A poco que se sea un poco rutinario, y quien más quien menos, hasta el más ocioso y desocupado, lo es, podemos observar claramente en nuestro día a día una gráfica del estado muy parecida en su discurso general. Podrá haber pequeñas diferencias entre las diferentes jornadas -e incluso a veces ser inversas-, pero en líneas generales podríamos aseverar que el estado de ánimo es como un climograma, asombrosamente regular año tras año, aún con sus pequeñas variaciones. A uno, este afán matemático de calibrar las emociones y sentimientos de sí mismo le ha sido, le sigue siendo, a pesar de su evidente absurdo, de gran utilidad y provecho con el fin de anticipar momentos difíciles o placenteros y actuar en consecuencia para atemperar los primeros y potenciar los segundos.
Quiere uno decir que en un día de cada uno de nosotros cabe toda la gama de emociones y sentimientos y que el tránsito del Sol por la bóveda celeste, unido a nuestras propias vicisitudes, marcan en cierta forma nuestro estado. Según cada cual la gráfica trazará una curva u otra, pero me parece a mí que hay ciertos patrones más o menos comunes que, como todo lo común, tienen un fondo atávico y, por qué no, contagioso.
Tiene uno observado que hay cierta hora triste, cierta depresión de la curva de la gráfica, que se da poco después de comer y que en invierno se exacerba ante la pronta declinación del sol. Es esa hora en la que, con el estómago y la cabeza llenos de los resabios del día, con el alma y el cuerpo más inclinados a la contemplación y la melancolía que a la acción, se diría que nos colapsamos sobre nosotros mismos como esas densísimas estrellas de neutrones. Es la hora quieta, naranja y amarga en que se nos afilan las inseguridades, en que la sangre, acumulada en el estómago para la digestión, no nos llega al cerebro para que éste funcione con la suficiente clarividencia, en que se nos pone ante los ojos más claramente que nunca lo que de muerte y resurrección hay en la vida diaria, donde un día se va para no volver y una hoja de calendario cae desde la siempre inestable pared de nuestra existencia.
La hora triste. Es la hora en que más nos duele que nuestra enamorada no nos quiera, en que más tememos perder el amor de la que nos quiere y en que hasta nosotros mismos dudamos de querer a la que queremos. Sí, en la hora triste todo se pone en duda; breve tiempo de desmonoramiento vital sobre cuyas ruinas tendremos que reconstruir lo que teníamos. Y ello, día tras día, sin poder nunca llegar a levantar un muro lo suficientemente alto para estar a salvo de las fieras cotidianas.
En nuestra infancia, la hora triste era aquella tristísima hora en que nuestra madre aún no había llegado a casa de trabajar. La hora triste es en la que el adolescente romántico y sentimentaloide rumias sus torpes ideas de suicidio y en la que la mente del anciano está más vacía y yerta que nunca. En la hora triste se oye con singular potencia que nos excita los nervios el que el resto del día es el levísimo tic-tac del reloj, ese reloj que a las doce de la mañana no se oye y que en plena hora triste parece que va para atrás. La hora triste, en fin, es aquella en que, si hemos quedado con alguien que nos ilusiona, se retrasa para desespero nuestro. En la hora triste los segundos se estiran, el horizonte se aleja y los pensamientos, huérfanos de acción y movimiento que les den alas, se estancan como esa paloma atrapada en el fango.
La hora triste. Lo mejor de la hora triste es ese repentino chispazo de ilusión provocado por el sutil recuerdo de alguien que ni siquiera conocemos o algo que ni siquiera hicimos y que prende la mecha para el final de la hora triste y el encendido de nuevas y conocidas luces.
Imagen de cabecera: Ramón Casas, Jove decadent (1899)
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