Estoy todavía bajo la influencia gravitacional del viaje a Roma. Los viajes, más que antes y durante los mismos, atrapan después, cuando el cuerpo está ya en casa pero la mente, la memoria, pasea todavía por aquellos lejanos lugares que dejamos unas pocas horas antes y se atiborra de una nostalgia que no es tal, porque la nostalgia se siente sobre un tiempo pasado y para nosotros, nos digan lo que nos digan nuestros sentidos y la geografía –que a veces es cruel-, aún no hemos regresado. Es necesario al menos un día para ir retomando el pulso de nuestra tierra y nuestras costumbres, y no hay acontecimiento suficientemente importante que nos distraiga de nuestro prurito de alargar imaginariamente los días de asueto, relajación y fascinación. Roma, igual que París, no es fácil de olvidar, y es difícil de asimilar el hecho de estar una mañana paseando por el Foro y esa misma noche dormir sonrisas en nuestra cama de siempre, a dos mil kilómetros, gracias a un avión. Es indudable que la tecnología va mucho más deprisa que nuestra mente, que precisa siempre de periodos de adecuación. Lo abrupto, en la naturaleza, es poco usual y desde luego nunca saludable, y nuestro cerebro, naturaleza pura, lo tolera mal, no lo entiende, ni quiere entenderlo.
Ayer llegamos de Roma. Sobre las diez de la noche estaba en casa, deseoso de descansar después de un día largo e intenso pero consciente de que aún me esperaban muchas horas confusas –todavía me encuentro en ellas- en que Madrid me parecería un lugar acogedor pero a la vez extraño y hostil. No por la ciudad en sí, sino por uno mismo: descargar las fotos en el ordenador, repasarlas una y otra vez, decirse íntimamente “esto fue el primer día, esto fue el segundo, esto ayer, esto ha sido hoy mismo y qué lejos queda”. En estas situaciones, cuatro escasos días se convierten en cuatrocientos, cuatro mil o cuarenta mil millones. El concepto usual de tiempo salta en pedazos y en ese lapso tan breve caben, desde nuestra perspectiva de riguroso presente, mil y una sensaciones relacionadas con lo temporal. Sobre todo el primer día, el primer paseo, la primera impresión agradable, la primera fascinación, cobra tintes legendarios, de cosa sucedida mucho tiempo atrás; una especie de Big Bang lejanísimo e incomprensible, por doloroso. El primer día, las primeras horas de un viaje marcan las subsiguientes de forma indeleble. De repente, ya en nuestro lecho habitual y arropados por la fatiga y los recuerdos, nuestro pintor secreto pinta una imagen en algún rincón de nuestra mente y nos decimos: “esto fue el primer día, el primer día…”
Evidentemente, uno hace estos viajes por disfrutarlos en el momento, pero también por contarlos, y es curioso que, un poco inconscientemente, nos pasamos las horas anteriores y posteriores a aterrizar revolviendo palabras en el pensamiento que describan lo más fielmente posible nuestras andanzas. Un viaje no existe si no se cuenta o no se dice algo de él. El problema principal es que estamos tan entusiasmados, tan ahítos de cosas que decir, que querríamos decirlo todo a todo el mundo, sacar a la luz nuestras impresiones de una vez, como quien cuenta una vieja historia a un grupo de niños. Eso, claro, es imposible, porque nadie nos comprendería, y siempre queda un fondo de insatisfacción, de miedo, por la conciencia de pavorosa incomunicación en que nos encontramos. Los viajes son inexplicables.
Sería bueno, para el viajero, tratar de decantar recuerdos y quedarse con uno solo, con una sola estampa. ¿Qué es para uno Roma? Ahora, muchas cosas. ¿Qué será dentro de un mes, dentro de un año, dentro de una década? Posiblemente, la primera vista del Foro desde lejos, el primer encuentro cara a cara con el Coliseo, la mansa tristeza que nos embarga mientras caminamos por la Via del Fori Imperiali, la majestuosidad del Panteón, la elegancia renacentista de la Piazza Navona, la grandeza del Vaticano, las vistas de la ciudad desde lo alto de la cúpula de San Pietro, el encanto nocturno y bohemio del Trastevere o la estampa evocadora –como si contempláramos el nacimiento de nuestra especie- de la colina Palatina, con sus ruinas y sus pinos copones. Todo esto es más o menos oficial y más o menos probable. Sin embargo, para uno Roma puede ser también un detalle algo más prosaico y, sobre todo, completamente circunstancial: la lluvia, el ruido traqueteante de los coches sobre las calles empedradas, el aspecto del metro, el hotel donde nos hospedamos, la estampa nocturna, de oro y negro, del Castel de Sant´Angelo reflejado en el Tíber o la camarera de la trattoria donde cenamos una noche. Para mí todos esos recuerdos tienen el mismo potencial de convertirse en la evocación central de una ciudad. Saber cuál será, eso sólo es posible con el paso del tiempo. Ahora, sólo hay confusión.
Tengo mucho que escribir. Me gustaría –y debería hacerlo si quiero tener la conciencia tranquila- describir detalladamente estos cuatro días o, al menos, fijar alguna estampa agradable, algún momento único, algún trozo de vida. Ahora mismo, pensar en regresar a todo lo anterior al viaje es como cuando de pequeño recordaba que tenía deberes que hacer. Empieza uno a acordarse de sus cosas, de su vida en su ciudad de siempre, y se pregunta: “¿era yo este, era yo así?”.
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