miércoles, 23 de febrero de 2011

FORMAS DE DESCONOCIMIENTO

No es de nuestro agrado abordar temas o cosas que no es que sólo no nos gusten, que no es lo mismo que sintamos hacia ellos una mal disimulada hostilidad. Puede que algo no nos guste pero no nos despierte más que mera indiferencia. Ahora bien, hay asuntos que sí encienden la luz de alarma dentro de nosotros, incomprensiones tan grandes y flagrantes ante la mente y actos de nuestros semejantes que consiguen retorcernos las vigas del alma. Son pocas las ocasiones en que esto ocurre, empero, pues uno, lejos de ver de dentro a afuera, esto es, de tener una visión egoísta y unitaria de lo que debería ser el mundo según sus inamovibles creencias, procura analizar el mundo -de afuera a adentro- de forma aséptica y ajena a los juicios de valor para intentar comprenderlo.
Ahora bien, hay cosas con las que uno no puede, por más que intente empatizar. Una de ellas son esos autobuses turísticos descapotables que recorren el centro de las grandes ciudades del mundo cargados de gentes portadoras de gafas de sol que miran de un lado a otro intentando atrapar algo de lo que el guía les va contando vía pinganillo. Eso, algunos, porque los más aprovechan para dormir la siesta al sol madrileño, en nuestro caso, o para comerse un bocadillo de salchichas chorreante de mayonesa y mostaza. ¿Hay forma más absurda de conocer una ciudad? Aunque habría que precisar. Más que de conocerla, estos autobuses turísticos son la mejor manera de desconocerla y, de paso, gastarse unos buenos cuartos en los días que dura esa visita, ese desconocimiento.
Viene esta animadversión de la creencia de que las ciudades deben conocerse andando. Lo demás, sobre todo estos autobuses absurdos, es como ponerse a ver un documental en la tele. ¿Quién puede decir que conoce una ciudad por haber visto un reportaje del National Geographic? Al menos si fueran inocuos e inofensivos se les podría dar un poco de cancha. Pero tampoco, porque contribuyen a engrosar el tráfico de la ciudad y, naturalmente, desparraman también sus gases nocivos en el aire que respiramos. ¡Magnífico! Lo único positivo -y razón primera de su funcionamiento- es el dinero que dejan los aborregados turistas en las arcas del país, pues no son baratos precisamente. Desconocemos el dato exacto, pero podemos asegurar que pasma lo que cuesta un paseíto en uno de esos cacharros.
Allá cada cual, sin duda. Pero afean. Todas las ciudades turísticas han perdido mucho de lo suyo, y cada vez va siendo más necesario indagar en sus profundidades para encontrar un rincón de pureza, una reminiscencia de lo que fue y por lo que, en teoría, acuden a visitarla millones de personas cada año. Viajar en uno de esos autobuses es hojear un libro y decir que se ha leído: todo un ejercicio de vanidad, pereza e incultura.
Las ciudades hay que andarlas, sí. Es posible que, en el ritmo de vida actual en que se quieren conocer muchos sitios en muy poco tiempo, en que vale más lo mucho visitado y malo conocido que las delicias de entreverarse con calma y sosiego en un lugar distinto del nuestro, no haya tiempo para verlo todo. Es natural. Pero no debería importar.
Se cuenta del escritor Eusebio García Luengo que, estando en Ibiza donde tenía que dar una conferencia, en vez de visitar la isla se quedó de tertulia con unos ancianos del lugar, frente a una pared blanca. Después glosó esa pared en la conferencia de forma magistral. Esa pared era para Eusebio García Luengo Ibiza, su Ibiza. No es este el ejemplo de lo que uno y cualquiera haría de visitar esa isla o cualquier lugar mínimamente interesante, pero sí nos da la medida exagerada, y, por tanto, exacta y real, de la diferencia que hay entre turista y viajero.
Ver, ver, visitar, visitar. Se quieren hacer tantas cosas que al final no se hace nada. Deberíamos consultar a Lao Tse, que dijo: "cuando nada se hace, nada queda por hacer".

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