miércoles, 16 de marzo de 2011

DERECHO DE OMISIÓN

Entre las características más arraigadas del español está el creer que, en compañía de otro, no debe estar callado ni un sólo segundo. Cualquiera es testigo a diario de esa imposición conversacional que se da cuando nos encontramos por casualidad con alguien conocido y al que, además de saludar, estamos tácita y fatalmente obligados a preguntar que qué tal le va la cosa, a dónde se dirige con tanta o tan poca prisa, lo gordo o flaco que le vemos y demás clase de morralla verbal para salir del fatídico paso. Y no digamos cuando coincidimos en el autobús, por ejemplo, y debemos pasar por el trago de un trayecto entero más o menos largo en compañía no deseada.
Está en nuestra genética, qué le vamos a hacer, y uno, de natural silencioso y poco hablador, también se ve arrastrado por ese atentado contra el derecho de omisión. De omisión de hablar, se entiende.
—¡Hombre! ¿Cómo va la cosa? —nos preguntan.
Y decimos una mentira. Luego preguntamos por compromiso:
—Y a ti, ¿cómo te va la cosa?
Y el otro nos dice una mentira que no nos interesa, como la nuestra tampoco le interesa a él.
Habría que reivindicar fuertemente el derecho de omisión o, cuanto menos, hacer propósito de decir cosas que estemos seguros no sean una solemne estupidez. Pero que sea una responsabilidad de cada uno tomada muy en serio, porque de la boca, por lo general, no salen más que banalidades. Un filósofo muy célebre, del que no diré el nombre por no parecer pedante, dijo que cualquier conversación, a excepción de con un amigo o una amante, le dejaba un rastro de incomodidad, de turbación de la paz interior.
Es verdad, hay cosas que no deberían decirse nunca. Hace bien poco entremetí mis oídos en una conversación de chavales, un chico y una chica. El chico, indudablemente interesado en ella, tuvo que escuchar lo siguiente:
—No eres feo...
No ser feo. Terrible cosa. Mucho peor que no ser guapo. ¿Qué es eso de no ser feo? Está claro que ser guapo no es. En este caso, como en tantos, es mejor omitir que decir. ¿Alguien podría explicar, podría explicar esa chica, qué gradación exacta en el estatus de belleza es no ser feo? La cara del chico era para verse. Cariacontecido, y si en las primeras décimas de segundo se le atisbó un rayo de luz y esperanza por lo que parecía ser un piropo, después el color se le demudó. “No soy feo —parecía pensar—; ¿y qué demonios soy entonces?”
Comprendió, claro, que no había nada que hacer. Una vez más, el irredento afán por decir cosas había propagado a la atmósfera y a los oídos una tontería, una frase sin sentido que, además, iba a dejar llagas en un pobre corazón recién salido de la adolescencia. Cuando a uno le dicen que no es feo, que no es malo, que no es tonto, además de ganas de atizar a nuestro interlocutor, se echa a temblar. ¿Qué estará pensando realmente la persona que habla para decir algo así? Mejor no saberlo.
En fin, paraíso de charlatanes, los callados se equivocaron al nacer en España. Ya lo dijo Homer Simpson, que no es español pero como si lo fuese, en una de las frases más atinadas que se han escuchado jamás:
—El problema es la comunicación... ¡Demasiada comunicación!
Y el pobre chico lacerado por la rebelde lengua de su amiga estará de acuerdo.
Es preciso repetirlo: hay cosas que no deberían decirse nunca. Y nuncas que siempre deberían callarse.

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