jueves, 17 de febrero de 2011

EL PASEO DE ROSALES

Lleva uno un tiempo intentando reconcilarse con Madrid. Le da un poco de vergüenza reconocerlo, pero la visita a una ciudad extranjera le ha distanciado un poco de lo que era y sigue siendo su ciudad, la atalaya particular desde donde ir tejiendo su red de miradas sobre el mundo. Uno cree que, para aprender, conviene ir desde lo particular a lo general y no al revés, como viene siendo la moda últimamente y como, con infinita torpeza, viene enseñándose en los colegios y universidades. Madrid es un orbe casi infinito y perfecto y no es necesario ni aconsejable salir de él para captar los más variados tipos humanos y la salsa de lo que es la existencia. En Madrid cabe todo, igual que en un día de la vida de un hombre, e incluso en un sólo segundo, cabe toda ella. La particularidad de Madrid -y de cualquier ciudad- es la generalidad expresada al cuadrado.
Ocurre con las ciudades igual que con las personas. Cuando nos enfadamos con un amigo e intentamos volver a dar lustre a la amistad desgastada, casi por instinto procuramos llevarlo a aquellos lugares donde fuimos felices con la esperanza de que los efluvios amigables aún continúen allí y vuelvan a penetrar por nuestros poros entristecidos. Lo mismo cabría decir del amor que pretendemos recuperar, ya sea porque notamos que ese amor está muriendo en nuestra pareja o, por el contrario y más habitualmente, notamos que está muriendo en nosotros. Para ello, nada mejor que pasear por aquel jardín de los momentos floridos, por el bulevar de las primeras ilusiones o acudir al garito donde se encendió el fuego de nuestra historia. Con las ciudades, si en algún momento notamos una fatiga, un desapego, una incomprensión radical hacia ella, lo mejor sin duda es regresar a aquellos lugares que nos fascinaron, que no tienen por qué ser grandes ni suntuosos y cuya gracia para nosotros puede estribar precisamente en su pequeñez, en su calidad de detalle.
Así le ha ocurrido a uno hace bien poco. Venía uno con la grandeza y particularidad de París grabada en el alma, rumiando todavía lo que de mito real y realidad mítica esa ciudad tiene, cuando decidió darse un paseo por Madrid. Cogió el autobús, se bajó en una parada cualquiera y, como llevado por una fuerza misteriosa que sabe lo que buscamos, le dirigió hacia el paseo de Rosales, lindando con el parque del Oeste y apenas lamiendo la plaza de España.
El paseo de Rosales es una especie de frontera occidental de Madrid y es, desde luego, un excelente balcón desde donde fundirse con sus atardeceres. El paseo de Rosales envuelve y separa la verdura del parque del Oeste de la cuadrícula urbana que termina en la calle Princesa. Es un paseo recto y luminoso, bañado por una pertinaz luz amarilla en tanto en uno de sus lados no hay edificios que contengan la luz del sol, y en la acera que toca al parque tiene un magnífico bulevar que en los días veraniegos es una delicia recorrer bajo la fresca sombra de su arbolado. En uno de sus extremos, viniendo desde Moncloa y el paseo de Moret, está la antigua Montaña de Príncipe Pío, hoy llamado parque del Templo de Debod, explanada deliciosa y privilegiada desde donde disfrutar un auténtico paisaje velazqueño, con la sierra de Guadarrama al fondo.
Tiene el paseo de Rosales una brutal y fácilmente apreciable carga madrileñista, de aquel Madrid de nuestra infancia de bares, barras de cinc, gambas a la plancha y cerveza fresca; de aquel Madrid de domingo por la mañana soleado y un poco triste trasegado por familias de paso lento, niños de risa fácil y abuelos de mirada miope y tardía; de aquel Madrid ocioso, jaranero y un tanto cool dentro siempre de su sempiterno, inamovible casticismo. Es el paseo de Rosales una reminiscencia de un Madrid de 1970 o 1980 que no sabemos exactamente si fue así pero que si tuviera que ser de alguna forma, así sería.
Pero también, y sin entrar en colisión con este Madrid luminoso que acabamos de describir groseramente, el paseo de Rosales conserva algo de un Madrid barojiano, de un Madrid miserable, de desmontes y randas, de un Madrid periférico feo y hostil al que mejor sería no acercarse a partir de cierta hora de la noche. Es difícil verlo, pero está ahí, escondido entre el follaje del parque del Oeste o a la vuelta de una esquina de una de las calles que bajan desde Princesa.
Nosotros, sin duda, nos quedamos con ese paseo de Rosales de luz amarilla que nos da un Madrid muy madrileño, enérgico y con carácter. Pero tampoco conviene desdeñar el otro porque sin ese Madrid que lo completa y da sentido no habría lugar para nuestro favorito. Lo mejor del paseo de Rosales sea quizá admirarlo desde abajo, desde el Manzanares, y observar sus edificios tocados por la luz del sol, como ropa blanca puesta a tender.
Dicen que lo mejor del amor es la reconciliación...

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