13 de agosto
Faltan 18 días. El final de esta larga estancia en Villafranca se va acercando y, con ello, el momento de empezar a encarar la recta de meta. El ecuador de agosto ya está aquí, y dentro de dos días habré completado tres cuartas partes de mi recorrido. Muy poco, sí, si miramos todo lo que he dejado atrás. El problema es que, como en una contrarreloj, el cansacio de va acumulando y los últimos kilómetros, los últimos días, son los que más largos se hacen. La cercanía con el objetivo parece estirar aún más los días como, dicen, en las proximidades de los agujeros negros el espacio y el tiempo se deforman, y cuanto más cerca se está del centro del agujero tanto más se dilatan, hasta hacerse, espacio y tiempo, infinitos. Hay veces en que el universo parece conspirar contra nuestras emociones, deseos e ilusiones. Esta mañana me desperté con el regusto dulce de la jornada de ayer, pero de repente sentí que ya no tenía nada que hacer aquí, que nada me ataba, y que quería volver a Madrid lo antes posible. Me reconforté al pensar que sólo me quedan dos o tres de días de estancia, mas en mi cerebro los vi como una última pared vertical e inexpugnable antes de llegar a la cumbre. Después de desayunar di una vuelta con la bici por los caminos cercanos al cortijo de San Isidro. Cuando el calor empezó a apretar de verdad regresé al cortijo, me bañé en la piscina con Manuel, Dani y Teresita, comimos y la tarde transcurrió lánguida y pesada jugando al Hotel, viendo una película de sobremesa sobre juicios y amores despechados y mirando las musarañas. Al atardecer mamá y Pepi nos echaron de la sala de estar y se pusieron a arreglar un poco la casa porque al parecer a la noche iban a visitarnos unos amigos de un cortijo cercano. Oí los nombres y recordé que se trataba de aquel matrimonio cuyo varón, el de las gafas de sol siempre puestas sobre la cabeza, tan mal me cae. Aquel que de pequeño me hacía de rabiar con que si tenía novia y demás, y que me hacía llorar de enfado, y que encima se reía. "Lo que faltaba para el bote", pensé. "Y de noche no puedo coger la bici y perderme por el campo".
El matrimonio llegó sobre las diez de la noche, acompañado de sus dos hijas, la mayor de unos diecisiete años y la pequeña más o menos de mi edad, ambas morenas, de pelo y ojos negrísimos y de una belleza arábiga, tirando a lo exótico, muy propia de estas latitudes. Sin embargo, la pequeña aventaja en hermosura a la mayor por la sutil disposición de sus ojos, boca, orejas, cejas, nariz, facciones, pequeñas diferencias entre las dos que, en definitiva, son las que distinguen a una mujer guapa de una verdaderamente arrebatadora. Mas a mí no me interesaba todo aquello y dilaté lo más posible la llegada del momento de los saludos con la intención de que el protocolo durase lo menos posible y poder así desaparecer como un gato. No había remedio, empero. En cuanto me vio Martín, el de las gafas de sol puestas sobre la cabeza, trazó una sonrisa pícara, me dio un collejón, y, mientras me apretaba la mano con fuerza inusitada, me dijo en voz altísima, como si yo fuera sordo, que si tenía ya novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía. Me limité a no decir nada y a irme de allí lo más rápido que pude, después de dar dos besos a Mari, la mujer de Martín, y a Elena y Claudia, las hijas mayor y pequeña respectivamente. Cuando entraba en la casa, con intención de encerrarme en mi cuarto, miré hacia atrás, no sé por qué, y mis ojos se cruzaron con los de Claudia, que me miraba obstinadamente con sus pupilas de carbón. Así estuvimos un par de segundos, tras los cuales desvié la mirada, apresuré el paso y me perdí por el pasillo del cortijo hasta mi cuarto.
Durante un buen rato estuve en mi habitación leyendo alguna revista de ciclismo y algunos pasajes de Viaje al centro de la tierra, mientras detrás de la puerta retumbaban la conversación y las risas y los gritos. De vez en cuando venían papá o mamá o Manuel y me decían que por qué no iba al salón, que estaban allí todos jugando a no sé qué juego. Yo me negué repetidas veces, mas hubo un momento en que ya fue inevitable salir de mi escondrijo. La cena estaba servida. Me personé en el salón con el gesto avergonzado y soñoliento y me senté en una silla cualquiera de la mesa de los niños. Cuando alcé la vista volví a toparme con los ojos oscuros de Claudia, que estaba sentada justo enfrente de mí. "También es mala suerte", pensé. "Debí haber mirado antes de sentarme, ahora están todos los sitios ocupados". Durante la cena todos hablaban, menos yo. Bueno, todos menos yo y Claudia, que entre trozo de carne y pincho de ensalada clavaba su mirada en mi persona, y entonces yo bajaba la vista o fingía que quería pan y se lo pedía a Manuel, o que deseaba llegar hasta la ensalada o el jamón ibérico o el queso curado. Sus ojos tenían una expresión de sorpresa e ingenuidad, como los del niño que lo mira todo, hasta los hechos más nimios, con gesto alucinado. Parecía escrutarme hasta los intestinos, y yo no sabía si le gustaba, le daba pena o si mis rarezas la tenían asombrada.
Así transcurría la cena cuando, en un momento dado, sentí un golpe en la espinilla. La miré, y su expresión había tornado del asombro y la escrutación al juego y la picaresca. Una llama me subió al rostro e hice como si nada hubiera pasado. A los pocos segundos, otra patada, y luego otra. Volví a mirarla, y su gesto se adornó con una sonrisa astuta. No aguanté más y, sin tomar postre, me levanté de la mesa violentamente y me encerré de nuevo en mi cuarto, notando a mi espalda el silencio repentino y las miradas de extrañeza de los presentes. "Mi hijo está muy raro últimamente", escuché que decía mamá. Cuando me vi solo comprobé que el corazón me daba tumbos, que me palpitaban las sienes y que mi respiración era tan desbocada como el correr del galgo Fonta, y tuve que aguardar unos minutos para recuperar un poco de sosiego. Me tumbé en la cama y me acordé de Cynthia, y la pedí perdón mentalmente por sentirme atraído por esa chica, que en verdad es muy guapa, para qué negarlo, pero ella es mi novia, pensaba, la chica que me gusta desde hace tanto, a la que debo mi corazón y gracias a la que mi existencia ha dado un giro radical en los últimos tiempos. La imagen de Claudia pugnaba con la de Cynthia por hacerse un sitio en mi cerebro, a veces parecía que ganaba, mas siempre lograba expulsarla, y entonces me reconfortaba con la única visión de la piel blanca, la melena negra lisa hasta los hombros, los ojos grandes y oscuros y ese ligero vestido azul que tan bien le queda.
El jolgorio que aún se oía detrás de la puerta fue poco a poco apagándose, y ya me sentía mucho más tranquilo. Lo que había pasado en la cena no era ya más que una anécdota sin importancia, que para olvidar bastaba con dejar pasar como si nada hubiera ocurrido. Estaba tumbado boca arriba, con los ojos cerrados, en ese momento indeciso que separa la realidad y las inminentes tinieblas del sueño. De repente el pomo de la puerta empezó a girar lentamente y los goznes chirriaron con acento lúgubre. Abrí los ojos de súbito y miré hacia la puerta, que se abría poco a poco, pensando en que serían papá o mamá para avisarme que los invitados se iban ya y que había que ir a despedirlos. Primero vi un brazo moreno y delicado, unido a una figura hermosa y menuda; luego esa figura cerró la puerta tras sí y se dirigió hacia mí, que permanecía tumbado en la cama, petrificado ante aparición tan inesperada. Claudia se detuvo a mi derecha mientras yo la miraba, quizá con cara de asombro o de espanto. Se agachó, cerré los ojos y sentí cómo mis labios se unían a los suyos mientras su larga melena me rozaba la frente y las mejillas y la nariz, y una tiritera me recorrió todo el cuerpo, en lo que fue la más dulce sensación que jamás haya experimentado. Lo que tanto anhelaba y no sentí con Cynthia, seguramente a causa de mis nervios e inseguridades, había venido así, sin esperarlo. "Dice mi madre que pasado mañana volveremos", me susurró, nariz con nariz. No contesté nada y sólo la observé alejarse hacia la puerta mientras me sonreía. Al fin salió de la sala.
Ahora son las tres y cuarto de la mañana y no puedo dormir. No sé si quiero que llegue pasado mañana o que pase ese día cuanto antes o irme a Madrid de una vez. ¿Es posible que todo cambie en un sólo día?
14 de agosto
Hacía calor. En lo alto, un gigantesco y ardiente disco blanco chamuscaba la llanura y los cerros descarnados. No corría la brisa y no olía a nada. Sólo olía a calor, sólo se veía calor, sólo se oía calor; un calor despiadado, que había borrado cualquier atisbo de vida vegetal o animal en aquel paraje inanimado. Junto al sol palidecía una enorme media luna de tono plateado. Yo estaba de pie en un camino recto y seco que se estiraba hasta donde abarcaba la vista, y a derecha e izquierda sólo veía una interminable llanura amarilla y ondulada. De repente esa media luna empezó a caer irremisiblemente hacia el horizonte, hasta desaparecer por completo detrás de unos montes marrones. Sentí que algo moría dentro de mí y una cuenta de diamante se deslizó por mi mejilla. Empecé a correr hacia el lugar por donde había desaparecido la media luna plateada, mas cada pocas zancadas tropezaba y caía al suelo. Me levantaba trabajosamente, como si estuviera en un planeta cuya gravedad fuera cien veces mayor que la de la tierra, y volvía a correr. Cada vez hacía más calor y cada vez jadeaba más y me era más penoso mover mi cuerpo. De repente, a lo lejos, sobre el camino, divisé una figura negra. Parecía de mujer. Me fui acercando, y poco a poco los detalles de la figura se fueron haciendo visibles. Estaba de pie mirándome fijamente, con la cabeza levemente inclinada hacia delante, y tenía un estatismo estremecedor. Reconocí su vestido azul y su piel blanca y sus ojos oscuros y su melena negra hasta los hombros. "¡Cynthia!", grité mientras me acercaba. "¡Cynthia!", volví a gritar, ya a escasos pasos de la figura. Me fijé en sus ojos. Me miraban fijamente, pero tenían un extraño rayo de tristeza. "¡Cynthia, estás aquí, por fin te veo! —dije— ¡Qué feliz soy, amor, tenía muchas ganas de verte!... ¡Cynthia! ¿Por qué no respondes, qué te pasa?... ¡Amor, estoy aquí!... ¿Por qué lloras? Dime, qué te pasa... Qué te pasa, amor, ¿me oyes?... dime algo, qué te pasa..." De repente, sin dejar de mirarme ni variar el gesto petrificado y lúgubre, extendió el brazo y con el índice señaló detrás de los cerros, por donde se había hundido la media luna. No entendía nada. A continuación señaló detrás de mí, y me di la vuelta. A unos diez metros de distancia una muchacha muy morena me miraba con una leve sonrisa dibujada en su bello rostro. Una fuerza inapelable me hizo caminar hacia ella, siempre muy despacio, como si llevara plomo en los zapatos. Me giré para mirar a Cynthia, mas ella ya no estaba, había desaparecido. Extrañado, continué andando hacia la muchacha. Era Claudia, me sentí irrestiblemente atraído hacia ella, me acerqué con tiento mientras me sonreía muy dulcemente, fui a besarla...
Y me desperté en medio de la noche.
Esta mañana me he levantado con un enjambre de ideas, recuerdos y pensamientos nublándome la cabeza. Para despejarme, nada más desayunar cogí la bici y me perdí por los caminos que conducen a El Venero. Luego subí el cerro de las Mercedes y, por el camino de atrás, llegué hasta el pueblo. Regresé por el mismo camino y me senté a descansar bajo la sombra del olivo. El sol caía a plomo, me apetecía volver al cortijo y bañarme en la piscina, pero sabía que iba a haber demasiada gente y lo que quería era estar solo y pensar. Bajo el olivo, las escenas de la noche anterior sacudían inconteniblemente mi cerebro, y a veces cerraba los ojos y me sonreía, y otras me sentía enormemente miserable. ¿Cómo un suceso puede poner patas arriba un sentimiento tan arraigado? Lo normal era que hubiera rechazado a Claudia cuando me iba a dar el beso, mas no lo hice, e incluso sentí un placer inefable al contacto de sus labios. ¡Quién me iba a decir a mí que mi primer beso de verdad fuera a llegar de esta manera! Verdaderamente Claudia es muy guapa, para qué vamos a negarlo, pero yo estoy con Cynthia y seguro que no le gustaría nada enterarse de lo de ayer. Eso sí que es una traición, poner los cuernos. Eso es peor que matar a una persona en un arrebato de furia. Otra cosa es que fuera un asesinato premeditado, claro. Pero una infidelidad, por mucho que digan, siempre se puede rechazar. A nadie le ponen una pistola en la cabeza para liarse con alguien que no es su pareja. Si no quieres, no quieres, y ya está. Y si lo haces, es que no quieres a tu novia o novio de verdad. Es así de simple, y quien no quiera verlo... Pero, ¿he sido yo infiel a Cynthia? Técnicamente, yo creo que no. Fue Claudia quien entró en mi habitación, se acercó y me besó. Yo no hice nada, incluso me recluí en mi cuarto precisamente escapando de ella, tras las miradas y pataditas de la cena. Mas pude haberme apartado perfectamente, haberle dicho: "no, no, por favor, tengo novia y la quiero mucho". ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué sabiendo que iba a besarme incluso deseaba que eso ocurriera? Porque hay que decir que yo lo sabía, se acercó muy despacio y me dio tiempo más que de sobra para apartarme. Eso es así, no puedo engañarme. Y mañana, mañana vuelve. Sinceramente, no sé que puede ocurrir. Ahora mismo diría que puede pasar de todo. Por un lado preferiría que no viniera, pero por otro lo estoy deseando. Y eso es lo que me inquieta. Yo la quiero, yo quiero a Cynthia. Pero Claudia es muy guapa, es preciosa. Y huele muy bien, y su piel es tan morena y tan delicada, y esa sonrisa pícara era tan... Bueno, lo seguro es que mañana a la noche regresará, y que sea lo que tenga que ser.
En estas cosas cavilaba bajo la sombra del olivo mientras contemplaba ese paisaje que otras veces me pareció tan triste cuando pensaba en Cynthia y en esta espera tan larga que estaba sobrellevando con paciencia y angustia. La estampa, de un día para otro, había tomado otro cariz. Ya no me parecía que la llanura estuviera tan estática ni los montes del fondo ni los cortijos ni las vides ni los olivos ni los pájaros ni los perros. Algo nuevo, un desbocamiento imprevisto, creció dentro de mi pecho, y el sol se suavizó y su luz se hizo más viva y alegre. Pasó un señor mayor con sombrero de paja y le saludé afablemente y me pregunté de dónde venía, a dónde iba, cuál éra su cortijo, si tenía esposa e hijos, si gozaba de salud, si era feliz con su vida, y me dije que sí, que el hombre tenía un aspecto muy saludable, propio de la gente del campo, y que aunque ya era viejo se le notaba que había disfrutado de la vida y que había vivido rodeado de cariño y que ya no le quedaban más cosas que hacer antes de morir, y que todo lo que viniera antes de desaparecer de la faz de la tierra sería bienvenido.
Sobre las tres de la tarde regresé al cortijo. La mesa ya estaba puesta y la comida servida. "Mira, el ermitaño", dijo alguien cuando me personé en el comedor. Manuel me miraba con una media sonrisa, como barruntándose algo. Después de comer vi la tele y jugué con Dani y Manuel al Hotel. Al atardecer Dani y yo nos perdimos por los caminos de detrás del cortijo, por una varga que se desvía a la derecha cuando se corona el cerro de las Mercedes. Hay algunos tramos de subidas, bajadas y curveos realmente divertidos por esa zona. En una bajada empinada y llena de zanjas me pegué un buen porrazo, me deslicé varios metros por piedras y arena y tengo toda la parte derecha del cuerpo totalmente raspada. Llegamos hasta un cruce de caminos en cuyo centro había un pozo de ladrillo y regresamos al cortijo por las mismas sendas. Antes de que anocheciera nos dimos un baño en la piscina, mamá me curó las heridas y sobre las diez cenamos.
La noche ha transcurrido plácida, pero en el ambiente flota la inminencia de algo importante y decisivo, como la calma absoluta que dicen que suele darse la noche anterior a una gran batalla. Es la una y cuarto de la madrugada, y desde esta parte de la casa, por la ventana de mi cuarto, puedo ver la plateada luna menguante en esta noche clara y tapizada de estrellas. El ondulante horizonte es cortado con dureza por el negro perfil de los olivos y las vides y desde el corazón del campo llega el acento agudo y repetitivo de los grillos y un aroma seco y penetrante que llena los pulmones. Me voy a acostar, aunque no sé si podré dormir algo.
Faltan 18 días. El final de esta larga estancia en Villafranca se va acercando y, con ello, el momento de empezar a encarar la recta de meta. El ecuador de agosto ya está aquí, y dentro de dos días habré completado tres cuartas partes de mi recorrido. Muy poco, sí, si miramos todo lo que he dejado atrás. El problema es que, como en una contrarreloj, el cansacio de va acumulando y los últimos kilómetros, los últimos días, son los que más largos se hacen. La cercanía con el objetivo parece estirar aún más los días como, dicen, en las proximidades de los agujeros negros el espacio y el tiempo se deforman, y cuanto más cerca se está del centro del agujero tanto más se dilatan, hasta hacerse, espacio y tiempo, infinitos. Hay veces en que el universo parece conspirar contra nuestras emociones, deseos e ilusiones. Esta mañana me desperté con el regusto dulce de la jornada de ayer, pero de repente sentí que ya no tenía nada que hacer aquí, que nada me ataba, y que quería volver a Madrid lo antes posible. Me reconforté al pensar que sólo me quedan dos o tres de días de estancia, mas en mi cerebro los vi como una última pared vertical e inexpugnable antes de llegar a la cumbre. Después de desayunar di una vuelta con la bici por los caminos cercanos al cortijo de San Isidro. Cuando el calor empezó a apretar de verdad regresé al cortijo, me bañé en la piscina con Manuel, Dani y Teresita, comimos y la tarde transcurrió lánguida y pesada jugando al Hotel, viendo una película de sobremesa sobre juicios y amores despechados y mirando las musarañas. Al atardecer mamá y Pepi nos echaron de la sala de estar y se pusieron a arreglar un poco la casa porque al parecer a la noche iban a visitarnos unos amigos de un cortijo cercano. Oí los nombres y recordé que se trataba de aquel matrimonio cuyo varón, el de las gafas de sol siempre puestas sobre la cabeza, tan mal me cae. Aquel que de pequeño me hacía de rabiar con que si tenía novia y demás, y que me hacía llorar de enfado, y que encima se reía. "Lo que faltaba para el bote", pensé. "Y de noche no puedo coger la bici y perderme por el campo".
El matrimonio llegó sobre las diez de la noche, acompañado de sus dos hijas, la mayor de unos diecisiete años y la pequeña más o menos de mi edad, ambas morenas, de pelo y ojos negrísimos y de una belleza arábiga, tirando a lo exótico, muy propia de estas latitudes. Sin embargo, la pequeña aventaja en hermosura a la mayor por la sutil disposición de sus ojos, boca, orejas, cejas, nariz, facciones, pequeñas diferencias entre las dos que, en definitiva, son las que distinguen a una mujer guapa de una verdaderamente arrebatadora. Mas a mí no me interesaba todo aquello y dilaté lo más posible la llegada del momento de los saludos con la intención de que el protocolo durase lo menos posible y poder así desaparecer como un gato. No había remedio, empero. En cuanto me vio Martín, el de las gafas de sol puestas sobre la cabeza, trazó una sonrisa pícara, me dio un collejón, y, mientras me apretaba la mano con fuerza inusitada, me dijo en voz altísima, como si yo fuera sordo, que si tenía ya novia y que dónde estaba y que si ya no me enfadaba cuando me lo decía. Me limité a no decir nada y a irme de allí lo más rápido que pude, después de dar dos besos a Mari, la mujer de Martín, y a Elena y Claudia, las hijas mayor y pequeña respectivamente. Cuando entraba en la casa, con intención de encerrarme en mi cuarto, miré hacia atrás, no sé por qué, y mis ojos se cruzaron con los de Claudia, que me miraba obstinadamente con sus pupilas de carbón. Así estuvimos un par de segundos, tras los cuales desvié la mirada, apresuré el paso y me perdí por el pasillo del cortijo hasta mi cuarto.
Durante un buen rato estuve en mi habitación leyendo alguna revista de ciclismo y algunos pasajes de Viaje al centro de la tierra, mientras detrás de la puerta retumbaban la conversación y las risas y los gritos. De vez en cuando venían papá o mamá o Manuel y me decían que por qué no iba al salón, que estaban allí todos jugando a no sé qué juego. Yo me negué repetidas veces, mas hubo un momento en que ya fue inevitable salir de mi escondrijo. La cena estaba servida. Me personé en el salón con el gesto avergonzado y soñoliento y me senté en una silla cualquiera de la mesa de los niños. Cuando alcé la vista volví a toparme con los ojos oscuros de Claudia, que estaba sentada justo enfrente de mí. "También es mala suerte", pensé. "Debí haber mirado antes de sentarme, ahora están todos los sitios ocupados". Durante la cena todos hablaban, menos yo. Bueno, todos menos yo y Claudia, que entre trozo de carne y pincho de ensalada clavaba su mirada en mi persona, y entonces yo bajaba la vista o fingía que quería pan y se lo pedía a Manuel, o que deseaba llegar hasta la ensalada o el jamón ibérico o el queso curado. Sus ojos tenían una expresión de sorpresa e ingenuidad, como los del niño que lo mira todo, hasta los hechos más nimios, con gesto alucinado. Parecía escrutarme hasta los intestinos, y yo no sabía si le gustaba, le daba pena o si mis rarezas la tenían asombrada.
Así transcurría la cena cuando, en un momento dado, sentí un golpe en la espinilla. La miré, y su expresión había tornado del asombro y la escrutación al juego y la picaresca. Una llama me subió al rostro e hice como si nada hubiera pasado. A los pocos segundos, otra patada, y luego otra. Volví a mirarla, y su gesto se adornó con una sonrisa astuta. No aguanté más y, sin tomar postre, me levanté de la mesa violentamente y me encerré de nuevo en mi cuarto, notando a mi espalda el silencio repentino y las miradas de extrañeza de los presentes. "Mi hijo está muy raro últimamente", escuché que decía mamá. Cuando me vi solo comprobé que el corazón me daba tumbos, que me palpitaban las sienes y que mi respiración era tan desbocada como el correr del galgo Fonta, y tuve que aguardar unos minutos para recuperar un poco de sosiego. Me tumbé en la cama y me acordé de Cynthia, y la pedí perdón mentalmente por sentirme atraído por esa chica, que en verdad es muy guapa, para qué negarlo, pero ella es mi novia, pensaba, la chica que me gusta desde hace tanto, a la que debo mi corazón y gracias a la que mi existencia ha dado un giro radical en los últimos tiempos. La imagen de Claudia pugnaba con la de Cynthia por hacerse un sitio en mi cerebro, a veces parecía que ganaba, mas siempre lograba expulsarla, y entonces me reconfortaba con la única visión de la piel blanca, la melena negra lisa hasta los hombros, los ojos grandes y oscuros y ese ligero vestido azul que tan bien le queda.
El jolgorio que aún se oía detrás de la puerta fue poco a poco apagándose, y ya me sentía mucho más tranquilo. Lo que había pasado en la cena no era ya más que una anécdota sin importancia, que para olvidar bastaba con dejar pasar como si nada hubiera ocurrido. Estaba tumbado boca arriba, con los ojos cerrados, en ese momento indeciso que separa la realidad y las inminentes tinieblas del sueño. De repente el pomo de la puerta empezó a girar lentamente y los goznes chirriaron con acento lúgubre. Abrí los ojos de súbito y miré hacia la puerta, que se abría poco a poco, pensando en que serían papá o mamá para avisarme que los invitados se iban ya y que había que ir a despedirlos. Primero vi un brazo moreno y delicado, unido a una figura hermosa y menuda; luego esa figura cerró la puerta tras sí y se dirigió hacia mí, que permanecía tumbado en la cama, petrificado ante aparición tan inesperada. Claudia se detuvo a mi derecha mientras yo la miraba, quizá con cara de asombro o de espanto. Se agachó, cerré los ojos y sentí cómo mis labios se unían a los suyos mientras su larga melena me rozaba la frente y las mejillas y la nariz, y una tiritera me recorrió todo el cuerpo, en lo que fue la más dulce sensación que jamás haya experimentado. Lo que tanto anhelaba y no sentí con Cynthia, seguramente a causa de mis nervios e inseguridades, había venido así, sin esperarlo. "Dice mi madre que pasado mañana volveremos", me susurró, nariz con nariz. No contesté nada y sólo la observé alejarse hacia la puerta mientras me sonreía. Al fin salió de la sala.
Ahora son las tres y cuarto de la mañana y no puedo dormir. No sé si quiero que llegue pasado mañana o que pase ese día cuanto antes o irme a Madrid de una vez. ¿Es posible que todo cambie en un sólo día?
14 de agosto
Hacía calor. En lo alto, un gigantesco y ardiente disco blanco chamuscaba la llanura y los cerros descarnados. No corría la brisa y no olía a nada. Sólo olía a calor, sólo se veía calor, sólo se oía calor; un calor despiadado, que había borrado cualquier atisbo de vida vegetal o animal en aquel paraje inanimado. Junto al sol palidecía una enorme media luna de tono plateado. Yo estaba de pie en un camino recto y seco que se estiraba hasta donde abarcaba la vista, y a derecha e izquierda sólo veía una interminable llanura amarilla y ondulada. De repente esa media luna empezó a caer irremisiblemente hacia el horizonte, hasta desaparecer por completo detrás de unos montes marrones. Sentí que algo moría dentro de mí y una cuenta de diamante se deslizó por mi mejilla. Empecé a correr hacia el lugar por donde había desaparecido la media luna plateada, mas cada pocas zancadas tropezaba y caía al suelo. Me levantaba trabajosamente, como si estuviera en un planeta cuya gravedad fuera cien veces mayor que la de la tierra, y volvía a correr. Cada vez hacía más calor y cada vez jadeaba más y me era más penoso mover mi cuerpo. De repente, a lo lejos, sobre el camino, divisé una figura negra. Parecía de mujer. Me fui acercando, y poco a poco los detalles de la figura se fueron haciendo visibles. Estaba de pie mirándome fijamente, con la cabeza levemente inclinada hacia delante, y tenía un estatismo estremecedor. Reconocí su vestido azul y su piel blanca y sus ojos oscuros y su melena negra hasta los hombros. "¡Cynthia!", grité mientras me acercaba. "¡Cynthia!", volví a gritar, ya a escasos pasos de la figura. Me fijé en sus ojos. Me miraban fijamente, pero tenían un extraño rayo de tristeza. "¡Cynthia, estás aquí, por fin te veo! —dije— ¡Qué feliz soy, amor, tenía muchas ganas de verte!... ¡Cynthia! ¿Por qué no respondes, qué te pasa?... ¡Amor, estoy aquí!... ¿Por qué lloras? Dime, qué te pasa... Qué te pasa, amor, ¿me oyes?... dime algo, qué te pasa..." De repente, sin dejar de mirarme ni variar el gesto petrificado y lúgubre, extendió el brazo y con el índice señaló detrás de los cerros, por donde se había hundido la media luna. No entendía nada. A continuación señaló detrás de mí, y me di la vuelta. A unos diez metros de distancia una muchacha muy morena me miraba con una leve sonrisa dibujada en su bello rostro. Una fuerza inapelable me hizo caminar hacia ella, siempre muy despacio, como si llevara plomo en los zapatos. Me giré para mirar a Cynthia, mas ella ya no estaba, había desaparecido. Extrañado, continué andando hacia la muchacha. Era Claudia, me sentí irrestiblemente atraído hacia ella, me acerqué con tiento mientras me sonreía muy dulcemente, fui a besarla...
Y me desperté en medio de la noche.
Esta mañana me he levantado con un enjambre de ideas, recuerdos y pensamientos nublándome la cabeza. Para despejarme, nada más desayunar cogí la bici y me perdí por los caminos que conducen a El Venero. Luego subí el cerro de las Mercedes y, por el camino de atrás, llegué hasta el pueblo. Regresé por el mismo camino y me senté a descansar bajo la sombra del olivo. El sol caía a plomo, me apetecía volver al cortijo y bañarme en la piscina, pero sabía que iba a haber demasiada gente y lo que quería era estar solo y pensar. Bajo el olivo, las escenas de la noche anterior sacudían inconteniblemente mi cerebro, y a veces cerraba los ojos y me sonreía, y otras me sentía enormemente miserable. ¿Cómo un suceso puede poner patas arriba un sentimiento tan arraigado? Lo normal era que hubiera rechazado a Claudia cuando me iba a dar el beso, mas no lo hice, e incluso sentí un placer inefable al contacto de sus labios. ¡Quién me iba a decir a mí que mi primer beso de verdad fuera a llegar de esta manera! Verdaderamente Claudia es muy guapa, para qué vamos a negarlo, pero yo estoy con Cynthia y seguro que no le gustaría nada enterarse de lo de ayer. Eso sí que es una traición, poner los cuernos. Eso es peor que matar a una persona en un arrebato de furia. Otra cosa es que fuera un asesinato premeditado, claro. Pero una infidelidad, por mucho que digan, siempre se puede rechazar. A nadie le ponen una pistola en la cabeza para liarse con alguien que no es su pareja. Si no quieres, no quieres, y ya está. Y si lo haces, es que no quieres a tu novia o novio de verdad. Es así de simple, y quien no quiera verlo... Pero, ¿he sido yo infiel a Cynthia? Técnicamente, yo creo que no. Fue Claudia quien entró en mi habitación, se acercó y me besó. Yo no hice nada, incluso me recluí en mi cuarto precisamente escapando de ella, tras las miradas y pataditas de la cena. Mas pude haberme apartado perfectamente, haberle dicho: "no, no, por favor, tengo novia y la quiero mucho". ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué sabiendo que iba a besarme incluso deseaba que eso ocurriera? Porque hay que decir que yo lo sabía, se acercó muy despacio y me dio tiempo más que de sobra para apartarme. Eso es así, no puedo engañarme. Y mañana, mañana vuelve. Sinceramente, no sé que puede ocurrir. Ahora mismo diría que puede pasar de todo. Por un lado preferiría que no viniera, pero por otro lo estoy deseando. Y eso es lo que me inquieta. Yo la quiero, yo quiero a Cynthia. Pero Claudia es muy guapa, es preciosa. Y huele muy bien, y su piel es tan morena y tan delicada, y esa sonrisa pícara era tan... Bueno, lo seguro es que mañana a la noche regresará, y que sea lo que tenga que ser.
En estas cosas cavilaba bajo la sombra del olivo mientras contemplaba ese paisaje que otras veces me pareció tan triste cuando pensaba en Cynthia y en esta espera tan larga que estaba sobrellevando con paciencia y angustia. La estampa, de un día para otro, había tomado otro cariz. Ya no me parecía que la llanura estuviera tan estática ni los montes del fondo ni los cortijos ni las vides ni los olivos ni los pájaros ni los perros. Algo nuevo, un desbocamiento imprevisto, creció dentro de mi pecho, y el sol se suavizó y su luz se hizo más viva y alegre. Pasó un señor mayor con sombrero de paja y le saludé afablemente y me pregunté de dónde venía, a dónde iba, cuál éra su cortijo, si tenía esposa e hijos, si gozaba de salud, si era feliz con su vida, y me dije que sí, que el hombre tenía un aspecto muy saludable, propio de la gente del campo, y que aunque ya era viejo se le notaba que había disfrutado de la vida y que había vivido rodeado de cariño y que ya no le quedaban más cosas que hacer antes de morir, y que todo lo que viniera antes de desaparecer de la faz de la tierra sería bienvenido.
Sobre las tres de la tarde regresé al cortijo. La mesa ya estaba puesta y la comida servida. "Mira, el ermitaño", dijo alguien cuando me personé en el comedor. Manuel me miraba con una media sonrisa, como barruntándose algo. Después de comer vi la tele y jugué con Dani y Manuel al Hotel. Al atardecer Dani y yo nos perdimos por los caminos de detrás del cortijo, por una varga que se desvía a la derecha cuando se corona el cerro de las Mercedes. Hay algunos tramos de subidas, bajadas y curveos realmente divertidos por esa zona. En una bajada empinada y llena de zanjas me pegué un buen porrazo, me deslicé varios metros por piedras y arena y tengo toda la parte derecha del cuerpo totalmente raspada. Llegamos hasta un cruce de caminos en cuyo centro había un pozo de ladrillo y regresamos al cortijo por las mismas sendas. Antes de que anocheciera nos dimos un baño en la piscina, mamá me curó las heridas y sobre las diez cenamos.
La noche ha transcurrido plácida, pero en el ambiente flota la inminencia de algo importante y decisivo, como la calma absoluta que dicen que suele darse la noche anterior a una gran batalla. Es la una y cuarto de la madrugada, y desde esta parte de la casa, por la ventana de mi cuarto, puedo ver la plateada luna menguante en esta noche clara y tapizada de estrellas. El ondulante horizonte es cortado con dureza por el negro perfil de los olivos y las vides y desde el corazón del campo llega el acento agudo y repetitivo de los grillos y un aroma seco y penetrante que llena los pulmones. Me voy a acostar, aunque no sé si podré dormir algo.
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