6 de agosto. Villafranca
Faltan 25 días. Ya estamos en Villafranca. Llegamos antes de la hora de comer, creo que sobre la una y media. Ahora son las doce y media de la noche. Mamá nos levantó temprano esta mañana, a las ocho, y cuando abrí los ojos vi cómo se levantaba delante de mí una inmensa montaña que escalar. Al instante recordé que hoy nos íbamos de viaje y, lejos de sentir libertad y evasión, fue como si alguien me acogotara. No me agradaba, ni me agrada, la perspectiva de pasar diez días fuera. No sabría explicar muy bien por qué. Quizá sea que aquí, tan rodeado de gente, mi nostalgia, lejos de atenuarse, se exacerba. ¿Por qué será que en soledad me siento más a gusto, más sereno, más tranquilo, más en paz conmigo mismo, que cuando estoy acompañado? Cualquier cambio es un terremoto más que mi espíritu ha de soportar, y creo que con esta espera larga y angustiosa ya tiene suficiente. Pienso aislarme lo más que pueda en estos días que pase aquí, no porque odie a nadie ni porque sea yo un ser huraño, sino por pasar el trago lo mejor posible. El único pensamiento que me reconforta es que, cuando regresemos a Madrid, allá por el 15, sólo quedarán dos semanas. ¿Qué son dos semanas comparado con lo que he soportado hasta ahora? Así que desde ya tengo una nueva meta en el horizonte. Es curioso observar que desde que se fue he ido poniéndome pequeñas metas en el tiempo. De lo contrario, si sólo hubiese mirado como objetivo el 1 de septiembre, creo que habría enloquecido.
Me ha quedado la dolorosa llaga de no haber hablado con ella antes de salir de Madrid. Me hubiera gustado decirle que me iba de vacaciones. ¿Y si me llama en estos días que estoy aquí? ¿Y si volviera? Cuando ya estábamos dentro del coche y papá estaba a punto de arrancarlo me vino una idea a la cabeza como un latigazo. ¡Mi colgante! ¡Me lo había dejado en casa! Así que en el acto, sin dar explicaciones, salí del coche, subí corriendo mi calle mientras mamá gritaba a mi espalda "¡Sebastian, a dónde vas, pero qué haces!" y, sin mirar atrás en ningún momento llegué al portal, subí y saqué la media luna plateada de mi cajita de madera. ¡Cómo iba a estar diez días sin él! ¡Faltaría a la promesa que le hice!
El viaje transcurrió sin problemas, sin atascos ni accidentes, pero con mucho calor, que aumentaba conforme avanzaba el día y nos dirigíamos más hacia el suroeste. En Jaraicejo paramos a descansar y desde allí, sin tregua, llegamos a Villafranca. Pasado Almendralejo la Tierra de Barros lucía su color arcilla intenso veteado del verde y el negro de las vides y del blanco de los cortijos dispersos que, a izquierda y derecha, a la mano y casi en el horizonte, decoraban este paisaje levemente ondulado y abrasado por el sol. Los campos de olivos se extendían más allá de donde alcanzaba la vista, y las vides formaban en filas perfectamente rectas, asemejándose al más disciplinado de los ejércitos. De vez en cuando, difuminado en la lejanía, destacaba algún silo blanco o la torre de alguna iglesia que dirigía su punta hacia un sol que caía a plomo, sin compasión, sobre la terrosa llanura. Y, como una aparición fantasmal, levemente dibujados sobre el tapiz azul del cielo, unos montes marrones trazaban suaves y sinuosas curvas, como una mujer morena acostada de lado.
Siempre es violenta la emoción y difícil el momento de saludar a familiares que sólo ves una vez al año. Antes de llegar al cortijo estaba nervioso y lo único que quería era terminar pronto con los saludos, coger la bici y perderme por los caminos del campo. A la puerta de la casa estaban ya todos, esperándonos, agitando las manos en señal de bienvenida. Di dos besos a cada uno y cogí en brazos a Teresita, que, sin duda, está mucho más grande que el año pasado. Por último le di un apretón de manos a Manuel, procurando que me quedase lo más vigoroso y masculino posible. Y sin esperar un minuto más le dije a papá que pusiera las ruedas a la bici y me fui con Dani varga abajo, hasta el camino principal que lleva al pueblo. Antes de venir a Villafranca trazamos el recorrido de una contrarreloj, y mientras rodábamos decidimos hacer un primer intento. Así que, tranquilamente, sin forzar, seguimos pedaleando en dirección al casco urbano.
El recorrido de la crono es el siguiente. La salida se da en el límite entre el campo y el pueblo, en la última casa, en dirección sur por el camino principal. La primera parte, hasta el kilómetro 2,7, es completamente llana, cómoda, de largas rectas, en la que se puede abusar de desarrollo. Después del cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo empieza el terreno duro. Primero una subida suave, no muy exigente, pero que empieza a preparar las piernas para lo que vendrá después. Un poco más adelante de la coronación de esta pequeña cuesta se gira a la izquierda, abandonando el camino principal, y se entra en una vía bastante pedregosa que, en frenética, serpenteante y peligrosa cuesta abajo, nos lleva a un pequeño puente sobre el arroyo Bonhabal. Y de ahí hasta el final son 500 metros de duro y sostenido ascenso hasta la meta, en el Cerro de las Mercedes.
Rodamos tranquilamente hasta el lugar de la salida, y con las piernas calientes y tras descansar unos minutos, Dani puso el reloj en marcha y comenzó la crono. Yo salí un minuto después, pero antes me puse el colgante que me regaló Cynthia. En el llano no quise darlo todo y preferí dosificar, rodar con un buen desarrollo pero sin atrancarme. Doblé a Dani antes de llegar al cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo y en la cumbre de la primera subida, donde decidimos colocar la primera referencia, mi tiempo fue de 6:53. Arriesgando en cada curva de la bajada posterior llegué, ya muy fatigado, al puente sobre el arroyo. La subida final fue infernal, me asfixiaba por el sofocante calor, el aire no corría ya ante mi baja velocidad, las piernas me ardían y el sudor traspasaba las cejas y me entraba en los ojos. A pesar de que no quería forzar en el llano, creo que lo hice, y eso me pasó factura al final. Las últimas pedaladas fueron agónicas. El tiempo final fue 12:38, a 21,37 de media en 4,5 kilómetros. Dani se equivocó en un cruce y no completó el recorrido.
Después de comer la hora de la siesta transcurrió bajo el sonido de las chicharras en el campo y la quietud más absoluta dentro de la casa, oscura y cerrada a cal y canto para mantenerla fresca. Yo no tenía sueño y no dormí, y lo único que hice fue ver la final de 1500 de los Mundiales de atletismo, en la que Fermín Cacho y Reyes Estévez ganaron la plata y el bronce respectivamente. De vez en cuando, mientras veía la tele en el cuarto de estar, sacaba de la cartera la foto de Cynthia y la contemplaba durante unos minutos. Cuando el calor dio un poco de tregua salimos Dani, Manuel y yo a dar una vuelta por los alrededores. Bajando la varga y atravesando un viñedo llegamos al arroyo, casi completamente seco en esta época del año. En algún recodo se formaba una pequeña piscina de agua algo más profunda, y en ellas había cangrejos de río. Yo cogí uno pero me pinzó un dedo y lo solté. En un momento dado Manuel se puso a mirarme con gesto pícaro, tocó mi colgante por encima de la camiseta y me preguntó que quién me lo había regalado. Creo que me puse muy rojo y le respondí que ya se lo contaría. Antes de que anocheciera regresamos al cortijo, cenamos y la noche ha transcurrido apacible y sosegada.
7 de agosto
Faltan 24 días. Son las doce y media. Anoche me costó mucho dormir, siempre me ocurre la primera vez que duermo en una cama distinta a la mía. Nada más levantarme y desayunar algo he cogido la bici y he estado casi toda la mañana perdiéndome por los caminos que se dirigen hacia el sur, hasta el límite con El Venero. Luego he regresado y he subido el cerro de las Mercedes, en cuya cima me he sentado a descansar. He vuelto al cortijo y, para quitarme un poco de mugre, me he bañado en la piscina. Después de comer he visto los Mundiales de atletismo y, al atardecer, he ido con Dani en bici hasta el pueblo. Antes de que anocheciera hemos ido al campo con Manuel a comer habas y uvas, y ya en el cortijo hemos cenado fuera de la casa, bajo la luz de las estrellas. Le he contado a Manuel lo de Cynthia. Parece sorprendido de que yo pueda tener novia. No lo entiendo.
8 de agosto
Faltan 23 días. Es la una de la madrugada. No sé qué sería de mí si no hubiera traído la bici. Se va a convertir durante los días que esté aquí en mi más fiel compañera. Ella sí que no me fallará nunca, jamás me decepcionará ni me dará un disgusto. Por la mañana di una vuelta con Dani por los alrededores, explorando nuevos caminos. Encontramos una senda muy bonita cercana al cortijo de San Isidro. Luego, llegando al puente sobre el arroyo, unos niños de malas trazas nos vieron y empezaron a gritarnos y a lanzarnos piedras, por lo que tuvimos que acelerar el pedaleo. Manuel nos ha dicho que son los de El Venero y que tengamos cuidado cuando vayamos por allí. Después de comer vi la tele y en cuanto pude volví a agarrar la bici y me alejé por el camino de detrás del cortijo, que lleva al pueblo. De regreso a la casa estuve hablando con Manuel, que me preguntó detalles sobre Cynthia: cómo es, si está buena, si es de mi clase, cómo surgió la cosa y demás zarandajas. Al anochecer fuimos todos al bar del cortijo de San Isidro, donde los mayores estuvieron bebiendo cervezas hasta tarde. Un día más, un día menos. Me voy a acostar.
9 de agosto
Faltan 22 días. Son las ocho y media de la tarde, estoy en la cima del cerro de las Mercedes. He salido con la bici y me he traído el cuaderno para escribir. Me hallo sentado sobre una roca a la sombra de un olivo. Cae la tarde, y a mi espalda el sol se hunde irremisiblemente desparramando dulces ráfagas doradas por la tierra arcillosa de la comarca. Los olivos, las vides, los cortijos blancos, mi bicicleta, proyectan sombras cada vez más alargadas. La puesta del sol marca el fin del aletargamiento en toda esta zona. Concluye la dilatada hora de la siesta, la atmósfera se refresca y la gente sale de sus casas con aspecto soñoliento. Algunos sacan a la terraza unas sillas plegables y se ponen a conversar; otros aprovechan para limpiar el coche mientras los niños y los perros revolotean, juguetones, a su alrededor; de vez en cuando veo pasar por el camino algún anciano que anda trabajosamente con ayuda de su bastón y me saluda; huele a tierra, a aceite, a establo, a campo; de todas direcciones llegan sofocados ladridos cuyas ondas se entrecruzan en este aire limpio y tranquilo; el cielo es surcado por alegres bandadas de pájaros negros. El fin de la luz supone el comienzo de la vida en la Tierra de Barros. Mirando al frente, en la llanura, diviso varios caseríos blancos y abigarrados, que deben de ser Ribera del Fresno y la Puebla del Prior, y más a lo lejos unos montes de color ocre veteados de verde. De norte a sur distingo siete cimas, todas más o menos de la misma altitud excepto la primera, bastante más baja. Por aquella parte el cielo ha adquirido ya un tono sombrío y el perfil de sierra de los montes va desdibujándose poco a poco. Hoy el día ha transcurrido muy lento. ¿Qué estará haciendo ella en este momento? ¿Estará sentada en el río mirando el atardecer y acordándose de mí como yo me acuerdo de ella mientras observo este paisaje? ¿Qué es esto que tengo dentro y por qué me dice que no es así? Debe de estar equivocado, ¡cómo no va a estar pensando en mí! Seguro que sueña día sí y día también con el momento del reencuentro, allá dentro de... 22 días. 22 días. Todavía 22 días. Parece como si cada jornada que pasa ella, en vez de acercarse, se alejara cada vez más. Debo volver al cortijo, mamá me dijo antes de salir con la bici que regresara pronto porque esta noche iríamos al pueblo. Si por mí fuera me quedaba aquí hasta que amaneciese.
10 de agosto
Faltan 21 días. Es la una y media de la madrugada. Acabamos de llegar del pueblo. Hoy me he levantado temprano y he visto a Abel Antón y a Martín Fiz ganar el oro y la plata en el maratón. Por la mañana he vuelto a intentar la crono. Al principio, en el llano, creía que iba bien, pero en la primera referencia mi tiempo era 7:25, 32 segundos peor que el otro día. En el resto del recorrido he pedaleado enrabietado, mas me notaba fatigago y el tiempo final ha sido 13:06, a 28 segundos de la mejor marca. Tengo que descansar un poco, mañana por la mañana no cogeré la bici. Por la tarde he vuelto a salir, pero sólo he llegado hasta el pueblo y a un ritmo suave. Sobre las nueve hemos partido hacia el pueblo. Los mayores han estado de bares y nosotros hemos ido a los recreativos, aunque a mí me hubiera gustado ver el partido del Madrid, que jugaba contra el Ajax. Me encontraba muy incómodo cuando Manuel se encontraba a uno de sus amigos y se ponían a hablar entre ellos, mirándonos a Dani y a mí de vez en cuando con una sonrisa que tenía un deje de desprecio y extrañeza. En esos momentos era cuando más pensaba en Cynthia y más ansiaba estar con ella. Me voy a acostar.
11 de agosto
Faltan 20 días. Eran las cuatro de la mañana cuando empecé a escuchar movimientos y voces. Me levanté y los vi a todos en el pasillo hablando entre ellos. Me acerqué y le pregunté a mamá. Al parecer Manuel había visto un alacrán en su cama y había empezado a gritar. Manolo y papá empezaron a buscarlo y al rato lo encontraron, lo mataron, le quitaron el aguijón y lo echaron al cubo de los perros para que se lo comieran, y todos volvimos a nuestras habitaciones a dormir. Mas yo ya estaba intranquilo, y cualquier picor que sentía me parecía que era un alacrán, o una culebra, e incluso la sugestión me hacía ver arañas enormes subiéndome por la pierna encima de la sábana. Hoy me he levantado algo más tarde de lo normal y por la mañana no he cogido la bici y he ido con Dani y Manuel al cortijo de al lado porque Manolo le había encargado a éste último que pidiera unos cuantos perdigones ya que por la tarde iba a salir a cazar con los galgos. Luego anduvimos por los viñedos y los olivares y los campos de habas y los almendrales y comimos uvas rojas, habas y almendras. Después nos dirigimos al arroyo y nos sentamos a la sombra de los eucaliptos que crecen a su vera. Regresamos al cortijo, comimos y durante la hora de la siesta jugamos al Hotel. Cuando el calor se aplacó dimos los tres una vuelta con la bici, acompañados de papá, por el camino de El Venero. Llegamos muy lejos hacia el sur, hasta el cruce con la carretera. Volvimos, y antes de que anocheciera acompañamos a Manolo en su cacería y vimos al galgo Fonta atrapar una liebre, que Pepi y mamá han cocinado. Hemos cenado todos juntos fuera, a la luz de la luna. Y por último hemos trasnochado para ser testigos de las Perseidas, la lluvia de meteros conocida como las Lágrimas de San Lorenzo. El cielo limpio del campo ha permitido ver en todo su esplendor el chisporroteante ir y venir de estrellas fugaces, que arrastraban su cola plateada por la bóveda oscura, dejando un rastro de ceniza planetaria, y de las cuales alguna era tan brillante que llegaba a iluminar toda la llanura y los cerros y los cortijos y nuestros rostros durante un segundo. Mamá ha recordado que había que pedir un deseo, y yo por supuesto lo he hecho. En quién pensaba cuando lo pedí para mis adentros no creo que haya que decirlo. He esperado al meteoro más resplandeciente que se dirigiera hacia el norte, hacia donde está su pueblo, he cerrado los ojos y he formulado el deseo o el pensamiento o lo que fuera aquello. La verdad es que ha sido un día bastante agradable, quizá el mejor desde que llegamos. Son las tres de la mañana.
12 de agosto
Faltan 19 días. Son las doce y media de la noche. Esta mañana me levanté con el convencimiento de que hoy por la tarde haría un intento de batir el tiempo de la crono. Así que decidí que, para conservar las piernas frescas, por la mañana no tocaría la bici y lo que hice fue jugar con Teresita en la piscina e ir con Dani y Manuel a visitar a sus tíos, cuyo cortijo está como a un kilómetro andando por el camino principal. Después de comer jugamos al Hotel y charlé con Manuel sobre Cynthia, y hablar sobre ella me dio ánimos renovados, una carga de ilusión por el porvenir. De repente me vi a mí mismo desde fuera, desdoblado, como un ser que no soy yo, y pensé, joder, qué suerte tiene este tío, está con la chica que le gusta desde hace un montón de tiempo. Hablar sobre mí mismo fue como hablar sobre otro, y entonces tomé conciencia de mi situación, de que ella es mi novia, no la de cualquier capullo de por ahí, no, no, la mía y sólo la mía, porque ese capullo que estaba con ella y que yo estaba viendo no era otro que yo mismo. Muchas veces nos lamentamos de nuestra mala suerte y de nuestras desgracias y creemos que sólo nosotros sufrimos y envidiamos a los demás porque parecen felices y dichosos, cuando en realidad puede que se trate de una fachada, y esos seres que miramos con envidia tienen, como nosotros, sus aflicciones y sus alegrías, sus grandes decepciones cotidianas y sus pequeñas alegrías diarias, que son, en definitiva, las que nos sostienen.
Sobre las ocho y media cogí la bici y, tranquilamente, rodando con un desarrollo suave para no quemar las piernas, llegué al pueblo, al lugar de salida de la crono. Las condiciones eran perfectas. No soplaba viento, la temperatura convidaba al esfuerzo físico y a la derecha el sol atardecido doraba la llanura arcillosa. De repente me acordé de Cynthia y su imagen se unió a la de mi bici, a la del atardecer, al anhelo de batir mi récord, porque presentía que era hoy o nunca. El otro día hice 13:06 y comprobé que no iba a ser tan fácil derrocar a ese 12:38 del primer día. Después de descansar unos minutos me coloqué en posición, respiré hondo, besé el colgante y puse el crono en marcha. Estaba muy motivado y empecé muy fuerte, rodando con todo el desarrollo en el llano, mas pensé en todo lo que quedaba por delante y me tranquilicé. Al poco ese empellón inicial me pasó factura y las sensaciones empezaron a no ser buenas. No pedaleaba con agilidad, iba atrancado, sin mantener la posición, estaba incluso nervioso. En el cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo estuve a punto de dejarlo, mas decidí continuar, al menos, hasta la primera referencia de tiempo. Cuál fue mi sorpresa cuando coroné la primera subida con un tiempo de 5:51. ¡5:51! ¡Un minuto y dos segundos mejor que mi marca! En contra de lo que me decían mis sensaciones, en el llano había volado. Ver ese tiempo fue como un aldabonazo, apreté los dientes y me dije que pararía el crono en un registro insuperable. Arriesgué en cada curva de la bajada que lleva al puente sobre el arroyo y en la subida final me dejé cualquier átomo de energía que pudiera tener. Nada más coronar el cerro de las Mercedes paré el reloj y me tumbé boca arriba, absolutamente derrengado, con las piernas ardiendo de ácido láctico acumulado y abriendo la boca al máximo para inspirar la mayor cantidad posible de oxígeno. Miré el crono. ¡10:56! ¡Un minuto y cuarenta y dos segundos mejor! Había pulverizado mi registro, como dicen los comentaristas de la tele y los periódicos. Me creí Induráin, o Ullrich. Al instante pensé en Cynthia y le dediqué mentalmente esta anónima, absurda y nimia victoria que sólo yo conoceré y que sólo a mí me atañe. Me quedé un rato sentado bajo el olivo observando el ya casi anochecido paisaje, en el que la imagen de ella parecía corporeizarse en las nubes estratificadas, que semejaban un fuego celeste y sonrosado. Y algo dentro de mí me dijo que no me preocupara, que esta espera merece la pena, que después tendré todo un curso por delante para estar y disfrutar con ella, y que el 1 de septiembre, el día del reencuentro, iba a ser el inicio de una época dorada.
Con las sombras ya cuajando el campo regresé al cortijo, dejé la bici y me senté en el bordillo de la entrada a esperar tranquilamente la cena, que tuvo lugar, como todas las noches que hace bueno, fuera de la casa. Comí abundantemente y después escuché la larga charla de sobremesa, que en verano y en el campo adquiere un cariz tan sosegado que nada parece que pueda salir mal. Ahora estoy cansado pero feliz. Me voy a acostar.
Faltan 25 días. Ya estamos en Villafranca. Llegamos antes de la hora de comer, creo que sobre la una y media. Ahora son las doce y media de la noche. Mamá nos levantó temprano esta mañana, a las ocho, y cuando abrí los ojos vi cómo se levantaba delante de mí una inmensa montaña que escalar. Al instante recordé que hoy nos íbamos de viaje y, lejos de sentir libertad y evasión, fue como si alguien me acogotara. No me agradaba, ni me agrada, la perspectiva de pasar diez días fuera. No sabría explicar muy bien por qué. Quizá sea que aquí, tan rodeado de gente, mi nostalgia, lejos de atenuarse, se exacerba. ¿Por qué será que en soledad me siento más a gusto, más sereno, más tranquilo, más en paz conmigo mismo, que cuando estoy acompañado? Cualquier cambio es un terremoto más que mi espíritu ha de soportar, y creo que con esta espera larga y angustiosa ya tiene suficiente. Pienso aislarme lo más que pueda en estos días que pase aquí, no porque odie a nadie ni porque sea yo un ser huraño, sino por pasar el trago lo mejor posible. El único pensamiento que me reconforta es que, cuando regresemos a Madrid, allá por el 15, sólo quedarán dos semanas. ¿Qué son dos semanas comparado con lo que he soportado hasta ahora? Así que desde ya tengo una nueva meta en el horizonte. Es curioso observar que desde que se fue he ido poniéndome pequeñas metas en el tiempo. De lo contrario, si sólo hubiese mirado como objetivo el 1 de septiembre, creo que habría enloquecido.
Me ha quedado la dolorosa llaga de no haber hablado con ella antes de salir de Madrid. Me hubiera gustado decirle que me iba de vacaciones. ¿Y si me llama en estos días que estoy aquí? ¿Y si volviera? Cuando ya estábamos dentro del coche y papá estaba a punto de arrancarlo me vino una idea a la cabeza como un latigazo. ¡Mi colgante! ¡Me lo había dejado en casa! Así que en el acto, sin dar explicaciones, salí del coche, subí corriendo mi calle mientras mamá gritaba a mi espalda "¡Sebastian, a dónde vas, pero qué haces!" y, sin mirar atrás en ningún momento llegué al portal, subí y saqué la media luna plateada de mi cajita de madera. ¡Cómo iba a estar diez días sin él! ¡Faltaría a la promesa que le hice!
El viaje transcurrió sin problemas, sin atascos ni accidentes, pero con mucho calor, que aumentaba conforme avanzaba el día y nos dirigíamos más hacia el suroeste. En Jaraicejo paramos a descansar y desde allí, sin tregua, llegamos a Villafranca. Pasado Almendralejo la Tierra de Barros lucía su color arcilla intenso veteado del verde y el negro de las vides y del blanco de los cortijos dispersos que, a izquierda y derecha, a la mano y casi en el horizonte, decoraban este paisaje levemente ondulado y abrasado por el sol. Los campos de olivos se extendían más allá de donde alcanzaba la vista, y las vides formaban en filas perfectamente rectas, asemejándose al más disciplinado de los ejércitos. De vez en cuando, difuminado en la lejanía, destacaba algún silo blanco o la torre de alguna iglesia que dirigía su punta hacia un sol que caía a plomo, sin compasión, sobre la terrosa llanura. Y, como una aparición fantasmal, levemente dibujados sobre el tapiz azul del cielo, unos montes marrones trazaban suaves y sinuosas curvas, como una mujer morena acostada de lado.
Siempre es violenta la emoción y difícil el momento de saludar a familiares que sólo ves una vez al año. Antes de llegar al cortijo estaba nervioso y lo único que quería era terminar pronto con los saludos, coger la bici y perderme por los caminos del campo. A la puerta de la casa estaban ya todos, esperándonos, agitando las manos en señal de bienvenida. Di dos besos a cada uno y cogí en brazos a Teresita, que, sin duda, está mucho más grande que el año pasado. Por último le di un apretón de manos a Manuel, procurando que me quedase lo más vigoroso y masculino posible. Y sin esperar un minuto más le dije a papá que pusiera las ruedas a la bici y me fui con Dani varga abajo, hasta el camino principal que lleva al pueblo. Antes de venir a Villafranca trazamos el recorrido de una contrarreloj, y mientras rodábamos decidimos hacer un primer intento. Así que, tranquilamente, sin forzar, seguimos pedaleando en dirección al casco urbano.
El recorrido de la crono es el siguiente. La salida se da en el límite entre el campo y el pueblo, en la última casa, en dirección sur por el camino principal. La primera parte, hasta el kilómetro 2,7, es completamente llana, cómoda, de largas rectas, en la que se puede abusar de desarrollo. Después del cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo empieza el terreno duro. Primero una subida suave, no muy exigente, pero que empieza a preparar las piernas para lo que vendrá después. Un poco más adelante de la coronación de esta pequeña cuesta se gira a la izquierda, abandonando el camino principal, y se entra en una vía bastante pedregosa que, en frenética, serpenteante y peligrosa cuesta abajo, nos lleva a un pequeño puente sobre el arroyo Bonhabal. Y de ahí hasta el final son 500 metros de duro y sostenido ascenso hasta la meta, en el Cerro de las Mercedes.
Rodamos tranquilamente hasta el lugar de la salida, y con las piernas calientes y tras descansar unos minutos, Dani puso el reloj en marcha y comenzó la crono. Yo salí un minuto después, pero antes me puse el colgante que me regaló Cynthia. En el llano no quise darlo todo y preferí dosificar, rodar con un buen desarrollo pero sin atrancarme. Doblé a Dani antes de llegar al cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo y en la cumbre de la primera subida, donde decidimos colocar la primera referencia, mi tiempo fue de 6:53. Arriesgando en cada curva de la bajada posterior llegué, ya muy fatigado, al puente sobre el arroyo. La subida final fue infernal, me asfixiaba por el sofocante calor, el aire no corría ya ante mi baja velocidad, las piernas me ardían y el sudor traspasaba las cejas y me entraba en los ojos. A pesar de que no quería forzar en el llano, creo que lo hice, y eso me pasó factura al final. Las últimas pedaladas fueron agónicas. El tiempo final fue 12:38, a 21,37 de media en 4,5 kilómetros. Dani se equivocó en un cruce y no completó el recorrido.
Después de comer la hora de la siesta transcurrió bajo el sonido de las chicharras en el campo y la quietud más absoluta dentro de la casa, oscura y cerrada a cal y canto para mantenerla fresca. Yo no tenía sueño y no dormí, y lo único que hice fue ver la final de 1500 de los Mundiales de atletismo, en la que Fermín Cacho y Reyes Estévez ganaron la plata y el bronce respectivamente. De vez en cuando, mientras veía la tele en el cuarto de estar, sacaba de la cartera la foto de Cynthia y la contemplaba durante unos minutos. Cuando el calor dio un poco de tregua salimos Dani, Manuel y yo a dar una vuelta por los alrededores. Bajando la varga y atravesando un viñedo llegamos al arroyo, casi completamente seco en esta época del año. En algún recodo se formaba una pequeña piscina de agua algo más profunda, y en ellas había cangrejos de río. Yo cogí uno pero me pinzó un dedo y lo solté. En un momento dado Manuel se puso a mirarme con gesto pícaro, tocó mi colgante por encima de la camiseta y me preguntó que quién me lo había regalado. Creo que me puse muy rojo y le respondí que ya se lo contaría. Antes de que anocheciera regresamos al cortijo, cenamos y la noche ha transcurrido apacible y sosegada.
7 de agosto
Faltan 24 días. Son las doce y media. Anoche me costó mucho dormir, siempre me ocurre la primera vez que duermo en una cama distinta a la mía. Nada más levantarme y desayunar algo he cogido la bici y he estado casi toda la mañana perdiéndome por los caminos que se dirigen hacia el sur, hasta el límite con El Venero. Luego he regresado y he subido el cerro de las Mercedes, en cuya cima me he sentado a descansar. He vuelto al cortijo y, para quitarme un poco de mugre, me he bañado en la piscina. Después de comer he visto los Mundiales de atletismo y, al atardecer, he ido con Dani en bici hasta el pueblo. Antes de que anocheciera hemos ido al campo con Manuel a comer habas y uvas, y ya en el cortijo hemos cenado fuera de la casa, bajo la luz de las estrellas. Le he contado a Manuel lo de Cynthia. Parece sorprendido de que yo pueda tener novia. No lo entiendo.
8 de agosto
Faltan 23 días. Es la una de la madrugada. No sé qué sería de mí si no hubiera traído la bici. Se va a convertir durante los días que esté aquí en mi más fiel compañera. Ella sí que no me fallará nunca, jamás me decepcionará ni me dará un disgusto. Por la mañana di una vuelta con Dani por los alrededores, explorando nuevos caminos. Encontramos una senda muy bonita cercana al cortijo de San Isidro. Luego, llegando al puente sobre el arroyo, unos niños de malas trazas nos vieron y empezaron a gritarnos y a lanzarnos piedras, por lo que tuvimos que acelerar el pedaleo. Manuel nos ha dicho que son los de El Venero y que tengamos cuidado cuando vayamos por allí. Después de comer vi la tele y en cuanto pude volví a agarrar la bici y me alejé por el camino de detrás del cortijo, que lleva al pueblo. De regreso a la casa estuve hablando con Manuel, que me preguntó detalles sobre Cynthia: cómo es, si está buena, si es de mi clase, cómo surgió la cosa y demás zarandajas. Al anochecer fuimos todos al bar del cortijo de San Isidro, donde los mayores estuvieron bebiendo cervezas hasta tarde. Un día más, un día menos. Me voy a acostar.
9 de agosto
Faltan 22 días. Son las ocho y media de la tarde, estoy en la cima del cerro de las Mercedes. He salido con la bici y me he traído el cuaderno para escribir. Me hallo sentado sobre una roca a la sombra de un olivo. Cae la tarde, y a mi espalda el sol se hunde irremisiblemente desparramando dulces ráfagas doradas por la tierra arcillosa de la comarca. Los olivos, las vides, los cortijos blancos, mi bicicleta, proyectan sombras cada vez más alargadas. La puesta del sol marca el fin del aletargamiento en toda esta zona. Concluye la dilatada hora de la siesta, la atmósfera se refresca y la gente sale de sus casas con aspecto soñoliento. Algunos sacan a la terraza unas sillas plegables y se ponen a conversar; otros aprovechan para limpiar el coche mientras los niños y los perros revolotean, juguetones, a su alrededor; de vez en cuando veo pasar por el camino algún anciano que anda trabajosamente con ayuda de su bastón y me saluda; huele a tierra, a aceite, a establo, a campo; de todas direcciones llegan sofocados ladridos cuyas ondas se entrecruzan en este aire limpio y tranquilo; el cielo es surcado por alegres bandadas de pájaros negros. El fin de la luz supone el comienzo de la vida en la Tierra de Barros. Mirando al frente, en la llanura, diviso varios caseríos blancos y abigarrados, que deben de ser Ribera del Fresno y la Puebla del Prior, y más a lo lejos unos montes de color ocre veteados de verde. De norte a sur distingo siete cimas, todas más o menos de la misma altitud excepto la primera, bastante más baja. Por aquella parte el cielo ha adquirido ya un tono sombrío y el perfil de sierra de los montes va desdibujándose poco a poco. Hoy el día ha transcurrido muy lento. ¿Qué estará haciendo ella en este momento? ¿Estará sentada en el río mirando el atardecer y acordándose de mí como yo me acuerdo de ella mientras observo este paisaje? ¿Qué es esto que tengo dentro y por qué me dice que no es así? Debe de estar equivocado, ¡cómo no va a estar pensando en mí! Seguro que sueña día sí y día también con el momento del reencuentro, allá dentro de... 22 días. 22 días. Todavía 22 días. Parece como si cada jornada que pasa ella, en vez de acercarse, se alejara cada vez más. Debo volver al cortijo, mamá me dijo antes de salir con la bici que regresara pronto porque esta noche iríamos al pueblo. Si por mí fuera me quedaba aquí hasta que amaneciese.
10 de agosto
Faltan 21 días. Es la una y media de la madrugada. Acabamos de llegar del pueblo. Hoy me he levantado temprano y he visto a Abel Antón y a Martín Fiz ganar el oro y la plata en el maratón. Por la mañana he vuelto a intentar la crono. Al principio, en el llano, creía que iba bien, pero en la primera referencia mi tiempo era 7:25, 32 segundos peor que el otro día. En el resto del recorrido he pedaleado enrabietado, mas me notaba fatigago y el tiempo final ha sido 13:06, a 28 segundos de la mejor marca. Tengo que descansar un poco, mañana por la mañana no cogeré la bici. Por la tarde he vuelto a salir, pero sólo he llegado hasta el pueblo y a un ritmo suave. Sobre las nueve hemos partido hacia el pueblo. Los mayores han estado de bares y nosotros hemos ido a los recreativos, aunque a mí me hubiera gustado ver el partido del Madrid, que jugaba contra el Ajax. Me encontraba muy incómodo cuando Manuel se encontraba a uno de sus amigos y se ponían a hablar entre ellos, mirándonos a Dani y a mí de vez en cuando con una sonrisa que tenía un deje de desprecio y extrañeza. En esos momentos era cuando más pensaba en Cynthia y más ansiaba estar con ella. Me voy a acostar.
11 de agosto
Faltan 20 días. Eran las cuatro de la mañana cuando empecé a escuchar movimientos y voces. Me levanté y los vi a todos en el pasillo hablando entre ellos. Me acerqué y le pregunté a mamá. Al parecer Manuel había visto un alacrán en su cama y había empezado a gritar. Manolo y papá empezaron a buscarlo y al rato lo encontraron, lo mataron, le quitaron el aguijón y lo echaron al cubo de los perros para que se lo comieran, y todos volvimos a nuestras habitaciones a dormir. Mas yo ya estaba intranquilo, y cualquier picor que sentía me parecía que era un alacrán, o una culebra, e incluso la sugestión me hacía ver arañas enormes subiéndome por la pierna encima de la sábana. Hoy me he levantado algo más tarde de lo normal y por la mañana no he cogido la bici y he ido con Dani y Manuel al cortijo de al lado porque Manolo le había encargado a éste último que pidiera unos cuantos perdigones ya que por la tarde iba a salir a cazar con los galgos. Luego anduvimos por los viñedos y los olivares y los campos de habas y los almendrales y comimos uvas rojas, habas y almendras. Después nos dirigimos al arroyo y nos sentamos a la sombra de los eucaliptos que crecen a su vera. Regresamos al cortijo, comimos y durante la hora de la siesta jugamos al Hotel. Cuando el calor se aplacó dimos los tres una vuelta con la bici, acompañados de papá, por el camino de El Venero. Llegamos muy lejos hacia el sur, hasta el cruce con la carretera. Volvimos, y antes de que anocheciera acompañamos a Manolo en su cacería y vimos al galgo Fonta atrapar una liebre, que Pepi y mamá han cocinado. Hemos cenado todos juntos fuera, a la luz de la luna. Y por último hemos trasnochado para ser testigos de las Perseidas, la lluvia de meteros conocida como las Lágrimas de San Lorenzo. El cielo limpio del campo ha permitido ver en todo su esplendor el chisporroteante ir y venir de estrellas fugaces, que arrastraban su cola plateada por la bóveda oscura, dejando un rastro de ceniza planetaria, y de las cuales alguna era tan brillante que llegaba a iluminar toda la llanura y los cerros y los cortijos y nuestros rostros durante un segundo. Mamá ha recordado que había que pedir un deseo, y yo por supuesto lo he hecho. En quién pensaba cuando lo pedí para mis adentros no creo que haya que decirlo. He esperado al meteoro más resplandeciente que se dirigiera hacia el norte, hacia donde está su pueblo, he cerrado los ojos y he formulado el deseo o el pensamiento o lo que fuera aquello. La verdad es que ha sido un día bastante agradable, quizá el mejor desde que llegamos. Son las tres de la mañana.
12 de agosto
Faltan 19 días. Son las doce y media de la noche. Esta mañana me levanté con el convencimiento de que hoy por la tarde haría un intento de batir el tiempo de la crono. Así que decidí que, para conservar las piernas frescas, por la mañana no tocaría la bici y lo que hice fue jugar con Teresita en la piscina e ir con Dani y Manuel a visitar a sus tíos, cuyo cortijo está como a un kilómetro andando por el camino principal. Después de comer jugamos al Hotel y charlé con Manuel sobre Cynthia, y hablar sobre ella me dio ánimos renovados, una carga de ilusión por el porvenir. De repente me vi a mí mismo desde fuera, desdoblado, como un ser que no soy yo, y pensé, joder, qué suerte tiene este tío, está con la chica que le gusta desde hace un montón de tiempo. Hablar sobre mí mismo fue como hablar sobre otro, y entonces tomé conciencia de mi situación, de que ella es mi novia, no la de cualquier capullo de por ahí, no, no, la mía y sólo la mía, porque ese capullo que estaba con ella y que yo estaba viendo no era otro que yo mismo. Muchas veces nos lamentamos de nuestra mala suerte y de nuestras desgracias y creemos que sólo nosotros sufrimos y envidiamos a los demás porque parecen felices y dichosos, cuando en realidad puede que se trate de una fachada, y esos seres que miramos con envidia tienen, como nosotros, sus aflicciones y sus alegrías, sus grandes decepciones cotidianas y sus pequeñas alegrías diarias, que son, en definitiva, las que nos sostienen.
Sobre las ocho y media cogí la bici y, tranquilamente, rodando con un desarrollo suave para no quemar las piernas, llegué al pueblo, al lugar de salida de la crono. Las condiciones eran perfectas. No soplaba viento, la temperatura convidaba al esfuerzo físico y a la derecha el sol atardecido doraba la llanura arcillosa. De repente me acordé de Cynthia y su imagen se unió a la de mi bici, a la del atardecer, al anhelo de batir mi récord, porque presentía que era hoy o nunca. El otro día hice 13:06 y comprobé que no iba a ser tan fácil derrocar a ese 12:38 del primer día. Después de descansar unos minutos me coloqué en posición, respiré hondo, besé el colgante y puse el crono en marcha. Estaba muy motivado y empecé muy fuerte, rodando con todo el desarrollo en el llano, mas pensé en todo lo que quedaba por delante y me tranquilicé. Al poco ese empellón inicial me pasó factura y las sensaciones empezaron a no ser buenas. No pedaleaba con agilidad, iba atrancado, sin mantener la posición, estaba incluso nervioso. En el cruce con la varga que lleva a nuestro cortijo estuve a punto de dejarlo, mas decidí continuar, al menos, hasta la primera referencia de tiempo. Cuál fue mi sorpresa cuando coroné la primera subida con un tiempo de 5:51. ¡5:51! ¡Un minuto y dos segundos mejor que mi marca! En contra de lo que me decían mis sensaciones, en el llano había volado. Ver ese tiempo fue como un aldabonazo, apreté los dientes y me dije que pararía el crono en un registro insuperable. Arriesgué en cada curva de la bajada que lleva al puente sobre el arroyo y en la subida final me dejé cualquier átomo de energía que pudiera tener. Nada más coronar el cerro de las Mercedes paré el reloj y me tumbé boca arriba, absolutamente derrengado, con las piernas ardiendo de ácido láctico acumulado y abriendo la boca al máximo para inspirar la mayor cantidad posible de oxígeno. Miré el crono. ¡10:56! ¡Un minuto y cuarenta y dos segundos mejor! Había pulverizado mi registro, como dicen los comentaristas de la tele y los periódicos. Me creí Induráin, o Ullrich. Al instante pensé en Cynthia y le dediqué mentalmente esta anónima, absurda y nimia victoria que sólo yo conoceré y que sólo a mí me atañe. Me quedé un rato sentado bajo el olivo observando el ya casi anochecido paisaje, en el que la imagen de ella parecía corporeizarse en las nubes estratificadas, que semejaban un fuego celeste y sonrosado. Y algo dentro de mí me dijo que no me preocupara, que esta espera merece la pena, que después tendré todo un curso por delante para estar y disfrutar con ella, y que el 1 de septiembre, el día del reencuentro, iba a ser el inicio de una época dorada.
Con las sombras ya cuajando el campo regresé al cortijo, dejé la bici y me senté en el bordillo de la entrada a esperar tranquilamente la cena, que tuvo lugar, como todas las noches que hace bueno, fuera de la casa. Comí abundantemente y después escuché la larga charla de sobremesa, que en verano y en el campo adquiere un cariz tan sosegado que nada parece que pueda salir mal. Ahora estoy cansado pero feliz. Me voy a acostar.
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