Lo hemos dicho más de una vez. La Física y, particularmente, la Astrofísica, nos mueve a pensamientos más profundos y trascendentes que lo que pueda hacerlo cualquier otra disciplina humana, ya sea la Filosofía e incluso la Literatura. Y las conclusiones, siempre provisionales y mudables, a que uno va llegando tienen un sesgo de fatalidad proviniente de la toma de conciencia de lo perecedero de todo cuanto nos rodea, pese a lo cual nos complacemos en seguir indagando en los misterios de lo que ocurre ahí afuera, en los límites del Universo y de nuestra imaginación. Porque el Universo es pura imaginación, más que realidad tangible, corpórea, en tanto que nadie lo ve tal como es ahora, nadie lo toca, nadie lo mide directamente y sin posibilidad de error. Se conoce todavía muy poco, además, y cuanto más se conoce, más exige de nosotros una superación de nuestros esquemas mentales más asentados. Podría decirse que el Universo es una entelequia asombrosamente real y a la vez inverosímil. Los más increíbles sucesos a que ni siquiera nuestro cerebro podría haber llegado nunca de no haberlos comprobado científicamente, ocurren en el Universo. Ahí es nada. Y todavía es poco.
Adviértase en la frase del Eclesiastés que sirve de subtítulo a este blog: “Una generación pasa y otra le sucede, pero la tierra permanece siempre. El sol sale y el sol se pone, pero sale de nuevo”. Filosofía última de vida para cuando todo va mal, pilar maestro sobre el que asentar nuestras creencias. No creemos que haga falta explicarla, la sentencia habla por sí sola y es, al menos para nosotros, de un carácter profundamente terapeútico.
Así es. El Sol siempre estará ahí, y parece que siempre lo estuvo. Ya sabíamos que eso no es así, y que, lejos de ser eterno, nació, se desarrolló, vive y, algún día, dentro de un tiempo que no podemos imaginar, morirá. Ocurrirá cuando la especie humana haga mucho tiempo que dejó de existir, y nadie estará para verlo. Pero sabemos que será así. Punto. Tampoco nos agobia más de lo necesario.
Bien, pues hace poco nos enteramos del ritmo a que se quema, a que va muriéndose el Sol. Y el dato pasma. Resulta que, en las reacciones nucleares que acontecen en su tórrido interior y que hacen que la estrella, además de brillar, no se colapse bajo su tremenda fuerza gravitatoria, cada segundo 654.600.000 toneladas de hidrógeno se fusionan en 650.000.000 de toneladas de helio. Repitamos: cada segundo. Las 4.600.000 toneladas restantes las pierde el Sol para siempre y se dispersan en el espacio, y una pequeñísima fracción de esa energía y luz llega hasta la Tierra, haciendo posible la vida.
No por repetirlo e intentar representarlo en nuestra mente podemos llegar a comprenderlo sin sentir un escalofrío. Esas 4.600.000 toneladas por segundo que pierde el Sol equivalen a una montaña grande. El Sol quema en cada segundo, pongamos por caso, un Kilimanjaro entero. La presunta imperecebilidad del Sol se nos viene de pronto abajo de una manera poco menos que brutal. No hay consuelo. El ritmo es tan monstruoso que, en nuestras arquitecturas mentales, debería evaporarse en meses, días, minutos, segundos. ¿Qué es un segundo de nuestra vida? ¿Nada? ¡No! Un segundo es el tiempo necesario para hacer desaparecer nada menos que una montaña. Y sin pausa, a un ritmo constante y fatal...
Tenía razón Quevedo con aquello de que “sólo lo fugitivo permanece”. El Sol, arquetipo nuestro de eternidad e imperturbabilidad, también envejece, y lo hace a una tasa descorazonadora, casi diríamos que compulsiva. Parece que el Sol, quemando una montaña a cada segundo, tiene prisa por morirse, por matarnos. ¡Pobres de nosotros! ¿Y a qué agarrarnos ahora, ya que al Sol no podemos? ¿A unos ojos fugaces, quizá? ¿A unas piernas que miramos sentados en un banco de un bulevar de nuestra ciudad? ¿A un segundo de felicidad que nos coge al andar por la calle, al doblar una esquina? ¿A ese párrafo de nuestro escritor favorito que nos enamora y hace que nos enamoremos? ¿A...?
Estamos condenados. Sabiendo este dato, no hay nada que sostenga nuestro optimismo. Ni Sol ni nada, habría dicho Baroja. Contamos con la ventaja de que el Sol es enorme, y tiene una masa tal (más de dos mil cuatrillones de toneladas) que, incluso a ese infernal golpe de pedal autodestructivo, tardará cinco mil millones de años en agotar su combustible y quemarse del todo. Pero... ¿qué son cinco mil millones de años comparados con un segundo, en que da tiempo a que se queme una montaña entera? ¡Nada...!
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