Son las x:xx. En la biblioteca. A punto he
estado de no venir a escribir. No tenía gana ninguna, y más me hubiera gustado
zascandilear por ahí, entre librerías de viejo y lecturas reposadas en un banco
de un parque urbano cualquiera. Eso es lo que tocaba, lo que, nada más abrir
los ojos, he planificado para esta mañana de abril. La causa de que finalmente
haya decidido venir y no fallar a mi cita con las teclas es bien prosaica y
comprensible. Ni sentido de la responsabilidad y del trabajo ni gaitas: he
venido porque llueve, lo cual desaconseja estar dos o tres horas seguidas a la
intemperie, sin objeto alguno, nada más que por pasar el tiempo.
Es una lluvia menuda y fina,
como norteña, de esa que se mete en los ojos, hace fruncir el ceño y moja poco
a poco, pero moja. La lluvia es como la tristeza, no en el sentido típico de lo
luctuoso de su imagen, sino en los distintos tipos de precipitar que tiene la
naturaleza. Del mismo modo, la creación nos ha fabricado con distintos modos de
estar triste. Hay tristezas repentinas, explosivas y breves, como las
tormentas, y hay también tristezas como la lluvia de hoy, casi imperceptibles,
aparentemente inofensivas, pero asombrosamente persistentes, austeras,
disciplinadas y silenciosas. Esas tristezas son las peores, las más lacerantes.
Las primeras no dejan poso, las segundas, cuando llegan, quizá no se marchen
jamás.
Lo peor es que esta lluvia
me ha pillado por sorpresa. Los días anteriores no me preocupé de informarme de
la predicción meteorológica, y no entraba en mis planes. Después del invierno
más seco que se recuerda, este abril ha habido escasos días de sol. No parece
primavera, desde luego, al menos la primavera que todos tenemos en nuestros
cánones mentales. Sigue haciendo más bien frío, y la única diferencia con el
invierno es que anochece más tarde y que los árboles tienen algunas hojas más.
Por lo demás, todo es lo mismo. Esa electricidad ambiental de la primavera aún
no ha aparecido. El tiempo ha ido pasando sin darnos cuenta, y ya casi estamos
en mayo. ¿Dónde quedaron los otros abriles de nuestra vida? ¿Cómo fueron? ¿Cómo
afectaban a nuestra fisiología, cómo alteraban nuestras hormonas, cómo nos
impelían a que nos enamoráramos? Qué fácil se olvidan las cosas más naturales y
sencillas.
Mis dudas sobre si venir o
no a la biblioteca se han alargado hasta el último segundo, prácticamente hasta
traspasar la puerta del edificio. Pero la lluvia y la tremenda fuerza de la
inercia y la costumbre me han traído hasta aquí. Al fin y al cabo, aquí se está
tranquilo, caliente y seco. Estoy en la mesa del fondo, la de la esquina, donde
escribí hace casi ya tres años buena parte de mi novela inacabada. Es, sin
duda, el mejor lugar para escribir. Está uno más o menos al margen de todo, a
salvo del excesivo tráfico de usuarios y posibles conocidos que vengan a
saludarnos. Es, con diferencia, la ubicación más tranquila de toda la
biblioteca. Ahora mismo estoy solo en la mesa, rodeado de varios libros de los
escritores admirados que hojeo de vez en cuando, para darme ánimos y seguir
escribiendo.
Hace unos minutos estaba
sentada en una silla destinada a la lectura de cómics una chica negra, de formas
volcánicas, bastante guapa. Tendría unos dieciocho o veinte años, como mucho.
Nos hemos mirado un par de veces. No leía un cómic, sino un libro, un libro
cualquiera, más bien grueso. Tenía esperanzas de que se quedara ahí un buen
rato y continuar nuestro idilio ocular, pero no ha permanecido ni cinco
minutos. Es una pena. Se podría haber acercado, haberse sentado a mi mesa
enfrente de mí, con delicioso descaro. Habría sido vivificador una leve tensión
sexual –aséptica, inocente- en una mañana tan gris y aburrida, tan
inesperadamente gris y aburrida. No ha podido ser. Hay días que las cosas no
están por suceder. ¡Qué le vamos a hacer!
Después ha venido un viejo,
que ha hojeado un par de libros y se ha ido. Vuelvo a estar solo en esta mesa.
Hoy la biblioteca sí parece una biblioteca, porque está silenciosa,
inusualmente silenciosa. Se ve que la lluvia nos vuelve más silenciosos a
todos. Los pueblos silenciosos siempre están al norte, y los bullidores, al
sur. No debe extrañar. Hoy, este lugar parece Konigsberg, o algo así. Las
venerables señoras de la limpieza hace tiempo que se fueron y no molestan con
su desconsiderado parloteo. Sólo se escucha, de vez en cuando, ese sonido crujidor,
amable, de las hojas de los libros pasando. También el del tecleo de mi
ordenador. Son sonidos estos que, lejos de molestar, mejoran la concentración,
predisponen a ella.
También la lluvia, una lluvia
como la de hoy, fina y menuda. Es mucho más fácil escribir en un día así
–aunque uno no contemple la lluvia, basta con imaginarla, con saber que está
ahí fuera- que en uno soleado y caluroso. En días así, uno puede sentirse
verdaderamente feliz de ser escritor, y se diría que hay gente que se hace
escritor en días así, otros desearían ser escritores cuando se topan con un
cielo como el de hoy y algunos pensarán que en días así no se puede ser otra
cosa que escritor.
En fin, a falta de otra
cosa –a falta de todas las demás cosas-, me gustaría seguir tomándole el pulso
a esta mañana silenciosa y tranquila, angustiosamente bella, pero me temo que,
como los pájaros que quieren ser libres, se me escapa de las manos.
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