miércoles, 23 de febrero de 2011

FORMAS DE DESCONOCIMIENTO

No es de nuestro agrado abordar temas o cosas que no es que sólo no nos gusten, que no es lo mismo que sintamos hacia ellos una mal disimulada hostilidad. Puede que algo no nos guste pero no nos despierte más que mera indiferencia. Ahora bien, hay asuntos que sí encienden la luz de alarma dentro de nosotros, incomprensiones tan grandes y flagrantes ante la mente y actos de nuestros semejantes que consiguen retorcernos las vigas del alma. Son pocas las ocasiones en que esto ocurre, empero, pues uno, lejos de ver de dentro a afuera, esto es, de tener una visión egoísta y unitaria de lo que debería ser el mundo según sus inamovibles creencias, procura analizar el mundo -de afuera a adentro- de forma aséptica y ajena a los juicios de valor para intentar comprenderlo.
Ahora bien, hay cosas con las que uno no puede, por más que intente empatizar. Una de ellas son esos autobuses turísticos descapotables que recorren el centro de las grandes ciudades del mundo cargados de gentes portadoras de gafas de sol que miran de un lado a otro intentando atrapar algo de lo que el guía les va contando vía pinganillo. Eso, algunos, porque los más aprovechan para dormir la siesta al sol madrileño, en nuestro caso, o para comerse un bocadillo de salchichas chorreante de mayonesa y mostaza. ¿Hay forma más absurda de conocer una ciudad? Aunque habría que precisar. Más que de conocerla, estos autobuses turísticos son la mejor manera de desconocerla y, de paso, gastarse unos buenos cuartos en los días que dura esa visita, ese desconocimiento.
Viene esta animadversión de la creencia de que las ciudades deben conocerse andando. Lo demás, sobre todo estos autobuses absurdos, es como ponerse a ver un documental en la tele. ¿Quién puede decir que conoce una ciudad por haber visto un reportaje del National Geographic? Al menos si fueran inocuos e inofensivos se les podría dar un poco de cancha. Pero tampoco, porque contribuyen a engrosar el tráfico de la ciudad y, naturalmente, desparraman también sus gases nocivos en el aire que respiramos. ¡Magnífico! Lo único positivo -y razón primera de su funcionamiento- es el dinero que dejan los aborregados turistas en las arcas del país, pues no son baratos precisamente. Desconocemos el dato exacto, pero podemos asegurar que pasma lo que cuesta un paseíto en uno de esos cacharros.
Allá cada cual, sin duda. Pero afean. Todas las ciudades turísticas han perdido mucho de lo suyo, y cada vez va siendo más necesario indagar en sus profundidades para encontrar un rincón de pureza, una reminiscencia de lo que fue y por lo que, en teoría, acuden a visitarla millones de personas cada año. Viajar en uno de esos autobuses es hojear un libro y decir que se ha leído: todo un ejercicio de vanidad, pereza e incultura.
Las ciudades hay que andarlas, sí. Es posible que, en el ritmo de vida actual en que se quieren conocer muchos sitios en muy poco tiempo, en que vale más lo mucho visitado y malo conocido que las delicias de entreverarse con calma y sosiego en un lugar distinto del nuestro, no haya tiempo para verlo todo. Es natural. Pero no debería importar.
Se cuenta del escritor Eusebio García Luengo que, estando en Ibiza donde tenía que dar una conferencia, en vez de visitar la isla se quedó de tertulia con unos ancianos del lugar, frente a una pared blanca. Después glosó esa pared en la conferencia de forma magistral. Esa pared era para Eusebio García Luengo Ibiza, su Ibiza. No es este el ejemplo de lo que uno y cualquiera haría de visitar esa isla o cualquier lugar mínimamente interesante, pero sí nos da la medida exagerada, y, por tanto, exacta y real, de la diferencia que hay entre turista y viajero.
Ver, ver, visitar, visitar. Se quieren hacer tantas cosas que al final no se hace nada. Deberíamos consultar a Lao Tse, que dijo: "cuando nada se hace, nada queda por hacer".

martes, 22 de febrero de 2011

NI SOL NI NADA


Lo hemos dicho más de una vez. La Física y, particularmente, la Astrofísica, nos mueve a pensamientos más profundos y trascendentes que lo que pueda hacerlo cualquier otra disciplina humana, ya sea la Filosofía e incluso la Literatura. Y las conclusiones, siempre provisionales y mudables, a que uno va llegando tienen un sesgo de fatalidad proviniente de la toma de conciencia de lo perecedero de todo cuanto nos rodea, pese a lo cual nos complacemos en seguir indagando en los misterios de lo que ocurre ahí afuera, en los límites del Universo y de nuestra imaginación. Porque el Universo es pura imaginación, más que realidad tangible, corpórea, en tanto que nadie lo ve tal como es ahora, nadie lo toca, nadie lo mide directamente y sin posibilidad de error. Se conoce todavía muy poco, además, y cuanto más se conoce, más exige de nosotros una superación de nuestros esquemas mentales más asentados. Podría decirse que el Universo es una entelequia asombrosamente real y a la vez inverosímil. Los más increíbles sucesos a que ni siquiera nuestro cerebro podría haber llegado nunca de no haberlos comprobado científicamente, ocurren en el Universo. Ahí es nada. Y todavía es poco.

Adviértase en la frase del Eclesiastés que sirve de subtítulo a este blog: “Una generación pasa y otra le sucede, pero la tierra permanece siempre. El sol sale y el sol se pone, pero sale de nuevo”. Filosofía última de vida para cuando todo va mal, pilar maestro sobre el que asentar nuestras creencias. No creemos que haga falta explicarla, la sentencia habla por sí sola y es, al menos para nosotros, de un carácter profundamente terapeútico.

Así es. El Sol siempre estará ahí, y parece que siempre lo estuvo. Ya sabíamos que eso no es así, y que, lejos de ser eterno, nació, se desarrolló, vive y, algún día, dentro de un tiempo que no podemos imaginar, morirá. Ocurrirá cuando la especie humana haga mucho tiempo que dejó de existir, y nadie estará para verlo. Pero sabemos que será así. Punto. Tampoco nos agobia más de lo necesario.

Bien, pues hace poco nos enteramos del ritmo a que se quema, a que va muriéndose el Sol. Y el dato pasma. Resulta que, en las reacciones nucleares que acontecen en su tórrido interior y que hacen que la estrella, además de brillar, no se colapse bajo su tremenda fuerza gravitatoria, cada segundo 654.600.000 toneladas de hidrógeno se fusionan en 650.000.000 de toneladas de helio. Repitamos: cada segundo. Las 4.600.000 toneladas restantes las pierde el Sol para siempre y se dispersan en el espacio, y una pequeñísima fracción de esa energía y luz llega hasta la Tierra, haciendo posible la vida.

No por repetirlo e intentar representarlo en nuestra mente podemos llegar a comprenderlo sin sentir un escalofrío. Esas 4.600.000 toneladas por segundo que pierde el Sol equivalen a una montaña grande. El Sol quema en cada segundo, pongamos por caso, un Kilimanjaro entero. La presunta imperecebilidad del Sol se nos viene de pronto abajo de una manera poco menos que brutal. No hay consuelo. El ritmo es tan monstruoso que, en nuestras arquitecturas mentales, debería evaporarse en meses, días, minutos, segundos. ¿Qué es un segundo de nuestra vida? ¿Nada? ¡No! Un segundo es el tiempo necesario para hacer desaparecer nada menos que una montaña. Y sin pausa, a un ritmo constante y fatal...

Tenía razón Quevedo con aquello de que “sólo lo fugitivo permanece”. El Sol, arquetipo nuestro de eternidad e imperturbabilidad, también envejece, y lo hace a una tasa descorazonadora, casi diríamos que compulsiva. Parece que el Sol, quemando una montaña a cada segundo, tiene prisa por morirse, por matarnos. ¡Pobres de nosotros! ¿Y a qué agarrarnos ahora, ya que al Sol no podemos? ¿A unos ojos fugaces, quizá? ¿A unas piernas que miramos sentados en un banco de un bulevar de nuestra ciudad? ¿A un segundo de felicidad que nos coge al andar por la calle, al doblar una esquina? ¿A ese párrafo de nuestro escritor favorito que nos enamora y hace que nos enamoremos? ¿A...?

Estamos condenados. Sabiendo este dato, no hay nada que sostenga nuestro optimismo. Ni Sol ni nada, habría dicho Baroja. Contamos con la ventaja de que el Sol es enorme, y tiene una masa tal (más de dos mil cuatrillones de toneladas) que, incluso a ese infernal golpe de pedal autodestructivo, tardará cinco mil millones de años en agotar su combustible y quemarse del todo. Pero... ¿qué son cinco mil millones de años comparados con un segundo, en que da tiempo a que se queme una montaña entera? ¡Nada...!

lunes, 21 de febrero de 2011

¿A QUÉ SE DEBE?

Todos lo hemos vivido en nuestras propias carnes alguna vez. Todos hemos sido protagonistas involuntarios de esa película tragicómica del “¿a qué se debe?” que en ciertos momentos se rueda en el plató eterno de nuestra vida. Otros lo llaman “día aciago”, “día de perros”, “levantarse con el pie izquierdo” o, más tópicamente aún, “si lo sé, hoy no me levanto”. Nosotros preferimos darle el título de “¿A qué se debe?” por la carga lírica y fatal que siempre tiene una pregunta, por la indefensión en que nos coloca una frase puesta entre dos signos de interrogación. Todos nos preguntamos todo, y lo malo es que a veces no nos podemos responder. El “¿A qué se debe?” es una de esas preguntas retóricas en las que hay que partir de la imposibilidad de satisfacción de nuestras dudas.
Partamos, pues de la base de que no existe respuesta. No debe esta nimia circunstancia hacernos caer en el error de abandonarla sin intentar penetrar en sus resortes. ¿A qué se debe? Nos despertamos como siempre, incluso diríamos con un ánimo inusual, por bueno. Hemos dormido horas suficientes y de un tirón, miramos por la ventana y el sol desparrama sus mieles por nuestra ciudad. Una sonrisa estúpida se nos dibuja en la cara. Es al ir al baño cuando empezamos a preguntarnos: ¿a qué se debe? La pasta de dientes está agotada y nadie se ha dignado a tirar el tubo exánime a la basura. ¿Cómo enfrentarse al cruel mundo sin ese sabor mentolado en la boca? Es igual, vamos a desayunar. Abrimos el armario y advertimos que esas nuestras amadas galletas que nos dan esos primeros y fundamentales átomos de energía han sido devoradas por el padre, por el hermano, por el perro, puede que por nadie. Buscamos pan. Del día, no hay, y Bimbo, tampoco. ¡Tragedia! ¿Fruta? Ayer fue domingo y todo estaba cerrado. Sólo una pera medio podrida adorna el mísero bodegón de nuestra casa. ¿A qué se debe? Un cartón de leche vacío yace en el fondo de la papelera, y un escalofrío nos recorre el cuerpo. Nuestras sospechas se confirman: no hay más. En nuestra busca diaria de la proteína de calidad buscamos un poco de fiambre, ¡algo es algo! Un trozo de jamón cocido medio arrugado de extraño color y aroma asoma el bracito por entre una bola de papel de aluminio. Podría comerse, pero el riesgo de gastroenteritis nos echa para atrás. Lo dejamos. El tiempo se va agotando, y habrá que salir de casa sin desayunar.
No sin un ímprobo trabajo encontramos la ropa, no la que queríamos —pues esa, ¿a qué se debe?, está sin lavar desde el viernes—, y, después de echarnos para el gaznate un chicle de menta, salimos de casa a toda prisa, tropezando con puertas y muebles. Miramos el reloj: ya vamos tarde. En el ascensor nos cruzamos con esa señora tan irritante que siempre nos pregunta por la novia que no tenemos y los estudios que no hemos terminado, y que hoy está lucida.
—Tienes mala cara hoy, chico —nos dice.
—¡Se habrá dormido mal! —contestamos forzando la sonrisa mientra nos miramos al espejo del ascensor. Lo peor es que la señora tiene razón. Horrorosas ojeras adornan nuestros ojos y nuestro peinado es extrañísimo, inusualmente revuelto y levantado. Parecemos un dandi de los años cincuenta con chándal y ordenador portátil a cuestas. Disimuladamente y en la medida de las posibilidades nos colocamos el cuero cabelludo, pero la mejoría es ínfima. ¿A qué se debe esta fealdad con que el Señor nos ha vestido hoy? ¿A qué se debe...?
Vamos a la biblioteca a escribir, a hacer algo. Afortunadamente, el día sigue siendo espléndido. Nuestro asiento de todos los días, siempre vacío, está ocupado. ¡Vaya! Ya sabemos que no vamos a estar inspirados. Echamos una mirada fulminante al ladrón de nuestro sitio y buscamos otro. Está al lado del pasillo y no para de pasar gente. Para colmo, nuestros compañeros de mesa son unos adolescentes en plena revolución hormonal. Apretamos el botón de encendido del ordenador, sin respuesta. Volvemos a apretar una, dos, tres veces. Al final, parece que le estamos practicando un masaje cardiaco. Nada. Miramos y remiramos el aparato desde todos los ángulos. Nos acordamos de que olvidamos poner la batería a cargar, y echamos mano del plan de emergencia: estilo tradicional, boli o pluma y un folio en blanco. ¡Imposible! En nuestra mochila no hay nada de eso y uno de nuestros “silenciosos” compañeros nos presta un boli que no pinta y una cuartilla escrita por uno de sus lados. Fingimos que escribimos algo y, media hora después, salimos a la calle.
Lo que era día espléndido se ha trocado en desgarrones de plata y viento irritante. Nos abrochamos la cazadora frunciendo el ceño y maldiciendo. En seguida se pone a llover. Al no haber desayunado, buscamos algo de comer que, naturalmente, es escaso, caro y de mal sabor. Vamos al gimnasio, y como es un poco más temprano de lo habitual, encontramos gente distinta. Entre ellos, esa pareja de hermanos insoportables, todo vanidad, que hacía mucho tiempo que no veíamos y que nos complacemos en no ver. Saludamos con toda la amabilidad de que somos capaces, y a la primera nos caen las primeras acusaciones.
—Te veo más delgado —nos dice uno.
—¡La mala vida!
—Estás más gordo —nos dice el otro tocándonos el abdomen.
—¡La buena vida!
Uno no sabe qué decir a estas cosas. En España, el que engorda o adelgaza es tratado como un delincuente. ¿A qué se debe? Terminamos la sesión de entrenamiento casi por milagro y sin haber completado lo estipulado. Bufando llegamos a casa, es hora de comer. Nos frotamos las manos ante la expectativa de un banquete reparador en lo físico y en lo moral, pero la imagen de la mesa no es halagüeña: garbanzos. Y por la tarde tenemos entrenamiento con el equipo. ¡Cómo vamos a jugar al baloncesto con el bandujo lleno de garbanzos!, nos decimos. Pero es lo que hay, y toca tragar. Sabemos que el entrenamiento será un infierno.
Intentamos dormir la siesta, pero casualmente —¿a qué se debe que justo hoy...?— unos obreros están colocando una nueva instalación de internet en el rellano, taladro en mano. Aguantamos como podemos el chaparrón y, cuando terminan y ya sin ganas de dormir, nos ponemos a leer. ¡Al fin un rato de placer y sosiego! Pero el escritor que nos fascina hoy nos aburre soberanamente, y nos vamos poniendo nerviosos. Tiramos el libro de mala gana y la tarde pasa de cualquier manera. Vamos a entrenar, como estaba previsto y, además de los estragos que han causado los garbanzos en nuestro tubo digestivo, no metemos una. Al final, los compañeros nos miran de forma recriminatoria y nos preguntan:
—¿A qué se debe tu falta de...?
Apenas podemos disimular ya nuestra hosquedad:
—¡No preguntes, haz el favor, no preguntes!
El día va declinando, pero aún guarda alguna sorpresa. En el camino de regreso a casa, que se presentaba tranquilo, todo nos irrita. La gente, el tráfago, la vida de nuestro barrio, que normalmente nos gusta y alegra, nos molesta y estorba. Chocamos con un anciano despistado que no pide perdón y un niño llora escandalosamente sin motivo aparente cuando pasamos por su lado, perforándonos el tímpano. Todo parece una conspiración contra nosotros. ¿A qué se debe?
Las últimas horas del día pasan embozadas en una siniestra paralización. No hacemos otra cosa que vegetar delante del ordenador y esperando por milagro a que ocurra algo que nos reconforte, pero, como no podía ser de otra forma, la que nos tenía que llamar no nos llama. ¡Casi mejor!, pensamos, autoengañándonos. Si nos llamara, tropezaría con nuestra versión más deleznable. Ni siquiera salimos a dar un paseo tranquilizador, porque sigue lloviendo.
Ya en la cama hacemos recuento de nuestras pequeñas desgracias, para olvidarlas y también para recrearnos en lo malo pasado, y reflexionamos. ¿A qué se debe? Y, más que lamentarnos por todo lo que nos pasó, sentimos una secreta rabia por todo aquello que no nos ocurrió. ¿A qué se debe no haber encontrado precisamente hoy unos ojos bonitos y fugaces que nos miren? ¿A qué se debe no haber hallado un cálido abrazo familiar, no haber tenido una grata conversación con un buen amigo? ¿A qué se debe...?
No hay respuesta, claro. Y nos dormimos más profundamente que otros días, como si el cerebro quisiera pronto pasar página, olvidar cuanto antes nuestras absurdas preguntas —¿a qué se debe?— y buscar el estrecho recinto de nuestra felicidad.

viernes, 18 de febrero de 2011

LUZ DE VÍSPERAS


(Artículo publicado en Zona Dos Tres el 22 de enero de 2011)

Vaya por delante que esta no será una previa al uso, cargada de datos estadísticos, declaraciones de entrenadores y jugadores, parte de altas y bajas y precedentes históricos. Si el lector tiene interés en tales cuestiones, le remitimos a la página web de la ACB, donde tendrá cumplida y completísima información sobre todo ello. Lo que nosotros queremos hacer con el Real Madrid-Asefa Estudiantes que se juega esta tarde (18:00, Teledeporte) en la Caja Mágica es otra cosa: mostrar el significado de lo que es la previa más que hacer una previa en sí. Pulsar el calor palpitante de un evento, de todo un derbi, en el que las calidades de las plantillas y presupuestos sí valen -como siempre- pero en el que, afortunadamente, el factor emocional tiene una mayor cuota de protagonismo que habitualmente.
Quien haya estado en un pabellón para ver un partido importante lo sabe perfectamente. Los jugadores aparecen en la pista para calentar, van haciendo ejercicios de intensidad progresiva con el fin de ponerse a punto, y, mientras, la grada va tomando cuerpo, color y casi diríamos que olor. La música, si está bien elegida, llena el recinto de una vaga destilación trascendente y que va aumentando puntos según queda menos para el comienzo del partido. Los rostros de los jugadores están más serios que de costumbre. Hacen una rueda, dos, tres. Alguno intercambia una mirada fugaz con un rival. Todo va tomando velocidad. De pronto, unos seis minutos antes de que se lance el balón al aire, habla el locutor. Saluda a los circunstantes, presenta el evento y a los contendientes con número, nombres y apellidos mientras el público silba o aplaude. Hecho esto, protocolo decisivo para que el público entre definitivamente en calor, las luces cambian de tono y se vuelven apocalípticas. Nada de lo que ocurrirá después del partido importa; el partido es para todos una frontera, y nadie -ni jugadores ni entrenadores ni cuerpos técnicos ni público- piensa en el después, sino en lo que está a punto de pasar, de pasarle. Es el momento mágico. Una última rueda de calentamiento, la más rápida de todas, la música que enloquece y el árbitro que pita elevando al aire tres dedos, tres minutos. La grada está casi llena -¡pobre del que se ha perdido los prolegómenos porque ha llegado tarde o porque, en su ignorancia, cree que sólo importa el partido!-. A un minuto del inicio, el árbitro -un dedo al aire- vuelve a pitar, y los jugadores se dirigen al banquillo con paso diríamos que vacilante. Miran para el suelo y resoplan. Los titulares se quitan el chándal y quedan, al fin, con la ropa de juego. La música se apaga, sólo se oye el crepitante rumor de la grada. Los protagonistas saltan al ruedo mientras se meten la camiseta por dentro del pantalón y estrechan la mano a árbitros y rivales. Primeros cánticos de apoyo desde uno de los fondos, primeros acordes de palmas. Los dos pívots rivales, los más altos de cada equipo, se enfrentan en el círculo central. El árbitro echa el balón al aire. Y se acabó, porque empieza; empieza, porque acaba…
Tiene uno para sí que la víspera, los prolegómenos, el momento de la anticipación, es para el ser humano el estado más puro y primitivo, en el que se resumen y aglomeran todas sus ilusiones. La ilusión, ese motor del hombre que, a la vez, es todo un evento dramático por su indefectible fugacidad, tiene en la víspera su más clara manifestación. La víspera, en suma, no es otra cosa que ilusión en su más alto rango. Podríamos definir a la víspera como un estado casi perfecto del hombre en el cual aún no se ha conseguido lo deseado pero se ve tan cerca que, efectivamente, parece ya de uno aún no siendo todavía de nadie o, si se quiere, siendo de todos. La víspera, en otras palabras, es una perfecta mezcla entre imaginación, deseo y realidad, esa tríada casi imposible de conciliar en la vida humana.
Todo es víspera de todo, pero hay veces en que tomamos conciencia de la víspera en tanto el acontecimiento que tenemos por delante nos ilusiona especialmente. Nos pasa antes de un examen importante y, sobre todo, con la primera cita con la persona que nos gusta. Y nos pasa, por supuesto, en la expectación de un buen partido de baloncesto, sobre todo si es decisivo o, como el de esta tarde, tiene una carga de rivalidad, una historia.
Lo mejor del amor puede que sea la víspera, más que su mero discurso. Lo importante viene luego, es verdad. Como en el baloncesto. La víspera es lo más bonito, pero sin partido no hay víspera de nada, igual que sin contacto entre los dos seres amados no puede haber ocasión de amor. Amamos el baloncesto, que es la vida. Sin amor, no hay baloncesto, no hay vida, no hay nada. Todo es lo mismo.
Bien. La invicta Caja Mágica; Messina y Casimiro; Suárez, Sergio Rodríguez, Felipe Reyes y Pancho Jasen, Albert Oliver y Germán Gabriel; Llull y Caner-Medley; Tucker y Ellis; Mirotic y Clark; Martín, Murgui y Soto; los Bersekers y la Demencia… todos esperan.

jueves, 17 de febrero de 2011

EL PASEO DE ROSALES

Lleva uno un tiempo intentando reconcilarse con Madrid. Le da un poco de vergüenza reconocerlo, pero la visita a una ciudad extranjera le ha distanciado un poco de lo que era y sigue siendo su ciudad, la atalaya particular desde donde ir tejiendo su red de miradas sobre el mundo. Uno cree que, para aprender, conviene ir desde lo particular a lo general y no al revés, como viene siendo la moda últimamente y como, con infinita torpeza, viene enseñándose en los colegios y universidades. Madrid es un orbe casi infinito y perfecto y no es necesario ni aconsejable salir de él para captar los más variados tipos humanos y la salsa de lo que es la existencia. En Madrid cabe todo, igual que en un día de la vida de un hombre, e incluso en un sólo segundo, cabe toda ella. La particularidad de Madrid -y de cualquier ciudad- es la generalidad expresada al cuadrado.
Ocurre con las ciudades igual que con las personas. Cuando nos enfadamos con un amigo e intentamos volver a dar lustre a la amistad desgastada, casi por instinto procuramos llevarlo a aquellos lugares donde fuimos felices con la esperanza de que los efluvios amigables aún continúen allí y vuelvan a penetrar por nuestros poros entristecidos. Lo mismo cabría decir del amor que pretendemos recuperar, ya sea porque notamos que ese amor está muriendo en nuestra pareja o, por el contrario y más habitualmente, notamos que está muriendo en nosotros. Para ello, nada mejor que pasear por aquel jardín de los momentos floridos, por el bulevar de las primeras ilusiones o acudir al garito donde se encendió el fuego de nuestra historia. Con las ciudades, si en algún momento notamos una fatiga, un desapego, una incomprensión radical hacia ella, lo mejor sin duda es regresar a aquellos lugares que nos fascinaron, que no tienen por qué ser grandes ni suntuosos y cuya gracia para nosotros puede estribar precisamente en su pequeñez, en su calidad de detalle.
Así le ha ocurrido a uno hace bien poco. Venía uno con la grandeza y particularidad de París grabada en el alma, rumiando todavía lo que de mito real y realidad mítica esa ciudad tiene, cuando decidió darse un paseo por Madrid. Cogió el autobús, se bajó en una parada cualquiera y, como llevado por una fuerza misteriosa que sabe lo que buscamos, le dirigió hacia el paseo de Rosales, lindando con el parque del Oeste y apenas lamiendo la plaza de España.
El paseo de Rosales es una especie de frontera occidental de Madrid y es, desde luego, un excelente balcón desde donde fundirse con sus atardeceres. El paseo de Rosales envuelve y separa la verdura del parque del Oeste de la cuadrícula urbana que termina en la calle Princesa. Es un paseo recto y luminoso, bañado por una pertinaz luz amarilla en tanto en uno de sus lados no hay edificios que contengan la luz del sol, y en la acera que toca al parque tiene un magnífico bulevar que en los días veraniegos es una delicia recorrer bajo la fresca sombra de su arbolado. En uno de sus extremos, viniendo desde Moncloa y el paseo de Moret, está la antigua Montaña de Príncipe Pío, hoy llamado parque del Templo de Debod, explanada deliciosa y privilegiada desde donde disfrutar un auténtico paisaje velazqueño, con la sierra de Guadarrama al fondo.
Tiene el paseo de Rosales una brutal y fácilmente apreciable carga madrileñista, de aquel Madrid de nuestra infancia de bares, barras de cinc, gambas a la plancha y cerveza fresca; de aquel Madrid de domingo por la mañana soleado y un poco triste trasegado por familias de paso lento, niños de risa fácil y abuelos de mirada miope y tardía; de aquel Madrid ocioso, jaranero y un tanto cool dentro siempre de su sempiterno, inamovible casticismo. Es el paseo de Rosales una reminiscencia de un Madrid de 1970 o 1980 que no sabemos exactamente si fue así pero que si tuviera que ser de alguna forma, así sería.
Pero también, y sin entrar en colisión con este Madrid luminoso que acabamos de describir groseramente, el paseo de Rosales conserva algo de un Madrid barojiano, de un Madrid miserable, de desmontes y randas, de un Madrid periférico feo y hostil al que mejor sería no acercarse a partir de cierta hora de la noche. Es difícil verlo, pero está ahí, escondido entre el follaje del parque del Oeste o a la vuelta de una esquina de una de las calles que bajan desde Princesa.
Nosotros, sin duda, nos quedamos con ese paseo de Rosales de luz amarilla que nos da un Madrid muy madrileño, enérgico y con carácter. Pero tampoco conviene desdeñar el otro porque sin ese Madrid que lo completa y da sentido no habría lugar para nuestro favorito. Lo mejor del paseo de Rosales sea quizá admirarlo desde abajo, desde el Manzanares, y observar sus edificios tocados por la luz del sol, como ropa blanca puesta a tender.
Dicen que lo mejor del amor es la reconciliación...

miércoles, 16 de febrero de 2011

BAILES DE SALÓN

Ya está aquí el Carnaval, y ello, además de suponerle a uno cierta diversión por ver los disfraces, disfrazarse uno mismo -aunque hace muchos años que no lo hace- y, sobre todo, imaginarse disfrazado de alguien o de algo, le procura algunas reflexiones acerca de lo que de Carnaval, de farsa, tiene la vida de los hombres, en donde nada es verdad absoluta pero nada es tampoco completo fraude, porque toda mentira tiene su átomo de verdad, toda mentira es realidad palpable y tangible, aunque sólo sea por la presencia física del mentiroso, del impostor en cuestión, y por la propia existencia del concepto. Ya dijo el Kábala que el que se finje fantasma acaba por serlo. Ahora, en Carnaval, podemos dar rienda suelta a nuestras mentiras más íntimas y transformarlas en verdad sin que nadie se escandalice por nuestras fraudulencias. Es la gran mentira convertida en verdad ampliamente aceptada.
El Carnaval es como si el cauce de la existencia que corre inédita por debajo del duro suelo de la vida ordinaria saliera por unos días a la superficie con nuestro permiso o, para ser más exacto, con el permiso y la connivencia de los demás. No son los disfraces que uno elige cuestión baladí, antes al contrario representan los más encubiertos e insospechados anhelos guardados celosamente en el oscuro agujero del inconsciente. En realidad, la divertida farsa del Carnaval es lo más auténtico que hay en nosotros, y el resto del año, una máscara, un dique de contención que muchas veces nos hace ser otro del que realmente somos allá en las recónditas grutas de nosotros mismos; grutas que es en Carnaval cuando se ven iluminadas por la luz de la vida exterior.
Reflexionando un poco sobre esto, llega uno a la conclusión de que la vida, además de un constante Carnaval interrumpido solamente en época de Carnaval, es un gran baile de salón como aquellos celebrados en las grandes mansiones nobiliarias de principios del XIX narrados por Tolstói en Guerra y paz. En aquellos bailes los concurrentes fingían ignorar la inminente llegada de las huestes napoleónicas, que en ese mismo momento se aprestaban a perforar las murallas de la ciudad en cuestión. Y decimos fingían porque era una verdad tan ampliamente conocida, tan terriblemente cercana en el tiempo y en el espacio que los nobles, llevando la farsa hasta sus últimas consecuencias, celebraban un baile de salón como si ahí afuera no pasara absolutamente nada. Es otra forma más de Carnaval, quizá extrema, de entre las muchas que vivimos día tras día.
Todo es farsa, todo es simulación. Todo es baile de salón. Menos en Carnaval. La pareja que pasea en una agradable tarde de verano, sabiendo que el final está presto a ocurrir e inicia y se esfuerza por mantener un diálogo jocundo y sonriente, ¿qué no hace sino un triste y afectado baile de salón bajo los flébiles acordes de un minueto? Lo mismo cabría decir del anciano que rumia sus últimos recuerdos a la trémula luz de un flexo o, poniendo un ejemplo no tan dramático, de la veinteañera que ha terminado la adolescencia y que empieza a contraer las primeras obligaciones. Que el lector mire hacia sí y se pregunte en qué momento no está viviendo un verdadero y deliciosamente irreal baile de salón.
Es precisamente ahora en Carnaval cuando los bailes de salón se interrumpen y estamos autorizados a sacar lo más puro y auténtico de nosotros mismos. Aprovechémoslo. Disfrazarse al menos una vez al año debería ser un derecho recogido en la Constitución por suponer una práctica altamente saludable para nuestra alma. ¿Por qué el Estado no toma las medidas oportunas para estimular la práctica del Carnaval? Quizá porque no le conviene que el ciudadano rebusque dentro de sí y, como un parto sin dolor, traiga al mundo lo más independiente y exquisito de su ser. El Carnaval, disfrazarse, es una práctica privativa del hombre que habría que proteger como uno de nuestros más preciados tesoros.
Aprovechémoslo, decimos, porque después del Carnaval toca volver a nuestro diario y eterno baile de salón. Afortunadamente. El hombre no es capaz de aguantar la verdad por mucho tiempo. Y quizá, también afortunadamente, la verdad no exista.
Y que cada uno siga con su maravilloso baile de salón...