jueves, 31 de marzo de 2011

NEBULOSA


Abro los ojos. ¿Qué son esas sombras? ¿Y esos indefinidos contornos? ¿Es realidad o imaginación? ¿O quizá ambas cosas? Veo a alguien. Le escucho también. Me dice cosas, me susurra al oído, me toca. Me besa. ¿Quién es? Me ofrece un libro. No, no me lo ofrece, lo tenía ya en la mano. No veo bien el título. Pone mi nombre. ¿Es un libro mío? ¿Cómo es posible, si yo no he publicado nada y, peor aún, no he escrito nada todavía digno de publicarse? Pero no, no es mío. Tampoco sé de quién es. Sólo que hay párrafos muy densos, muy macizos. Es una novela de personajes vagarosos y tramas complejas. Lo leo, y desde la primera palabra compruebo que me lo sé de memoria. ¿Cómo es posible, si aún no he empezado a leerlo, si no lo he leído nunca? Pero sí, no hay duda, lo recito entero sin saltarme una coma. De repente el libro desaparece y la persona que vi al principio vuelve a estar delante de mí. Me sonríe con una sonrisa lejana, inaudible, como en un fotograma. Paseamos juntos por un jardín de plantas negras. Sí, sí, las plantas son negras, y allá al fondo está atardeciendo. Pasa un rato que en realidad no dura más de un milisegundo. Me miro las manos y apercibo que he envejecido. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es este señor que ahora camina conmigo por el mismo parque de las plantas negras? ¡Cómo es posible! Es mi jefe, y él no ha envejecido, está como siempre. Me duele el estómago, y me detengo. Mi jefe me dice cosas muy desagradables, sus formas son buenas y no alza la voz, pero lo que me dice me punza el corazón. Son las cosas que el día anterior no se atrevió a decirme pero que seguramente pensó. Reflexiono un momento. ¿Estoy soñando? Está claro que no. ¿Estoy despierto? Tampoco. Alguien me coge de la mano, es una chica. Vuelvo a ser joven, quizá mucho más que ahora. Soy un adolescente. La chica me besa y me lleva a una caseta del jardín, donde hacemos el amor. No la veo la cara, todo está como nublado. Me vienen algunos nombres a la cabeza, Betelgeuse, Aldebarán, Antares, Achernar. Son nombres evocadores y llenos de reminiscencias. Son nombres de estrellas muy lejanas. Pero no sé por qué los recuerdo. Tarareo una canción antigua, muy antigua, que hacía muchísimos años que no escuchaba y que ahora suena en mi cabeza con total claridad. Suena el mismo estribillo una y otra vez, con absoluta perfección. Es lo único que está definido, el sonido. Lo demás, los colores, las luces, las figuras, siguen escondidas tras un pálido velo. Veo escenas de mi niñez y de mi día anterior, todas mezcladas, confundidas como en un collage memorístico. Todo esto mientras sigo haciendo el amor con la chica, que ya no es la misma. Tampoco es otra, porque ya no es nadie. En cuanto he pensado en ella de nuevo ha desaparecido y me veo otra vez en el jardín de las plantas negras. Sigue atardeciendo y parece que nunca dejará de hacerlo. ¡El atardecer eterno! ¡Las noches blancas! ¡Horizontes blancos y rosáceos! ¿Qué pasa aquí? ¿Está pasando algo? ¿Es realidad, sueño o imaginación? ¡Ninguna de las tres cosas! Es nebulosa, sólo nebulosa. ¿He dormido algo? Cuando alguien se pregunta a sí mismo si ha dormido se está dando a sí mismo la respuesta. El que no ha dormido sabe perfectamente que no ha dormido. He dormido, sí, pero, ¿cuándo? ¿Y cuánto tiempo? No sé si es de noche o es de día. No sé nada. Nada se aclara, es nebulosa. ¿Dónde está mi chica? Siento unos deseos inextinguibles de seguir haciéndole el amor, pero ya no la encuentro. ¡Oscuro jardín de claro horizonte! Corro, corro hacía allí, sin darme la vuelta, sin mirar atrás, porque a mi espalda están las plantas negras. El estómago sigue doliéndome más y más, y ya no puedo seguir corriendo. Se oyen unas risas, como una manada de hienas disputándose la carroña. ¿Dónde están? Las oigo cerca, muy cerca, ahora detrás de mí, ahora a mi derecha, ahora a mi izquierda, ahora en mis narices. Pero no las veo, porque todo sigue siendo vapor. Las hienas ríen y ríen con intensidad creciente y tengo que taparme los oídos. Mi jefe de nuevo, la figura del principio, el libro que me sé de memoria. ¡Todo lo vislumbro de nuevo! No es el objeto físico, sino sólo su abstracción. Sólo los veo si cierro los ojos, pero qué digo, ¡si los he tenido siempre cerrados! Jamás los abrí. Un terrible escándalo percute en mis oídos. Debe de ser el sonido el diablo. La nebulosa se disipa…

Cojo el móvil y apago la alarma. Ya estoy completamente despierto. Pero antes no estaba dormido, no. Sólo era nebulosa.


Imagen de cabecera: Nebulosa del Águila, también conocida como Pilares de la creación, situada a 7.000 años luz de la Tierra. Esta fotografía fue tomada por el Telescopio espacial Hubble. La combinación de colores de esta imagen (rojo para la emisión de azufre ionizado, verde para la emisión de hidrógeno y azul para la emisión de oxígeno doblemente ionizado) ha pasado a ser conocida como paleta Hubble y ha sido ampliamente difundida en la fotografía astronómica del cielo profundo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

UNA HORA MENOS

El sábado pasado entró en vigor el horario de verano, por el cual se le otorga una hora más de luz a nuestros días, aunque en realidad a la noche no se le quita nada de su oscuridad -más allá del natural y progresivo acortamiento que supone el irse acercando a la primavera una vez pasado el solsticio de invierno-, pues, aunque en efecto anochece más tarde, amanece más tarde también. En realidad, este cambio de hora, conseguido al arrancársele miserablemente una hora a una noche de sábado, es consuelo de insomnes y desesperación de madrugadores. A los primeros, las tan largas noches se les acortan de golpe, como arte de un demiurgo de luz, y a los segundos las noches se les hacen demasiado cortas, el amanecer se les presenta demasiado pronto, como esas visitas indeseadas que se meten en nuestra habitación sin avisar.

Cuatro días después, uno no se ha acostumbrado todavía a esta hora de luz extra que se le ha otorgado. Esto de dar y quitar artificialmente velocidad a la rotación del planeta -que no obstante sigue, incansable, con su ritmo de 465 metros por segundo-, tendrá todos los beneficios a efectos de ahorro de energía que se quieran, pero a nuestra maquinaria física y emocional le produce un trastorno incuestionable. Son días de desconcierto estos que siguen al cambio de hora, cuando de repente uno, con unos biorritmos bien sincronizados tras seis meses de reloj continuo, se da cuenta que a la tarde le falta una hora y que, sin haberlo comido ni bebido, esa engañosa claridad de la calle no nos dice que son las siete, sino las ocho. Cuatro días después, aún andamos buscando esa hora perdida.

Es indudable que con esto del cambio de hora para instaurar el horario de verano se da alguna incongruencia que otra. Para empezar, que no parece de recibo que a las nueve sea todavía casi de día, como en verano, pero que al contrario que en verano haga frío -a finales de marzo todavía hace frío por la noche-, zambulléndonos en una especie de Círculo Polar Ártico de noches blancas, y que a la una de la madrugada, cuando de ordinario nos quedábamos dormidos con el libro en el pecho, sea para nosotros una insensatez apagar la lámpara y echarse a dormir de despiertos y ojipláticos como estamos.

Pensándolo un poco, esto del cambio de hora tiene algo de viaje con la consecuencia de un jet-lag diminuto. Para el horario de invierno es como si nos trasladaran de repente a un Glasgow seco y mediterráneo. Que a las seis de la tarde sea de noche nos europeíza un poco. Ahora, para el horario de verano da la sensación de viajar en dirección sur a latitudes exóticas. Parece como que todo se vuelve un poco más golfo y callejero. Es como si el hombre se aburriera de vivir siempre en el mismo sitio y con los cambios de hora como pretexto no hiciera otra cosa que satisfacer sus deseos de nomadismo.

El caso es que, indefectiblemente, nuestra rutina varía un poco con esto del cambio de hora. Ahora un lee menos, quiere estar menos en casa y le apetece un poco más estar en la calle. Eso de desaprovechar la luz diurna lo llevamos los españoles muy mal. Están bien estos entusiasmos inmediatamente posteriores al sábado de cambio de hora, cuando, en la tarde clara y añil y henchidos de nuevos/viejos recuerdos felices, cogemos el teléfono y llamamos a un amigo para salir a dar una vuelta. Él nos dice que sí, por supuesto. El efecto del cambio de hora es contagioso y, según parece, benefactor para los espíritus. Aunque cueste más levantarse, pues que dormir de noche nunca fue costumbre muy arraigada entre los ciudadanos de este país.

En fin, cambió la hora, cambia la luz, que sigue imparable con sus mordiscos a la oscuridad -dos minutos por día- en la cuesta abajo y amable que es todos los años el trayecto hacia el verano.

martes, 29 de marzo de 2011

LAS TIENDAS DE ROPA

Es falso eso de que a los hombres no nos gusta ir de compras. Lo que ocurre es que nos gusta poco ir de compras para nosotros mismos. Los hombres, al contrario que la mujer, vemos eso de ir de compras como un trámite fatal e insoslayable para mudar el armario, que de vez en cuando es necesario, y lucir palmito, que eso nos gusta casi tanto o más que a ellas. A todo el mundo le gusta ser alguien nuevo de vez en cuando y siempre somos un poco nuevos cuando estrenamos ropa, aunque después, con el paso del tiempo y pasado el efecto de la novedad, volvamos a nuestro ser. A la mujer la ropa en sí parece serle mucho más indiferente de lo que pensamos, y en esto de la moda valora más, sin duda mucho más, las horas que pasa de tienda en tienda y, sobre todo, el mero hecho de imaginarse con un atuendo que ve en un escaparate o que tiene en las manos, como una joya de museo. Después, cuando se lo ponen una vez, y a excepción de prendas muy concretas, pierden el interés y se queda en el armario como pasto de las polillas.

Este exceso del fondo de armario femenino, que más que fondo es los restos del Titanic, es sin duda la base del negocio de las empresas textiles que, bien que mal, mal que bien, según los gustos, han tomado el centro de Madrid y de todas las capitales de provincia. No es raro ya ver, a un paso de la Plaza Mayor salmantina, un Mango o un Zara, con su fachada, eso sí, convenientemente adaptada al color del entorno histórico. En Madrid ocurre lo mismo, y lo que hace apenas unos años eran cines en la Gran vía ahora son gigantescas tiendas de ropa femenina. La moda masculina sigue desplazada y siendo minoritaria, pese a la emergencia en la última década de los fenómenos metrosexuales, gays, pseudo gays, hetero-gays, gays-gays, macho-heteros y demás movimientos más o menos asexuados.

Así, es difícil y costará mucho tiempo aún crear un mercado verdaderamente potente de ropa masculina, equiparable a la femenina. En esto hay causas biológicas y sociales muy enraizadas y los empresarios y publicistas tienen poco que hacer, aunque ya han hecho y conseguido mucho. La moda femenina sigue siendo el sector dominante en el núcleo de las ciudades y sólo hay que darse una vuelta para comprobarlo. A los hombres no nos gusta ir de compras para comprarnos cosas a nosotros mismos, pero sí que le vemos encanto a eso de acompañar a la novia o a alguna amiga -que tras ese paso podría convertirse en algo más que eso, pues que comprar ropa es algo muy personal y la mujer sólo concede el privilegio de acompañarla a un hombre de mucha confianza.

Claro, cómo no vamos a vérselo, aunque luego no lo reconozcamos. Entra uno en las tiendas de ropa femenina como Platón decía que las almas entraban en el Mundo de las Ideas. Es todo tan sugerente y está tan a mano, la belleza sobre todo está tan a mano, que uno no puede evitar arrobarse y mirar para otro lado, primero, después desear salir de allí y, por último, y cuando se ha acostumbrado un poco a tanta mujer, no querer salir jamás. Lo primero que le embriaga a uno es el olor, un olor eminentemente femenino y que es una divina mezcolanza de todos los perfumes de todas las chicas que han pasado y están pasando por allí, del ambientador que le ponen al local y de la ropa nueva, que siempre tiene un olor característico.

Luego están las dependientas, todas muy jóvenes y con el pelo muy liso, muy suelto y muy limpio, indolentes algunas, frenéticas las más, y que cuando les preguntas suelen responder que te dirijas a la compañera o que vayas a aquella galería del fondo que allí seguro que encuentras lo que buscas. Y todo sin mirarte a la cara. Es lo que tiene, suponemos, el estar buena y trabajar de cara al público, que uno paga el precio de que esas preciosidades ni siquiera le miren.

Lo peor -o lo mejor- viene cuando nuestra acompañante va a probarse la ropa, que seguramente no se compre, pero que quiere ver puesta sobre su excelso cuerpo sí o sí. Uno tiene entonces cuatro opciones: la primera, quedarse zascandileando por la tienda, lo cual es perfectamente absurdo porque a ningún hombre le interesa la ropa femenina. La sola estampa imaginada de un varón solitario dando vueltas por un Berskha mirando precios y comprobando texturas nos hace enrojecer de vergüenza ajena. Así, nos queda bien salir a la calle y esperar, que sería lo lógico e ideal de no ser porque una invisible fuerza gravitatoria nos mantiene en el interior del local -la fuerza estremecedora y paralizadora de la belleza en torno-, o bien quedarse junto al probador, sin entrar con nuestra acompañante, con la seguridad de parecer en tal tesitura un pervertido, un desvergonzado mirón, un voyeur indiscreto. Y entonces no sabe uno qué hacer ni, sobre todo, dónde mirar, mientras es asaeteado inmisericordemente por los ojos de clientas y dependientas, como diciendo: “y este, ¿qué hace aquí?” No, no es posible. La última opción es meterse en el probador con nuestra acompañante, pero esto dependerá del grado de confianza; básicamente, y exceptuando casos extraordinarios y afortunados, dependerá de si se es o no pareja. A partir de ese momento se da la situación de que uno contempla delante de sus narices a una mujer probándose ropa, y eso, qué duda cabe, es perspectiva alentadora. Pero también ocurre que, en el probador de al lado y separado por una lámina de conglomerado que no es mucho más que un biombo, y a veces mucho menos, hay una o dos preciosidades que también se están desnudando. Se oye el roce de las ropas deslizándose por la tierna piel, los comentarios ponderativos de las prendas y figuras en cuestión, alguna risa entre ingenua y maliciosa apenas sofocada, y se siente el movimiento de los cuerpos, su olor, tan cercano que nos hace estremecer. Incluso se ve, fugaz, pequeño, blanco, el pie de la muchacha por ese hueco que en todos los probadores hay entre el tabique de panderete y el suelo.

Casi estamos deseando que nuestra acompañante termine, pero ella, recreada en sus cualidades físicas o necesitada de unas palabras de apoyo -“sí, cariño, te queda muy bien”- nos retiene en el filo de ese precipicio emocional. Al fin ella decide que va a comprar lo que se ha probado y, bufando y sudorosos, salimos del probador. En la misma puerta -o cortina- nos cruzamos con las que estaban probándose ropa al lado. Comprobamos con infinita tristeza que están mucho más buenas de lo que imaginábamos, y eso que habíamos imaginado. De camino a la caja nuestra acompañante, como llevada por un delirio o transida por un maleficio hipnótico, ve, toca, pondera, piensa en comprarse otra cosa. De buenas maneras pero casi empujándola le decimos que otro día, que van a cerrar. La tienda sigue bullendo en dolorosa y rosada efervescencia. Los colores se nos suben a la cara. De repente vemos a uno como nosotros, un desdichado o afortunado -o ambas cosas a la vez- con la misma expresión de desconcierto y con el que cruzamos una breve mirada de confraternidad, de unión de la especie.

Pagamos y, no sin luchar de nuevo contra los devaneos consumistas de nuestra acompañante, salimos de la tienda. Respiramos el aire de la calle como quien sale de un angosto sótano, pero ese bienestar dura apenas un segundo: lo justo para sentir atropellada nostalgia por una tienda de ropa femenina.

lunes, 28 de marzo de 2011

EL RINCÓN

Hacía tiempo que no enfocábamos nuestras temblorosas luces sobre el Madrid físico, ese Madrid material, exterior, que por otra parte es el que más iluminaciones interiores nos enciende en tanto que esta ciudad es, sobre todo, para ser vivida por fuera y raras veces desde dentro. La vida de Madrid, la verdadera vida de Madrid, está en la calle, por más que podamos encontrar de vez en cuando un café felizmente triste, un museo colosal o un garito voluptuosamente encantador. Así como hay ciudades que están hechas para ser vividas de fuera a dentro, Madrid debe degustarse de dentro a fuera, y no es raro que lo mejor de una noche de golfeo nos sobrevenga en el paseo callejero de quince minutos de un pub a otro o mientras esperamos al autobús nocturno. Madrid, se quiera o no, es una ciudad de acera y asfalto -quizá sea porque llueve poco- y sin duda es mejor pasearla que dormirla.

Una de las características del Madrid físico es su genialidad. Nos referimos con esto a que Madrid, como el genio, alterna calles de cochambre con destellos en forma de rincones propicios. Si nos fijamos un poco en nuestras paseatas, no nos será infrecuente el asombrarnos de repente por una esquina feliz, una calleja decimonónica, un jardín umbrío con sabor a romanza o un portal de mansión nobiliaria. Son pequeños reductos que nos obligan a detener el paso y nos hacen contemplarlo como quien contempla una nostalgia, como quien contempla algo largamente perdido y que, como regalo de Dios, se encuentra sin desearlo ni esperarlo.

Entre los muchos rincones de cuento que hemos encontrado, hay uno que nos llama especialmente la atención. Está en la calle Pelayo, esquina con la de Belén, y por su fisonomía podría ser perfectamente la morada de un personaje de una novela de Balzac. No es difícil imaginar a un ojeroso Rastignac entrando por su puerta tras una noche romántica de sueños y desvelos en pos de alguna dama rica. Se trata nuestro rincón de un saliente de una casa relativamente alta para estar en el centro y que tiene un aspecto entre londinense y parisino. De piedra blanca, amplias ventanas y buhardillas grises, hay una fachada, la del saliente, que está enteramente cubierta por una densa hiedra que es lo que le da el toque extranjerizante y, a la vez, extrañamente castizo. No parece de Madrid pero tampoco desentona, y este remedo parisién-londinense-madrileño es especialmente feliz para el oriundo de la ciudad, para el turista y para el que no es ninguna de las dos cosas.

El edificio, como hemos dicho, es blanco en su fachada principal y de arquitectura burguesa, si bien imaginamos que por dentro las viviendas no son precisamente amplias. Eso no importa para nuestro objeto. Importaría, si acaso, si fuésemos Rastignac y tuviéramos a una duquesa parisina a quien hubiéramos camelado y a quien fuésemos a engañar. Pero no es el caso, porque uno prefiere el género patrio. Lo que hace precioso a este rincón es la hiedra, lo verde, la frescura que proporciona lo vegetal al centro histórico de una ciudad y que de infrecuente es más valorado por nuestros sentidos. El verde y el gris de la piedra casan bien, qué duda cabe, más aún si lo vemos en una calle larga y que por la mañana huele a pan de tahona y, a veces, leña de pueblo. Aunque esto pueden ser imaginaciones nuestras, pues que, además de que la imaginación se exalta con los olores, ocurre lo contrario, que los olores se exaltan con la imaginación.

Es recomendable ver este rincón de día o, mejor aún, una noche entre semana. Es una zona de pubs nocturnos y los fines de semana no es buen momento para degustarlo. Pero mejor aún sería no ir a tiro hecho, no saber que existe y encontrárselo de sopetón, como el que sabe que se ha enamorado a primera vista y sólo a primera vista podía enamorarse. Así ocurren las mejores cosas de la vida, esos son los fotogramas de la memoria que, sin saber por qué -y ahí está su gracia- se quedan indelebles como el más rico patrimonio de lo personal.

viernes, 25 de marzo de 2011

DEMASIADO TIEMPO


En la sociedad actual parece que falta tiempo por todas partes. Quien más quien menos se queja de que no tiene tiempo, se entiende que para dedicarse un poco a sí mismo, y en casos extremos y no infrecuentes, ni siquiera para terminar las tareas en que el disfrute propio no tiene absolutamente nada que ver. Así es, parece que, más que falta de espacio por exceso de población –que también- el gran problema de la humanidad es la agónica falta de tiempo. Se gana dinero pero casi no se tiene tiempo para gastarlo, y los ricos, aunque trabajen mucho, lo que hacen fundamentalmente es, más que comprar cosas, pedir un crédito de tiempo a largo plazo. El “hay tiempo para todo” se ha convertido en un pobre consuelo, algo así como la evocación imaginaria de un El Dorado, de un mundo mejor y perdido que tiene grutas que le conectan con eso que llamamos Paraíso. Pero no es verdad. No hay tiempo para nada. O eso parece.
Me parece a mí que esta aseveración, tan asentada en el habla coloquial, tendría que ser reflexionada un poco. Partamos de la base de que uno cree que, en realidad, hay mucho tiempo, quizá tiempo de sobra, y todo consiste en la capacidad de cada cual de llenarlo de la mejor manera posible, tarea para la que se necesita, sobre todo, una gran inteligencia y la mejor de las disposiciones. Llenar ese tiempo del que tanto lloramos su falta es cosa que sólo los más capaces pueden conseguir, y a veces ni eso. Es frecuente leer en las entrevistas hechas en la vejez de figuras señeras de la literatura, del arte, de la política, que, visto ya el último horizonte no demasiado lejano, y cuando se les pregunta si hicieron en esta vida todo lo que querían, que no sólo lo hicieron, sino que llegaron mucho más allá e, incluso, si penetráramos en su pensamiento más recóndito, les sobró tiempo.
Es verdad. Al final, en casi todo lo que emprendemos, sobra tiempo. Salimos de noche con nuestro mejor ánimo, y lo que empieza siendo juerga y algazara acaba siendo aburrimiento y bostezos por haberlo alargado demasiado. Creemos que llegamos tardísimo a la cita con Fulanito y que éste nos va a desollar en cuando nos vea y resulta que es él el que se retrasa y nosotros los que esperamos, con esa cara que se le queda al que no sabe qué hacer con el tiempo sobrante. Por no hablar de lo largos que se hacen los días, las horas, los minutos, al parado, al desocupado, al enfermo, al lisiado, al tonto, y no es raro que, casi sin que nos demos cuenta, las mismas vacaciones se conviertan en un íntimo y nunca confesado fastidio.
Uno cree que el hombre fue creado bajo la divisa siguiente: “ahí te dejo todo este tiempo. Ahora eres tú el que debe averiguar cómo ocuparlo, y tu mayor horror será no saber cómo hacerlo y disponer de horas lentas y paralizantes. A ver entonces cómo te apañas”. Así, el hombre desnudo, recién creado, un hombre imaginario sin cultura ni civilización, el hombre puro y nuevo es un ser que, sobre todo, tiene tiempo de sobra para lo que quiera. Difícil le será encontrar asuntos que le llenen la vida. Ahí está el quid.
El aburrimiento. Hay que evitar a toda costa aburrirse. El aburrimiento no es más que eso: exceso de tiempo mal gestionado. Al que de verdad le falta tiempo no se aburre nunca, y eso que tiene ganado. Porque al aburrimiento quizá sea la primera causa de muerte en el mundo. Al alma activa, creadora, vitalista, le es imposible aburrirse. Siempre habrá algo dentro de él que se lo impida. La capacidad de no aburrirse y, por tanto, de no aburrir, es primera seña de grandeza y seguramente sea la cualidad que, aun inconscientemente, buscamos en la pareja y en los amigos. Un amigo íntimo y una novia que queremos nunca nos aburren.
Pensemos en la vejez. ¡Cuánto tiempo parece sobrar en la vejez! La esperanza de vida se alarga, y esto, que parece un fenomenal avance para la humanidad, podría ser un retroceso o, cuanto menos, algo completamente inútil.
No falta tiempo, no. Más bien sobra. Nos quejamos de la falta de algo que, en realidad, es nuestro y tenemos en abundancia. Diríamos que nuestra misión vital es colmar adecuadamente los moldes de tiempo que nos han sido legados.
En fin, bienaventurados sean los que les falta tiempo.
Imagen de cabecera: Salvador Dalí, La persistencia de la memoria, también llamado Los relojes blandos (1931).

miércoles, 23 de marzo de 2011

INÉS


La vemos siempre, pese a que Galdós jamás describió su aspecto. Lo más que llega a ponderar respecto de su hermosura es su sencillez, “no a propósito para despertar mundano delirio amoroso”. Mejor así, mejor que cada cual se fabrique su Inés ideal sin que por ello cada Inés deje de tener el mismo valor mítico y real. Mítico porque existe, y existe porque es mito. Inés. Desconocemos si Inés era rubia o morena, de pelo rizo o liso, alta o más bien pequeña, de ojos negros o atlánticos, garrida o liviana. No sabemos nada de su aspecto y, por ello, nos la representamos imaginariamente según nuestros arquetipos más ocultos en el subconsciente. Nos la imagimanos preciosa, claro está. Inés es nuestro tipo perfecto, la enamorada que jamás conoceremos, la chica de cafetería o biblioteca a quien nunca nos acercaremos y que nimba nuestros pensamientos de ensoñaciones sin dirección ni sentido.

Uno tiene su Inés física. Pero no va a cometer la indecencia de describirla. Ni siquiera está seguro de si esa Inés que imagina es estable o, por el contrario, muda su aspecto de día en día, según soplen los vientos. Pero sí, pensándolo bien hay una Inés más o menos fija, algo así como un personaje de cuento. De vez en cuando, en momentos de zozobra, desconcierto e inseguridades, Inés se nos acerca muy queda y nos dice algo al oído, algo que nos conforta, que nos encamina por la buena senda. Nuestra conciencia está hecha de susurros calientes y nuestro corazón de fríos desdenes. Y ahí está Inés, la mítica Inés.

Con todo, lo que menos importa de Inés es su belleza. Nuestro héroe Gabriel Araceli se prendó de mujeres seguramente más bellas que Inés, como la arrebatadora Amaranta o la delicada, encantadora y no obstante dura Miss Fly, estampa inglesa sobre los belicosos campos españoles de la Guerra de la Independencia. Inés es su gracia, su talento; Inés es saberlo todo antes de haberlo aprendido; Inés es la hembra hecha seguridad, el colchón bienoliente y mullido sobre el que amortiguar los golpes y poder descansar de nuestros desvaríos de hombre. Inés no es una mujer de ayer, sino la mujer de hoy y de siempre. Inés es la mujer fuerte.

Nada tiene que ver la Doña Inés del Don Juan Tenorio de Zorrilla con nuestra Inés. Lamentamos profundamente que haya sido aquella y no ésta la que ha perdurado en el imaginario colectivo y que nuestra Inés no sea hoy en día un prototipo literario como pueda serlo la Beatrice de Dante. Contraponiéndola a la Doña Inés del Don Juan, nuestra Inés jamás se habría enamorado de un personaje tan ocioso, deleznable y poco varonil como el Tenorio, que sólo podía atrapar con su equívoca garra a mujeres perdidas, dengues y sin sentido ni nada claro en la vida, y cuya conciencia va y viene, gira desacompasada sin centro definido. Inés, por contra, se enamora de Gabriel, hombre trabajador, discreto y empedernidamente monógamo. Un hombre de acción, valiente y fuerte. Un héroe.

Inés. Inés, nuestra Inés, la mítica Inés, es, en el momento en que la conocemos, nada más que “modistilla”, según nos dice Galdós. Pero también puede ser la droguera de la esquina o la ya glosada por nosotros novia de autobús. Inés es la novia, la esperanza. A veces, además de susurrarnos, nos acaricia amorosamente la mano y nos ayuda a subir una cuesta con su ánimo. También hay mañanas en que nos despierta con su aliento rozándonos la nuca y con su sóla presencia acciona nuestros mecanismos vitales. Inés nos acompaña en paseos especialmente melancólicos y en noches excesivamente solitarias por la gran plaza española. Inés, siendo mítica, está en los eventos más reales de nuestra vida tangible. ¿Qué más real y duradero que Inés, personaje novelesco? ¿Qué más difuso y fugaz que esa Inés de carne y hueso que nos cruzamos por la calle?

Inés. Donde realidad y sueño se confunden, donde ideal y áspera verdad se dan la mano, ahí está ella. Era una modistilla y “llegó” a condesa. Llegó porque lo había sido siempre. La nobleza no es una carrera, por eso entrecomillamos. Inés, se es o no se es. Inés, se imagina o no se tiene, porque poseerla sin más es dejar de tenerla. Inés pasea nuestros jardines interiores mientras, allá por Poniente, el cielo se tiñe de púrpura. Inés vive en nosotros porque nosotros, pobres soñadores, vivimos por ella.



Imagen de cabecera: de la primera edición ilustrada de los Episodios Nacionales (1881). Representa el amor ideal de Gabriel Araceli, protagonista y narrador de la primera serie, por Inés. Corresponde al episodio La corte de Carlos IV, segundo de la serie, cuando Inés aún era modista y Gabriel criado a las órdenes de Pepita González.

lunes, 21 de marzo de 2011

LA HORA TRISTE


A poco que se sea un poco rutinario, y quien más quien menos, hasta el más ocioso y desocupado, lo es, podemos observar claramente en nuestro día a día una gráfica del estado muy parecida en su discurso general. Podrá haber pequeñas diferencias entre las diferentes jornadas -e incluso a veces ser inversas-, pero en líneas generales podríamos aseverar que el estado de ánimo es como un climograma, asombrosamente regular año tras año, aún con sus pequeñas variaciones. A uno, este afán matemático de calibrar las emociones y sentimientos de sí mismo le ha sido, le sigue siendo, a pesar de su evidente absurdo, de gran utilidad y provecho con el fin de anticipar momentos difíciles o placenteros y actuar en consecuencia para atemperar los primeros y potenciar los segundos.
Quiere uno decir que en un día de cada uno de nosotros cabe toda la gama de emociones y sentimientos y que el tránsito del Sol por la bóveda celeste, unido a nuestras propias vicisitudes, marcan en cierta forma nuestro estado. Según cada cual la gráfica trazará una curva u otra, pero me parece a mí que hay ciertos patrones más o menos comunes que, como todo lo común, tienen un fondo atávico y, por qué no, contagioso.
Tiene uno observado que hay cierta hora triste, cierta depresión de la curva de la gráfica, que se da poco después de comer y que en invierno se exacerba ante la pronta declinación del sol. Es esa hora en la que, con el estómago y la cabeza llenos de los resabios del día, con el alma y el cuerpo más inclinados a la contemplación y la melancolía que a la acción, se diría que nos colapsamos sobre nosotros mismos como esas densísimas estrellas de neutrones. Es la hora quieta, naranja y amarga en que se nos afilan las inseguridades, en que la sangre, acumulada en el estómago para la digestión, no nos llega al cerebro para que éste funcione con la suficiente clarividencia, en que se nos pone ante los ojos más claramente que nunca lo que de muerte y resurrección hay en la vida diaria, donde un día se va para no volver y una hoja de calendario cae desde la siempre inestable pared de nuestra existencia.
La hora triste. Es la hora en que más nos duele que nuestra enamorada no nos quiera, en que más tememos perder el amor de la que nos quiere y en que hasta nosotros mismos dudamos de querer a la que queremos. Sí, en la hora triste todo se pone en duda; breve tiempo de desmonoramiento vital sobre cuyas ruinas tendremos que reconstruir lo que teníamos. Y ello, día tras día, sin poder nunca llegar a levantar un muro lo suficientemente alto para estar a salvo de las fieras cotidianas.
En nuestra infancia, la hora triste era aquella tristísima hora en que nuestra madre aún no había llegado a casa de trabajar. La hora triste es en la que el adolescente romántico y sentimentaloide rumias sus torpes ideas de suicidio y en la que la mente del anciano está más vacía y yerta que nunca. En la hora triste se oye con singular potencia que nos excita los nervios el que el resto del día es el levísimo tic-tac del reloj, ese reloj que a las doce de la mañana no se oye y que en plena hora triste parece que va para atrás. La hora triste, en fin, es aquella en que, si hemos quedado con alguien que nos ilusiona, se retrasa para desespero nuestro. En la hora triste los segundos se estiran, el horizonte se aleja y los pensamientos, huérfanos de acción y movimiento que les den alas, se estancan como esa paloma atrapada en el fango.
La hora triste. Lo mejor de la hora triste es ese repentino chispazo de ilusión provocado por el sutil recuerdo de alguien que ni siquiera conocemos o algo que ni siquiera hicimos y que prende la mecha para el final de la hora triste y el encendido de nuevas y conocidas luces.
Imagen de cabecera: Ramón Casas, Jove decadent (1899)

sábado, 19 de marzo de 2011

EL LECTOR DE PERIÓDICOS


Sólo el que haya paseado un poco las mañanas de Madrid conoce algo de lo que en verdad es la ciudad. Ni las noches, ni las tardes, ni siquiera los mediodías nos dan la medida auténtica, la explicación de cómo y por qué funciona un mundo. Lo demás se nos antoja casi como figuración de los sentidos o como suplemento impuesto y, no obstante, necesario, al tuétano de las primeras horas; horas en las que se supone que trabaja todo el mundo pero que, a juzgar por el tráfago de las calles, todos hubieran salido de casa diciendo que iban a trabajar cuando en realidad lo que iban a hacer es observar la verdad laborable de su ciudad. Luego, claro es, tal verdad laborable no existe y lo que el mero observador cree como tal no es si no farsa y ociosidad mal disimuladas.
Pero sí, suponemos por la cara de la gente que va por la calle que, si no trabajando, están camino, de vuelta o entre medias de ello. El que haya caminado las mañanas de Madrid con un mínimo de afán observador habrá reparado en un tipo especial al que podríamos llamar, sin forzar demasiado la máquina de la originalidad, el lector de periódicos. El lector de periódicos sólo existe por la mañana, cuando la noticia aún no ha envejecido en esa muerte rapidísima del papel impreso, pues ya dijo alguien que no hay nada tan viejo como el periódico del día anterior. El lector de periódicos, sin otra obligación, cree indispensable saber antes que nadie lo que acontece en el mundo. El lector de periódicos, sí, suele ser un jubilado o próximo a tal estado, y tiene sitio fijo de lectura, pues que el acto de leer, como íntimo y ritual que es, se supedita a unas normas inviolables hijas de la costumbre de cada cual. Ello no quita que el hábitat del lector de periódicos sea variado: el bar, la biblioteca, un banco público -incluso en invierno-, una esquina, un semáforo y, los más hábiles, toda una calle, porque leen mientras caminan, o caminan mientras leen, que eso nunca se sabe.
El verdadero lector de periódicos lee más de uno, aunque tenga una inclinación política muy determinada. El lector de periódicos no debe confundirse nunca con el lector de domingo, pues éste, aparte de no leer el periódico jamás a pesar de que lo compra, más que nada lo lleva bajo el brazo como trofeo -por eso procura pasear mucho rato con él-, como algo duramente conquistado después de una larga y dura semana de desperezos laborales o, si es jubilado, como derecho inalienable tras toda una vida.
Se comprende entonces que los periodistas, editores y directores de periódicos de este país los escriben, editan y dirigen para aquellos que poco o nada tienen ya que hacer en la vida pública ni privada. La Prensa, por tanto, lejos de ser una fuerza viva y activa no es más que una costra reseca sin valor ni opción de ayuda a que corran nuevos vientos. La Prensa, siendo un producto consumido por gente que ha traspasado con creces el ecuador hacia la muerte, es ya algo próximo a una muerte completa, un artículo de museo sin valor funcional.
Pero lo que más nos llama la atención del lector de periódicos es su gesto. Jamás se vio a un lector de periódicos emitir la más leve sonrisa. No sabemos si las cosas que pone en esos papeles son tan horribles o aburridas o si ese gesto adusto se debe a un trance, a una concentración máxima de energías en una loable labor que, de desaparecer, haría desaparecer también a la prensa escrita. Pese a ello, uno cree que el lector de periódicos interrumpiría gratamente su tarea si se juntara con otros lectores de periódicos que, naturalmente, dejarían de serlo.
Son casos y cosas de la soledad.

viernes, 18 de marzo de 2011

SOBRE LOS CONSEJEROS, BUENOS Y MALOS

Está en la naturaleza del ser humano, como animal que lega sus conocimientos de generación a generación y de individuo a individuo, el dar consejos. Todos los damos y recibimos habitualmente, y hasta la publicidad, ese monstruo de mil tentáculos que se inmiscuye en nuestras vidas un poco de forma brutal, no deja de ser un consejo. Claro que hay consejos y consejos, básicamente porque hay muy variados tipos de consejeros. No es lo mismo, qué duda cabe, el consejo que pueda darnos una madre que el recibido, seguramente con su mejor intención, de parte de la estanquera.
Pongamos como base el que todo aquel que da un consejo lo hace con la mejor de las intenciones. Bien es cierto que podríamos dudar de esto porque el corazón del ser humano está surcado por oscuras y desconocidas rendijas por las que se cuelan misteriosos vientos de vanidad, maldad, envidia y demás clase de humanísimos efluvios. Así es, y con eso deberíamos contar, como el león cuenta con que no todas sus cacerías tendrán éxito o el golfista sabe que no todos sus golpes entrarán por el agujero.
Uno va cada vez siendo más reacio a dar consejos. Y lo es porque ha recibido muchos de ellos, la mayoría obviados y unos pocos tenidos en cuenta, que no es lo mismo que decir llevados a la práctica. Lo que de ningún modo hace es dar consejos no pedidos. “Qué fácil es dar consejos”, reza el dicho. Y qué difícil es no escucharlos, añadiría. Porque todos somos conscientes de la vista sesgada de uno mismo y del mundo que tenemos si miramos solamente desde nuestra perspectiva, y lo queramos o no, las opiniones de nuestros semejantes, por el mero hecho de provenir de otro punto de vista, las tenemos en cuenta. Es justo y natural que así sea, además de enriquecedor y un acto de humildad intelectual.
Pero a uno le parece que detrás de ciertos consejos hay una aceptación tácita por parte del consejero de superioridad moral, una especie de prurito vanidoso y ególatra que es especialmente visible en ciertas personas. Porque, aparte de haber consejeros y consejeros, hay distintas formas de dar el consejo. Como antes hemos dicho, el pedir un consejo debería ser condición sine qua non para que el consejo sea expedido. Luego, deberían ser indispensables ciertas entradillas que, dicho sea de paso, conforman de por sí la esencia de lo que es un consejo, esto es: “ten en cuenta que puedes hacer esto antes que lo otro” antes que el “tienes que hacer esto”, el “haz esto porque yo lo digo y es la única manera de acertar” y el más insoportable de todos, el consejo a toro pasado: “ tenías que haber hecho esto”. Hay en el consejero por egolatría un fondo de maestro frustrado que necesita captar discípulos, prosélitos y acólitos a toda costa. A esta clase de consejeros, por demás abundantísimos, es mejor ni escucharlos. Son, en el más amplio sentido de la acepción, malos consejeros.
Detrás de todo esto le parece a uno que está el derecho inalienable de cada cual a equivocarse. El derecho y, añadiríamos, el deber. La vida está fraguada de equivocaciones, de errores propios con los que debemos pechar, y es a través de ellos como adquiriremos una dimensión propia, unas arquitecturas personales sólidas, para intentar hacerlo mejor después. Método de prueba y error. Uno cree que es preferible fracasar con errores propios que triunfar con aciertos ajenos. (Suponiendo siempre que los consejos dados sean la panacea, cosa a todas luces dudosa).
“Dejad que me equivoque”, debería ser la divisa no cambiable de cada uno. Eso deberían saberlo los consejeros, buenos y malos, que a fuerza de impartir consejos a los demás se olvidan de sí mismos. Uno, cuando recibe un consejo, no puede menos que pensar: “déjame a mí salir de mi agujero que yo te dejo a ti salir del tuyo”.

jueves, 17 de marzo de 2011

GODOY, EL ENAMORADO


Dijo Larra que todo aniversario es un error de fechas. Lo dijo, suponemos, ateniéndose a la condición un tanto arbitraria y artificial que tiene el tiempo como creación humana y abstracta. El hombre, que en efecto fue quien lo creó, midió la rotación y traslación de nuestro planeta alrededor del Sol para no perderse a sí mismo, para no perder -o al menos tratar de asegurar- su memoria. La fechas tienen en nuestro imaginario colectivo un significado que en ocasiones puede ser simbólico o mágico: 11-M, 11-S, 2 de Mayo, etc. Lo mismo ocurre en el ámbito privado, si uno es un poco historiador de sí mismo, con las efemérides de cada uno de nosotros: la fecha de nuestra boda o el día que hicimos la comunión.
Bien, pues hoy, 17 de marzo, cometeremos el error de recordar el aniversario del Motín de Aranjuez, que tuvo lugar, también un jueves, hace 203 años. La historia es conocida por todos. La facción del celoso Fernando VII logró, por medio de conspiraciones palaciegas y con la ayuda de un pueblo dirigido -los conspiradores hicieron correr la noticia de una inminente huida a Cádiz o América de la familia real ante la ocupación de la península por parte de las tropas napoleónica que ya se estaba produciendo-, derrocar a Manuel Godoy, valido omnipotente del rey Carlos IV. Fue la primera vez en la historia de España -una España todavía con estructuras feudales- en que la masa osó tomar las riendas de su destino y actuar en la vida política, sembrando la primera semilla de lo que vendría después: derrumbamiento del Antiguo Régimen, liberales, constituciones, democracia.
No fue, sin embargo, una actuación efectiva que podríamos llamar modélica. El pueblo, en efecto, protestó, pero lo hizo manipulado, algunos dicen que sobornado -aunque tal hipótesis es poco plausible- y, sobre todo, lo hizo mediante la violencia. La noche del 17 de marzo de 1808 la turba, sabiamente dirigida por el Conde de Montijo, entre otros, asaltó el palacio del Príncipe de la Paz al grito de “¡Muera Godoy!” y destrozó cuantos objetos de valor encontró, formando con ellos una enorme hoguera a la puerta de la mansión. El valido, milagrosamente, logró escapar del asalto y seguramente de la muerte refugiándose en la buhardilla dentro de unas alfombras enrrolladas. Dos días después, 19 de marzo, Godoy, hambriendo, sediento y exhausto, no tuvo már remedio que salir de su escondite, escoltado por dos Guardias de Corps. El pueblo, que le esperaba a la puerta, no dudó en hacer uso de sus poderes y linchó al gigante caído, que pudo salir entero de tal tesitura gracias a sus protectores. Ese mismo día, a las siete de la tarde, abdicó Carlos IV.
Nos llaman poderosamente la atención hasta el punto de fascinarnos estos casos de brutales ruinas, de asombrosos despeños que la Historia y la vida nos deparan de vez cuando. Godoy subió a la cumbre del poder en tiempo récord. En 1784 ingresó en la Guardia de Corps y en 1792, apenas ocho años más tarde, era por intercesión de Carlos IV el hombre que dirigía los destinos de un país entero. Jamás se vio ascensión tan meteórica. Favorecido por el rey, supuesto amante de la reina María Luisa y con un historial amatorio digno de un Don Juan o un Casanova, Godoy fue dejando a su paso un reguero de envidias, recelos, torpezas propias y amores aristocráticos que luego pagaría en su violento final. Consiguió lo que raramente consigue nadie: generar la animadversión de todos, tradicionalistas, católicos, liberales, ilustrados, constitucionalistas, el vulgo (que le odiaba). A nadie contentó y a nadie cayó simpático, aún sabiendo que, sin ser un hombre guapo, era extremadamente extrovertido y jovial. Desde luego que nadie lloró su caída, ya ensayada en el proceso de El Escorial de octubre de 1807 y perpetrada en aquel motín a orillas del Tajo; nadie, excepto sus más allegados y los reyes, también derrocados y que posteriormente le acompañarían en su exilio.
Hoy, cada septiembre, en Aranjuez se sigue recordando tal acontecimiento en las llamadas Fiestas del Motín, declaradas de Interés Turístico Nacional. Todos los años se lleva a cabo una recreación de los hechos en la que no faltan trajes y vestimentas de la época, reyes caracterizados y un pelele del valido zarandeado. No deja de ser curioso que caída tan vergonzante y, a la vez, tan majestuosa, sirva de símbolo y centro de gravedad y dé nombre a un acto festivo, a las fiestas de todo un pueblo no precisamente pequeño. Aranjuez, que tiene su Palacio Real, sus jardines, sus fuentes, su río, es largamente conocido por lo que fue una humillación pública.
No echemos la culpa a nadie, es de ley que así sea. Doscientos tres años son muchos para andarse con contemplaciones por un quítame allá estos validos. El caso es que, vista desde la distancia que da el tiempo pasado, la vida y caída de Godoy tienen misterio, lirismo y, desde luego, muchísimo encanto. Don Manuel se exilió en Italia, primero, y en Francia, después, y murió en París mucho más tarde, en 1851, ya muy anciano y olvidado de todos. Está enterrado en el maravilloso Pere Lachaise. Su esposa, la Condesa de Chinchón, lo había abandonado mucho antes cansada de la infidelidad de su marido con Pepita Tudó, el gran amor de su vida. Allí, en París, escribió unas extensas memorias, hoy publicadas; allí recordaría, como una lámina histórica de pátina dieciochesca, la lejana noche del 17 de marzo de 1808. Ahora, aquí en España, se celebra el día de San Patricio. Suponemos que será por la cerveza. Uno prefiere celebrar a su manera (recordándolo) el aniversario de una majestad caída, sin duda mucho más bella así que sentada en el trono, como dijo Valle. Uno prefiere, en suma, traer a la memoria el quebranto vital de un Don Juan de las Españas, de un valido enamorado y guasón que cayó cuando venía la primavera.
Imagen de cabecera: "Caída y prisión del Príncipe de la Paz", grabado de F. Martín. Se aprecia, al fondo, la Real iglesia de San Antonio. La explanada es la plaza del mismo nombre y las arcadas de la derecha corresponden a la Casa de Infantes (Aranjuez).

miércoles, 16 de marzo de 2011

DERECHO DE OMISIÓN

Entre las características más arraigadas del español está el creer que, en compañía de otro, no debe estar callado ni un sólo segundo. Cualquiera es testigo a diario de esa imposición conversacional que se da cuando nos encontramos por casualidad con alguien conocido y al que, además de saludar, estamos tácita y fatalmente obligados a preguntar que qué tal le va la cosa, a dónde se dirige con tanta o tan poca prisa, lo gordo o flaco que le vemos y demás clase de morralla verbal para salir del fatídico paso. Y no digamos cuando coincidimos en el autobús, por ejemplo, y debemos pasar por el trago de un trayecto entero más o menos largo en compañía no deseada.
Está en nuestra genética, qué le vamos a hacer, y uno, de natural silencioso y poco hablador, también se ve arrastrado por ese atentado contra el derecho de omisión. De omisión de hablar, se entiende.
—¡Hombre! ¿Cómo va la cosa? —nos preguntan.
Y decimos una mentira. Luego preguntamos por compromiso:
—Y a ti, ¿cómo te va la cosa?
Y el otro nos dice una mentira que no nos interesa, como la nuestra tampoco le interesa a él.
Habría que reivindicar fuertemente el derecho de omisión o, cuanto menos, hacer propósito de decir cosas que estemos seguros no sean una solemne estupidez. Pero que sea una responsabilidad de cada uno tomada muy en serio, porque de la boca, por lo general, no salen más que banalidades. Un filósofo muy célebre, del que no diré el nombre por no parecer pedante, dijo que cualquier conversación, a excepción de con un amigo o una amante, le dejaba un rastro de incomodidad, de turbación de la paz interior.
Es verdad, hay cosas que no deberían decirse nunca. Hace bien poco entremetí mis oídos en una conversación de chavales, un chico y una chica. El chico, indudablemente interesado en ella, tuvo que escuchar lo siguiente:
—No eres feo...
No ser feo. Terrible cosa. Mucho peor que no ser guapo. ¿Qué es eso de no ser feo? Está claro que ser guapo no es. En este caso, como en tantos, es mejor omitir que decir. ¿Alguien podría explicar, podría explicar esa chica, qué gradación exacta en el estatus de belleza es no ser feo? La cara del chico era para verse. Cariacontecido, y si en las primeras décimas de segundo se le atisbó un rayo de luz y esperanza por lo que parecía ser un piropo, después el color se le demudó. “No soy feo —parecía pensar—; ¿y qué demonios soy entonces?”
Comprendió, claro, que no había nada que hacer. Una vez más, el irredento afán por decir cosas había propagado a la atmósfera y a los oídos una tontería, una frase sin sentido que, además, iba a dejar llagas en un pobre corazón recién salido de la adolescencia. Cuando a uno le dicen que no es feo, que no es malo, que no es tonto, además de ganas de atizar a nuestro interlocutor, se echa a temblar. ¿Qué estará pensando realmente la persona que habla para decir algo así? Mejor no saberlo.
En fin, paraíso de charlatanes, los callados se equivocaron al nacer en España. Ya lo dijo Homer Simpson, que no es español pero como si lo fuese, en una de las frases más atinadas que se han escuchado jamás:
—El problema es la comunicación... ¡Demasiada comunicación!
Y el pobre chico lacerado por la rebelde lengua de su amiga estará de acuerdo.
Es preciso repetirlo: hay cosas que no deberían decirse nunca. Y nuncas que siempre deberían callarse.

lunes, 14 de marzo de 2011

SORTIE


Tiene uno cierta aprensión a tratar temas excesivamente literarios. Esto, que podría parecer miedo al tópico, no es más que sospecha de la propia incapacidad para estar a la altura de temas y circunstancias que requerirían plumas excelsas para captar toda su literariedad, toda su esencia humana y vital. No hay malas historias, sino historias mal contadas, y hay que tener cuidado en cantar al otoño o a la mujer, por poner dos ejemplos de asuntos muy literarios y muy escritos, porque es más difícil escribir -escribir bien, se entiende- sobre el otoño y sobre la mujer que sobre cualquier otra cosa, digamos, más original.
Pero hay asuntos, escenas, miradas, sonrisas, que uno no puede dejar pasar. Sucesos ínfimos observados de repente, sin aviso ni plan previo, como ese cometa luminiscente que tenemos la fortuna de ver en una fugaz mirada al cielo. A uno le parece que guardarse dentro uno de esos momentos es egoísmo. Precisamente por haber tenido la suerte de captarlos, parecería que estamos obligados a darlos a conocer, a informar de ellos, como un cronista de lo bello. La vida -lo hemos dicho muchas veces y lo repetiremos cuantas sea necesario-, amén de grandes acontecimientos propios y ajenos se teje también -y quizá sobre todo- de esas miniaturas históricas en que lo privado, de tan privado como es, merece publicitarse para recreo de la humanidad entera.
En fin, quizá estemos exagerando. Pero sigamos. La última vez fue en el metro de París, creo que en la estación de Place de Clichy, pero lo que es seguro es que transitábamos entre Rome y Pigalle. Era el primer día, la primera tarde, de mi estancia en esa ciudad, y andaba uno con la quijada dolorida de ir boquiabierto a todas partes. Uno cree que la cara de español y visitante neófito se le transparentaba, sin el más mínimo ánimo de disimular. Todo me parecía nuevo y todo fabuloso. Estaba en París, qué cosas, en París. Todo el que haya viajado y pisado al fin un lugar largamente deseado sabe a lo que me refiero.
El viejo y puntual metro parisino se deslizaba silencioso por los intestinos de la ciudad. Una sensual, sedosa voz femenina repetía por los altavoces el nombre de cada estación. Primero, con un tono jovial, alegre; después, de forma lánguida y poética. Uno desparramaba su sonrisa y sus miradas por todo el interior del vagón, buscando esa fisonomía francesa imaginada, leída, en las novelas de Balzac. La felicidad era completa, el tiempo fluía... Y, de repente, la estampa.
La chica era monísima. Preciosa, utilizando un lenguaje más fino. De estatura generosa, anatomía no excesivamente voluptuosa pero contudente, vestía con un estilo inequívocamente francés. Cosas así no se ven en España, pensé. Llevaba una minifalda negra apenas entrevista, pues iba ataviada con un abrigo largo de cuadros, como de niña pija que va al colegio. El bolso le colgaba indolentemente del brazo izquierdo, y con la mano derecha se agarraba a un agarradero. Calaba un sombrero gris muy estiloso, muy francés también. La cara era finísima, rosada, sin atisbo de imperfección, y el pelo, de color de barniz, le caía suelto con infinita gracia y esa naturalidad propia de todas las mujeres pero que en algunas adquiere su verdadero significado. La nariz era pequeña, ni muy ancha ni muy estrecha, tampoco respingona, y parecía obedecer a todos los cánones de perfección. Y los ojos, grandes y acaramelados, miraban para el suelo, daba la impresión que con tristeza. De uno de ellos caía una generosa lágrima que fue a parar a sus jugosos labios. Después, otra, y otra, a cada cual más gorda. Luego, del otro ojo. Me quedé helado, sin poder apartar la mirada de ella, aún sabiendo que podía estar siendo indiscreto.
De pronto, todo lo nuevo y fascinante que había alrededor desapareció. Durante el breve trayecto no hice otra cosa que pensar en las causas de la tribulación de la chica. ¿Por qué lloraría? ¿Por quién? ¿Quién podría ser el príncipe malvado y afortunado por quien derramara sus lágrimas a la vista de todos alguien así? Hay que decir que la chica no hizo ningún gesto con la cara. El acto de llorar se resumió en el único detalle de las lágrimas, que caían abundantes pero sin forzar, como una catarata. Ni siquiera se tomana la molestia de enjugárselas. Luego miró al techo y suspiró muy levemente. De los circunstantes, creo que sólo yo me di cuenta de aquel terremoto interior, íntimo, que estaba aconteciendo. Sentía un secreto deseo de que me mirase, de que fuera consciente de que alguien compartía su nostalgia. Ahora su nostalgia también era mía, porque, ¿qué puede haber más nostálgico que una chica guapísima llorando mansamente en un metro atestado? Estábamos muy cerca, a menos de un metro, casi frente a frente, y por momentos parecía que sí, que me miraría. Durante unos segundos ensayé la mirada y el gesto que pondría si ella alzara sus ojos hacia mí; una mirada que estaba entre la compasión y la estupidez. Una mirada que por un lado estaba deseando poner en práctica y por otro rehuía, porque entonces dejaría de ser espectador. Una mirada que, dicho sea de paso, jamás se produciría.
Se me ocurrió decirle algo. En francés, por supuesto. Elucubré algunas frases primitivas y deslabazadas que me parecieron perfectas para el caso. Un caballero español, moreno, fogoso y arrebatado, al rescate sentimental de la bella princesa francesa, de la delicadísima y discreta princesa francesa. Es por cosas así por las que uno pierde la cabeza y perdería la compostura y la dignidad. Es por cosas así por las que merece la pena escribir. Es por cosas así por las que merece la pena vivir, por las que merece la pena recordar.
No pasó nada, por supuesto. La chica llegó a su estación y se bajó del tren. Ni siquiera creo que se percatara de mi presencia. Aún hoy, meses después, me pregunto por qué lloraría mi francesa. Pensar que uno ya no lo sabrá nunca es casi trágico. Y sin el casi. Tanto, que es mejor pensarlo muy de vez en cuando para no claudicar.
Mi francesa se bajó, y yo, dentro del vagón, me la quedé mirando mientras se perdía en un río de gente por las galerías del metro, bajo un letrero verde en donde ponía SORTIE. Y pensé que es bonito poder ver a una francesa bonita llorar en París.
Imagen de cabecera: Ramón Casas, La madeleine (1892) (detalle)

lunes, 7 de marzo de 2011

MARZO

“Marzo, mes del aún y mes del todavía”
(César González-Ruano)
Debemos decirlo bien claro: nuestra vida se rige por el calendario más de lo que pensamos, y hay personas que, mirándolo con antelación, seben por sus precedentes históricos la suerte o desgracia que hallarán en los días consultados. Esto, que podría parecer manía supersticiosa e incluso indicio de grave desequilibrio mental, tiene unas bases sólidas nacidas de de una casi inverosímil repetición de sucesos y estados de ánimo a lo largo del tiempo. A unos, el mes de septiembre, por ejemplo -e incluso ciertos días concretos-, les sonará mal, y seguramente será por las experiencias pasadas; a ese mismo, octubre, en cambio, le despertará rosas en la memoria, y a otro puede ser todo lo contrario.
Bien, pues a nosotros marzo, mes que entró hace ya una semana pero que sólo hoy -marzo de sol y almendro florecido- podemos cantar con el mayor de los entusiasmos y legitimidad. De entre todos los meses loados por los poetas y escritores, ninguno ha sido tan profusamente tratado como marzo, con la única competencia del cobrizo y melancólico octubre. No creemos que tal circunstancia sea óbice para que marzo siga siendo cantado sin temor al tópico y sin que su maravilla sufra desgaste ni cansancio.
Marzo tiene muchos días. Treinta y uno, concretamente. Pero hay un día de marzo...
Hay todos los años un día de marzo en que de repente nos damos cuenta de que el almendro del parque de nuestra plaza ha destapado sus primeras nieves. Ese es el día en que marzo nace y en que nosotros volvemos un poco a la vida después de haber estado un poco muertos -dulce muerte-, aún sin saberlo, durante los largos meses invernales.
Hay también un día de marzo en que, acercándose el fin de la jornada, nos da por mirar al cielo como respondiendo a una llamada lejana. Es entonces cuando advertimos, mirando nuestro reloj que marca las duras horas, que el ocaso se ha retrasado como por arte de magia y que lo que antes masticábamos como oscuridad temprana es ahora un azul ligero lleno de dioses escandinavos y fuegos rosados. Los días se nos alargan dentro del cuerpo, la ilusión se nos afila y surge de repente en nuestra retina la prefiguración de una primavera, de otra primavera, con toda la carga emotiva que tiene el ser consciente de algo que llega, algo que ocurrió siempre y que muestra sus primeras galas. Curioso azul el de los atardeceres de marzo, como envuelto en brillos glaciales y franjas de miel derramada.
Hay un día de marzo en que empezamos a sentir calor y nos quitamos la chaqueta, esa chaqueta que, puesta sobre la silla de una terraza o colgada de nuestro brazo, es ya algo ajeno a nosotros. Nos volvemos más auténticos en manga corta, y es como si en la chaqueta desdeñada quedaran todas nuestras farsas y negros humores. Momento primero irrepetible el de la primera manga corta del año, que en Madrid suele ser en marzo, y en el que recordamos como algo muy nuevo y vivificador cómo eran unos hombros femeninos tostándose al sol...
Hay, colgado de la memoria, un día de marzo en que, por primera vez en mucho tiempo, podemos sentarnos en un banco de un parque, un bulevar, una plaza. De todos es sabido que la vida, vista desde el respaldo de un banco público, cobra nuevas tonalidades, insospechadas perspectivas, alegres motivaciones con que tejer el ancho tapiz de la existencia. Ningún rato de conversación callejera u observación callada de la realidad como ese primero de marzo que se disfruta al amparo de un sol, ya sí, sonriente.
Hay, en marzo, días así y hay mucho más, aunque si sólo hubiera esto no sería mal balance. Luego viene abril, pero no es lo mismo, y la mirada fugaz y atlántica nos abriga -todavía- en marzo por sus caminos llamados de luz y novedad.