viernes, 18 de marzo de 2011

SOBRE LOS CONSEJEROS, BUENOS Y MALOS

Está en la naturaleza del ser humano, como animal que lega sus conocimientos de generación a generación y de individuo a individuo, el dar consejos. Todos los damos y recibimos habitualmente, y hasta la publicidad, ese monstruo de mil tentáculos que se inmiscuye en nuestras vidas un poco de forma brutal, no deja de ser un consejo. Claro que hay consejos y consejos, básicamente porque hay muy variados tipos de consejeros. No es lo mismo, qué duda cabe, el consejo que pueda darnos una madre que el recibido, seguramente con su mejor intención, de parte de la estanquera.
Pongamos como base el que todo aquel que da un consejo lo hace con la mejor de las intenciones. Bien es cierto que podríamos dudar de esto porque el corazón del ser humano está surcado por oscuras y desconocidas rendijas por las que se cuelan misteriosos vientos de vanidad, maldad, envidia y demás clase de humanísimos efluvios. Así es, y con eso deberíamos contar, como el león cuenta con que no todas sus cacerías tendrán éxito o el golfista sabe que no todos sus golpes entrarán por el agujero.
Uno va cada vez siendo más reacio a dar consejos. Y lo es porque ha recibido muchos de ellos, la mayoría obviados y unos pocos tenidos en cuenta, que no es lo mismo que decir llevados a la práctica. Lo que de ningún modo hace es dar consejos no pedidos. “Qué fácil es dar consejos”, reza el dicho. Y qué difícil es no escucharlos, añadiría. Porque todos somos conscientes de la vista sesgada de uno mismo y del mundo que tenemos si miramos solamente desde nuestra perspectiva, y lo queramos o no, las opiniones de nuestros semejantes, por el mero hecho de provenir de otro punto de vista, las tenemos en cuenta. Es justo y natural que así sea, además de enriquecedor y un acto de humildad intelectual.
Pero a uno le parece que detrás de ciertos consejos hay una aceptación tácita por parte del consejero de superioridad moral, una especie de prurito vanidoso y ególatra que es especialmente visible en ciertas personas. Porque, aparte de haber consejeros y consejeros, hay distintas formas de dar el consejo. Como antes hemos dicho, el pedir un consejo debería ser condición sine qua non para que el consejo sea expedido. Luego, deberían ser indispensables ciertas entradillas que, dicho sea de paso, conforman de por sí la esencia de lo que es un consejo, esto es: “ten en cuenta que puedes hacer esto antes que lo otro” antes que el “tienes que hacer esto”, el “haz esto porque yo lo digo y es la única manera de acertar” y el más insoportable de todos, el consejo a toro pasado: “ tenías que haber hecho esto”. Hay en el consejero por egolatría un fondo de maestro frustrado que necesita captar discípulos, prosélitos y acólitos a toda costa. A esta clase de consejeros, por demás abundantísimos, es mejor ni escucharlos. Son, en el más amplio sentido de la acepción, malos consejeros.
Detrás de todo esto le parece a uno que está el derecho inalienable de cada cual a equivocarse. El derecho y, añadiríamos, el deber. La vida está fraguada de equivocaciones, de errores propios con los que debemos pechar, y es a través de ellos como adquiriremos una dimensión propia, unas arquitecturas personales sólidas, para intentar hacerlo mejor después. Método de prueba y error. Uno cree que es preferible fracasar con errores propios que triunfar con aciertos ajenos. (Suponiendo siempre que los consejos dados sean la panacea, cosa a todas luces dudosa).
“Dejad que me equivoque”, debería ser la divisa no cambiable de cada uno. Eso deberían saberlo los consejeros, buenos y malos, que a fuerza de impartir consejos a los demás se olvidan de sí mismos. Uno, cuando recibe un consejo, no puede menos que pensar: “déjame a mí salir de mi agujero que yo te dejo a ti salir del tuyo”.

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