Sólo el que haya paseado un poco las mañanas de Madrid conoce algo de lo que en verdad es la ciudad. Ni las noches, ni las tardes, ni siquiera los mediodías nos dan la medida auténtica, la explicación de cómo y por qué funciona un mundo. Lo demás se nos antoja casi como figuración de los sentidos o como suplemento impuesto y, no obstante, necesario, al tuétano de las primeras horas; horas en las que se supone que trabaja todo el mundo pero que, a juzgar por el tráfago de las calles, todos hubieran salido de casa diciendo que iban a trabajar cuando en realidad lo que iban a hacer es observar la verdad laborable de su ciudad. Luego, claro es, tal verdad laborable no existe y lo que el mero observador cree como tal no es si no farsa y ociosidad mal disimuladas.
Pero sí, suponemos por la cara de la gente que va por la calle que, si no trabajando, están camino, de vuelta o entre medias de ello. El que haya caminado las mañanas de Madrid con un mínimo de afán observador habrá reparado en un tipo especial al que podríamos llamar, sin forzar demasiado la máquina de la originalidad, el lector de periódicos. El lector de periódicos sólo existe por la mañana, cuando la noticia aún no ha envejecido en esa muerte rapidísima del papel impreso, pues ya dijo alguien que no hay nada tan viejo como el periódico del día anterior. El lector de periódicos, sin otra obligación, cree indispensable saber antes que nadie lo que acontece en el mundo. El lector de periódicos, sí, suele ser un jubilado o próximo a tal estado, y tiene sitio fijo de lectura, pues que el acto de leer, como íntimo y ritual que es, se supedita a unas normas inviolables hijas de la costumbre de cada cual. Ello no quita que el hábitat del lector de periódicos sea variado: el bar, la biblioteca, un banco público -incluso en invierno-, una esquina, un semáforo y, los más hábiles, toda una calle, porque leen mientras caminan, o caminan mientras leen, que eso nunca se sabe.
El verdadero lector de periódicos lee más de uno, aunque tenga una inclinación política muy determinada. El lector de periódicos no debe confundirse nunca con el lector de domingo, pues éste, aparte de no leer el periódico jamás a pesar de que lo compra, más que nada lo lleva bajo el brazo como trofeo -por eso procura pasear mucho rato con él-, como algo duramente conquistado después de una larga y dura semana de desperezos laborales o, si es jubilado, como derecho inalienable tras toda una vida.
Se comprende entonces que los periodistas, editores y directores de periódicos de este país los escriben, editan y dirigen para aquellos que poco o nada tienen ya que hacer en la vida pública ni privada. La Prensa, por tanto, lejos de ser una fuerza viva y activa no es más que una costra reseca sin valor ni opción de ayuda a que corran nuevos vientos. La Prensa, siendo un producto consumido por gente que ha traspasado con creces el ecuador hacia la muerte, es ya algo próximo a una muerte completa, un artículo de museo sin valor funcional.
Pero lo que más nos llama la atención del lector de periódicos es su gesto. Jamás se vio a un lector de periódicos emitir la más leve sonrisa. No sabemos si las cosas que pone en esos papeles son tan horribles o aburridas o si ese gesto adusto se debe a un trance, a una concentración máxima de energías en una loable labor que, de desaparecer, haría desaparecer también a la prensa escrita. Pese a ello, uno cree que el lector de periódicos interrumpiría gratamente su tarea si se juntara con otros lectores de periódicos que, naturalmente, dejarían de serlo.
Son casos y cosas de la soledad.
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