martes, 29 de marzo de 2011

LAS TIENDAS DE ROPA

Es falso eso de que a los hombres no nos gusta ir de compras. Lo que ocurre es que nos gusta poco ir de compras para nosotros mismos. Los hombres, al contrario que la mujer, vemos eso de ir de compras como un trámite fatal e insoslayable para mudar el armario, que de vez en cuando es necesario, y lucir palmito, que eso nos gusta casi tanto o más que a ellas. A todo el mundo le gusta ser alguien nuevo de vez en cuando y siempre somos un poco nuevos cuando estrenamos ropa, aunque después, con el paso del tiempo y pasado el efecto de la novedad, volvamos a nuestro ser. A la mujer la ropa en sí parece serle mucho más indiferente de lo que pensamos, y en esto de la moda valora más, sin duda mucho más, las horas que pasa de tienda en tienda y, sobre todo, el mero hecho de imaginarse con un atuendo que ve en un escaparate o que tiene en las manos, como una joya de museo. Después, cuando se lo ponen una vez, y a excepción de prendas muy concretas, pierden el interés y se queda en el armario como pasto de las polillas.

Este exceso del fondo de armario femenino, que más que fondo es los restos del Titanic, es sin duda la base del negocio de las empresas textiles que, bien que mal, mal que bien, según los gustos, han tomado el centro de Madrid y de todas las capitales de provincia. No es raro ya ver, a un paso de la Plaza Mayor salmantina, un Mango o un Zara, con su fachada, eso sí, convenientemente adaptada al color del entorno histórico. En Madrid ocurre lo mismo, y lo que hace apenas unos años eran cines en la Gran vía ahora son gigantescas tiendas de ropa femenina. La moda masculina sigue desplazada y siendo minoritaria, pese a la emergencia en la última década de los fenómenos metrosexuales, gays, pseudo gays, hetero-gays, gays-gays, macho-heteros y demás movimientos más o menos asexuados.

Así, es difícil y costará mucho tiempo aún crear un mercado verdaderamente potente de ropa masculina, equiparable a la femenina. En esto hay causas biológicas y sociales muy enraizadas y los empresarios y publicistas tienen poco que hacer, aunque ya han hecho y conseguido mucho. La moda femenina sigue siendo el sector dominante en el núcleo de las ciudades y sólo hay que darse una vuelta para comprobarlo. A los hombres no nos gusta ir de compras para comprarnos cosas a nosotros mismos, pero sí que le vemos encanto a eso de acompañar a la novia o a alguna amiga -que tras ese paso podría convertirse en algo más que eso, pues que comprar ropa es algo muy personal y la mujer sólo concede el privilegio de acompañarla a un hombre de mucha confianza.

Claro, cómo no vamos a vérselo, aunque luego no lo reconozcamos. Entra uno en las tiendas de ropa femenina como Platón decía que las almas entraban en el Mundo de las Ideas. Es todo tan sugerente y está tan a mano, la belleza sobre todo está tan a mano, que uno no puede evitar arrobarse y mirar para otro lado, primero, después desear salir de allí y, por último, y cuando se ha acostumbrado un poco a tanta mujer, no querer salir jamás. Lo primero que le embriaga a uno es el olor, un olor eminentemente femenino y que es una divina mezcolanza de todos los perfumes de todas las chicas que han pasado y están pasando por allí, del ambientador que le ponen al local y de la ropa nueva, que siempre tiene un olor característico.

Luego están las dependientas, todas muy jóvenes y con el pelo muy liso, muy suelto y muy limpio, indolentes algunas, frenéticas las más, y que cuando les preguntas suelen responder que te dirijas a la compañera o que vayas a aquella galería del fondo que allí seguro que encuentras lo que buscas. Y todo sin mirarte a la cara. Es lo que tiene, suponemos, el estar buena y trabajar de cara al público, que uno paga el precio de que esas preciosidades ni siquiera le miren.

Lo peor -o lo mejor- viene cuando nuestra acompañante va a probarse la ropa, que seguramente no se compre, pero que quiere ver puesta sobre su excelso cuerpo sí o sí. Uno tiene entonces cuatro opciones: la primera, quedarse zascandileando por la tienda, lo cual es perfectamente absurdo porque a ningún hombre le interesa la ropa femenina. La sola estampa imaginada de un varón solitario dando vueltas por un Berskha mirando precios y comprobando texturas nos hace enrojecer de vergüenza ajena. Así, nos queda bien salir a la calle y esperar, que sería lo lógico e ideal de no ser porque una invisible fuerza gravitatoria nos mantiene en el interior del local -la fuerza estremecedora y paralizadora de la belleza en torno-, o bien quedarse junto al probador, sin entrar con nuestra acompañante, con la seguridad de parecer en tal tesitura un pervertido, un desvergonzado mirón, un voyeur indiscreto. Y entonces no sabe uno qué hacer ni, sobre todo, dónde mirar, mientras es asaeteado inmisericordemente por los ojos de clientas y dependientas, como diciendo: “y este, ¿qué hace aquí?” No, no es posible. La última opción es meterse en el probador con nuestra acompañante, pero esto dependerá del grado de confianza; básicamente, y exceptuando casos extraordinarios y afortunados, dependerá de si se es o no pareja. A partir de ese momento se da la situación de que uno contempla delante de sus narices a una mujer probándose ropa, y eso, qué duda cabe, es perspectiva alentadora. Pero también ocurre que, en el probador de al lado y separado por una lámina de conglomerado que no es mucho más que un biombo, y a veces mucho menos, hay una o dos preciosidades que también se están desnudando. Se oye el roce de las ropas deslizándose por la tierna piel, los comentarios ponderativos de las prendas y figuras en cuestión, alguna risa entre ingenua y maliciosa apenas sofocada, y se siente el movimiento de los cuerpos, su olor, tan cercano que nos hace estremecer. Incluso se ve, fugaz, pequeño, blanco, el pie de la muchacha por ese hueco que en todos los probadores hay entre el tabique de panderete y el suelo.

Casi estamos deseando que nuestra acompañante termine, pero ella, recreada en sus cualidades físicas o necesitada de unas palabras de apoyo -“sí, cariño, te queda muy bien”- nos retiene en el filo de ese precipicio emocional. Al fin ella decide que va a comprar lo que se ha probado y, bufando y sudorosos, salimos del probador. En la misma puerta -o cortina- nos cruzamos con las que estaban probándose ropa al lado. Comprobamos con infinita tristeza que están mucho más buenas de lo que imaginábamos, y eso que habíamos imaginado. De camino a la caja nuestra acompañante, como llevada por un delirio o transida por un maleficio hipnótico, ve, toca, pondera, piensa en comprarse otra cosa. De buenas maneras pero casi empujándola le decimos que otro día, que van a cerrar. La tienda sigue bullendo en dolorosa y rosada efervescencia. Los colores se nos suben a la cara. De repente vemos a uno como nosotros, un desdichado o afortunado -o ambas cosas a la vez- con la misma expresión de desconcierto y con el que cruzamos una breve mirada de confraternidad, de unión de la especie.

Pagamos y, no sin luchar de nuevo contra los devaneos consumistas de nuestra acompañante, salimos de la tienda. Respiramos el aire de la calle como quien sale de un angosto sótano, pero ese bienestar dura apenas un segundo: lo justo para sentir atropellada nostalgia por una tienda de ropa femenina.

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