miércoles, 23 de marzo de 2011

INÉS


La vemos siempre, pese a que Galdós jamás describió su aspecto. Lo más que llega a ponderar respecto de su hermosura es su sencillez, “no a propósito para despertar mundano delirio amoroso”. Mejor así, mejor que cada cual se fabrique su Inés ideal sin que por ello cada Inés deje de tener el mismo valor mítico y real. Mítico porque existe, y existe porque es mito. Inés. Desconocemos si Inés era rubia o morena, de pelo rizo o liso, alta o más bien pequeña, de ojos negros o atlánticos, garrida o liviana. No sabemos nada de su aspecto y, por ello, nos la representamos imaginariamente según nuestros arquetipos más ocultos en el subconsciente. Nos la imagimanos preciosa, claro está. Inés es nuestro tipo perfecto, la enamorada que jamás conoceremos, la chica de cafetería o biblioteca a quien nunca nos acercaremos y que nimba nuestros pensamientos de ensoñaciones sin dirección ni sentido.

Uno tiene su Inés física. Pero no va a cometer la indecencia de describirla. Ni siquiera está seguro de si esa Inés que imagina es estable o, por el contrario, muda su aspecto de día en día, según soplen los vientos. Pero sí, pensándolo bien hay una Inés más o menos fija, algo así como un personaje de cuento. De vez en cuando, en momentos de zozobra, desconcierto e inseguridades, Inés se nos acerca muy queda y nos dice algo al oído, algo que nos conforta, que nos encamina por la buena senda. Nuestra conciencia está hecha de susurros calientes y nuestro corazón de fríos desdenes. Y ahí está Inés, la mítica Inés.

Con todo, lo que menos importa de Inés es su belleza. Nuestro héroe Gabriel Araceli se prendó de mujeres seguramente más bellas que Inés, como la arrebatadora Amaranta o la delicada, encantadora y no obstante dura Miss Fly, estampa inglesa sobre los belicosos campos españoles de la Guerra de la Independencia. Inés es su gracia, su talento; Inés es saberlo todo antes de haberlo aprendido; Inés es la hembra hecha seguridad, el colchón bienoliente y mullido sobre el que amortiguar los golpes y poder descansar de nuestros desvaríos de hombre. Inés no es una mujer de ayer, sino la mujer de hoy y de siempre. Inés es la mujer fuerte.

Nada tiene que ver la Doña Inés del Don Juan Tenorio de Zorrilla con nuestra Inés. Lamentamos profundamente que haya sido aquella y no ésta la que ha perdurado en el imaginario colectivo y que nuestra Inés no sea hoy en día un prototipo literario como pueda serlo la Beatrice de Dante. Contraponiéndola a la Doña Inés del Don Juan, nuestra Inés jamás se habría enamorado de un personaje tan ocioso, deleznable y poco varonil como el Tenorio, que sólo podía atrapar con su equívoca garra a mujeres perdidas, dengues y sin sentido ni nada claro en la vida, y cuya conciencia va y viene, gira desacompasada sin centro definido. Inés, por contra, se enamora de Gabriel, hombre trabajador, discreto y empedernidamente monógamo. Un hombre de acción, valiente y fuerte. Un héroe.

Inés. Inés, nuestra Inés, la mítica Inés, es, en el momento en que la conocemos, nada más que “modistilla”, según nos dice Galdós. Pero también puede ser la droguera de la esquina o la ya glosada por nosotros novia de autobús. Inés es la novia, la esperanza. A veces, además de susurrarnos, nos acaricia amorosamente la mano y nos ayuda a subir una cuesta con su ánimo. También hay mañanas en que nos despierta con su aliento rozándonos la nuca y con su sóla presencia acciona nuestros mecanismos vitales. Inés nos acompaña en paseos especialmente melancólicos y en noches excesivamente solitarias por la gran plaza española. Inés, siendo mítica, está en los eventos más reales de nuestra vida tangible. ¿Qué más real y duradero que Inés, personaje novelesco? ¿Qué más difuso y fugaz que esa Inés de carne y hueso que nos cruzamos por la calle?

Inés. Donde realidad y sueño se confunden, donde ideal y áspera verdad se dan la mano, ahí está ella. Era una modistilla y “llegó” a condesa. Llegó porque lo había sido siempre. La nobleza no es una carrera, por eso entrecomillamos. Inés, se es o no se es. Inés, se imagina o no se tiene, porque poseerla sin más es dejar de tenerla. Inés pasea nuestros jardines interiores mientras, allá por Poniente, el cielo se tiñe de púrpura. Inés vive en nosotros porque nosotros, pobres soñadores, vivimos por ella.



Imagen de cabecera: de la primera edición ilustrada de los Episodios Nacionales (1881). Representa el amor ideal de Gabriel Araceli, protagonista y narrador de la primera serie, por Inés. Corresponde al episodio La corte de Carlos IV, segundo de la serie, cuando Inés aún era modista y Gabriel criado a las órdenes de Pepita González.

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