lunes, 7 de marzo de 2011

MARZO

“Marzo, mes del aún y mes del todavía”
(César González-Ruano)
Debemos decirlo bien claro: nuestra vida se rige por el calendario más de lo que pensamos, y hay personas que, mirándolo con antelación, seben por sus precedentes históricos la suerte o desgracia que hallarán en los días consultados. Esto, que podría parecer manía supersticiosa e incluso indicio de grave desequilibrio mental, tiene unas bases sólidas nacidas de de una casi inverosímil repetición de sucesos y estados de ánimo a lo largo del tiempo. A unos, el mes de septiembre, por ejemplo -e incluso ciertos días concretos-, les sonará mal, y seguramente será por las experiencias pasadas; a ese mismo, octubre, en cambio, le despertará rosas en la memoria, y a otro puede ser todo lo contrario.
Bien, pues a nosotros marzo, mes que entró hace ya una semana pero que sólo hoy -marzo de sol y almendro florecido- podemos cantar con el mayor de los entusiasmos y legitimidad. De entre todos los meses loados por los poetas y escritores, ninguno ha sido tan profusamente tratado como marzo, con la única competencia del cobrizo y melancólico octubre. No creemos que tal circunstancia sea óbice para que marzo siga siendo cantado sin temor al tópico y sin que su maravilla sufra desgaste ni cansancio.
Marzo tiene muchos días. Treinta y uno, concretamente. Pero hay un día de marzo...
Hay todos los años un día de marzo en que de repente nos damos cuenta de que el almendro del parque de nuestra plaza ha destapado sus primeras nieves. Ese es el día en que marzo nace y en que nosotros volvemos un poco a la vida después de haber estado un poco muertos -dulce muerte-, aún sin saberlo, durante los largos meses invernales.
Hay también un día de marzo en que, acercándose el fin de la jornada, nos da por mirar al cielo como respondiendo a una llamada lejana. Es entonces cuando advertimos, mirando nuestro reloj que marca las duras horas, que el ocaso se ha retrasado como por arte de magia y que lo que antes masticábamos como oscuridad temprana es ahora un azul ligero lleno de dioses escandinavos y fuegos rosados. Los días se nos alargan dentro del cuerpo, la ilusión se nos afila y surge de repente en nuestra retina la prefiguración de una primavera, de otra primavera, con toda la carga emotiva que tiene el ser consciente de algo que llega, algo que ocurrió siempre y que muestra sus primeras galas. Curioso azul el de los atardeceres de marzo, como envuelto en brillos glaciales y franjas de miel derramada.
Hay un día de marzo en que empezamos a sentir calor y nos quitamos la chaqueta, esa chaqueta que, puesta sobre la silla de una terraza o colgada de nuestro brazo, es ya algo ajeno a nosotros. Nos volvemos más auténticos en manga corta, y es como si en la chaqueta desdeñada quedaran todas nuestras farsas y negros humores. Momento primero irrepetible el de la primera manga corta del año, que en Madrid suele ser en marzo, y en el que recordamos como algo muy nuevo y vivificador cómo eran unos hombros femeninos tostándose al sol...
Hay, colgado de la memoria, un día de marzo en que, por primera vez en mucho tiempo, podemos sentarnos en un banco de un parque, un bulevar, una plaza. De todos es sabido que la vida, vista desde el respaldo de un banco público, cobra nuevas tonalidades, insospechadas perspectivas, alegres motivaciones con que tejer el ancho tapiz de la existencia. Ningún rato de conversación callejera u observación callada de la realidad como ese primero de marzo que se disfruta al amparo de un sol, ya sí, sonriente.
Hay, en marzo, días así y hay mucho más, aunque si sólo hubiera esto no sería mal balance. Luego viene abril, pero no es lo mismo, y la mirada fugaz y atlántica nos abriga -todavía- en marzo por sus caminos llamados de luz y novedad.

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