Dijo Larra que todo aniversario es un error de fechas. Lo dijo, suponemos, ateniéndose a la condición un tanto arbitraria y artificial que tiene el tiempo como creación humana y abstracta. El hombre, que en efecto fue quien lo creó, midió la rotación y traslación de nuestro planeta alrededor del Sol para no perderse a sí mismo, para no perder -o al menos tratar de asegurar- su memoria. La fechas tienen en nuestro imaginario colectivo un significado que en ocasiones puede ser simbólico o mágico: 11-M, 11-S, 2 de Mayo, etc. Lo mismo ocurre en el ámbito privado, si uno es un poco historiador de sí mismo, con las efemérides de cada uno de nosotros: la fecha de nuestra boda o el día que hicimos la comunión.
Bien, pues hoy, 17 de marzo, cometeremos el error de recordar el aniversario del Motín de Aranjuez, que tuvo lugar, también un jueves, hace 203 años. La historia es conocida por todos. La facción del celoso Fernando VII logró, por medio de conspiraciones palaciegas y con la ayuda de un pueblo dirigido -los conspiradores hicieron correr la noticia de una inminente huida a Cádiz o América de la familia real ante la ocupación de la península por parte de las tropas napoleónica que ya se estaba produciendo-, derrocar a Manuel Godoy, valido omnipotente del rey Carlos IV. Fue la primera vez en la historia de España -una España todavía con estructuras feudales- en que la masa osó tomar las riendas de su destino y actuar en la vida política, sembrando la primera semilla de lo que vendría después: derrumbamiento del Antiguo Régimen, liberales, constituciones, democracia.
No fue, sin embargo, una actuación efectiva que podríamos llamar modélica. El pueblo, en efecto, protestó, pero lo hizo manipulado, algunos dicen que sobornado -aunque tal hipótesis es poco plausible- y, sobre todo, lo hizo mediante la violencia. La noche del 17 de marzo de 1808 la turba, sabiamente dirigida por el Conde de Montijo, entre otros, asaltó el palacio del Príncipe de la Paz al grito de “¡Muera Godoy!” y destrozó cuantos objetos de valor encontró, formando con ellos una enorme hoguera a la puerta de la mansión. El valido, milagrosamente, logró escapar del asalto y seguramente de la muerte refugiándose en la buhardilla dentro de unas alfombras enrrolladas. Dos días después, 19 de marzo, Godoy, hambriendo, sediento y exhausto, no tuvo már remedio que salir de su escondite, escoltado por dos Guardias de Corps. El pueblo, que le esperaba a la puerta, no dudó en hacer uso de sus poderes y linchó al gigante caído, que pudo salir entero de tal tesitura gracias a sus protectores. Ese mismo día, a las siete de la tarde, abdicó Carlos IV.
Nos llaman poderosamente la atención hasta el punto de fascinarnos estos casos de brutales ruinas, de asombrosos despeños que la Historia y la vida nos deparan de vez cuando. Godoy subió a la cumbre del poder en tiempo récord. En 1784 ingresó en la Guardia de Corps y en 1792, apenas ocho años más tarde, era por intercesión de Carlos IV el hombre que dirigía los destinos de un país entero. Jamás se vio ascensión tan meteórica. Favorecido por el rey, supuesto amante de la reina María Luisa y con un historial amatorio digno de un Don Juan o un Casanova, Godoy fue dejando a su paso un reguero de envidias, recelos, torpezas propias y amores aristocráticos que luego pagaría en su violento final. Consiguió lo que raramente consigue nadie: generar la animadversión de todos, tradicionalistas, católicos, liberales, ilustrados, constitucionalistas, el vulgo (que le odiaba). A nadie contentó y a nadie cayó simpático, aún sabiendo que, sin ser un hombre guapo, era extremadamente extrovertido y jovial. Desde luego que nadie lloró su caída, ya ensayada en el proceso de El Escorial de octubre de 1807 y perpetrada en aquel motín a orillas del Tajo; nadie, excepto sus más allegados y los reyes, también derrocados y que posteriormente le acompañarían en su exilio.
Hoy, cada septiembre, en Aranjuez se sigue recordando tal acontecimiento en las llamadas Fiestas del Motín, declaradas de Interés Turístico Nacional. Todos los años se lleva a cabo una recreación de los hechos en la que no faltan trajes y vestimentas de la época, reyes caracterizados y un pelele del valido zarandeado. No deja de ser curioso que caída tan vergonzante y, a la vez, tan majestuosa, sirva de símbolo y centro de gravedad y dé nombre a un acto festivo, a las fiestas de todo un pueblo no precisamente pequeño. Aranjuez, que tiene su Palacio Real, sus jardines, sus fuentes, su río, es largamente conocido por lo que fue una humillación pública.
No echemos la culpa a nadie, es de ley que así sea. Doscientos tres años son muchos para andarse con contemplaciones por un quítame allá estos validos. El caso es que, vista desde la distancia que da el tiempo pasado, la vida y caída de Godoy tienen misterio, lirismo y, desde luego, muchísimo encanto. Don Manuel se exilió en Italia, primero, y en Francia, después, y murió en París mucho más tarde, en 1851, ya muy anciano y olvidado de todos. Está enterrado en el maravilloso Pere Lachaise. Su esposa, la Condesa de Chinchón, lo había abandonado mucho antes cansada de la infidelidad de su marido con Pepita Tudó, el gran amor de su vida. Allí, en París, escribió unas extensas memorias, hoy publicadas; allí recordaría, como una lámina histórica de pátina dieciochesca, la lejana noche del 17 de marzo de 1808. Ahora, aquí en España, se celebra el día de San Patricio. Suponemos que será por la cerveza. Uno prefiere celebrar a su manera (recordándolo) el aniversario de una majestad caída, sin duda mucho más bella así que sentada en el trono, como dijo Valle. Uno prefiere, en suma, traer a la memoria el quebranto vital de un Don Juan de las Españas, de un valido enamorado y guasón que cayó cuando venía la primavera.
Imagen de cabecera: "Caída y prisión del Príncipe de la Paz", grabado de F. Martín. Se aprecia, al fondo, la Real iglesia de San Antonio. La explanada es la plaza del mismo nombre y las arcadas de la derecha corresponden a la Casa de Infantes (Aranjuez).
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