miércoles, 30 de marzo de 2011

UNA HORA MENOS

El sábado pasado entró en vigor el horario de verano, por el cual se le otorga una hora más de luz a nuestros días, aunque en realidad a la noche no se le quita nada de su oscuridad -más allá del natural y progresivo acortamiento que supone el irse acercando a la primavera una vez pasado el solsticio de invierno-, pues, aunque en efecto anochece más tarde, amanece más tarde también. En realidad, este cambio de hora, conseguido al arrancársele miserablemente una hora a una noche de sábado, es consuelo de insomnes y desesperación de madrugadores. A los primeros, las tan largas noches se les acortan de golpe, como arte de un demiurgo de luz, y a los segundos las noches se les hacen demasiado cortas, el amanecer se les presenta demasiado pronto, como esas visitas indeseadas que se meten en nuestra habitación sin avisar.

Cuatro días después, uno no se ha acostumbrado todavía a esta hora de luz extra que se le ha otorgado. Esto de dar y quitar artificialmente velocidad a la rotación del planeta -que no obstante sigue, incansable, con su ritmo de 465 metros por segundo-, tendrá todos los beneficios a efectos de ahorro de energía que se quieran, pero a nuestra maquinaria física y emocional le produce un trastorno incuestionable. Son días de desconcierto estos que siguen al cambio de hora, cuando de repente uno, con unos biorritmos bien sincronizados tras seis meses de reloj continuo, se da cuenta que a la tarde le falta una hora y que, sin haberlo comido ni bebido, esa engañosa claridad de la calle no nos dice que son las siete, sino las ocho. Cuatro días después, aún andamos buscando esa hora perdida.

Es indudable que con esto del cambio de hora para instaurar el horario de verano se da alguna incongruencia que otra. Para empezar, que no parece de recibo que a las nueve sea todavía casi de día, como en verano, pero que al contrario que en verano haga frío -a finales de marzo todavía hace frío por la noche-, zambulléndonos en una especie de Círculo Polar Ártico de noches blancas, y que a la una de la madrugada, cuando de ordinario nos quedábamos dormidos con el libro en el pecho, sea para nosotros una insensatez apagar la lámpara y echarse a dormir de despiertos y ojipláticos como estamos.

Pensándolo un poco, esto del cambio de hora tiene algo de viaje con la consecuencia de un jet-lag diminuto. Para el horario de invierno es como si nos trasladaran de repente a un Glasgow seco y mediterráneo. Que a las seis de la tarde sea de noche nos europeíza un poco. Ahora, para el horario de verano da la sensación de viajar en dirección sur a latitudes exóticas. Parece como que todo se vuelve un poco más golfo y callejero. Es como si el hombre se aburriera de vivir siempre en el mismo sitio y con los cambios de hora como pretexto no hiciera otra cosa que satisfacer sus deseos de nomadismo.

El caso es que, indefectiblemente, nuestra rutina varía un poco con esto del cambio de hora. Ahora un lee menos, quiere estar menos en casa y le apetece un poco más estar en la calle. Eso de desaprovechar la luz diurna lo llevamos los españoles muy mal. Están bien estos entusiasmos inmediatamente posteriores al sábado de cambio de hora, cuando, en la tarde clara y añil y henchidos de nuevos/viejos recuerdos felices, cogemos el teléfono y llamamos a un amigo para salir a dar una vuelta. Él nos dice que sí, por supuesto. El efecto del cambio de hora es contagioso y, según parece, benefactor para los espíritus. Aunque cueste más levantarse, pues que dormir de noche nunca fue costumbre muy arraigada entre los ciudadanos de este país.

En fin, cambió la hora, cambia la luz, que sigue imparable con sus mordiscos a la oscuridad -dos minutos por día- en la cuesta abajo y amable que es todos los años el trayecto hacia el verano.

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