamente entre ambos como muere una rosa cortada, uno de los dos, en un acto desesperado, pondera las calidades metereológicas del día. Uno, en lo que ha ido aprendiendo, niega rotundamente tal hipótesis, y cree más que el indicio primero del desamor no es el hablar del tiempo, sino la incomodidad en el silencio, que es uno de los más grandes sufrimientos a los que el hombre debe hacer frente en su vida diaria. Como en todo, la cosa no está en hablar de un tema o de otro, sino cómo se habla sobre ese tema y, a veces, quién lo hace. Si no fuera así, a uno le parece que la literatura no tendría sentido ni vida, pues sólo contarían cosas y escribirían los campeones del Mundo de fútbol, los veteranos de la Guerra Civil, los viajeros de profesión, los sensitivos, los políticos de la transición y, en suma, todo aquel cuya vida se salga de los cánones habituales del monótono día a día.
A uno, que le interesan más bien poco los sucesos extraordinarios y sí mucho más el manso devenir de la existencia corriente, tiene en el tiempo una continua fuente de lirismo e inspiración. Uno cree que no es otra cosa que un engrama ancestral de cuando nuestros antepasados supeditaban su existencia al medio en que vivían, cosa que, naturalmente, sigue ocurriendo hoy. No es casualidad que lo primero que hagamos nada más levantarnos sea abrir la persiana y ver cómo está el cielo. Entonces, sea cual sea el panorama, algo muy íntimo y casi inexplicable se remueve en nuestro interior. ¿Por qué no contar eso, si en cada uno de nosotros es una sensación distinta, aún siendo la misma?
El tiempo. Pretexto perfecto para las conversaciones de ascensor. Ya sólo por eso deberíamos estarle agradecido. ¿De qué podríamos hablar entonces con esa vecina sexagenaria que, a pesar de que vivimos pared con pared desde que tenemos uso de razón, ni sabemos cómo se llama? ¿De nuestra actualidad intestinal? ¿De nuestros amores desdichados? ¿De nada? Quizá fuera ésta la opción que uno eligiría siempre, pero está visto que en este país hay que llenar minutos de conversación como sea. ¡Y qué difícil es hacerlo! ¡Cómo cuesta llenar un minuto, treinta segundos de diálogo dentro de una cabina estanca! Es, no me da vergüenza el reconocerlo, una de las situaciones que más temo en esta vida.
Hoy el día ha amanecido con niebla, y ahí sigue. Aquí en Madrid el abanico metereológico se mueve entre el sol, la lluvia, el frío, el calor y contadas veces la nieve, mientras que la niebla tiene escasísima presencia. Cada uno de los estados primero enumerados da para una amplia gama de frases hechas y sentimientos atávicos y asimilados a lo largo de nuestra vida. Pero con la niebla no sabemos qué hacer, ni qué decir. Es un decorado extraño que no se adapta a nuestra vida, aunque más valdría decir que nosotros no nos hemos adaptado a ella, por falta de costumbre. Lo único que a uno se le ocurre decir es: “qué barbaridad, esta mañana no se veía ni el edificio de enfrente”. Y ya está. Ese día no se habla más del tiempo a no ser que, como suele ocurrir por estas latitudes, salga después el sol. Entonces sí. Entonces el tiempo se presta a multitud de comentarios más o menos tópicos y afortunados, y salimos del mutismo en que la niebla, esa extraña compañera de ascensor, nos había sumido.
Tiene uno que decir que Madrid está bonito con niebla. Mucho más bonito que con el cielo encapotado de nubes altas, muchísimo más que lloviendo, parecido a cuando nieva pero no tanto, lógicamente, que con su azulísimo cielo descubierto. La niebla -aunque “moja”, otra de las escasas frases hechas a que nos mueve su presencia-, además, da como tranquilidad, pues se sabe de su carácter inofensivo en tanto que no llueve y que, seguramente y antes de que podamos percatarnos, el sol se abrirá paso. Los pelados árboles del invierno adquieren prestancia con la niebla, que da un poco de sentido a su esquelética y quebrada zarabanda, y es encantador ver desde lejos esa niebla que se estanca en los cauces de los ríos para poco después desaparecer sin que nos demos cuenta, como nuestras dulces ensoñaciones con la amada.
A uno le parece que la niebla, aquí en Madrid, no es más que eso, un sueño. Por eso le gusta. Se presenta de improviso, lo impregna todo de un aire de magia y misterio, sabemos de su fugacidad y se va de repente, quizá en el mejor momento, quizá cuando ya nos habíamos encariñado con ella y queríamos que siguiera con nosotros un rato más, como esos sueños que terminan justo cuando más interesantes estaban, sin posibilidad de retomarlos.

viernes, 14 de enero de 2011

TO BE

Ser, estar, parecer. Uno, en los últimos tiempos, ha tenido la oportunidad de ir conociendo gente que le ha puesto en contacto con ese idioma universal y más o menos sencillo que quien más quien menos chapurrea porque está en todas partes y que además va siendo ya imprescindible para nuestros proyectos de vida. El inglés, esa lengua mecánica, poco flexible y parca en palabras va entrando poco a poco en los moldes mentales de uno, de lo cual, lógicamente, uno se alegra, y no poco. Sánchez Dragó dijo que el escritor no debe atenerse más que a una lengua, y hacerlo con todas sus fuerzas con tal de dominarla lo más cerca posible de la perfección. Añadía que por cada lengua de más que el escritor aprendiera, una vez moría. Nosotros no estamos de acuerdo, sino que pensamos, simplemente, que aprender una lengua no es otra cosa que variar nuestros puntos de vista sobre la vida, ser otros hombres aún siendo el mismo. Y por cada lengua que aprendamos, tantos hombres distintos seremos.
En sus conversaciones en inglés, tanto habladas como escritas, uno de los términos que más quebraderos de cabeza le da a uno es uno de los que a simple vista más simples parecen: el verbo to be. Eso de que en un sólo verbo se aglutinen tres de los que uno está acostumbrado a usar en castellano le pone, no pocas veces, en un apuro difícil de resolver. Los que hablamos español tenemos más o menos claro, porque así lo hemos hablado y oído durante toda nuestra vida, que ser, estar y parecer no son la misma cosa y que incluso algunos de esos términos se han contrapuesto entre sí por mor de algunos dichos populares más a o menos afortunados: “nada es lo que parece”, “las apariencias engañan”, etc. Y entonces, cuando uno se pone en contacto con el inglés, se queda pasmado y pensativo, no sabiendo muchas veces qué decir cuando queremos decir que alguien se parece a alguien o a algo o que alguien es pero no está con nosotros porque tiene la sensación, muchas veces, que lo que dice no es exacto y que muchas veces se está burlando de su interlocutor.
A simple vista, podría parecer una limitación bastante lamentable del idioma más hablado del mundo. Lo que en español son tres verbos, y bien distintos a simple vista, con sus infinitas connotaciones, en inglés es sólo uno. Mas si nos deshacemos de esa vanidad nuestra por nuestro precioso y riquísimo idioma y nos ponemos a pensar un poco sobre el tema podemos llegar a preguntarnos si no será el inglés un idioma mucho más inteligente y económico que el nuestro y que, a causa de una enseñanza de la vida a lo largo de los siglos, ha llegado a la soberana conclusión de que, simplemente, ser, estar y parecer son exactamente la misma cosa.
Sin ánimo ninguno de abrir una disquisición filológica para la que uno carece de cualquier conocimiento, sí quería reflexionar y hacer reflexionar un poco sobre lo que ese verbo to be y sus equivalentes en español nos pone ante los ojos: que, por mucho que diga el refranero y por mucho que nos lo hayan y nos lo hayamos querido hacer ver, no sólo somos lo que somos en realidad, sino también lo que parecemos. Todavía más, y aquí la física cuántica tiene algo que decir, que para ser hay que estar. Aquella novia nuestra que dejamos o que nos dejó tiempo atrás y que sabemos -o suponemos- que no está muerta, aunque sabemos que sigue y seguirá siendo por los siglos de los siglos -porque lo que es, por definición, nunca puede dejar de ser-, simplemente por no estar con nosotros, no es ya para nosotros. De ahí que tome significado aquella frase de Guy de Maupassant que decía que se lloran con la misma tristeza a las ilusiones que a los muertos. Una ruptura no deja de ser lo mismo que una muerte.
Con todo ello quiere uno decir que el hombre es un ser social y que por muy “anarcoindividualista” que sea o se considere (o parezca) no le queda más remedio por su propia mismidad a establecer relaciones con sus semejantes, esto es, no sólo a ser, sino también a estar y parecer. Incluso el ermitaño de la montaña que se encierra durante décadas a escribir sus pensamientos lo hace con la esperanza, quizá incosciente, de que alguien en el futuro lea lo que escribió. Y el absoluto solitario que ni escribe ni hace nada y que sólo tiene su soledad, la tiene precisamente gracias a los seres humanos que existen. La soledad, como todo, tiene sentido si se contrapone a algo, esta vez a la compañía.
Esto de sentirse solo tiene sentido únicamente porque existe la sociedad y quien no está solo. Es verdad que en última instancia sólo nos tenemos a nosotros mismos y que cada uno de nosotros es un orbe prácticamente infinito. Pero ese mismo nosotros ha sido moldeado a lo largo de la vida por el contacto con los demás, esto es, por lo que parecemos y hemos ido pareciendo, y por estar y haber estado con ellos. Parece que aquí el inglés, al que los hispano hablantes solemos despreciar por su mecanicismo, limitación de vocabulario y escasa musicalidad, puede ofrecernos alguna enseñanza acerca no sólo de ese idioma en sí, sino del nuestro propio y, por extensión, de nosotros mismos.

jueves, 13 de enero de 2011

HABLEMOS DEL AMOR

Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Miguel Hernández
Uno sabe que del amor está hablando siempre, aunque no lo nombre explícitamente. No sólo eso, sino que, aún más importante, más que hablar del amor, habla desde el amor. Relacionarse, escribir -escribir es una forma de relacionarse- es ya de por sí un acto de amor, pues que además de que normalmente no se escribe más que de lo que se ama, se ama escribir. ¿Qué otro resorte si no es el amor nos impulsa a escribir, a vivir, a estar? Por ejemplo, una conversación nos aburre si no nos toca una sutilísima fibra sensible, esto es, si no toca de lleno o tangencialmente algún tema que amamos. No es posible ninguna actividad humana sin un soplo de amor, aunque sea tímido, casi imperceptible, como esa levísima brisa veraniega que alivia nuestros calores y desasosiegos. Vivir es, en suma, un acto de amor, e incluso diríamos que el amor es todavía más que vivir. Invirtamos los términos, pues: el amor es el acto de vivir.
Se entiende perfectamente que en toda novela o creación de ficción haya amores. Las más grandes obras maestras de la literatura, del cine, del teatro, de la música incluso, tiene amores. La primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós, por ejemplo, con todas sus virtudes narrativas, sus personajes novelescos o reales perfectamente delineados, su rigor histórico, su calidad literaria, su sólida estructura, su monumentalidad, valdrían poco sin esa pareja mítica que forman Gabriel e Inés. Lo mismo podríamos decir de Guerra y paz sin Pierre Bezujov y Natasha Rostova. Un tratado de física no se entiende sin el amor, aunque en él no se nombre en absoluto esa palabra. Toda creación, si es sincera y verdadera obra del hombre, tiene el amor en su esencia como la molécula de agua consta de un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno. Sin esa precisa combinación atómica, no hay agua. Si no hay amor, no hay hombre.
Pero aquí, más que de hablar sobre ese amor universal que está en todo, más que de hablar, en suma, de ese todo, queríamos detenernos en su vertiente más popular, dolorosa y placentera a la vez: en el amor entre personas. Muchas veces nos preguntamos qué puede ser eso del amor, esa cosa a veces incómoda que de improviso se hospeda en nuestra alma y en nuestro cuerpo como un parásito. Es posible que sea una pregunta retórica, pero es posible también encontrar una vía que al menos nos acerque a un germen de respuesta; que al menos nos acerque a una mera sospecha que, visto lo visto y sobre todo en este tema, no es poca cosa.
Uno es aficionado, de vez en cuando, a hojear el diccionario. Pero no sólo para encontrar el significado de palabras que desconocía o extrañas, sino sobre todo a comprobar, con infinita curiosidad y muchas veces sorpresa, lo que el Diccionario -con mayúscula, esa inmensa cantera de ladrillos con la que hemos ido contruyendo nuestra alma a lo largo de nuestra vida personal y nuestra historia como especie- entiende por aquellos conceptos que usualmente tratamos en nuestra vida ordinaria. Conceptos de los que conocemos, o creemos conocer, el significado. Pero el Diccionario, “ese gran libro de poesía” que dijo César González-Ruano, guarda en su seno definiciones que trascienden lo que conocemos, definiciones en las que con pocas palabra se dicen muchas más cosas de las que caben en esas pocas palabras. Es lo mismo que meter todo el agua de los océanos del mundo en un vaso. ¿Qué otra cosa si no poesía es eso?
Detrás de cada palabra se esconde un sueño calenturiento, dijo Cela. Acudamos al Diccionario y busquemos la palabra amor en su primera acepción. Leemos, no sin cierto pasmo, lo que sigue: “Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.” Está claro que cada uno tiene su propio concepto del amor y que hay, por tanto, tantas deficiones del amor como personas racionales hay en el mundo y aún muchas más. Pero lo que no se puede negar es que no habrá muchas que superen el contenido de la de nuestro Diccionario de la Real Academia Española. En primer lugar, nos llama la atención la palabra “intenso”. Según el Diccionario el amor no puede ser tibio. Creemos que es verdad. En cuanto la temperatura del amor desciende unos grados, empieza a morir. El amor no entiende de medias tintas y sólo sobrevive en condiciones óptimas de crecimiento o, como poco, de mantenimiento en cotas altísimas. Luego está el término “ser humano”. El ser humano, en efecto, es amor en sí mismo y vive gracias al amor. Es un sentimiento -esta palabra merecería un análisis aparte que excede los límites de esta entrada- muy humano pero que creemos no está sólo en lo humano, sino en la Naturaleza. Mas recordemos que nos hemos detenido exclusivamente en el amor entre personas. A continuación viene lo gordo, el concepto sobre el que queríamos incidir y que nos parece la clave del asunto: la palabra “insuficiencia”.
¡Insuficiencia! ¡Qué terrible concepto! Ahora es cuando empezamos a comprender algo. Resulta que lo más excelso de nosotros, que aquello sobre lo que fundamentamos nuestros actos, pensamientos y objetivos vitales se basa en nuestra propia insuficiencia, en la intrínseca cojera espiritual del ser humano, en la imposibilidad palmaria de autarquía personal. Resulta que el amor es en su esencia algo incompleto y que, además, el hombre que no ama es también alguien incompleto, no realizado, con lo que tenemos una grave paradoja difícil de deesentrañar. Con lo que tenemos, en fin, el carácter trágico del amor y el eterno drama del hombre.
El hombre no es nada sin lucha y en toda lucha se pierde algo. El amor, por tanto, nunca puede ser perfecto, y el amor más cercano a la perfección es precisamente aquel que no existe, que no ha existido y que jamás existirá como no sea en nuestra imaginación. En el momento en que el amor se materializa, en el momento en que el amor más que ser, está, es ya fatalmente incompleto. Es mucho más fácil sufrir y sentirse solo, insuficiente, a causa de un amor que tenemos o hemos tenido que por aquel que no es más que mera ilusión (ilusión en el sentido de engaño, cosa no real, imaginada). Y a pesar de todo ello, a pesar de lo inevitablemente trágico de su devenir real, preferimos tener ese amor de nuestros sueños a que sólo sea sueño.

martes, 11 de enero de 2011

YA SOMOS TODOS ESCRITORES

Uno ha sido siempre reacio a incorporar a su vida las nuevas tecnologías, no sabe muy bien si por limitaciones económicas, por simple conservadurismo mal entendido o por ambas cosas, que es lo más probable. La primera posible causa es muy fácil de entender, pues el dinero, amasado por cabezas medianamente claras, tiende por mera gravedad a depositarse en aquellas necesidades que, si bien pueden no ser básicas, si tienen al menos un respaldo de tiempo tras de sí. En otras palabras, el dinero, cuando es escaso, es poco amigo de lo nuevo, pues es verdad que necesidades básicas hay más bien pocas y que, además, son las más antiguas que existen. Son en las que el dinero encontró su primer destino, allá en los albores de la civilización. Es perfectamente lógico que así fuese y que, en menor medida, así siga siendo. La segunda causa manifiesta un cierto carácter pedestre, el mismo que vemos en aquellos que, henchidos de orgullo, suelen decir: “si yo el móvil sólo lo quiero para hablar”. Detrás de ello hay como un cierto miedo atávico a pasar de ser controlador a ser controlado por el imperio de las máquinas y, sobre todo, un indisimulado desdén hacia las formas de vida de la modernidad. Y no hace falta ser viejo para ello.
Uno ha sido siempre de esta cuerda. De sus amigos fue el último que tuvo ordenador, su primer móvil se lo regalaron tres años después de su aparición masiva entre la adolescencia, no empezó a navegar por internet hasta hace relativamente poco tiempo y se inmiscuyó en la colmena del Facebook cuando éste gozaba ya de decenas de millones de abejas zumbadoras. Llegó uno tarde a todo, sí, pero llegó, y ahora se le hace muy difícil imaginar su vida sin todos esos aditamentos artificiales, hijos de la civilización y producto, no lo olvidemos, de un trabajo titánico de muchas generaciones de sesudas y voluntariosas mentes. No es nada fácil llegar hasta donde se ha llegado, y esto, que debiera ser una verdad que cayese por su propio peso por su indefectibilidad, no es comprendido por la mayoría de nosotros, que piensa que la tecnología está ahí desde siempre, como un legado de Dios. A uno le sigue pareciendo milagroso, muchos años después de la aparición de internet, comunicarse al instante con alguien que vive en Nueva Zelanda. Por eso es algo indignante verse a sí mismo cabreado cuando la conexión falla, cuando el ordenador va lento, cuando, sin saber por qué, ese mensaje tan importante no ha podido ser enviado por un fallo técnico... Cuestión, como todo, de costumbre, de mala costumbre.
Sin querer entrar en si viviríamos más felices sin todo esto y en su verdadero valor en nuestra civilización, quería uno fijar su mirada en una de las herramientas más interesantes del mundo cibernético: el chat. Es bien curioso que el chat, en el fondo, no es más que un avance regresivo, llamémoslo así. Más de un siglo después de la invención del teléfono, que permite escuchar una voz distante miles de kilómetros -como la de un fantasma-, el chat, el Messenger, es la vuelta a la ancestral costumbre epistolar. Costumbre epistolar acelerada a la velocidad de la luz, instantánea, pero que mantiene la esencia de su lenta homóloga en papel: su carácter escrito.
El Messenger está tan extendido y es una herramienta de comunicación tan asimilada por la población que puede decirse que, quien más quien menos, todos somos ya un poco escritores. El chat obliga, se quiera o no, a hacer el esfuerzo espeleológico de buscar palabras y pasar a máquina lo que se diría en viva voz de tener a nuestro interlocutor delante. Uno, que no sabe muy bien qué es una novela, o qué puede tenerse por novela, sí puede asegurar que todas esas conversaciones que en este momento se están cruzando por los chats de todo el mundo, no son otra cosa que novelas. Novelas con sus chismes, sus descripciones, sus desgarros emocionales, sus emociones expresadas con algarabía o pudorosamente guardadas en el seno de cada uno, como un pájaro herido; novelas con sus relatos entreverados -como las novelas ejemplares de Cervantes o esos relatos exóticos dentro de las novelas de Baroja-, sus decepciones, sus tristezas, sus dramas y su romanticismo. Novelas, en fin, que tienen todo lo que debe tener una novela: carácter humano. Ateniéndonos a Unamuno, podríamos decir incluso que, más que novelas, son nivolas, por su esencia improvisadora.
El Messenger tiene una formidable herramienta que es el historial del chat. Recomiendo a todo aquel que quiera recordar un amor perdido y ya no doloroso, o que desee revivir viejas emociones, que abra un historial de chat y lea. Se encenderán en él insospechadas emociones. Lo que se encontrará se parece asombrosamente a una novela, tanto que, transcrito con corrección -casi nadie escribe bien en los chats- y pasado a limpio, podría pasar, tal cual, como una novela de mayor o menor extensión y calidad. Escribir como se habla, sí. El escritor, pese a todas sus ínfulas iniciales, debería llegar, en su depuración máxima, a escribir como se habla sin perder encanto ni calidad literaria. El Messenger, esa novela andante -porque se está haciendo siempre- y cibernética, nos pone un poco en la senda de la claridad en la escritura, valor cada vez más estimado por quien esto escribe y por la población en general.
A todo se acostumbra el hombre, bien es cierto, como lo es que necesita muy poco para vivir. Pero siempre que pienso en esta convicción mía se me viene a las mientes una frase de Patt Ewing, ex jugador de los New York Knicks de la NBA que cobraba diez millones de dólares al año: “a los que nos critican porque cobramos mucho, les diría que ser jugador de la NBA y famoso requiere muchos gastos. Yo ya no podría vivir sin tanto dinero, y es más, me parece que cobro muy poco”. No dudamos de ello. Internet, el Facebook, están ahí con nosotros, como lo estuvieron y siguen estando el teléfono, el cine, el coche, el avión y tantos y tantos otros avances de la tecnología, que es prolongación de la mente humana. ¿Y para cuándo una novela en papel basada exclusivamente en conversaciones de chat? Sí, ya somos todos escritores.

lunes, 10 de enero de 2011

CLIMA DE ENERO O EL DULCE SABOR DE LA RUTINA

Tiene uno pensado para sí que una de las mejores épocas del año es aquella que va desde el día 7 de enero hasta diez o quince días después de esa fecha. Es la época, digamos, de la vuelta a la calma, o de la vuelta al lío de nuestra vida, eso según cada cual. Lo importante es que se trata del regreso a lo que somos, del regreso a la rutina. Porque la única forma que tiene el hombre de realizarse es repetirse, anclar su vida a una sucesión de acciones y acontecimientos repetitivos, fijar sus divagatorios pensamientos a un esquema mental y vital más o menos fijo. Ya se puede ser pobre, tener una rutina de pobre y querer ser rico, que también en ese deseo de ser rico no hay más que el deseo de la rutina del rico. Ya se puede ser sedentario obligado, llevar una rutina como tal, y tener el deseo de viajar, quizá una de las tareas humanas menos rutinarias, que lo que se busca es precisamente la rutina de viajar. Ya se puede querer salir de Madrid, donde tenemos nuestra rutina, para pasar dos semanas en las Bahamas, que lo que queremos es encontrar en las Bahamas otra rutina. Todo es rutina, todo es repetición, y el que sueña con algo, no sueña con ese algo. No sueña más que con una mera rutina.
Es muy usual escuchar esa frase de después de las vacaciones que, con amargo tono y frunciendo el ceño, reza: “qué asco, vuelta a la rutina”, cuando lo que deberíamos decir es lo siguiente: “qué bien, vuelta a la rutina. Porque tengo la suerte de tener una rutina que, si a lo mejor no es la que, en mis deseos de perfección, yo hubiera elegido, me da para vivir, quizá no holgadamente y sin estrés, pero hay otras muchas rutinas peores”. Así es. La rutina está muy desvalorizada en la sociedad actual, que sin embargo ha llegado al extremo de encumbrar a la rutina menos válida de todas: a la rutina del placer, la rutina del disfrute brutal y perpetuo, ya sea en forma de sexo, bienes materiales o vacaciones perpetuas. Porque cuando el placer desmedido, desordenado, se hace rutina, simplemente deja de ser placer.
Lo que debería tenerse claro es que si no existiera la rutina diaria, esto es, aquella en la que con mejor o peor suerte estamos todos inmersos durante la inmensa mayoría del año, no sería posible esa otra rutina que tanto deseamos, que muchas veces no sabemos cuál es y en la que volcamos todas nuestras ensoñaciones. Todo se contrapone a algo, e intentar obviar ese algo o ese todo porque no nos agrada es no querer sumergirse en la liquidísima esencia de la vida, que no entiende de conceptos perfectos porque continuamente se está haciendo y nunca termina de acabarse; nunca termina, en suma, de perfeccionarse.
Enero es el mes de la rutina. Es su clima. Por eso, al margen de sus fríos e inclemencias metereológicas, es tan gratificante. Tras los Reyes, el día siguiente es como si se hubiera descorrido un telón, y las Navidades, la Nochebuena, la Nochevieja, Año Nuevo, todo ello, es como si hubieran ocurrido miles de millones de años atrás. Las luces del centro han desaparecido, las cajas de polvorones han ido a parar a la basura por manos invisibles y el arbolito, como estremecido por ese clima rutinario que parece no irle bien a su vegetal organismo, ha huido por la puerta de casa para no volver hasta el año siguiente. No queda nada, y, caminando por la calle, se diría incluso que la gente parece contenta de haber vuelto a la rutina.
En el fondo vienen bien las Navidades, no como Navidades mismas, sino para que valoremos a la rutina en su justa medida. Para que la valoremos como lo que es: lo que nos hace, lo que nos va haciendo, como personas. Si nos fijamos bien, a la gente no se la valora más que por su rutina. “¿Tú que haces? ¿Qué te gusta? ¿A qué te dedicas?” Incluso el romanticismo, esa flor casual que a veces encontramos, tiene una base rutinaria: “qué será de él, de aquel novio que tuve y al quise tanto...?” ¿Y el amor? El amor, el amor verdadero y duradero que todos -quizá en nuestra ingenuidad- buscamos no es más que rutina, por muy mal que suene decirlo. La rutina de amarse es la rutina arcádica, la más difícil de conseguir y la que mejores réditos nos proporcionará. Porque amar es como todo, se aprende a amar como se aprende a jugar al baloncesto o a escribir, suponiendo que se pueda aprender a escribir alguna vez. Es verdad que el deseo se acaba, y bastante pronto, pero, ¿el amor? No, el amor no tiene por qué acabarse. De hecho, el amor no acaba nunca. Por eso tampoco es perfecto.
Llega la segunda semana de enero, vuelve la rutina, y todo adquiere el color que tenía antes de los frenéticos y desconcertantes días navideños, que tan pronto como vienen y nos zarandean con sus fuertes vientos, se van, como si nada hubiera pasado. Y nosotros, fantoches desubicados por ese tornado irreal y soñado, no podemos hacer otra cosa que buscar la senda que perdimos, sobre poco más o menos, el 20 de diciembre. No es otra que la senda de la rutina, sea la que sea, y demos gracias.

lunes, 3 de enero de 2011

DÍA DE DÍAS

Tengo la suerte -no sé si buena o mala- de cumplir años en época de fiestas, apenas dos días después de la Nochevieja, una semana y poco más tarde que la Nochebuena y a escasas 48 horas de la venida de los Reyes Magos. Días en que se acumulan las felicitaciones, los agasajos, los buenos propósitos y las palabras amables. Es decir, una verdadera saturación felicitadora que hace poco menos que milagroso que una persona se acuerde de otra a título personal por causas ajenas a la Navidad y derivados. Quizá por eso es que normalmente, a lo largo de mi vida, no muchas personas se han acordado de felicitarme en mi cumpleaños, aunque debo decir que pocas felicitaciones echo en falta y ninguna desde luego echo de más. Uno, que suele ser desmemoriado para los cumpleaños ajenos, no puede por menos que asombrarse al ver que alguien, por cercano que sea, se acuerda de la humilde e insignificante efeméride de uno y le dedica no ya un regalo, que eso no se le puede exigir a nadie, sino tan sólo unas palabras que le recuerdan, por si lo había olvidado en su quebrado devenir, que es, que está en el mundo, que tiene -si no prestancia- presencia.
Haría uno el artículo del cumpleaños a lo Larra, en cuyo homenaje se ha titulado esta entrada como Día de días (véase El castellano viejo). Homenaje a quien por causa de amor y vida -palabras que, si no sinónimos, muy cerca una de la otra se andan- se dio muerte, tiñendo de rojo con su sangre las cortinas de su casa de la calle Santa Clara y de leyenda su literatura y, sobre todo, su existencia. Uno, que ha leído a Larra más bien poco, o al menos mucho menos de lo que le gustaría tanto por calidad literaria como por afinidad personal, se acuerda mucho más del wertheriano escritor madrileño de lo que cabría si nos atenemos al número de páginas leídas en comparación con otros escritores.
Larra, cuando se dio muerte pocos minutos después de que su amada Dolores Armijo abandonara su casa con un “no” como última respuesta, aún no había llegado a los 28 años, los que uno cumple hoy. Da rabia y casi pavor imaginar lo que hubiera conseguido de no haber caído en la tentación de apretar el gatillo aquella noche del 12 de febrero de 1837. En cualquier caso, actividad ociosa sería, pues entre las enseñanazas básicas que uno ha ido asimilando es que las cosas son como son y sucedieron como sucedieron, y de nada vale darle vueltas.
Decía que tenía pensado hacer el artículo a lo Larra, con ese punto de cansancio prematuro por la vida, de fatalidad prefiguradora de su muerte, pero no lo voy a hacer. No puedo, no me sale. “¿Qué es un aniversario?”, se preguntó Larra. “Acaso, un error de fechas”. A tal grado de excepticismo llegó que dudaba incluso de su propio cumpleaños, de su propio día de días. Uno cree que de lo único que Larra no dudaba era de su amor a la vida, pese a lo que pueda parecer por su suicidio. No conviene confundir, porque nadie se mata por algo que le da igual.
El caso es que ha recibido uno más felicitaciones de las esperadas (aunque hay que decir que el Facebook, nuevo eje de nuestras vidas, facilita mucho las cosas). Luce el sol, hace buena temperatura y uno cumple años en la mejor disposición. Esto de los cumpleaños es como todo, depende de como uno quiera llevarlos, y si tiene un poco de cabeza y es capaz de expulsar fuera de sí esas lamentables autocompasiones por el paso de tiempo -o por el tiempo que pasa por nosotros- puede estar seguro de pasar un día de días de lo más grato. Pues peor sería que el tiempo dejara de pasar por nosotros, peor sería, en suma, no cumplir 28 años que cumplirlos.
Uno ha escuchado durante toda su vida que los 28 años son el punto de madurez física del hombre. Uno, la verdad, aún no ha notado la más mínima falla en su aspecto ni en su rendimiento atlético, que se puede decir que crece año a año, mes a mes, día a día. Es así, y no lo puede ocultar. Ignoramos si este 2011 que entra marcará un punto de inflexión y lo que antes era exhuberancia muscular sin freno ahora se convierta en paulatina decadencia. Primero se perderá la explosividad, luego la velocidad, después los reflejos... Lo que es seguro es que año tras año la verdadera maquinaria, la que uno lleva dentro del cráneo, es mejor a los 28 que a los 27, y que a los 29, si uno no es absolutamente tonto, se mejorará lo precedente.
Homenaje, en fin, a quien no pudo cumplir estos 28 años que uno cumple hoy. Homenaje al número 28, casi tan redondo como pueda serlo el 30. Y homenaje a uno mismo y, sobre todo, a los que le felicitaron, que convirtieron este “error de fechas” en algo concreto y que con ello levantaron la estatua de uno mismo, llevándose su nadalidad a otros derroteros.