viernes, 25 de marzo de 2011

DEMASIADO TIEMPO


En la sociedad actual parece que falta tiempo por todas partes. Quien más quien menos se queja de que no tiene tiempo, se entiende que para dedicarse un poco a sí mismo, y en casos extremos y no infrecuentes, ni siquiera para terminar las tareas en que el disfrute propio no tiene absolutamente nada que ver. Así es, parece que, más que falta de espacio por exceso de población –que también- el gran problema de la humanidad es la agónica falta de tiempo. Se gana dinero pero casi no se tiene tiempo para gastarlo, y los ricos, aunque trabajen mucho, lo que hacen fundamentalmente es, más que comprar cosas, pedir un crédito de tiempo a largo plazo. El “hay tiempo para todo” se ha convertido en un pobre consuelo, algo así como la evocación imaginaria de un El Dorado, de un mundo mejor y perdido que tiene grutas que le conectan con eso que llamamos Paraíso. Pero no es verdad. No hay tiempo para nada. O eso parece.
Me parece a mí que esta aseveración, tan asentada en el habla coloquial, tendría que ser reflexionada un poco. Partamos de la base de que uno cree que, en realidad, hay mucho tiempo, quizá tiempo de sobra, y todo consiste en la capacidad de cada cual de llenarlo de la mejor manera posible, tarea para la que se necesita, sobre todo, una gran inteligencia y la mejor de las disposiciones. Llenar ese tiempo del que tanto lloramos su falta es cosa que sólo los más capaces pueden conseguir, y a veces ni eso. Es frecuente leer en las entrevistas hechas en la vejez de figuras señeras de la literatura, del arte, de la política, que, visto ya el último horizonte no demasiado lejano, y cuando se les pregunta si hicieron en esta vida todo lo que querían, que no sólo lo hicieron, sino que llegaron mucho más allá e, incluso, si penetráramos en su pensamiento más recóndito, les sobró tiempo.
Es verdad. Al final, en casi todo lo que emprendemos, sobra tiempo. Salimos de noche con nuestro mejor ánimo, y lo que empieza siendo juerga y algazara acaba siendo aburrimiento y bostezos por haberlo alargado demasiado. Creemos que llegamos tardísimo a la cita con Fulanito y que éste nos va a desollar en cuando nos vea y resulta que es él el que se retrasa y nosotros los que esperamos, con esa cara que se le queda al que no sabe qué hacer con el tiempo sobrante. Por no hablar de lo largos que se hacen los días, las horas, los minutos, al parado, al desocupado, al enfermo, al lisiado, al tonto, y no es raro que, casi sin que nos demos cuenta, las mismas vacaciones se conviertan en un íntimo y nunca confesado fastidio.
Uno cree que el hombre fue creado bajo la divisa siguiente: “ahí te dejo todo este tiempo. Ahora eres tú el que debe averiguar cómo ocuparlo, y tu mayor horror será no saber cómo hacerlo y disponer de horas lentas y paralizantes. A ver entonces cómo te apañas”. Así, el hombre desnudo, recién creado, un hombre imaginario sin cultura ni civilización, el hombre puro y nuevo es un ser que, sobre todo, tiene tiempo de sobra para lo que quiera. Difícil le será encontrar asuntos que le llenen la vida. Ahí está el quid.
El aburrimiento. Hay que evitar a toda costa aburrirse. El aburrimiento no es más que eso: exceso de tiempo mal gestionado. Al que de verdad le falta tiempo no se aburre nunca, y eso que tiene ganado. Porque al aburrimiento quizá sea la primera causa de muerte en el mundo. Al alma activa, creadora, vitalista, le es imposible aburrirse. Siempre habrá algo dentro de él que se lo impida. La capacidad de no aburrirse y, por tanto, de no aburrir, es primera seña de grandeza y seguramente sea la cualidad que, aun inconscientemente, buscamos en la pareja y en los amigos. Un amigo íntimo y una novia que queremos nunca nos aburren.
Pensemos en la vejez. ¡Cuánto tiempo parece sobrar en la vejez! La esperanza de vida se alarga, y esto, que parece un fenomenal avance para la humanidad, podría ser un retroceso o, cuanto menos, algo completamente inútil.
No falta tiempo, no. Más bien sobra. Nos quejamos de la falta de algo que, en realidad, es nuestro y tenemos en abundancia. Diríamos que nuestra misión vital es colmar adecuadamente los moldes de tiempo que nos han sido legados.
En fin, bienaventurados sean los que les falta tiempo.
Imagen de cabecera: Salvador Dalí, La persistencia de la memoria, también llamado Los relojes blandos (1931).

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