Tiene uno cierta aprensión a tratar temas excesivamente literarios. Esto, que podría parecer miedo al tópico, no es más que sospecha de la propia incapacidad para estar a la altura de temas y circunstancias que requerirían plumas excelsas para captar toda su literariedad, toda su esencia humana y vital. No hay malas historias, sino historias mal contadas, y hay que tener cuidado en cantar al otoño o a la mujer, por poner dos ejemplos de asuntos muy literarios y muy escritos, porque es más difícil escribir -escribir bien, se entiende- sobre el otoño y sobre la mujer que sobre cualquier otra cosa, digamos, más original.
Pero hay asuntos, escenas, miradas, sonrisas, que uno no puede dejar pasar. Sucesos ínfimos observados de repente, sin aviso ni plan previo, como ese cometa luminiscente que tenemos la fortuna de ver en una fugaz mirada al cielo. A uno le parece que guardarse dentro uno de esos momentos es egoísmo. Precisamente por haber tenido la suerte de captarlos, parecería que estamos obligados a darlos a conocer, a informar de ellos, como un cronista de lo bello. La vida -lo hemos dicho muchas veces y lo repetiremos cuantas sea necesario-, amén de grandes acontecimientos propios y ajenos se teje también -y quizá sobre todo- de esas miniaturas históricas en que lo privado, de tan privado como es, merece publicitarse para recreo de la humanidad entera.
En fin, quizá estemos exagerando. Pero sigamos. La última vez fue en el metro de París, creo que en la estación de Place de Clichy, pero lo que es seguro es que transitábamos entre Rome y Pigalle. Era el primer día, la primera tarde, de mi estancia en esa ciudad, y andaba uno con la quijada dolorida de ir boquiabierto a todas partes. Uno cree que la cara de español y visitante neófito se le transparentaba, sin el más mínimo ánimo de disimular. Todo me parecía nuevo y todo fabuloso. Estaba en París, qué cosas, en París. Todo el que haya viajado y pisado al fin un lugar largamente deseado sabe a lo que me refiero.
El viejo y puntual metro parisino se deslizaba silencioso por los intestinos de la ciudad. Una sensual, sedosa voz femenina repetía por los altavoces el nombre de cada estación. Primero, con un tono jovial, alegre; después, de forma lánguida y poética. Uno desparramaba su sonrisa y sus miradas por todo el interior del vagón, buscando esa fisonomía francesa imaginada, leída, en las novelas de Balzac. La felicidad era completa, el tiempo fluía... Y, de repente, la estampa.
La chica era monísima. Preciosa, utilizando un lenguaje más fino. De estatura generosa, anatomía no excesivamente voluptuosa pero contudente, vestía con un estilo inequívocamente francés. Cosas así no se ven en España, pensé. Llevaba una minifalda negra apenas entrevista, pues iba ataviada con un abrigo largo de cuadros, como de niña pija que va al colegio. El bolso le colgaba indolentemente del brazo izquierdo, y con la mano derecha se agarraba a un agarradero. Calaba un sombrero gris muy estiloso, muy francés también. La cara era finísima, rosada, sin atisbo de imperfección, y el pelo, de color de barniz, le caía suelto con infinita gracia y esa naturalidad propia de todas las mujeres pero que en algunas adquiere su verdadero significado. La nariz era pequeña, ni muy ancha ni muy estrecha, tampoco respingona, y parecía obedecer a todos los cánones de perfección. Y los ojos, grandes y acaramelados, miraban para el suelo, daba la impresión que con tristeza. De uno de ellos caía una generosa lágrima que fue a parar a sus jugosos labios. Después, otra, y otra, a cada cual más gorda. Luego, del otro ojo. Me quedé helado, sin poder apartar la mirada de ella, aún sabiendo que podía estar siendo indiscreto.
De pronto, todo lo nuevo y fascinante que había alrededor desapareció. Durante el breve trayecto no hice otra cosa que pensar en las causas de la tribulación de la chica. ¿Por qué lloraría? ¿Por quién? ¿Quién podría ser el príncipe malvado y afortunado por quien derramara sus lágrimas a la vista de todos alguien así? Hay que decir que la chica no hizo ningún gesto con la cara. El acto de llorar se resumió en el único detalle de las lágrimas, que caían abundantes pero sin forzar, como una catarata. Ni siquiera se tomana la molestia de enjugárselas. Luego miró al techo y suspiró muy levemente. De los circunstantes, creo que sólo yo me di cuenta de aquel terremoto interior, íntimo, que estaba aconteciendo. Sentía un secreto deseo de que me mirase, de que fuera consciente de que alguien compartía su nostalgia. Ahora su nostalgia también era mía, porque, ¿qué puede haber más nostálgico que una chica guapísima llorando mansamente en un metro atestado? Estábamos muy cerca, a menos de un metro, casi frente a frente, y por momentos parecía que sí, que me miraría. Durante unos segundos ensayé la mirada y el gesto que pondría si ella alzara sus ojos hacia mí; una mirada que estaba entre la compasión y la estupidez. Una mirada que por un lado estaba deseando poner en práctica y por otro rehuía, porque entonces dejaría de ser espectador. Una mirada que, dicho sea de paso, jamás se produciría.
Se me ocurrió decirle algo. En francés, por supuesto. Elucubré algunas frases primitivas y deslabazadas que me parecieron perfectas para el caso. Un caballero español, moreno, fogoso y arrebatado, al rescate sentimental de la bella princesa francesa, de la delicadísima y discreta princesa francesa. Es por cosas así por las que uno pierde la cabeza y perdería la compostura y la dignidad. Es por cosas así por las que merece la pena escribir. Es por cosas así por las que merece la pena vivir, por las que merece la pena recordar.
No pasó nada, por supuesto. La chica llegó a su estación y se bajó del tren. Ni siquiera creo que se percatara de mi presencia. Aún hoy, meses después, me pregunto por qué lloraría mi francesa. Pensar que uno ya no lo sabrá nunca es casi trágico. Y sin el casi. Tanto, que es mejor pensarlo muy de vez en cuando para no claudicar.
Mi francesa se bajó, y yo, dentro del vagón, me la quedé mirando mientras se perdía en un río de gente por las galerías del metro, bajo un letrero verde en donde ponía SORTIE. Y pensé que es bonito poder ver a una francesa bonita llorar en París.
Imagen de cabecera: Ramón Casas, La madeleine (1892) (detalle)
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