Hacía tiempo que no enfocábamos nuestras temblorosas luces sobre el Madrid físico, ese Madrid material, exterior, que por otra parte es el que más iluminaciones interiores nos enciende en tanto que esta ciudad es, sobre todo, para ser vivida por fuera y raras veces desde dentro. La vida de Madrid, la verdadera vida de Madrid, está en la calle, por más que podamos encontrar de vez en cuando un café felizmente triste, un museo colosal o un garito voluptuosamente encantador. Así como hay ciudades que están hechas para ser vividas de fuera a dentro, Madrid debe degustarse de dentro a fuera, y no es raro que lo mejor de una noche de golfeo nos sobrevenga en el paseo callejero de quince minutos de un pub a otro o mientras esperamos al autobús nocturno. Madrid, se quiera o no, es una ciudad de acera y asfalto -quizá sea porque llueve poco- y sin duda es mejor pasearla que dormirla.
Una de las características del Madrid físico es su genialidad. Nos referimos con esto a que Madrid, como el genio, alterna calles de cochambre con destellos en forma de rincones propicios. Si nos fijamos un poco en nuestras paseatas, no nos será infrecuente el asombrarnos de repente por una esquina feliz, una calleja decimonónica, un jardín umbrío con sabor a romanza o un portal de mansión nobiliaria. Son pequeños reductos que nos obligan a detener el paso y nos hacen contemplarlo como quien contempla una nostalgia, como quien contempla algo largamente perdido y que, como regalo de Dios, se encuentra sin desearlo ni esperarlo.
Entre los muchos rincones de cuento que hemos encontrado, hay uno que nos llama especialmente la atención. Está en la calle Pelayo, esquina con la de Belén, y por su fisonomía podría ser perfectamente la morada de un personaje de una novela de Balzac. No es difícil imaginar a un ojeroso Rastignac entrando por su puerta tras una noche romántica de sueños y desvelos en pos de alguna dama rica. Se trata nuestro rincón de un saliente de una casa relativamente alta para estar en el centro y que tiene un aspecto entre londinense y parisino. De piedra blanca, amplias ventanas y buhardillas grises, hay una fachada, la del saliente, que está enteramente cubierta por una densa hiedra que es lo que le da el toque extranjerizante y, a la vez, extrañamente castizo. No parece de Madrid pero tampoco desentona, y este remedo parisién-londinense-madrileño es especialmente feliz para el oriundo de la ciudad, para el turista y para el que no es ninguna de las dos cosas.
El edificio, como hemos dicho, es blanco en su fachada principal y de arquitectura burguesa, si bien imaginamos que por dentro las viviendas no son precisamente amplias. Eso no importa para nuestro objeto. Importaría, si acaso, si fuésemos Rastignac y tuviéramos a una duquesa parisina a quien hubiéramos camelado y a quien fuésemos a engañar. Pero no es el caso, porque uno prefiere el género patrio. Lo que hace precioso a este rincón es la hiedra, lo verde, la frescura que proporciona lo vegetal al centro histórico de una ciudad y que de infrecuente es más valorado por nuestros sentidos. El verde y el gris de la piedra casan bien, qué duda cabe, más aún si lo vemos en una calle larga y que por la mañana huele a pan de tahona y, a veces, leña de pueblo. Aunque esto pueden ser imaginaciones nuestras, pues que, además de que la imaginación se exalta con los olores, ocurre lo contrario, que los olores se exaltan con la imaginación.
Es recomendable ver este rincón de día o, mejor aún, una noche entre semana. Es una zona de pubs nocturnos y los fines de semana no es buen momento para degustarlo. Pero mejor aún sería no ir a tiro hecho, no saber que existe y encontrárselo de sopetón, como el que sabe que se ha enamorado a primera vista y sólo a primera vista podía enamorarse. Así ocurren las mejores cosas de la vida, esos son los fotogramas de la memoria que, sin saber por qué -y ahí está su gracia- se quedan indelebles como el más rico patrimonio de lo personal.
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