Ya está aquí el Carnaval, y ello, además de suponerle a uno cierta diversión por ver los disfraces, disfrazarse uno mismo -aunque hace muchos años que no lo hace- y, sobre todo, imaginarse disfrazado de alguien o de algo, le procura algunas reflexiones acerca de lo que de Carnaval, de farsa, tiene la vida de los hombres, en donde nada es verdad absoluta pero nada es tampoco completo fraude, porque toda mentira tiene su átomo de verdad, toda mentira es realidad palpable y tangible, aunque sólo sea por la presencia física del mentiroso, del impostor en cuestión, y por la propia existencia del concepto. Ya dijo el Kábala que el que se finje fantasma acaba por serlo. Ahora, en Carnaval, podemos dar rienda suelta a nuestras mentiras más íntimas y transformarlas en verdad sin que nadie se escandalice por nuestras fraudulencias. Es la gran mentira convertida en verdad ampliamente aceptada.
El Carnaval es como si el cauce de la existencia que corre inédita por debajo del duro suelo de la vida ordinaria saliera por unos días a la superficie con nuestro permiso o, para ser más exacto, con el permiso y la connivencia de los demás. No son los disfraces que uno elige cuestión baladí, antes al contrario representan los más encubiertos e insospechados anhelos guardados celosamente en el oscuro agujero del inconsciente. En realidad, la divertida farsa del Carnaval es lo más auténtico que hay en nosotros, y el resto del año, una máscara, un dique de contención que muchas veces nos hace ser otro del que realmente somos allá en las recónditas grutas de nosotros mismos; grutas que es en Carnaval cuando se ven iluminadas por la luz de la vida exterior.
Reflexionando un poco sobre esto, llega uno a la conclusión de que la vida, además de un constante Carnaval interrumpido solamente en época de Carnaval, es un gran baile de salón como aquellos celebrados en las grandes mansiones nobiliarias de principios del XIX narrados por Tolstói en Guerra y paz. En aquellos bailes los concurrentes fingían ignorar la inminente llegada de las huestes napoleónicas, que en ese mismo momento se aprestaban a perforar las murallas de la ciudad en cuestión. Y decimos fingían porque era una verdad tan ampliamente conocida, tan terriblemente cercana en el tiempo y en el espacio que los nobles, llevando la farsa hasta sus últimas consecuencias, celebraban un baile de salón como si ahí afuera no pasara absolutamente nada. Es otra forma más de Carnaval, quizá extrema, de entre las muchas que vivimos día tras día.
Todo es farsa, todo es simulación. Todo es baile de salón. Menos en Carnaval. La pareja que pasea en una agradable tarde de verano, sabiendo que el final está presto a ocurrir e inicia y se esfuerza por mantener un diálogo jocundo y sonriente, ¿qué no hace sino un triste y afectado baile de salón bajo los flébiles acordes de un minueto? Lo mismo cabría decir del anciano que rumia sus últimos recuerdos a la trémula luz de un flexo o, poniendo un ejemplo no tan dramático, de la veinteañera que ha terminado la adolescencia y que empieza a contraer las primeras obligaciones. Que el lector mire hacia sí y se pregunte en qué momento no está viviendo un verdadero y deliciosamente irreal baile de salón.
Es precisamente ahora en Carnaval cuando los bailes de salón se interrumpen y estamos autorizados a sacar lo más puro y auténtico de nosotros mismos. Aprovechémoslo. Disfrazarse al menos una vez al año debería ser un derecho recogido en la Constitución por suponer una práctica altamente saludable para nuestra alma. ¿Por qué el Estado no toma las medidas oportunas para estimular la práctica del Carnaval? Quizá porque no le conviene que el ciudadano rebusque dentro de sí y, como un parto sin dolor, traiga al mundo lo más independiente y exquisito de su ser. El Carnaval, disfrazarse, es una práctica privativa del hombre que habría que proteger como uno de nuestros más preciados tesoros.
Aprovechémoslo, decimos, porque después del Carnaval toca volver a nuestro diario y eterno baile de salón. Afortunadamente. El hombre no es capaz de aguantar la verdad por mucho tiempo. Y quizá, también afortunadamente, la verdad no exista.
Y que cada uno siga con su maravilloso baile de salón...
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