jueves, 16 de abril de 2009

Cuento. CUATRO CAMINOS


El andén estaba atiborrado. Era una aglomeración mañanera y urbana, una amalgama de rostros hoscos y cansados y de oficinistas que llegaban tarde, y consultaban su reloj una y otra vez, y el tren no llegaba, y miraban inquietos y fieros a los lados, viendo con desesperación que en el andén había cada vez más gente, que iban a estar incómodos y apretados y que no iban a poder sentarse. En realidad todas las mañanas sufrían las mismas apreturas, pero cada día todos tenían la esperanza de que aquél iba a ser un viaje placentero, desahogado, tranquilo, hasta que salían de casa, llegaban al metro y veían que no, que Madrid seguía teniendo más de tres millones de habitantes, los cuales no se habían volatilizado durante la noche y también hoy debían ir a sus lugares de trabajo y estudio, y que de nuevo tocaba sudar y hacerse un pequeño hueco en esta urbe angustiosa y cruel. En la ciudad parece que siempre le quieren quitar a uno algo, la cartera, el asiento, el trabajo, el buen humor, la esperanza, la novia, algo. La ciudad, la gran ciudad, siempre tiene algo de hostil que hay que vencer, es una competición áspera y permanente, un mundo desapacible, crónicamente hipertenso, constantemente al borde del infarto.

Cosme era un miembro más de esa paciente marabunta. Permanecía de pie en el andén de la estación de Diego de León, en la línea seis, esperando al tren que circulaba en dirección a Ciudad Universitaria. Era un viernes de octubre, iba a la Facultad. Una leve sombra morada se dibujaba debajo de sus brillantes ojos azules, que miraban para el suelo, ausentes, se diría que con una fina sonrisa adornando sus facciones cuadradotas, su nariz recta y proporcionada, su mandíbula robusta, en la que despuntaba ya una incipiente barba, afeitada cuidadosamente un día antes, sus pobladas cejas y sus sedosos cabellos de oro, descuidadamente arreglados, pues dejaba caer siempre un mechón curvo sobre la frente, intentando dar la impresión de casualidad, cuando en realidad todo en su estética estaba concienzudamente estudiado. Como material escolar para las dos clases que tenía esa mañana no llevaba más que una carpeta azul adosada a su pecho y sujeta por su mano derecha, cuyo brazo formaba un ángulo recto, adoptando una posición como de llevarse la mano al corazón. Todos los pijos llevan la carpeta de igual manera.

Cosme iba pensando que el Metro, aunque un poco incómodo y proletario, era un gran invento, pues imaginaba que si toda esa gente que hormigueaba ahí abajo, en los andenes, trenes y galerías, estuviera en la superficie, conduciendo coches, cruzando pasos de cebra y tomando autobuses, una ciudad como Madrid no podría aguantarlo, explotaría literalmente. Creía sinceramente que Madrid, sin Metro, sería una ciudad aún más inhóspita, poco menos que inhabitable.

Pero Cosme pensaba más en otras cosas. La anterior había sido una gran noche, de acuerdo con lo que se esperaba de él, de acuerdo con su fama, que había desbordado los diques de su clase para desparramarse, incontenible, por las otras aulas de su curso y aún por los cursos superiores. Estaba en racha. Llevaba la cuenta. En tres meses se había tirado a dieciséis mujeres, diez durante sus enloquecidas vacaciones en Oropesa del Mar y seis desde que comenzaron las clases en la universidad. Mentalmente repasaba cada ocasión, a cada una de esas muchachas que habían caído en sus garras, pero ninguna le parecía del calibre de la de anoche. Se había superado. Y además se lo había puesto difícil, la muy golfa, pero al final no le había quedado a la pobre otra más que ceder.

El cartel luminoso marcaba un minuto en letras de sangre, y la gente se apelotonaba a la espera, dándose ya los primeros empujones, los pisotones casuales, los roces inevitables y puede que cálidos, según con quién te toques. Hacía calor. Y olía a Metro. El Metro siempre huele igual, en todos los sitios, en todas las estaciones, en todas las líneas, en todos los trenes y pasillos. Huele, quizá, a una mezcla de cloaca, humanidad y algodón de azúcar.

Era una amiga de una compañera de clase. Siempre es así en las fiestas universitarias. O al menos es la forma más fácil y directa: “oye, preséntame a tu amiga”. Desde que la vio, al principio de la noche, se propuso “ganarla”, según sus palabras. Era tal su confianza en sí mismo que se permitía el lujo de elegir. Y había elegido a la más difícil, lo cual le suponía un reto y un atractivo añadidos. Una cohorte de buitres la había merodeado insistentemente con sus repelentes graznidos de alcohol durante toda la noche, algunos con una bien ganada reputación de aves de presa nocturna, mas a todos ellos los había rechazado, a todos excepto a él. En su mente revoloteaban como dos amables mariposas los detalles de la presentación, del tedioso y laborioso acecho, del implacable ataque y, por último, de la salvaje y lujuriosa culminación, en una habitación del hotel Hesperia, en el paseo de la Castellana. Un acto cinegético impecable, digno de figurar en los tratados de caza nocturna.

Se había salido con la suya, como casi siempre. Era una muesca más en el revólver de sus trofeos. Y esta vez había sido difícil, mucho más que de costumbre. Mientras esperaba, de pie sobre el andén, cerraba los ojos y entonces aún creía sentir la arrebatadora respiración de la muchacha dándole en la cara y el calor de su marmóreo, delicado y sudoroso cuerpo, y aún creía oír el rítmico crujir del somier de la cama, y oler el cuajado y embriagador perfume femenino, y se respiraba a sí mismo, íntimo, cercano. Todavía olía un poco a ella, a su efluvio de azahar, incluso a su saliva. Eso era lo que más le gustaba de todo, el olor de la saliva de la muchacha sobre su cobriza piel masculina.

Después se retrotraía unas horas en el tiempo y recordaba las primeras miradas, la presentación gracias a su compañera de clase, la conversación vana y hueca, cargada no obstante de voluptuosidad, que no era más que un mero trámite porque, seguramente desde el primer momento, ambos sabían cómo y dónde iban a terminar la noche. Al menos él sí lo sabía. Y pensando en esos primeros compases una sonrisa pueril se dibujaba en su atezado rostro, una sonrisa de autocomplacencia y vanidad. Vanidad que, por otra parte, debía quedar totalmente satisfecha esa misma mañana con los comentarios del caso de sus compañeros de clase, con las miradas envidiosas de sus “rivales” derrotados de anoche, con el fingido desdén de aquellas que se habían enterado, que le deseaban fervientemente pero que, ilusas ellas, no tenían nada que hacer. ¿De qué vale un triunfo así si luego no puede uno disfrutarlo plenamente, con todas sus amables consecuencias? ¿De qué vale si no puede uno irlo pregonando? ¿De qué vale si nadie se entera? Por eso y sólo por eso iba Cosme a clase, resacoso y amodorrado, aquella mañana de octubre.

El sonido brusco y sibilante del tren rompiendo en la estación le sacó de su dulce ensimismamiento. Era el momento de ir cogiendo la posición para, si se tiene suerte, poder sentarse durante el trayecto, aunque la verdad es que esa mañana estaba de excelente humor y le daba igual ir de pie. Mas si, por un casual, tenía cerca un asiento libre, a por él iría, eso seguro. Luego de dejar salir a los que trabajosamente se apeaban, la manada se extendió por el interior del vagón como un río contaminado mancha la mar en que desemboca. El vagón se llenó en unos instantes. Cosme miró raudo de un lado a otro buscando un asiento libre. Todos hacían lo mismo, era una lucha sorda, breve e inútil. Pero tuvo suerte, porque había uno justo al lado de la puerta por la que había entrado, y sin consideraciones ni remilgos, se sentó. Aquel día todo le sonreía, era un buen día, un día de suerte. En realidad se trataba de un hombre afortunado.

Agitó sus posaderas como restregándolas sobre el asiento que había conquistado y, una vez aposentado cómodamente, con un brillo de satisfacción en su rostro, dirigió unas miradas furtivas a los desafortunados viajeros, que veían impotentes y resignados como, un día más, iban a tener que hacer de pie su trayecto. Arrellanado en su asiento parecía recrearse en su fortuna, y pensaba en que quizá sea en estos pequeños detalles —coger un asiento en un vagón repleto, que se te ajusten lo justo los vaqueros, ni poco ni mucho, tener una nariz proporcionada y unos ojos azules y grandes— donde se aprecie el éxito, la valía, la calidad e incluso la inteligencia de una persona.

Unos instantes después Cosme miró al frente y examinó a las cuatro personas sentadas delante de él. Siempre hay que hacer eso cuando se va en Metro, decía, y se enorgullecía cuando alguien reparaba en él y admiraba su belleza, y le traía sin cuidado que fuera un hombre o una mujer, porque su narcisismo quedaba saciado. A veces le daba por imaginar la biografía de cada uno, y se imaginaba adónde iba, de dónde venía, si era virgen, si tenía pareja, cuántos hijos tenía, si trabajaba o estudiaba, qué tipo de música le gustaba o por dónde salía los fines de semana. Pero sobre todo lo que buscaba era la conquista visual, ese fuego de miradas que, de vez en vez, prende en el vagón de un metro y sólo se aplaca cuando uno de los dos se apea en una estación cualquiera, para seguramente no volver a verse nunca más. En una de esas conoció, un mes atrás, a una hermosa muchacha que pocos días después cayó atrapada, como tantas otras, en su pegajosa red sexual. Porque hay que decir que Cosme no desaprovechaba una sola oportunidad, y estaba siempre vigilante, siempre al acecho; era un oportunista nato, y había desarrollado sus artes de manera extraordinaria.

Justo frente a él estaba sentada una muchacha rubia, de piel tersa y blanquísima, cuello estilizado, busto exhuberante, mejillas encarnadas y mirada serena y limpia de ojos de cielo. En cuanto reparó en ella, Cosme ya no vio otra cosa, y enfocó sus cinco sentidos de cazador hacia un solor lugar, hacia un único anhelo. La muchacha empezó a mirarle fijamente, con una fijeza penetrante. Cosme se dio cuenta, barrió su cuerpo de arriba abajo con la mirada y distraídamente sacó unos apuntes de su carpeta. Se puso a hojearlos fingiendo atención en lo que leía, intentando demostrar que aquel descaro no le perturbaba en absoluto. De vez en cuando levantaba la vista de los papeles, y ahí estaban siempre esos ojos azules, clavados en él obstinadamente, y entonces él se la quedaba mirando con una obstinación aún mayor. La muchacha mantenía, férrea, la mirada. Aquello parecía un juego. Quien más aguantase sería el ganador. Había practicado ese juego otras muchas veces, y siempre había salido vencedor, porque normalmente la chica de turno no aguantaba y, azorada, desviaba la mirada.

Pero aquella vez no era así. Seguramente se trataba de una mujer un poco casquivana. “Mejor así —pensaba— a mí me gustan las que no se arredran, las echadas p´alante. A mí las modositas y las que van de estrechas no me van para nada. Cuanto más puta sea, mejor que mejor”. A veces contemplaba su propio rostro, reflejado en el cristal de la ventanilla que estaba a espaldas de la chica, y llegaba a conclusión de que era perfectamente normal su éxito, su espléndida racha, y naturalmente era lógico que esa rubia que tenía delante no pudiera dejar de mirarle.

“No me extraña para nada —pensaba—. Con esta carita, estos ojazos, este pelo rubio y esta nariz tan perfecta, lo raro sería que no me comiera un colín. Mira que siempre me han dicho que soy guapo, y a fe que es verdad… Es una maravilla vivir así… Es que es increíble cómo me mira. Y está buenísima. Hoy pensaba tomarme el día con tranquilidad, después de lo de anoche, pero es que está muy buena, y estas oportunidades nunca hay que dejarlas escapar. Creo que la voy a decir algo, si no estoy luego todo el día arrepintiéndome… aunque por otra parte seguro que se presentan más ocasiones… Pero ésta está buena, realmente buena…”

El tren había dejado atrás la estación de República Argentina y viajaba hacia la de Nuevos Ministerios, emitiendo un chirriante sonido de marcha, de velocidad. Hacía calor. El personal permanecía callado, unos escuchando música con sus cascos, otros leyendo un libro o un periódico gratuito, otros mirando concienzudamente los nombres de las estaciones, escritos en los paneles superiores, otros con la mirada perdida, sumida en los propios pensamientos. El único foco de humanidad, de calor espiritual, que había en ese vagón repleto de seres anónimos, desconocidos e indiferentes los unos de los otros, era el de aquellos cuatro ojos azules que indudablemente se deseaban con ardor juvenil.

El tren arribó a Nuevos Ministerios. Cosme se acordó de la chica de la noche anterior, pero de pronto le pareció muy lejana, como protagonista de algo ocurrido hace mucho tiempo. Seguramente no iba a volver a verla, no tenía pensado llamarla, y si ella le llamaba —lo cual seguramente ocurriría— no le cogería el teléfono. Ciertamente era un bombón, pero ya no le interesaba. Él estaba en una necesidad imperiosa y permanente de novedad, de nuevos olores, de nuevas caras, de nuevas bocas y sabores. Lo conocido le aburría. Tenía el convencimiento de la que poligamia es una característica consustancial al varón, poco menos que un derecho inalienable, algo perfectamente natural, que está en los genes, que la naturaleza les ha legado para perpetuar la especie, y que nosotros no somos nadie para contradecir a la naturaleza. “ En el reino animal —pensaba— la inmensa mayoría de los machos son polígamos, no veo por qué los seres humanos vamos a ser distintos, al fin y al cabo somos una especie más, algo más inteligente, sí, pero que conserva sus instintos intactos, y no sólo los de reproducción. En realidad la mayoría de nuestros actos tienen un motor instintivo, y muy pocas veces nos guiamos por la pura inteligencia”.

Y esa nueva oportunidad, ese pequeño mundo de sabores y olores por conocer, estaba delante de él. La muchacha no había apartado los ojos de él en ningún instante. Había que hacer algo, eso era seguro, y Cosme sabía que, si quería, tenía una buena presa en la buchaca. “Pero tengo que darme prisa —pensaba—, a mí sólo me quedan cuatro estaciones de trayecto y ella puede que se baje antes… Pero qué descaro, cómo me mira la muy guarra, como no aproveche esta oportunidad, es para matarme.”

El tren marchaba sin pausa cortando la densa negrura del túnel. El momento decisivo se acercaba, el instante mágico del primer contacto verbal. Los gruesos y masculinos labios de Cosme trazaron una leve sonrisa de seguridad, de aplomo, de autocomplaciencia. La muchacha seguía mirándole, imperturbablemente, descaradamente, desnudando el alma y el cuerpo de Cosme con los ojos. Éste se inclinó hacia delante, despegando la espalda del respaldo, en ademán de hablar, y justo cuando su boca se abrió para decir algo así como “bonitos ojos”, “adónde vas” o “cómo te llamas, guapa”, la chica se le adelantó y, tocando cuidadosamente el hombro del señor que tenía a su lado, dijo, sin despegar la mirada de Cosme:

—Perdone, ¿podría decirme qué parada es ésta?
—Es Cuatro Caminos, bonita —respondió el señor.
—Ah vale, es la mía, he contado bien. Muchas gracias.
—De nada.

Abrió su bolso, que descansaba sobre sus rodillas, revolvió palpando en su interior y sacó un tubo blanco, que fue poco a poco desplegando hasta convertirlo en un auténtico ojo de plástico con el que escrutar el vacío de la oscuridad eterna. Se levantó, con la mirada dirigida a ningún sitio, perdida por encima de la cabeza de Cosme, avanzó hacia la puerta del vagón, que había irrumpido ya en Cuatro Caminos, y blandiendo su bastón de ciego salió del tren cuidadosamente, ante la mirada atenta y morbosa de los circunstantes.

A Cosme le subió una llama de vergüenza.