jueves, 29 de abril de 2010

LA PLAZA DE LA HORA (PASTRANA)


"En la plaza, los hombres charlan en grupo y las chicas pasean rodeadas de guardiaciviles con gorrito cuartelero, de guardiaciviles jóvenes que las piropean y las enamoran. Unos niños juegan a pídola en una esquina, y unas niñas, en la esquina contraria, saltan a la pata coja. Cruza algún señorito de corbata, y ríe una muchacha airosa, muy mona, calzada con fino zapatito de tacón alto.

Por el monte del Calvario cae la noche sobre Pastrana.

Por la plaza de la Hora
se pone el sol.

Enlutada, una señora
vela al señor.

Suena triste una campana
con suave amor.

Por el cielo de Pastrana
vuela el azor.

Empiezan a encenderse las luces eléctricas, y el altavoz de un bar suelta contra las piedras antiguas el ritmo de un bugui-bugui.

Don Mónico, don Paco y el viajero se meten en el casino a tomarse un vermú y unas aceitunas con tripa de anchoas..."
(Camilo José Cela, Viaje a la Alcarria)

miércoles, 14 de abril de 2010

ERA UN MADRID ABSURDO, BRILLANTE Y HAMBRIENTO (o de cómo me vi inmerso en una conversación más o menos interesante)



Era un Madrid absurdo, brillante y hambriento
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

Caminaba por un Madrid barojiano que ya no es barojiano, sólo es barojiano para quien sepa quién es Baroja y haya leído algo de Baroja, en el paseo de las Acacias ya no hay llanuras polvorientas y amarillas, ni corralones degradantes y mugrientos, ni fábricas de gas ni arroyos fétidos, tampoco hay randas ni maleantes ni vagabundos ni tullidos, bueno sí que los hay pero no tantos ni tan evidentes como en el Madrid que pintaba Baroja, el paseo de las Acacias está ahora ahíto de asfalto, edificios sólidos, coches, talleres de ídem, tiendas de deporte, baretos de barrio de esos malholientes, restaurantes de distinto pelaje, alguna marisquería me ha parecido ver, árboles, súpermercados, motos, viejos, peruanos y mozas, muchas mozas y muy guapas, eso sí que que es verdad, en eso sí que se diferencia el Madrid de Baroja del actual, lo mismo en el Madrid de Baroja también eran guapas pero se les notaba menos, eso va en el gusto de cada época, no se puede generalizar.

Caminaba por un Madrid barojiano, decía, pensando precisamente en eso, en que caminaba por un Madrid barojiano, no creo que hubiera mucha gente que fuera pensando que caminaba por un Madrid barojiano, si acaso alguno, pero no, muchos no, la chimenea de ladrillo que hay enfrente de la plaza del Campillo del Mundo Nuevo debe de ser la última reminiscencia de ese Madrid barojiano, es una chimenea muy alta, encerrada entre árboles muy verdes, edificios modernos y una valla, parece una reliquia de otros tiempos, de unos tiempos en que Madrid estaba pasando de ser un "poblachón manchego", que dijo el clásico, a la gran capital que es ahora, bueno, eso sí parece que es verdad, pero todavía hay zonas que parecen de ciudad de provincias, todas las grandes ciudades del mundo parecen de provincias en algún lugar de su vasta geografía, no me creo que Nueva York sea mastodóntica toda ella, yo conozco en Madrid rincones muy pintorescos y desconocidos, como este jardín en que estamos tú y yo ahora, a los que poder llevar a la novia y pasar una bonita tarde literaria mientras el sol cae como miel desparramada allá detrás del Viaducto, bueno, llevar a la novia en caso de tenerla, claro, porque tenerla no la tengo, yo creo que ya va haciendo falta.

Digo "un" Madrid barojiano porque hay muchos madriles barojianos, Baroja situó muchas de sus novelas en esta ciudad y en muchos barrios, pero parece que el Madrid más barojiano es que el pisaba yo aquella mañana, en realidad ha pasado muy poco tiempo porque fue la semana pasada y todavía me acuerdo muy bien,

—Pues venga, cuenta.
—Voy, voy, tranquila.

Ha vuelto el sol, por fin, ha sido un invierno muy largo, muy duro y según para quienes muy triste, para unos habrá sido un invierno horrible, un valle de lágrimas, para otros habrá sido sencillamente el fin de sus días, para otros el comienzo de la singladura, es ley de vida, para otros habrá sido un invierno más, un lugar de paso obligado para llegar a otras épocas quizá más movidas de la existencia, no se puede estar siempre igual aunque hay épocas en que parece que nunca pasa nada y nunca pasará nada, eso es peor, hay veces en que todo parece tan quieto y tan inamovible que se llega a tener la esperanza de que no nos moriremos, para otros habrá sido un invierno colmado de alegrías y nacientes esperanzas, para otros el invierno habrá tenido de todo, nunca se está contento con lo que se tiene, yo conozco a uno que siempre se está quejando, cuando tiene algo porque lo tiene, cuando no tiene nada porque se aburre y se siente morir en la desidia y quiere que le pasen cosas, pero luego cuando le pasan llora por los rincones y viene en auxilio, ay, ay, por qué me pasarán a mí estas cosas, si yo sólo quiero que me dejen tranquilo, mi hombro se va llenando de lágrimas y yo le digo que se tranquilice, que todo pasará, que el tiempo es un rastrillo pertinaz que nunca se deja una hoja sin recoger, todo lo barre y lo que no barre es porque no se puede barrer, le digo, pero él parece no entender y sigue llorando hasta que se cansa, porque cansarse se cansa, se conoce que no son lágrimas auténticas.

El aburrimiento mata, eso es incuestionable, el aburrimiento además de matar hace matar, lo peor es que a veces resultan perjudicados los que no están aburridos, eso es lo peor, mientras se maten entre aburridos y dejen al resto en paz por mí que hagan lo que quieran, quizá lo que hay que hacer es resignarse y esperar pacientemente a que el aburrimiento deje de ser aburrido, yo no sé cómo se consigue eso pero parece que sí es posible, no hay peor combinación que la del aburrimiento y el nerviosismo, yo conozco personas que cuando se aburren y están nerviosas quieren morirse pero no lo consiguen, eso debe de ser una sensación muy desagradable, querer algo y no poder agarrarlo cercena la libertad y nos hace vagar por el mundo como bestias ansiosas y ajenas, ajenas a nosotros mismos, sí, uno sabe cuando es uno mismo o está representando un papel, no hay nada de malo en representar un papel siempre que el papel nos valga, eso es como todo, representar un papel para el que no tenemos talento no hace más que ahondar en el problema,

—¿Y no crees que será mejor actúar cada cual como es y dejarse de zarandajas?
—No, yo creo que no, yo creo que es conveniente adoptar diferentes personalidades según la circunstancia o según nos venga en gana, oye, que no siempre le apetece a uno ser quién es, hay que darse gusto de vez en cuando.

El paseo de las Acacias no es un paseo, no tiene bulevar con sus árboles y sus bancos ni edificios antiguos, del siglo XVIII por poner un ejemplo, el paseo de las Acacias en el siglo XIX era un suburbio hediondo y lleno de gente de baja ralea, esto ya está dicho en lo del Madrid barojiano, no es un paseo pero es una calle ancha y recta, está en ligera pendiente, bajando se llega hasta Pirámides y subiendo hasta la glorieta de Embajadores, hay chinos, como en todas partes, una o dos gasolineras y florecen ya las primeras terrazas, que son como un bazar de gafas oscuras reverberantes, luce el sol, la luz del sol molesta, hay quienes se encuentran más cómodos en la noche, ven muchos documentales de felinos, leopardos, linces y jaguares y terminan por creerse un leopardo, un lince o un jaguar, estos animales ven mejor de noche que de día, yo tengo un amigo que dice que en otra vida fue ocelote o lince boreal, eso no lo tiene muy claro,

—¿Y tú crees en eso de la reencarnación?
—Mujer, ni creo ni dejo de creer, al menos me parece una idea muy sugestiva con la que entretenerse y tener una buena conversación, aquí cada uno puede creer lo que quiera o lo que pueda, a mi amigo se le ve muy metido en el papel de ocelote y le va muy bien, oye, a lo mejor es verdad eso de la reencarnación.

Uno no sabe qué hará mañana, sí sabe a grandes rasgos lo que hará dentro de una hora o dos pero no mañana, como para saber qué hara dentro de un mes o el año que viene o simplemente con su vida, así que pasea por un Madrid barojiano un día, otro día por un Madrid galdosiano, otro por un Madrid umbraliano, otro por un Madrid carreriano, otro por un Madrid valleinclanesco, otro por un Madrid ramoniano, bueno, por éste menos, que a Ramón lo ha leído poco y mal y tampoco es plan de ponerse medallas, yo conozco a uno que no hace más que ponerse medallas aunque no venga al caso, debe de tener el cuello destrozado de tener tantas medallas colgadas en el cogote, incluso mi amistad es una medalla para él, nunca lo ha dicho pero uno se lo huele, es una cosa muy de agradecer, las medallas se las pone un poco como sin querer y sin ser demasiado evidente, pero sí, se le nota mucho que se las pone para que le doren la píldora o para hacerse notar, los hay que necesitan constantemente hacerse notar y llamar la atención, la madre de mi amigo sin ir más lejos cuando quiere llamar la atención se pone a toser muy fuerte hasta que la hacen caso, a mí me parece un poco patético pero tampoco digo nada, la verdad es que ni me va ni me viene,

—Bueno oye, ve a lo que ibas a contar que te estás desviando peligrosamente.
—Ah sí, perdona, es la costumbre de andar sin rumbo por las mañanas, que la cabeza da muchas vueltas y uno piensa en todo, que es lo mismo que no pensar en nada. Dispensa.

Estaba al final del paseo de las Acacias, casi en la glorieta de Embajadores, yo la veía desde lejos, parecía muy apurada y avergonzada, sobre todo avergonzada, aunque intentaba disimularlo y esconderse de la gente examinando mucho la bicicleta, en realidad no había mucho que examinar, la cadena se había roto y no había vuelta de hoja, pero pasaba mucha gente y a la muchacha le daba vergüenza, es comprensible, de vez en cuando miraba para los lados y para el reloj, a veces sacaba el móvil y lo miraba también, el rostro sudoroso se le había pintado de un perceptible tono bermejo,

—Mejor di rojo, que es más fácil.
—Bueno, vale, pues rojo, igual tienes razón.

Estaba roja como un tomate, vestía chándal ajustado de color gris que le hacía un culo muy bonito —¡las cosas como son!—, se había desabrochado la chaqueta, seguramente sería por el calor pero también por la vergüenza, yo me acerqué y no lo dudé, bueno sí lo dudé porque en estos casos siempre se duda, pero dudé menos que de costumbre, y dije:

—Para eso necesitas un tronchacadenas.

El tronchacadenas es una herramienta muy socorrida y que casi nadie lleva ni conoce, el tronchacadenas sirve para arreglar una cadena a la que se le ha roto un eslabón, se quita el eslabón dañado y se vuelve a empalmar, también sirve para quitar una cadena vieja y poner otra nueva, la muchacha no sabía qué era un tronchacadenas así que se lo expliqué, la miré mejor y me di cuenta de que estaba buena, sí, pero es que además era muy guapa, lo único que tenía un ojo cagao que se dice, a mí esas cosas no me importan porque adoro la asimetría, ¿quién ha dicho que la asimetría es imperfecta?, yo creo mucho en la asimetría, pero en la asimetría apenas perceptible, en la que se nota nada más que un poco, la chica tenía el ojo izquierdo algo más pequeño, y debajo como una arruguilla que le quedaba muy bien, no me preguntes por qué pero a mí me lo parecía, parecía que te estaba guiñando el ojo pero nunca acababa de guiñártelo,

—Pero cómo era, ¿rubia, morena, alta, baja, delgada, rellenita...?
—Mujer, ¿y eso qué importa?, aquí cada uno que se monte su película. Pues mira, ahora que lo preguntas era morena, de un pelo tan negro como la concha de un escarabajo, y los ojos muy negros también, parecían pozos sin fondo en los que tirarse sin pensarlo y nunca dejar de caer, así de guapa era que no me hubiera importado caerme dentro de esos ojos, y ya te he dicho que estaba buena, el culo llamaba mucho la atención porque además el chándal se le ajustaba mucho, sólo de pensarlo como que me sube una corriente eléctrica por ahí, tú ya me entiendes, y era alta, sólo un poco más baja que yo, lo único que no tenía muchas tetas, pero mira, como que me daba un poco igual.

Nos miramos un momento mientras nos envolvía una sinfonía de bocinas, eso es propio que ocurra en el centro de Madrid a las doce de la mañana, mucho ruido de tráfico, esa radiación de fondo de todas las ciudades del mundo que a veces no deja escuchar, la cadena colgaba del plato de la bici como una alimaña muerta de la rama de un árbol, así no hay manera de pedalear, claro, a la chica se le fue un poco el azaramiento, más que nada por verse acompañada, pasar estos trances cuando se está solo es muy incómodo, no se sabe por qué, a cualquiera se le puede romper la cadena, lo que pasa es que la gente es muy cruel y derrama miradas un tanto burlescas sobre el accidentado, a veces parece que se ríen de él, puede que no sea así, pero a veces lo parece.

—Yo conozco un taller de bicicletas por aquí cerca, te lo arreglan en un minuto, es una cosa muy sencilla.

La muchacha dudó unos instantes, es normal, lo mismo pensaba que mis inclinaciones no eran del todo de fiar, igual no andaba muy desencaminada,

—Y si hubiera sido un chico el que tenía el problema, ¿le habrías ayudado?
—Pues mira, si me lo pide, sí, pero si no, no. ¡Es así!
—¡Cómo sois!

El taller de bicicletas estaba en la calle Segovia, casi a la altura del Viaducto, un poco antes según se baja, echamos a andar por la glorieta de Embajadores y la ronda de Toledo, hubiera sido más corto subir por la calle de Toledo pero yo lo que quería era alargar ese paseo, por fin me pasa algo en una de estas mañanas tan largas, no es nada del otro mundo pero algo es algo, después, cuando pasa el tiempo y los sucesos se guardan en el cofre de los recuerdos, estas cosas se evocan con cariño y con una gotita de acíbar en el corazón, es mejor que sea así, yo sabía que ese paseo iba a recordarlo en el futuro con nostalgia, al final casi todo se recuerda con nostalgia, saber eso de un instante que se está viviendo es muy gratificante, nos quita mucho peso de encima y andamos como más ligeros y gráciles, como más alegres y con otra cara...

Callejeamos por el viejo Madrid, éramos como dos figuras decimonónicas caminando por un Madrid que ya no existe, por un Madrid que cerró sus encantos mucho tiempo atrás, sólo hay que tener un poco de imaginación para recrearlo tal como fue, en el fondo no hay mucha diferencia, calles estrechas y retorcidas, algún café bohemio y oscuro, verdulerías, fruterías y mantequerías, qué palabra más hermosa es mantequería, alimenta sólo de oírla, muchas bicis también y muchas motos, mucho trajín y un relativo silencio, la gente andando por en medio de la calle pero aquí da todo igual, yo procuraba mirar de reojo a mi insospechada acompañante para empaparme de su presencia, también para darle gusto a mi vista, mi acompañante se llamaba Soledad,

—Yo soy Sebastian.

Dos besos en las mejillas de rigor, hay que guardar las conveniencias sociales, en Irlanda por ejemplo no tienen esta costumbre, se dicen hi! y nada más, los irlandeses sonríen mucho y siempre te están diciendo que sonrías más, los irlandeses, bueno, para ser más exactos las irlandesas, están sonriendo todo el rato pero para mí que no lo hacen de corazón, yo no me termino de fiar, hay sonrisas que esconden aviesas intenciones y sentimientos no del todo francos, da igual, ese no es el tema, los dos besos vinieron acompañados de sendas risas y sonrisas, es normal, llevábamos un rato andando juntos y hablando y aún no nos habíamos presentado,

—¿Tú crees que es importante eso de presentarse?
—Mujer, pues según, no sé qué decirte.

Olía a hembra, sudaba un poco, y también a ropa limpia, nada más, se conoce que no se había echado colonia ni otros afeites, la verdad es que no le hacía falta, estaba muy bien así, es sabido que cada mujer, cada persona, tiene su olor propio, pero hoy en día todo el mundo se echa perfumes y colonias y acaban por oler todos igual, bueno, no todos ni tampoco exactamente igual, pero sí muy parecido, lo que es seguro es que no olvidaré el olor de Soledad mientras viva, yo creo que los olores se quedan en una región del cerebro muy profunda y de ahí no salen jamás, cuando caminas con una mujer atractiva vuelves al mundo, cuando caminas solo nadie te mira, sólo los maricones, no sé por qué, pero nadie más, cuando vas con una chica guapa todo el mundo te mira, la miran a ella antes, claro, pero después a ti, es como volver de las tinieblas al mundo tangible, como corporeizarse de nuevo, y la verdad es que se agradece, ¡para qué negarlo!, tampoco es bueno vivir siempre en el mundo de las sombras, le miran a uno, sí, pasando previamente por el filtro de su acompañante, por el filtro de Soledad, como si su presencia fuera el decodificador que hace posible que uno sea visible, que uno vuelva al mundo, a la vida,

—Hombre, a ti alguien te mirará.
—Que no que no, que te juro que no me mira nunca nadie.

El dependiente del taller era un señor ya mayor, de pelo cano y abundante, cejas pobladas, rostro sanguíneo y manos robustas, parecía el padre avaro de las novelas de Balzac, el dependiente nos recibió con un brillo en los ojos, se diría que no esperaba una visita como la nuestra, para ser más exacto no esperaba una visita como la de Soledad, en realidad hablé yo porque a ella se la veía un poco cortada, el tipo miró para la cadena frunciendo el ceño, la examinó como un doctor versado en la materia y dictó sentencia, esto se arregla con un tronchacadenas y en cinco minutos está lista para volver a pedalear, rio un poco brutalmente, a algunos la presencia de una mujer parece que les suelta el hueso de la risa y ríen a carcajada limpia, esperad ahí, se llevó la bici a una sala contigua, escuchábamos ruidos de herramientas y trabajo y cuatro minutos después, ni uno más ni uno menos, volvió con la máquina lista para rodar, ¿cuánto es?, ¡nada, mujer, no es molestia!, se conoce que Soledad destapó la faceta altruista del dependiente, que no quiso cobrarnos ni un céntimo,

—¿Tú crees que a ti te hubiera cobrado?
—Pues yo creo que sí, no lo aseguraría al cien por cien pero a mí me da que sí me hubiera cobrado.

En los mejores días de nuestra existencia parece como que el sol cae con más ganas sobre la tierra, en nuestros días más felices el tiempo nos echa una carrera y siempre nos gana, siempre quedamos atrás, lo malo es que estamos obligados a seguirle, el tiempo en esos días corre mucho más de lo que quisiéramos, eso no debería suceder así pero sucede, es como una ley suprema que no se puede cambiar, si es así es porque la Naturaleza así lo ha dispuesto, y si así lo ha dispuesto de poco vale lamentarse, pensándolo un poco fríamente y sin dejarse llevar por el sentimiento está bien que así sea, a veces es doloroso pero el dolor también puede llegar a ser bello, ¿no crees?,

—Pues no sé, si tú lo dices será verdad, a mí me cuesta verlo, qué quieres que te diga.
—Que sí mujer, que te lo digo yo.

Nada más salir del taller una nube veló el sol, también es casualidad, imagen más exacta de lo que estaba ocurriendo en mi corazón no se me hubiera ocurrido, es una metáfora facilona, para qué negarlo, pero no me digas que no es gráfica, en ese momento sentí oscurecer mi corazón ante la inminente separación, ante una separación que no tenía vuelta de hoja, las separaciones siempre hacen derramar alguna lágrima, todas y cada una de ellas, aunque a veces no queramos reconocerlo, la separación es el resumen de todas las tristezas humanas,

—Pero hombre, no exageres, si a la chica tampoco la conocías.
—Ya, ya, ya lo sé, pero, ¡qué quieres!

El caso es que ninguno de los dos daba el paso, esos dos besos que hacen de cierre a casi todas las historias, sean grandes o pequeñas, sobre todo hacen de cierre a las historias pequeñas, suele suceder así, nos quedamos parados delante de la puerta del taller, la calle de Segovia caía hacia abajo como un torrente de asfalto, la ciudad cobró un tono azulado, ese tono que cobra cuando el cielo se nubla de repente, entonces ella dijo algo.

—Oye, ¿tienes algo que hacer ahora?
—No, yo no, ¿y tú?
—Yo tengo hambre, ¿y tú?
—Yo también.

Subimos trabajosamente el trecho de la calle de Segovia hasta Puerta Cerrada y de allí hasta la plaza Mayor, pensé en ofrecerme a llevar la bici pero me eché atrás, tampoco hay que pasarse de caballerosidad, que luego pasa lo que pasa y le toman a uno por tonto, yo tengo un amigo a quien las mujeres toman siempre por tonto, también la gente, él no es tonto sino que tiene un gran corazón, un corazón enorme que no le cabe en el pecho y que un día de éstos reventará angustiado y falto de espacio, a mi amigo deberían operarle y expandirle la caja torácica porque el día menos pensado nos da un disgusto, este mundo no está hecho para él, las pasiones de los hombres no están hechas a su medida, a mí me da pena porque le estoy viendo tirar su vida por un exceso de celo, ¿entiendes lo que quiero decir?, nada más que por un exceso de celo, todos tenemos al nacer una barra de energía que ha de durarnos toda la vida y que según la usemos tanto tiempo nos durará, los hay que saben dosificarse muy bien y viven plácidamente y muchos años sin grandes sobresaltos, mi amigo envidiaría a ésos si fuera consciente de su situación, pero no lo es, lamentablemente no lo es, no sabe lo que pasa, mi amigo ha consumido mucho de su barra de energía, como siga a este ritmo nos despediremos pronto de él, es muy buena persona, un poco dengue, pero buena persona, son cosas que no deberían ocurrir,

—Pero hay gente que vive muy intensamente y también muchos años.
—Mujer, hay de todo, en toda regla hay excepciones.

La mañana, la inesperada mañana se alargaba, el sol salió de su escondite y volvió a brillar, hay veces que las cosas sí salen como queremos, bueno, en realidad yo no quería que aquello sucediera porque no lo esperaba, fue como un regalo y como tal no se debe pedir nada más, lo malo es que siempre pedimos más, la vida es como un regalo y siempre estamos pidiendo más, por lo visto la gente no sabe que la situación natural del hombre es no tener nada, todo está ya desnaturalizado, las mejores cosas son las que nos vienen de sopetón, sin comerlo ni beberlo, y hay que aceptarlas como vienen, es una ley universal,

—Tú siempre estás hablando de leyes universales.
—¿Y tú crees que no las hay?

Anduvimos por una calle púrpura y amarga, amarga para los solitarios y los que no tienen donde caerse, o sí lo tienen pero abominan de ello, eso a veces pasa, es una calle muy amarga sobre todo cuando hay jolgorio, no sabría decirte muy bien por qué pero es así, también depende un poco del estado de ánimo, lo curioso es que es una calle muy bonita, muy bonita pero también muy triste, yo conozco a uno que cada vez que pasea por esta calle se echa a llorar y se pone a insultar a los extranjeros, entonces tenemos que tranquilizarle y llevárnoslo de allí, Soledad y yo entramos en una jamonería y pedimos unos bocadillos, unos bocadillos que yo querría infinitos, eso no puede ser, el mío era de atún y el suyo de jamón serrano con tomate, como está mandado, ¿por qué no me pedí yo uno de jamón serrano con tomate?, lo raro es que en una jamonería tuvieran de atún, lo suyo es pedirlo de jamón o a lo sumo de jamón cocido, chorizo, paleta, salchichón, lomo o morcón, también está permitido pedirlo de queso, a mí me gusta poco curado, ¿y a ti?, después me arrepentí de haberlo pedido de atún, o quizá es que sabía que iba a probar del bocadillo de Soledad, la calle era la Cava de San Miguel,

—¡Pero esa es una calle preciosa!
—Sí, preciosa.

El olor de la jamonería y de los bocadillos se mezclaba con el de Soledad y con el mío propio, ¡qué mezcla tan gratificante!, salimos, el dependiente nos despidió con una sonrisa, nos veía felices, la bici nos esperaba apoyada en una farola, se diría que estaba contenta y también nos sonreía, le gustaba la mañana que estaba viviendo, se lo estaba pasando bien y se alegraba por su dueña, que también lo estaba pasando bien, la bici había pasado un mal rato cuando lo de la cadena, pero eso quedaba ya muy atrás, como ocurrido hace cien o doscientos años, o como si nunca hubiera ocurrido, algunos dicen que las bicis no tienen memoria pero te aseguro que se acuerdan de todo y pueden guardar gran resentimiento, si la has tratado mal y no has sido cariñoso con ella te dejará tirado en el peor momento, eso es seguro, te dejará tirado en una llanura yerma con el sol golpeándote desde arriba sin misericordia, sin agua ni comida en kilómetros a la redonda y sin un alma de quien disponer, es recomendable tratar bien a las bicis, hay que tener amor a las cosas, a las personas también, pero sobre todo a las cosas, se nota en seguida cuándo una bici es feliz y dichosa y cuándo está deseando morirse, las bicis desdichadas se quejan mucho, algunos no lo notan, pero yo sí,

—¡Hay que tener poco corazón!
—Y que lo digas, mujer, y que lo digas.

Vinimos aquí, justo donde estamos tú y yo sentados, la verdad es que es un jardín muy bonito, parece mentira que esto exista en pleno centro de Madrid,

—¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Jardín del Palacio del Príncipe Anglona.
—Ah sí, siempre se me olvida.

Dentro del pecho empezó a barruntarse cierta esperanza que en pocos minutos se convirtió en certeza, certeza de lo que iba a ocurrir sin remisión, Soledad y yo en un jardín romántico, ¿no te parece romántico?, acompañados de una bici de esas antiguas que están de moda, casi todos los bohemios que se precian de serlo tienen una parecida, suelen ser de piñón fijo, como la de Soledad, la suya también es antigua pero el cuadro sigue brillando, es de color azul con letras grises que juntas forman la palabra “OTERO”, marca de bicicletas de mucho prestigio, algunas no tienen frenos, se conoce que frenan pedaleando para atrás, la de Soledad sí tiene frenos, también tiene una cadena en buen estado, miré a la cadena amorosamente, como se miran los enamorados, y di gracias a Dios porque se rompiera justo hoy,

—¿Pero tú eres religioso?
—No, mujer, es una forma de hablar.

Nos sentamos en este banco donde estamos tú yo y empezamos a hablar, los bancos y los parques y la luz de sol predisponen a la conversación, empecé este relato pensando en que únicamente iba a transcribir la conversación y mira lo que me ha salido, una mierda como un piano, alguno dirá que es una cosa humilde, tan humilde que no vale para nada, en esta vida hay que tener un poco de grandeza, se conoce que la conversación no tenía más interés y me he enrollado como una persiana, empezamos a comer con avidez, el apetito había subido como un gusano por el estómago y el pan estaba crujiente por fuera y blandito por dentro, el atún también estaba muy bueno, el jamón no lo sabía porque aún no lo había probado, y hablé.

—Es bonito el jardín éste.
—Sí. Precioso. El lugar perfecto para perderse.
—¿Qué edad tienes?
—Veintitrés.
—Ya decía yo que no eras una niña de dieciocho.
—Tú debes de andar por ahí.
—¿Por los dieciocho?
—No hombre, por los veintitrés.
—No, yo acabo de cumplir veintisiete, los hice en enero, el día 3.
—Pues pareces más joven.
—Eso me dicen.
—Pero sólo lo pareces físicamente, porque por tu manera de ser pareces mayor. Pareces más calmado que el resto.
—A veces demasiado calmado.
—¿A qué te refieres?
—A nada, a nada.
—Pareces tranquilo.
—Lo soy por fuera. Pero la procesión va por dentro.
—¿Eres nervioso?
—A veces.
—No lo parece.
—Pues lo soy, créeme, sobre todo en ciertas situaciones.
—¿Qué situaciones?
—Pues... situaciones, no sé. ¿Sabes? Me suenas de algo.
—¿Yo? Pues no sé de qué.
—Yo tampoco. Serán imaginaciones. ¿Nunca te ha pasado que alguien te es familiar sin saber por qué?
—Sí.
—Pues eso me pasa contigo. Nunca te he visto pero me eres familiar. Supongo que será una buena señal.
—Supongo. Está rico el jamón éste. Déjame probar del tuyo.

Soledad mordió de mi bocadillo, dejando en mi pan y en mi atún restos de su boca, de su saliva, de lo que estaba comiendo, a mí bien sabe Dios que no me dio asco, mirándola de cerca sus ojos no eran negros, como me había parecido, sino entre marrones y grisáceos,

—Nunca he visto unos ojos grises.
—Sí, mujer, pues existen, sólo hay que fijarse un poco, los de Soledad por ejemplo eran grises.

El jardín estaba en calma, es lo normal, la calma propia de la hora de la comida y de la siesta, no se oía más que el canto de los pájaros, que también estaban contentos, los pájaros siempre están contentos excepto cuando llueve y hay terremotos, aquí nunca hay terremotos, también se oía el arrullo del tráfico, siempre el tráfico, como un río lejano que nunca deja de correr.

—¿Estudias? ¿Trabajas?
—Las dos cosas, estoy en primero de Filosofía y Letras.
—¿Cómo que te metiste en Filosofía y Letras ya con veintitrés años?
—Con veintidos. Pues no sé muy bien. No creo que termine la carrera, la verdad. No me veo de ningún modo trabajando en algo relacionado con ella. Estoy muy acomodada en mi trabajo, y esto es casi como un hobby. Lo que pasa es que los hobbys suelen ser mucho más divertidos.
—¿En qué trabajas?
—De camarera, en un garito del barrio de Salamanca. Se llama Sin ton ni son. ¿Lo conoces?
—¿Sin ton ni son? Pues no me suena. Dame la dirección y me paso algún día y me invitas a una copa.
—Me parece bien.
—Sí, ya.
—¿Eres tonto? Que sí, ya lo verás.
—Que sí, que sí.
—Te lo prometo.
—A mí no tienes que prometerme nada.
—¿Ah no? Pues yo creo que sí.
—Crees mal, Soledad.
—No suelo equivocarme.
—¿A qué te refieres?
—A mis corazonadas.
—¿Y qué corazonada tienes?

Calló unos instantes. Soledad no respondió a mi pregunta.

—Calle del Conde de Peñalver, barrio de Salamanca. ¿Sabes por dónde te digo?
—Pues no exactamente. Lo miraré en algún plano.
—Es una zona un poco pija, bastante pija, pero está bien, no me puedo quejar.
—Habrá que visitarlo.
—¿El garito?
—No, el barrio digo. Y después el garito, si tengo la suerte de encontrarlo y reparar en él.
—Pero no vayas un lunes, que está cerrado. Y los martes yo libro.
—Pues iré un martes.

Se rio.

—El garito lo lleva mi novio
—¿Tu novio?
—Sí, mi novio. Vivimos juntos.
—No me digas.
—Te digo.
—No esperaba que tuvieras novio.
—¿Te decepciona?
—No, no, a mí me da absolutamente igual.
—Ya. Pareces el típico que dice que le da todo igual y en realidad todo le importa muchísimo.
—Me da igual que pienses eso.
—¿Lo ves? Si de verdad te diera igual me rebatirías.
—En absoluto. Desde hace un tiempo llevo a rajatabla una nueva filosofía de vida. Indiferencia por todo, todo me es igual. Nada importa, y sin importa, ¿qué pasa?, y si pasa ¿qué importa? Es mi lema.
—Pero no lo sientes de verdad.
—Me pone enfermo que hablen de mí sin conocerme.
—Pero yo te conozco. Sé que no lo dices de verdad. Además, acabas de decir que te pone enfermo que hablen de ti sin conocerte. Luego no te da igual.
—Sí, sí que me da. Di lo que quieras. Me es indiferente.
—Te queda mucho para poder decir que todo te da igual. Con veintisiete años todo tiene que asombrarte, importarte muchísimo. Menos mal que sigue siendo así. Si de verdad te diera todo igual, serías ya un viejo en un cuerpo joven. No eches tu vida a la basura tan pronto.

Me encogí de hombros, algo aturdido, y sentí que me ruborizaba.

—Pero me gusta tu actitud. No debes parecer ante los demás todo lo sensible que eres. Estarías perdido. Haces bien en escudarte detrás de esa armadura de indiferencia.
—No sabes lo que estás diciendo, Soledad.
—Sí que lo sé, Sebastian.
—No sabes nada y haces como que sabes.
—Seguramente no sepa nada de nada. Nadie sabe nada de nada. Y los que creen que saben algo, o mienten o son unos insensatos o, lo que es peor, unos ingenuos. No hay nada peor en esta vida que la ingenuidad.
—¿Tu novio sabe mucho?
—Sí, eso cree él. Pero en realidad no sabe nada. Es un ingenuo vestido de insensato. De mí, que soy su pareja, no tiene la más mínima idea. No sabe que estoy aquí, contigo. Luego no sabe nada. Puede saber algunas cosas de mi pasado y mi vida actual, pero no sabe lo que estoy pensando en el presente, ni que ahora mismo estoy en el Madrid de los Austrias, sentada en un banco de un jardín tan bonito como éste.
—¿Y eso es importante que él lo sepa?
—¡Claro! Es todo lo que hay que saber. No es necesario saber nada más de una persona si no que está en un jardín a la hora de la siesta comiendo un bocadillo o fumando un pitillo.
—Qué cosas más raras dices. Yo creo que es más importante conocer el fondo de esa persona.
—Puede ser, pero es una empresa inútil. Es imposible conocer el fondo de nadie. Ni siquiera el nuestro propio.
—¿Tú crees?
—Claro que lo creo.
—¿Y tú sabes lo que está haciendo él ahora mismo?
—Sí. Estará durmiendo o follándose a otra. O si no se la está follando es que se la ha follado ya.
—¿Cómo? ¿Lo sabes cien por cien seguro?
—No, pero es de suponer.
—¿Y te da igual?
—No, claro que no. Pero ¿qué quieres que le haga? No se puede estar siempre pendiente de lo que hacen los demás.
—Pero es tu novio.
—No deja de ser una persona más, totalmente ajena a mí.
—¿Totalmente ajena?
—Totalmente. Ahora mismo, tú eres menos ajeno a mí que mi novio.
—No entiendo nada.
—Ni falta que hace, Sebastian. ¿Sabes? —y me miró fijamente, entornando los ojos y asintiendo— Me gusta tu forma de ser, tu curiosidad por todo, que todo te importe, aunque digas lo contrario.
—Te digo y repito que no es así. He entrado en un estado vegetativo en que ni siento ni padezco. Últimamente voy como un robot por la vida.
—Los robots son los demás. Robots programados para ser felices. No creas nada de lo que te digan ni veas. Todo es mentira.
—¿Ésto que me estás diciendo también?
—Compruébalo tú mismo.
—¿Cuánto tiempo llevas con él?
—Tres años, casi. Él tiene treinta. Era charcutero, pero le tocaron unos millones, bastantes millones, compró el local y lo reformó, poniéndolo así un poco bohemio. Un poco después me conoció a mí y me puso a trabajar en él. Nos va bastante bien.
—¿Y tú le quieres?
—Sí, le quiero.
—Sabiendo que se folla a otras.
—Sí, pero qué le vamos a hacer. Yo mismo podría liarme aquí contigo ahora mismo, si quisiera.
—Y si quisiera yo.
—No digas tonterías, Sebastian.
—No digo tonterías. Si yo no quiero, no tienes nada que hacer.
—El que no tienes nada que hacer eres tú. No eres mi tipo.
—¡Vaya, hombre!
—No es nada personal, me gustas, me caes bien. Pero no eres mi tipo, nada más.
—No, si a mí me da igual. No te jode...
—Pues me alegro de que te de igual. Aunque mientas.
—Y dale...

Según los entendidos, cuando los silencios se hacen demasiado prolongados e incómodos no cabe si no hacer dos cosas: marcharse o besar a tu interlocutor, no hace falta decir por qué opción me decanté, obvié todas las palabras anteriormente escuchadas, es algo que suele dar buen resultado, obvié la charla de los pájaros y la música de las hojas pasadas por el viento de los plátanos de sombra y los madroños y las madreselvas y los rosales, obvié la sonrisa de la bicicleta de Soledad, que sin duda se esperaba lo que sucedió, lo que iba a suceder, obvié el rayo de sol que nos apuntaba directamente y nos picaba en la nuca, obvié a la parlera fuente de piedra del centro y a los dos niños que jugueteaban en su rededor y a la madre que los vigilaba, obvié al turista japonés que tiraba fotos al jardín desde el cenador, obvié al gato que salía de los arbustos con cara soñolienta, se llama Raskólnikof, obvié el susurro de la ciudad, ese arrullo de tráfico, que nos llegaba atemperado pero nos llegaba, siempre llega, bueno no, ésto último no lo obvié porque es imposible obviarlo,

—Entonces bien, ¿no?
—¡Qué va! Me hizo la cobra.
—¡Vaya, hombre! También es mala suerte...

En determinados trances no parece prudente ni decoroso volver a la carga, los hay que sí lo hacen pero no parece lo correcto, al menos a mí no me lo parece, terminamos los bocadillos como si nada hubiera pasado, es mejor así, aunque los dos sabíamos perfectamente lo que había pasado y quizá también sabíamos lo que había de pasar antes de que pasase, en realidad ella estaba deseando desairarme y yo estaba deseando que me desairara, ambos cumplimos perfectamente nuestro papel, hombre, hubiera preferido que no me desairara, para qué te voy a engañar, pero tampoco me parece mal que las cosas hayan sucedido así,

—¿Y nada más? ¿No te dio su teléfono?
—Sí, aquí lo tengo, guardado como oro en paño.
—Tenemos que ir un día al garito de la calle del Conde de Peñalver, a ver qué cara pone cuando te vea.
—Claro, cuando quieras. Esta noche mismo, si te apetece. ¿Te apetece o no?
—Sí que me apetece.
—Pues vamos.
—Espera.
—Qué.

Se hace un silencio largo y pesado, más largo y pesado de lo normal. Los segundos caen como losas, el sol se pone por detrás del Viaducto,

—Y yo, ¿puedo besarte, Sebastian?

FIN

domingo, 4 de abril de 2010

A HOMBROS DE GIGANTES


http://www.youtube.com/watch?v=_4R0cB7OEGo&feature=related

(...)

"Era una habitación pequeña y lóbrega, con muebles apretujados y oscuros, que tenía un evidente aire de tristeza. Al instante me vino a la mente la habitación de la pensión de Norman Bates, en la película Psicosis, aquella de los pájaros disecados. Sí, sin duda era una habitación de película antigua, con su cama grande de barras doradas, su mesilla de noche a cada lado, su armario estrecho y oscurísimo, perfecto símbolo de los miedos infantiles. A la derecha, según se entraba, estaba el cuarto de baño, y al fondo, coronando unas breves escaleras de dos peldaños, una pequeña puerta a modo de ventana que daba a una escueta terraza de dos metros cuadrados, y que se asomaba a la carrera de San Jerónimo. Estábamos en una de esas buhardillas propias de muchos edificios del viejo Madrid, y desde la terracita, mirando a la derecha, detrás del reverso del cartel de Tío Pepe, se disfrutaba de una magnífica vista de la Puerta del Sol, y a la izquierda se veía caer a la carrera de San Jerónimo hacia el Congreso de los Diputados. Hacía calor y olía a ambientador barato y desagradable, que apenas podía enmascarar las muchas décadas de huéspedes de aquel antiguo hotel.

Abrí la puerta para que entrara un poco de aire y desalojar algo de aquel aroma de ancianidad, que amenazaba con provocarme dolor de cabeza. A los cinco minutos, cuando el ambiente se hizo mínimamente respirable, la cerré. No quería que escapara de aquel cuartucho ni un átomo de intimidad, ni una gota de recogimiento. El techo bajo, la luz pálida, los muebles oscuros, eran un acicate para estrechar nuestros cuerpos. Puede decirse que no quedaba otro remedio, porque el espacio era el que era, y que tarde o temprano, si alguno de los dos quería moverse, inevitablemente rozaría con el otro por la falta de espacio. En estas estupideces pensaba yo. Pero, ¿para qué habíamos subido aquí? ¿No me había besado ya, acaso? ¿Por qué seguía tan inseguro, considerando las probabilidades que tenía de hacer el amor con ella aquella noche, si estaba más que claro? No había subido obligada, ni siquiera lo habíamos hablado. Paseábamos, vimos la entrada de un hotel y, sin decirnos nada, entramos y pedimos una habitación. Era perfectamente consciente de que Azahara estaba despechada por algo que había sucecido en el New Garamond, y que ese algo estaba relacionado con Isaac. Isaac. Me di cuenta de que durante el paseo nocturno y hasta ese momento le había olvidado por completo. ¿Qué estaría haciendo? ¿Seguiría en el New Garamond o ya estaría formando un trío en una habitación de hotel, una habitación grande, moderna y lujosa, con pantalla de plasma, mini bar y recibimiento floral, que nada tenía que ver con la que nosotros pisábamos? Tuve suerte. Azahara estaba allí conmigo porque tuve la fortuna de ser el primero que encontraba con quien desahogar sus penas. Sabía que no estaba allí conmigo por amor. Pero, a la vez, era tan grande el contraste entre la hipotética imagen de Isaac, con su físico imponente, su BMW, su personalidad arrolladora, su dinero, su inteligencia, la inmensa habitación de hotel que podía reservar; era tan grande el contraste de esa imagen cargada de tentaciones con la mía y mi miserable buhardilla, que por un segundo me dije que no podía ser otra cosa que amor la causa de que la tuviera allí conmigo, sentada en la cama, quitándose la cazadora. Pero no, era un segundo de autoengaño. ¿Qué habría pasado en New Garamond? Era mejor no pensarlo. No podía andar pensando en esas cosas en aquel momento. Y no volví a pensarlo en lo que quedaba de noche.

Me acerqué a la puerta-ventana, volví a abrirla, subí a la terracita, apoyé una mano en el muro bajo de cemento que la delimitaba y miré al cielo. Azahara se acercó a mi lado, y también miró al firmamento, negro, con esa fina gasa de luz urbana. A duras penas se veían unas pocas estrellas, de débil fulgor. Me di cuenta de que apenas habíamos hablado desde que nos besamos.

—Allí en mi pueblo de Extremadura parece que vivamos en otro planeta de todas las estrellas que se ven. —dije, por decir algo. Dos personas de noche mirando el firmamento. Muy original por mi parte.
—Es una pena, aquí se ven muy pocas. Mira cómo brilla esa.

Y me señaló a la más brillante de todas, gorda y distante como una perla fugitiva.

—Eso no es una estrella.
—Ah, ¿no? ¿Y qué es si puede saberse, señorito? ¿Qué es si no una estrella, listillo? ¿Un cometa? ¿Un avión? ¿Un OVNI? ¡Llamemos a Iker Jiménez!

Se rio.

—Es un planeta.
—¿Cómo va a ser un planeta?
—Sí, es un planeta, es Venus. No tiembla. La luz de las estrellas tiembla, de lo lejos que están. Los planetas (los que se ven, claro) no tiemblan. Fíjate bien. Compara a la que dices con aquella otra. Su brillo es oscilatorio, va como a trompicones.

Miró con fijeza a ambos astros, con gesto de asombro, durante unos segundos, durante los cuales observé con voluptuosidad sus labios entreabiertos.

—La he visto temblar.
—A cuál.
—A Venus.
—No, eso es imposible.
—Claro que no. Ha temblado. Lo he visto. Los planetas también tiemblan. ¿Por qué van a temblar las estrellas y no los planetas?
—Ya te lo he dicho, porque están muy lejos.
—Pues yo creo que ha temblado.
—No, no ha temblado, Azahara.
—¿Y cómo sé que eso es un planeta y no una estrella?
—Porque te lo digo yo. Eso es Venus.
—¿Y por qué lo sabes tú?
—Porque lo he leído en algún sitio.
—Ah, pero es qué tú lees.
—De vez en cuando.
—¿Ah sí?
—Sí, no sé de qué te asombras.
—¿Y no se ven más planetas que Venus?
—Desde la Tierra también se ven a simple vista Mercurio, Júpiter, Saturno y Marte, aunque no tan brillantes como Venus.
—¿Y cómo se diferencian?
—Por el brillo y la posición en la bóveda. Mercurio, por ejemplo, es muy brillante, pero está muy cerca del Sol y siempre viaja casi a ras de suelo, por lo que no se le ve mucho. Júpiter es el segundo más brillante, después de Venus. Si tuviéramos un telescopio, podríamos ver incluso su superficie. Está mucho más lejos, pero es mucho más grande, infinitamente más grande, es enorme. Es imposible hacerse una idea.
—¿El doble que la Tierra?
—Mucho más. Caben quinientas, mil Tierras quizá.
—¡Puf!
—Pareces una niña.
—No soy una niña.
—He dicho pareces. ¿Sabías que Venus es el tercer objeto más brillante del cielo después del Sol y la Luna, mucho más que cualquier estrella, por grande que ésta sea? ¿Y que, junto con ellos dos, es el único capaz de dar sombra?
—¿Y cómo es de grande Venus?
—Como la Tierra, más o menos.
—¿Y Marte, dónde está?
—Ahora no se ve. Pero si se viera comprobarías que es rojo. Tampoco tiembla.
—Venus ha temblado.
—Eres igual de cabezona que una niña. Eres una niña.
—No me creas, te digo que ha temblado.
—Lo que tú digas, niña.
—Marte es ese planeta donde dicen que hay vida, ¿no?
—Sí, pero yo más creo que hubo vida hace mucho tiempo. Vida inteligente, quizá, con sus ciudades, sus carreteras, sus canales, su historia, su cultura. Creo que Marte es la viva imagen de la Tierra dentro de muchos millones de años. Somos unos privilegiados, sabemos cómo será nuestro planeta mucho tiempo después de que hayamos muerto, mucho tiempo después de que muera el último de nuestra especie.
—Pues yo creo que no somos tan privilegiados, es deprimente pensar que todo esto desaparecerá y quedará convertido en un desierto rojo.
—Puede que tengas razón.

El tiempo. Una hora, dos horas, tres horas. Una noche. New Garamond. Una habitación de hotel. Millones de años, miles de millones de años. Nuestro cerebro, en ningún caso, está hecho para poder comprender que puedan pasar miles de millones de años de un suceso a otro.

—¿Y Saturno, dónde está?
—Ahora no se ve. Pero, igual que Júpiter, con un telescopio podríamos ver sus anillos. Es precioso, es el planeta más bonito del Sistema Solar. Después de la Tierra, claro.
—¿Y se pueden ver los anillos?
—Claro, con un buen telescopio.
—¿Tú los has visto?
—Sí. Es impresionante.
—Qué maravilla.

Siguió mirando la bóveda oscura, ahora en silencio.

—¿Y tú por qué sabes todas estas cosas?
—Lo he leído, ya te lo he dicho.
—Es interesante.
—Sí que lo es. A mí, por ejemplo, me fascina pensar que esa imagen de Venus que vemos ahora es de hace cuatro o cinco minutos.
—¿Cuatro o cinco minutos?
—Sí, lo que tarda la luz en llegar hasta nosotros. Está tan lejos que la luz, que es lo que más corre, tarda cuatro o cinco minutos en llegar hasta nosotros.
Miró de nuevo a Venus, con admiración mitológica.
—Pero decías que no temblaba porque estaba más cerca que las estrellas.
—Claro, pero es que las estrellas están mucho, muchísimo más lejos. La más cercana está a cuatro años-luz. Se llama Alfa Centauri. La imagen que vemos de ella es de hace cuatro años. Acuérdate de lo que hacías hace cuatro años. Ha pasado mucho tiempo, según tu percepción. Pues bien, la imagen que ves de esa estrella es de cuando tú hacías eso. Una nave espacial tardaría cientos o miles de años en llegar. Y es la más cercana. Imagínate las demás. Las estrellas y galaxias más lejanas están a 12.000 0 13.000 millones de años-luz. ¡13.000 millones de años, piénsalo bien! Y es probable que haya otras galaxias aún más lejanas de las que aún no nos haya llegado su brillo, de lo lejos que están.
—¿Y dónde están?
—Al fondo, detrás de todo lo que vemos y no vemos. Están lejísimos, tan lejos que parece imposible siquiera verlas con el mejor de los telescopios. Pero se ven.
—¡Yo quiero verlas!
—Yo he visto una foto en un libro que tengo, te la enseño cuando quieras. La tomó el Hubble, y se llama Campo Ultraprofundo. Es algo extraño, apretujado, caótico, como un universo en formación. El límite del universo. El inicio de los tiempos. Tenemos imágenes de cuando el universo se estaba formando. Es como un viaje en el tiempo. Por supuesto que se puede viajar en el tiempo. Todo lo vemos en pasado, absolutamente todo. Es imposible de comprender, inabarcable para el cerebro humano, ¿no te parece?

Pareció sumirse en profundas reflexiones. Había picado su curiosidad de niña con la conversación sobre Venus y su luz temblorosa.

—¿Sabes? —dije, después de un silencio—. Hasta hoy tú eras como una de esas estrellas tan lejanas, como un misterio. Podía verla, pero en ningún caso estaba en mi mano ni tocarla ni conocerla en profundidad.

No dijo nada, y, comprendiendo que me había equivocado al decir aquello, no volví a tocar el tema.

—Dices que Júpiter es el planeta más grande, ¿no? —continuó.
—Del Sistema Solar, sí. Se sabe que fuera del Sistema Solar hay planetas mucho más grandes, más grandes incluso que algunas estrellas.
—¿Y cuál es la estrella más grande?
—Betelgeuse. Es una Súpergigante Roja. Si estuviera donde el Sol, nos tragaría, y tragaría también a Marte, y a Júpiter. A Saturno quizá no. El Sol, dentro de mucho, también será una Súpergigante Roja. Agotará su combustible, y, cuando lo haga, buscará desesperadamente más, empezará a hincharse, a hincharse, y morirá de dos formas posibles: apagándose, sin más, o en una gigantesca explosión, una súpernova.
—¿Una súpernova?
—Sí. Es una explosión rapidísima, inimaginable, en la que se liberan cantidades ingentes de materia al universo, y de la que se formarán otras estrellas, nebulosas, planetas. Nosotros mismos, todo lo que vemos, sentimos, tocamos, es producto de una súpernova que ocurrió hace muchos miles de millones de años. Tú y yo somos exactamente lo mismo que cualquiera de esas estrellas que ves ahora. Somos producto de una muerte.
—Y después de la súpernova, ¿no queda nada? ¿Desaparece la estrella así, sin más?
—No, queda un cadáver estelar, una estrella diminuta, una enana blanca o una estrella de neutrones. Una canica hecha del material de una de éstas estrellas pesaría como todos los edificios de la ciudad de Madrid juntos.

Se hizo un silencio. Azahara miraba al cielo, como hechizada.

—Betelgeuse. Qué nombre más bonito —dijo.
—Sí que lo es.
—¿Qué significa?
—Hombro del Gigante. Es árabe. No sé por qué se llama así, si la gigante es ella.
—¿Y no se ve desde la Tierra?
—Sí. Y se ve roja, como Marte, unas veces más grande y otras más pequeña, porque es una estrella variable. Tiene ciclos en los que se hincha y otros en los que se encoge.
—Estará lejísimos.
—Sí. Pero es tan inmensa que no sólo la podemos ver a simple vista, sino que además nos llega su luz rojiza. Es increíble.
—Madre mía, qué cosas...
—Eres una niña curiosa.
—No soy una niña.
—Sí, sí que lo eres.
—Una niña no haría ciertas cosas.

Y me besó. A los pocos segundos despegó sus labios de los míos, miró a Venus, y me dijo:

—Tienes razón. No tiembla. No la he visto temblar.

Y volvió a besarme. Noté su respiración acelerada y, como un efecto de acción-reacción, mi pecho también se desbocó, como liberado del estupor inicial. Me entregué a ella en cuerpo y alma. Saboreé su boca húmeda, mordí y absorbí su lengua juguetona, lamí su rostro, su cuello, sus orejas, limpié con mi saliva el rímel corrido de sus ojos. Besé mucho sus ojos, como intentando sacarlos de sus órbitas. Lo que más me gustaba era cuando su lengua me recorría el lado derecho del cuello. En el izquierdo no sentía nada, pero sí en el derecho. Un escalofrío intensísimo, inusitado, casi excesivo en ese lado derecho, como compensando la insensibilidad del izquierdo. Mejor así, toda la intensidad concentrada en un único lugar, mejor que mediocremente repartida en varios.

Entramos en la habitación y comenzamos a desnudarnos..."

(Nota: únicamente por la razón de su hermoso y evocador nombre, se ha mencionado en este verídico relato a Betelgeuse como la estrella más grande conocida. No es cierto. Tal honor lo ostenta VY Canis Majoris, una hipergigante roja situada a 4900 años-luz de la Tierra y que tiene un radio de más de 2.500 millones de kilómetros, o sea, 2000 veces el Sol. Betelgeuse, "El hombro del gigante", sólo es la novena en la lista.)