lunes, 26 de octubre de 2009

DESUBICACIÓN


Criatura también de alegría quisiera que fueras,
criatura que llega por fin a vencer la tristeza y la muerte...

(José Hierro)

"Y cuando ese gran anhelo se cumple y no cabemos en nosotros mismos, salimos a la calle y comprobamos para nuestro asombro que el mundo sigue girando a idéntica velocidad, que la luz del sol no se ha vuelto más viva, que, como siempre, los corazones asoman sombríos a los ojos, que nada importa. Y nos encontramos desubicados, preguntándonos si habrá algo en esta vida que realmente merezca la pena, si no estaremos sobrevalorando esos conceptos tan engañosos y frívolos que llamamos ambiciones, sueños, alegría, felicidad. Paseamos por la calle y miramos a los lados buscando unos ojos amables, unos ojos que correspondan y comprendan nuestro nuevo estado. Es en vano, porque el tiempo no se detiene, continúa con su correr plano e infinito, y tanto las buenas como las malas noticias, las inmensas alegrías y las peores tristezas, no son más que pequeños cerros artificiales y vaguadas poco profundas que el correr de los días, con su acción continuada, terminará erosionando, igualando y haciendo desaparecer. Nos paramos en una esquina, en un parque, cruzamos los brazos, agachamos la cabeza y pensamos. Parece que comprendemos, pero no. De repente volvemos a sentirnos henchidos, renovados, aplastantes, y una sonrisa efímera y falsa, hija de nuestra soberbia e impotencia, se dibuja en nuestro rostro. El sol cae, sentimos frío, y retornamos a nuestro paseo. Continuamos con nuestras cavilaciones, y de pronto nos tropezamos con una imagen bella que nos puebla el sentir de misterios y hace brillar a nuestros ojos pensativos: una mirada femenina bonita y cansada, una calle perdida, la ventana de luz naranja de una buhardilla, un banco de madera bien cuidado en medio de un bulevar, un silencio profundo del que sólo se descuelga el ulular del viento, el infinito diálogo de unos pájaros invisibles, un atardecer despejado, una cafetería que desde fuera se ve caliente y confortable. Las cosas pasan, todo queda. Y seguimos sin comprender".

viernes, 23 de octubre de 2009

MALA COSA


"Quería poner tierra entre mi sombra y yo, entre mi nombre y mi recuerdo y yo, entre mis mismos cueros y mí mismo, este mí mismo del que, de quitarle la sombra y el recuerdo, los nombres y los cueros, tan poco quedaría.

Hay ocasiones en las que más vale borrarse como un muerto, desaparecer de repente como tragado por la tierra, deshilarse en el aire como el copo de humo. Ocasiones que no se consiguen, pero que de conseguirse nos transformarían en ángeles, evitarían el que siguiéramos enfangados en el crimen y el pecado, nos liberarían de este lastre de carne contaminada del que, se lo aseguro, no volveríamos a acordarnos para nada —tal horror le tomamos— de no ser que constantemente alguien se encarga de que no nos olvidemos de él, alguien se preocupa de aventar sus escorias para herirnos los olfatos del alma. ¡Nada hiede tanto ni tan mal como la lepra que lo malo pasado deja por la conciencia, como el dolor de no salir del mal pudriéndonos ese osario de esperanzas muertas, al poco de nacer, que —¡desde hace tanto tiempo ya!— nuestra triste vida es!

La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados. Al correr de los días y las noches nos vamos volviendo huraños, solitarios; en nuestra cabeza se cuecen las ideas, las ideas que han de ocasionar el que nos corten la cabeza donde se cocieron, quién sabe si para que no siga trabajando tan atrozmente. Pasamos a lo mejor hasta semanas enteras sin variar; los que nos rodean se acostumbraron a nuestra adustez y ya ni extrañan siquiera nuestro extraño ser. Pero un día el mal crece, como los árboles, y engorda, y ya no saludamos a la gente; y vuelven a sentirnos como raros y como enamorados. Vamos enflaqueciendo, enflaqueciendo, y nuestra barba hirsuta es cada vez más lacia. Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos el mirar; nos duele la conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale que duela! Nos escuecen los ojos, que se llenan de un agua venenosa cuando miramos fuerte. El enemigo nota nuestro anhelo, pero está confiado; el instinto no miente. La desgracia es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar en vida. Quizá para levantarnos un poco a última hora, antes de caer de cabeza hasta el infierno... Mala cosa".

Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte

lunes, 5 de octubre de 2009

UN VIVO COLOR DE SANGRE


Los focos y las noticias se los han llevado la Osa y el Madroño, que han sido cambiados de lugar. Ya no están en la desembocadura de la calle del Carmen, sino mirando hacia la Montera. A algunos el cambio ha incluso molestado y están indignadísimos, dicen que para qué cambiar algo que lleva ahí toda la vida, un punto de encuentro donde cualquier día de la semana, a cualquier hora —pero más los fines de semana— se concentraba la turbamulta en espera de alguien que tarda, en espera de alguien que se ha perdido, está encerrado en un atasco o simplemente lleva a cabo el viejo truco de hacerse de rogar por su enamorado. Era el lugar de cita por antonomasia de Madrid, aunque yo, intentando siempre huir de los lugares comunes —y ningún lugar más común que la Osa y el Madroño— jamás propuse a nadie quedar en tal sitio. En realidad la cosa no es tan grave ni es necesario rasgarse las vestiduras, pues el símbolo de la ciudad ha sido devuelto a su emplazamiento original, unos pocos metros al este, frente al edificio del Tío Pepe.

La verdad es que a mí que cambien o dejen de cambiar la Osa y el Madroño me da bastante igual, como si la quieren arrancar y llevarla al monte de El Pardo a que coma bellotas en libertad. Y digo bellotas porque madroños, en Madrid, ya no hay. Osos tampoco, claro es. En lo que poca gente ha reparado, y es por lo que escribo esta entrada, es en que la Mariblanca vuelve a atalayar el corazón de Madrid, "rompeolas de las Españas", que dijo Antonio Machado, convirtiéndose en la vigía que vela por el buen orden de este "sugestivo proyecto de vida en común" (Puerta del Sol, Madrid, España) que se va a pique. El Ayuntamiento ha tenido la magnífica idea de reubicarla en el lugar de donde nunca debió desaparecer. He oído algún estúpido comentario —"gastar dinero a lo tonto"—, pero yo me congratulo de que la blanquísima estuatua vuelva a dar sombra a nuestro kilómetro cero.

Ahora no está en su antigua ubicación, frente a la desaparecida iglesia del Buen Suceso, en lo que hoy es la nueva boca de Cercanías, sino en el inicio de la calle Arenal. Eso es lo de menos, lo importante es que está de nuevo con nosotros, y ha regresado radiante, con un blanco purísimo que daña los ojos, con la barbilla un poco más altiva, la mirada más alegre y vivaz y el seno descubierto más voluptuoso. Siempre es un placer volver a casa, ¿verdad bella?

Hace unos días paseaba mis pies desocupados por el centro de Madrid. Era una mañana de octubre salpicada de soles primaverales, y una luz franca y decidida doraba la Villa y Corte, trocando los gastados cobres de otoño por lustrosos oros de mayo. Andaba cabizbajo y pensativo, dándole vueltas a la cabeza a varios asuntos que no vienen al caso, un poco al margen del hormigueante tráfago de gentes que circulaba, presuroso, a mi alrededor. Atravesé por la Puerta del Sol y, de pronto, una aparición inesperada me hizo salir de mi circunspección: era la Mariblanca, a cuyos pies descansaban sentados algunos ancianos y turistas. Me la quedé mirando, entusiasmado, y un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies al tiempo que, emocionado, rememoraba uno de mis pasajes literarios favoritos, el cual, por supuesto, me sé de memoria. Es del Episodio El 19 de marzo y el 2 de mayo, y narra los momentos inmediatos a que Gabriel e Inés, la eterna pareja, escaparan de las garras de los avaros tíos de la muchacha:

"Vistióse tan precipitadamente, que la vi medio desnuda. Pero ni ella, con el gran azoramiento de la prisa, cayó en la cuenta de que estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla a vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos de la casa y huimos a toda prisa de la calle de la Sal, por temor a encontrar al licenciado Lobo o a mi amo. Hasta que nos vimos en la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en un escalón junto a la Mariblanca. Profundo silencio reinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en derredor, y no vi más que dos perros que se disputaban un hueso. El chorro de la fuente alegraba nuestras almas con su parlero rumor.

—Ya estás libre, condesilla —dije, reclinándome sobre el pecho de Inés—. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de mayo.

Un rato permanecí en aquella postura, porque estaba rendido de cansancio. El día se acercaba; se sentían los lejanos y vagos rumores, desperezos de la indolente ciudad que despierta. Por Oriente, hacia el fin de la calle de Alcalá, se veía el resplandor de la aurora, y cuando nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante a contemplar el cielo, que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre".

No es casualidad que Galdós describiera aquel amanecer del 2 de mayo de 1808 con la frase "un vivo color de sangre". Ya se sabe: los franceses, la carnicería de la Puerta del Sol, la heroica resistencia en Monteleón, los fusilamientos en Príncipe Pío... Pero, para quien quiera conocerlo, todo eso quien mejor lo contó fue don Benito, y Gabriel Araceli quien lo vivió más de cerca.

Aquella mañana continué con mi paseo y me dije que, si algún día salgo de fiesta por el centro de Madrid, a algún pub de la calle Huertas, o del Príncipe, o de Núñez de Arce, o de Echegaray, y antes de irme a casa aún no ha amanecido, esperaré la salida del sol sentado en el escalón de la Mariblanca.
Espero para entonces haber encontrado a mi Inés.