"La alquimia del estilo, que a veces afea cuanto toca" (Benito Pérez-Galdós por boca del héroe Gabriel Araceli)
Antes
que nada, una precisión: hay escritores y novelistas. Ambos términos son
respetables, pero, a mi juicio, no siempre significan lo mismo. No todo
escritor es novelista, aunque algún escritor crea que sí lo es, o que
puede serlo. Yo escribo novelas, estoy aquí hoy como novelista, y la
función de mi escritura, mi móvil, es contar historias. A través de esas
historias, por supuesto, transmito una interpretación del mundo. Lo que
cuenta es la confrontación del lector con ese punto de vista, que lo
acepte o no lo acepte, que el lector asuma las reglas del viejo
contrato: esto es una ficción, más o menos real, más o menos compleja, y
de ti depende lo que hagas con ella. Yo suministro materiales
narrativos, sociales, estéticos, morales, etcétera. Respondo de la
honradez profesional con que han sido estructurados.
Ése
es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el
lector pasa las páginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus
lecturas anteriores, su ideología, eso ya no es cosa mía. Mi libro es
ahora su libro. Que le divierta un rato o que cambie su vida ya no es
asunto mío. Escribí lo que quería porque me gusta escribir, porque así
vivo otras vidas además de la mía, porque ajusto cuentas con el mundo,
porque me pagan, por lo que sea. Y me leen porque quieren leerme. Mi
responsabilidad termina en el momento en que entrego el mejor texto
posible a mi editor. He dicho alguna vez en público que no quiero ser referente moral ni partero intelectual de nadie.
Admiro
a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con
merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento, pero
yo estoy fuera. Cuento historias, las que me apetecen, las que creo
conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada día a trabajar con el
pesado fardo de la responsabilidad moral de autor o artista sobre los
hombros. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis
aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y de mis
odios. No soy un teórico, ni tengo dogmas que transmitir, ni he sido
tocado por la gracia. Escribo novelas y la gente las lee. De momento.
Detalle que me permite vivir de esto y seguir escribiendo más novelas. Y
debo decir que si estas jornadas se llamaran "La literatura ante el
nuevo milenio", "El futuro de la novela" o algo así, yo no estaría aquí.
No sé cuál es el futuro de la novela, y la verdad es que me importa un
rábano el futuro de la novela. Hay ya suficientes novelas, buenas
novelas, escritas, para que yo pueda leer y releer el resto de mi vida
sin que nadie, ni yo mismo, escriba una sola línea más. El que quiera,
que vaya y las lea, y si no las leen, tampoco pasa nada. Nunca entendí
muy bien esa obsesión de algunos por que los demás lean. Tal y como
están las cosas, cuanto menos, mejor: menos ruido, y menos colas, y menos
chicles pegados en el suelo habrá en las bibliotecas. Como dice mi
amigo Pepe Perona, maestro de gramática, cuantos menos seamos, más nos
reiremos cuando los bárbaros lleguen -o regresen- de una vez. Y los
bárbaros llegarán. Como decía uno que hacía versos, "traen soluciones,
después de todo".
En
cuanto al presente, la teoría literaria, la crisis o el auge de la
narrativa, de la creación artística y todo eso, también me importan
poco. No sé por qué no hay lectores para algunos que se lamentan de no
tenerlos, ni sé por qué los hay para otros. Yo tengo lectores, y me
alegro. La vida a veces se porta bien, y no me quejo. Pero he dicho
varias veces, y quiero repetirlo, que yo no soy más que un novelista
accidental. Lo que soy en realidad es un lector contumaz, que incluso
cuando escribe lo que hace en realidad es leer una vez más. Leer de un
modo particular tal vez, releer los libros que amé y que amo, amueblarme
el mundo a la luz de mi vida y de mis sueños con todos aquellos libros
que me permitieron precisamente vivir mi vida y avivaron mis sueños, con
los libros que son mi verdadera patria y mi memoria, los que me
permitieron ordenar el espacio, y el tiempo que me queda. Aquí,
en lo mío, no hay mucho arte. A lo mejor ése es el problema, que hay
demasiada gente que se toma la novela como un arte, incluso como una
misión sagrada, y no como lo que algunos entendemos que es: un noble
oficio, con algo tal vez de inspiración, de arte quizá, o de talento, y
una gran parte -la mayor- de disciplina y de trabajo. Crear mundos
complejos y verosímiles y ponerlos en circulación. El
lado solemne de la literatura prefiero dejárselo a gente que se pone de
perfil ante el espejo de la crítica, las mesas redondas y las tertulias
literarias, y a algunos que viven del cuento de contar no cómo son,
sino cómo deberían ser los libros que escriben otros. Los libros que
ellos, naturalmente, escribirían con suma facilidad si quisieran. Lo que
pasa es que no quieren. Yo sí quiero. Cuando no estoy por ahí me
levanto a las siete de la mañana, hago ejercicio, me doy una ducha y
trabajo entre ocho y diez horas diarias. A mí lo que me preocupa es
resolver con eficacia mis propios problemas narrativos, y eso es algo
que resuelvo escribiendo, buscándole las vueltas, releyendo y subrayando
a la gente que supo hacerlo bien. Eso me ocupa el tiempo suficiente
como para no ir por ahí explicando a los demás cómo tienen que hacer las
cosas ni al lector lo que debe o no debe leer, entre otras cosas porque
no hay un método ni un sistema para escribir ni tampoco para leer. Uno
debe leer o escribir o leer lo que le apetezca y como le apetezca, y
atenerse a las consecuencias. Desde
mi punto de vista, que a lo mejor no es objetivo ni extraordinario,
pero es el único que tengo, escribir una novela es contar una historia, o
sea, resolver un problema narrativo buscando el camino más eficaz para
conducir al lector del punto A, que es el planteamiento, al punto C, que
es el desenlace, pasando por el B, que es el nudo. Asquerosamente
clásico, ya sé, pero hasta la fecha no creo que se haya inventado nada
mejor, sobre todo si se acompaña con los puntos, las comas y los puntos y
coma en su sitio. Un
problema narrativo, decía. Y cuando tengo problemas narrativos que
resolver no desnudo mi alma en las entrevistas, ni le echo la culpa al
desfallecimiento creativo, ni intento justificarme diciendo que el
público es imbécil, ni ataco a Javier Marías o a Mario Vargas Llosa
porque en vez de esto escriben aquello, ni me quejo de que el mundo no
me comprende.
Busco en los libros, en autores como Stendhal, Homero, Conrad, Dickens, Virgilio, Dumas, Mann, Conan Doyle, Dostoyevski, Stevenson -o incluso en gente tan maltratada como Agatha Christie, John Le Carré, y hasta en Ken Follett si me hiciera falta- los recursos, los mecanismos, las herramientas del oficio, que me permitan llevar al papel del modo más eficaz posible la historia que tengo en la cabeza. No crean que he citado a Follett como provocación. Durante todo un año juvenil viví en casa de un familiar que tenía en su biblioteca todos los best-sellers americanos y toda la novela policiaca de los años 50 y 60: Vicky Baum, Zane Grey, Frank Slaughter, Frank Yerby, Somerset Maugham... Lo leí todo, por supuesto. Ese año fue para mí decisivo en cuanto al aprendizaje de utilísimas técnicas narrativas que, aunque yo no podía imaginarlo entonces, iban a serme muy útiles cuarenta años después. Cuando se llevan, como es mi caso, casi cincuenta años de una vida de 56 leyendo ininterrumpidamente, a uno no le importa citar nombres y estilos y géneros sin el menor complejo. Nada tengo que hacerme perdonar como lector. Habiéndolos leído a todos, debo más a Homero que a Joyce, más a Dumas o a Balzac que a Faulkner, más a Bernal Díaz del Castillo que a Malcolm Lowry, más a Quevedo, Cervantes, Clarín o Dostoyevski que a Cortázar o Ferlosio, y más a un sólo libro de Agatha Christie, El asesinato de Rogelio Ackroyd, por ejemplo, que a la mayor parte de los autores aplaudidos por la crítica oficial en el último medio siglo. Cuando escucho a un autor quejarse del sufrimiento de la creación literaria siempre digo lo mismo: "Escribir no es obligatorio, déjalo, no sufras, no merece la pena".
Busco en los libros, en autores como Stendhal, Homero, Conrad, Dickens, Virgilio, Dumas, Mann, Conan Doyle, Dostoyevski, Stevenson -o incluso en gente tan maltratada como Agatha Christie, John Le Carré, y hasta en Ken Follett si me hiciera falta- los recursos, los mecanismos, las herramientas del oficio, que me permitan llevar al papel del modo más eficaz posible la historia que tengo en la cabeza. No crean que he citado a Follett como provocación. Durante todo un año juvenil viví en casa de un familiar que tenía en su biblioteca todos los best-sellers americanos y toda la novela policiaca de los años 50 y 60: Vicky Baum, Zane Grey, Frank Slaughter, Frank Yerby, Somerset Maugham... Lo leí todo, por supuesto. Ese año fue para mí decisivo en cuanto al aprendizaje de utilísimas técnicas narrativas que, aunque yo no podía imaginarlo entonces, iban a serme muy útiles cuarenta años después. Cuando se llevan, como es mi caso, casi cincuenta años de una vida de 56 leyendo ininterrumpidamente, a uno no le importa citar nombres y estilos y géneros sin el menor complejo. Nada tengo que hacerme perdonar como lector. Habiéndolos leído a todos, debo más a Homero que a Joyce, más a Dumas o a Balzac que a Faulkner, más a Bernal Díaz del Castillo que a Malcolm Lowry, más a Quevedo, Cervantes, Clarín o Dostoyevski que a Cortázar o Ferlosio, y más a un sólo libro de Agatha Christie, El asesinato de Rogelio Ackroyd, por ejemplo, que a la mayor parte de los autores aplaudidos por la crítica oficial en el último medio siglo. Cuando escucho a un autor quejarse del sufrimiento de la creación literaria siempre digo lo mismo: "Escribir no es obligatorio, déjalo, no sufras, no merece la pena".
No te lo van a
agradecer, de verdad, tanto esfuerzo, tanta originalidad y tanto
sacrificio. El acto de escribir literatura, o novela, como es mi caso,
lo entiendo como un acto de felicidad, de diversión, un disfrute para la
imaginación propia, y una buena oportunidad de recontar el mundo a mi
manera, quizá porque durante veintiún años, en otro tipo de vida que
nada tiene que ver con lo que aquí me ha traído, viví en un mundo que no
me gustaba en absoluto. Escribo sobre todo porque soy lector, y supongo
que a fin de cuentas intento ordenar esos casi cincuenta años de
lectura a la luz de mi propia experiencia y de mi propia vida. Allá cada
cual con los motivos por los que escribe. Yo no tengo ninguna misión,
como dije, educativa ni cultural, ni pretendo hacer al lector más listo,
más libre o más sabio. Me parece bien que haya escritores que se dejen
la piel, la carne y la sangre, pero ése no es mi caso, y cuando lo es no
voy por ahí dándole tres cuartos al pregonero. La piel me la he dejado
en lugares que sólo son asunto mío, y a la hora de escribir lo que deseo
es ser feliz, y lo soy dentro de lo que cabe. Soy feliz porque me
divierto multiplicándome en diversos mundos, vidas y situaciones, y la
diversión –creo que eso se lo hago decir incluso en El Club Dumas a
uno de mis personajes- ya es motivo suficiente para escribir o leer una
novela. Si además hay otras cosas, mucho mejor, pero divertirse es
imprescindible. Otra cosa es
la dureza diaria de un trabajo a veces agotador, que puede llevarte a
veces, si se te va la mano, hasta la locura. Los fantasmas que te
acompañan al escribir, por ejemplo, en El pintor de batallas. Pero ése
es también sólo asunto mío, y cuando vienen mal dadas no ando por ahí
lloriqueando en el hombro de críticos, de lectores y de suplementos
literarios. Los andamios de la obra y los albañiles muertos no le
importan al que va a habitar el edificio. Lo que cuenta es la casa,
construida. Durante algún
tiempo se nos quiso imponer una idiotez victimista que además es
mentira: la literatura difícil, minoritaria y poco leída era la única
que valía la pena. La otra era prescindible y superficial, culpable de
la facilona vulgaridad de contar cosas, como si contar cosas fuera
fácil, y de ser bien acogida por el ciego y necio vulgo. Profundidad,
amenidad y muchos lectores eran, por tanto, incompatibles. Todavía
recuerdo una crítica de los años 80, en el Babelia de entonces,
precisamente, afirmando en las últimas líneas, tras demoler a un libro
-que no era mío- y a su autor, que si tal novela no fracasaba por
completo, era debido, cito, "a que tenía una sólida estructura y unos
personajes creíbles". Eso la libraba de fracasar por completo. Todavía
hoy, después de Umberto Eco, de John Le Carré, a estas alturas de la
feria -del libro- hay imbéciles que sostienen que lo importante es que
el martillo tenga mango de ébano y cabeza de marfil, no que clave
clavos. Me refiero a los que ignoran que ya Aristóteles, en la Poética, advertía de los peligros de mucha "elocutio" y poca "dispositio", entre otras cosas, supongo, porque nunca en su vida
leyeron a Aristóteles...
Hablo de quienes olvidan o ignoran un
principio elemental que ya apuntaba Stevenson: si un presunto novelista
no tiene nada que contar, por mucho bello estilo que maneje lo mejor es
que se calle. Que cierre la boca, que deje las saturadas mesas de
novedades de las librerías en paz y se vaya a hacer puñetas. También,
fiel a mi costumbre de hacer amigos, detesto con toda el alma a los
creadores de opinión literaria cuya memoria empieza ayer por la tarde,
los que no se manejan más que de Cortázar para acá. Lo hacía sin
complejos hace exactamente veinte años, cuando empecé a publicar, y lo
hago ahora: me refiero a algunos cagatintas analfabetos, si tenemos en
cuenta a qué oficio se dedican, que de pronto, a causa de una edición
reciente de algo, puesta de moda, descubren a Stefan Zweig, a Henry
James, a Thomas Pynchon, a Chateaubriand o a Montaigne, a quienes no
habían leído antes en su vida, o a quienes denostaban directamente.
¿Quién respetaba a Zweig, a Schnitzler o a Joseph Roth hace treinta años
en España excepto aquellos que los leíamos? También sobre Conrad, que
ahora no se le cae a nadie de la boca, debo recordar cómo algunos le
perdonaban la vida en España hace sólo treinta o cuarenta años. "Escritor de mar, ya saben, aventura y todo eso, cosa menor, tipo
Stevenson, otro que tal". Me refiero, en fin a ciertos críticos o
columnistas culturales que se apresuran a contarnos de un día para otro,
con el sospechoso entusiasmo del converso reciente, lo imprescindible
-palabra mágica- que son esos autores y cómo se tutean con ellos de toda
la vida. Hablo de algunos parásitos iletrados, o esnobs, que con sus
recomendaciones estuvieron a punto de dejar a la literatura española sin
lectores en los años 80 y 90, aunque por suerte nadie les hizo al fin
demasiado caso, y que ahora incluso, sin rubor alguno, se atreven a
escribir a veces ellos también novelas vanidosas e infumables, que
encima justifican -a la vejez, viruelas- como divertimento o juego de
géneros. Hablo de aquellos individuos que en su momento, por citar un
ejemplo clásico, leyeron La vieja sirena, de José Luis Sampedro, y
aseguraron tan campantes que se notaba mucho en el libro la influencia
de Mika Waltari, olvidando -o mejor dicho, ignorando- que Sampedro leyó
desde niño, y trufó el libro con referencias a ellos, a Apolonio de
Rodas, Suetonio, Herodoto, Homero y Virgilio, entre otros, autores a los
que ese crítico o críticos no habían leído, naturalmente. Tal es el
problema cuando un cretino elabora teoría literaria a partir de sus
propias limitaciones, juzgando la obra de los demás a la luz mediocre de
sus propias limitaciones culturales. Esa
memoria literaria es, desde mi punto de vista, la verdadera patria del
lector y del escritor, la matriz de la que parte todo. Hace un tiempo un
buen amigo mío, Julio Ollero -que editó la primera edición de El
maestro de esgrima en Mondadori, y para quien escribí luego Territorio
comanche- me propuso a modo de juego que elaborase la lista de los
cien libros que de una u otra forma más habían influido en mi vida. Me
puse a ello por curiosidad, y para mi sorpresa descubrí que de esos cien
libros, la mayor parte los había leído antes de los veinte años.
Y siguiendo
con la sorpresa, a la hora de reflexionar sobre ello y establecer
relaciones, caí en la cuenta de que en realidad los siguientes años de
mi vida, el resto de mi vida, lo que he hecho ha sido buscar en los
viajes, en los amigos, en todo lo demás, la huella que esos libros me
dejaron, y a reescribirlos como novelista una y otra vez bajo luces
diferentes. Todavía ahora, cuando tengo dificultades a la hora de
resolver ese problema narrativo al que antes me refería, acudo a ellos
con toda la humildad profesional de que soy capaz, como quien acude a
casa de un viejo y sabio maestro, a pedirles consejo, a buscar
soluciones técnicas, a recobrar ese estado de gracia maravilloso del
lector -e insisto en que lo de "escritor" sigue siendo secundario- que
abre un libro como quien abre la puerta de un mundo lleno de hermosas
posibilidades. Tuve la suerte
de empezar a leer muy pronto. Vengo de una familia con biblioteca
grande, y eso facilitó las cosas. Entre los seis y los doce años fueron
sobre todo libros de aventuras y de historia. Luego maduré como lector,
ya no leía, como antes, cualquier cosa que cayera en mis manos, sino que
empecé a especializarme en géneros, a seleccionar, a buscar
ingredientes concretos en los libros, y cuando los encontraba éstos se
convertían en lecturas favoritas que releía y que aún releo con un lápiz
en la mano, aprendiendo siempre. Realmente,
mi oficio de escritor, mis estructuras novelísticas, la técnica
narrativa, la dosificación de efectos profesionales que enganchen al
lector provienen en origen de ahí. Me estoy refiriendo a los libros que
mayor placer me han causado en la vida. En el folletín del siglo XIX,
lleno de defectos pero también de virtudes, aprendí sin quererlo la
técnica del oficio. Por esa puerta me introduje en la gran novela
europea y norteamericana de finales del XIX y primer tercio del siglo
XX. Y, sin darme cuenta, esas lecturas, con los clásicos griegos y
latinos de mi infancia y los siglos XVI y XVII españoles como
herramientas, fueron conformando poco a poco el territorio en el que
muchos años más tarde se asentaría el novelista que yo ni siquiera
sospechaba entonces.
Quizá
por eso para mí escribir es también un ejercicio de nostalgia. Todavía
ahora, al leer páginas sueltas de La Eneida, La cartuja de Parma, La montaña mágica o cualquier otro libro de aquellos puedo recordar
sin esfuerzo la ropa que llevaba puesta el día que llegué a aquellas
páginas, la voz de mi madre en la terraza, y el olor de la tierra y la
lluvia en el jardín. En realidad, igual que, dicen, el hombre intenta
volver al regazo materno, yo, tras haber vivido el mundo real, intento
ahora con mis novelas tal vez volver a mis libros de juventud, los
libros que me llevaron a enrolarme a bordo de la Hispaniola con Long
John Silver y viajar con ellos a la Isla de los Piratas, antes de
embarcarme en el Pequod, que era un barco más serio, a arponear ballenas
que matan a los hombres y matan a sus sueños. Libros a los que ahora,
de regreso de islas y naufragios, con el saco marino lleno de cosas que
pude salvar, intento recuperar y reescribir trufados de mi propia vida,
del mismo modo que los viejos marinos varados en tierra narrar y
recuerdan fabulosas historias junto al fuego de la chimenea de la posada
del Almirante Benbow, mientras afuera cae la lluvia y se escucha el
ruido del mar. Lo otro, lo original -palabra dudosa a estas alturas- se
lo dejo a los artistas, cuyos nombres callo, por respeto, naturalmente.
Que inventen ellos, los que no buscan éxitos de ventas ni dinero, sino
la sobria y seca gloria inmortal, la alta literatura para paladares
exquisitos, planteada como ética, como, estética e incluso como
sintética.
Son esos autores a los que, según ellos, les dicen que han
vendido mil ejemplares de un libro y les dan un disgusto de muerte.
¿Qué van a pensar en Babelia, o en La vanguardia, on en ABC si
tengo demasiados lectores?, se preguntan, o se deben preguntar,
desolados, supongo. Yo apunto
más cerca, más elemental, a leer, a escribir y a navegar en mis ratos
libres. Y como novelista de infantería, aparte de ganar lo suficiente
para publicar lo que me apetece y no tener que darle la mano a nadie que
no me guste, me conformo si acaso con dar un pequeño pasito que ponga
en circulación de nuevo la vieja materia que sigue estando ahí. No se
trata de escribir otra vez lo ya escrito, aunque también hay quien se
dedica a eso, sino de quitarle el polvo y ponerlo al día en la medida de
mis limitadas posibilidades, contando historias para el lector de hoy
sin renegar de la manera en que siempre se contaron: el héroe, el
combate, el tesoro, el enigma, la traición, la muerte, la derrota, la
venganza, por ejemplo, palabras casi todas literariamente incorrectas
para algunos pajilleros de la vacuidad inane, capaces de elogiar, e
incluso de escribir, novelas cuyo fascinante argumento es precisamente
la imposibilidad de escribir una novela. Lo otro son para ellos asuntos
muy trillados, faltaría más. A fin de cuentas, ¿qué escritor es capaz de
contar hoy algo importante cuya trama básica, y eso es verdad, no esté
apuntada ya en Homero, Sófocles, Eurípides, Cervantes o Shakespeare?
Para saber qué siente un don nadie divorciado viajando en metro, por
ejemplo, no necesito leer trescientas páginas donde un pelmazo juega a
ser novelista masturbando a la perdiz: me basta con divorciarme y tomar
el metro. Salvo que quien viaje en metro sean Don Quijote o Ulises, por
supuesto, y quien me lo cuente sean Cervantes o el barón Corvo, por
ejemplo, pero no suele ser el caso. Antes
hablé del mar, y no lo hice como simple imagen literaria. Los libros
sobre el mar, y el mar en sí mismo, forman parte importante de ese
territorio del que estamos hablando. Fue en el mar donde un día, con
diecinueve años, cogí una mochila llena de libros, me enrolé en un barco
y me puse a viajar. En un tipo con mis antecedentes literarios, lo del
mar como punto de partida era obvio. El mar es el más clásico de todos
los clásicos que nutren la novela de aventuras o la aventura en la
novela. Tiene todos los ingredientes: el viaje, lo desconocido, el
peligro, la furia de los elementos, la libertad, el combate, el tesoro,
la Historia... Y además, el mar genera personajes de incalculable
riqueza novelesca. El caso es que yo también tuve mi mar, y viví lo que
quería vivir. Supe lo que era capear un temporal con las olas barriendo
la cubierta y mirando al capitán, agarrado al puente, como quien mira a
Dios. Supe lo que era tener en la mano una navaja o una botella rota, y
poco a poco todo aquello que había imaginado o que había leído en los
libros fue materializándose a mi alrededor: la guerra, los amigos, el
amor, la muerte, y todas esas cosas.
No he llegado a ver arder naves
más allá de Orión, pero he visto arder bibliotecas en Sarajevo, he visto
hombres despedirse de sus mujeres en las murallas de Troya, que siempre
son las mismas, y un atardecer rojizo toqué fascinado en mitad de un
desierto los restos oxidados de los trenes que voló el coronel Lawrence.
Tengo el orgullo legítimo de
poder escribir y decir en voz alta que mis novelas, entre otras cosas,
las escribo con todo eso, que nadie me las ha contado. En cierta
ocasión, durante una larga conversación con Javier Marías, que es mi
amigo en el sentido exacto que tiene la palabra "amigo" en las palabras
que hoy les dirijo, llegamos a una conclusión curiosa, -al menos yo, no
sé si él la sigue compartiendo-: son los nuestros caminos muy diferentes
como novelistas, habiendo partido sin embargo del mismo territorio como
lector.
Una de las diferencias quizá estriba en que él quiso ser
desde muy joven el autor de los libros que había amado, y yo quise ser
desde muy niño el personaje de esos mismos libros. Quizá eso defina bien
dos formas, ambas entre las muchas honorables, de entender la
literatura, los libros y la vida. A veces Javier y yo nos imaginamos los
dos en el salón del "Titanic" jugando a las cartas mientras el barco
escora, riéndonos de tanto charlatán habitual que de pronto busca
descompuesto un bote salvavidas, impasibles, no por coraje, que eso es
cosa de cada cual, sino por simple reputación. Y no creo que Mario
Vargas Llosa hiciese mal papel en ese "Titanic", porque Mario es de los
que sabe ahogarse como caballeros también. En
realidad, como ven, que alguien que se inició como lector apasionado y
se hizo reportero por culpa de la literatura regrese a allí de donde
vino no sólo no es una paradoja, sino que es lógico, incluso como
aventura. No es casual que yo sea un escritor tardío, muy tardío. Hasta
entonces había estado demasiado ocupado para sentarme a escribir. No
tenía necesidad ni ambición de ello. Recordemos que según los cánones
del género, por aventuras entendemos un viaje lleno de peligros o
descubrimientos a cuyo término el protagonista encuentra la felicidad o
la decepción, pero que en cualquier caso ha progresado en el
conocimiento de sí mismo y del mundo en el que ha vivido, y es
exactamente eso, como en el juego de la oca, al llegar a la casilla 36,
como el peregrino medieval al llegar a Santiago, como el ya curtido Jim
Hawkins que desembarca al final de La isla del tesoro más maduro y
sabio, como el Ismael al final de Moby Dick agarrado al ataúd
calafateado de su amigo el arponero Queequeg cuando el "Pequod" se ha
ido a pique. Quizá por todo
eso, porque mi memoria conserva vivos todavía esos fantasmas -que dicho
sea de paso son queridos compañeros de viaje y de vida, compatriotas y
amigos- sea que mis novelas siempre responden a la estructura de
movimiento, de un viaje o aventura, aunque a veces sea urbana, o de un
juego sobre todo. Puede ser un juego de iniciación o un juego mortal, el
descubrimiento de la guerra, el cruce de la línea de sombra por parte
de un joven subteniente de caballería, los sucesivos movimientos y
estocadas de un asalto de florete, el ajedrez como clave de la vida y de
la muerte, los libros como aventura y como patria, las trincheras que
los pequeños peones olvidados se inventan para sobrevivir, la mujer como
enigma y como respuesta, la pintura de batallas como balance de una
vida, los mercenarios honestos, los héroes cansados... Todo eso a la luz
de la vida que he vivido: sueños, odios, amores, victorias, derrotas y
también mis amigos, los vivos y los muertos. Y cuando me siento a soñar,
a leer, a releer, a imaginar una historia, convoco en mi ayuda a la
gente que conocí, amigos y enemigos, adversarios y compañeros, pero
también a las viejas sombras de Alicia, Holmes, Eneas, Ulises, Aquiles y
la tortuga, Scaramouche, Bradomín, Pedro Blood, el capitán Garfio,
Sancho, Don Quijote, Patricio del Dongo, Hans Castor, Sam Spade,
Hércules Poirot, Lagardère, Jean Valjean, Ana Ozores, Gabriel o aquellos
diez mil compañeros con los que durante todo un curso escolar, mucho
antes de vivirlo en propia carne diez años después en Eritrea, me retiré
hacia el mar de retorno a Grecia. Sería
de miserables no reconocer públicamente la deuda que tengo con todo
eso. Por ello, en estos tiempos en que tan fácil es traicionar a un
amigo, encuentro un singular placer, que a veces convierto en desafío
abierto sin el menor complejo, en proclamarme alto y claro fiel a esos
viejos amigos, mis primeros amigos, que podría seguir citando durante
horas: Athos, Edmundo Dantès, Jim Hawkins, Irene Adler, Mowgli, Watson,
el príncipe Salina, Nemo, el dinamitero de Jordan, el joven Faversham,
Milady, Ruperto de Hentzau, Gulliver, Acab, Ojo de Halcón y tantos
otros. Todos ellos siguen vivos mezclados con mi propia vida en cada una
de las líneas que escribo, y en ese lugar impreciso de la imaginación y
del sueño, en ese Valhalla o Grandes Cazaderos, que es el lugar a donde
van cuando mueren -y así no mueren- los valientes. Mienten
como bellacos quienes afirman que el tiempo de esos personajes ha
pasado. Lo que ocurre es que quizá tanto autores como lectores han
perdido la inocencia de antaño. Escenarios inmóviles han cambiado y la
novela ahora exige estructuras diferentes, adecuación a lo que el lector
ve y vive por otros medios, provocaciones y sacudidas diferentes,
procuradas cuando es necesario con armas tomadas del cine, de la
televisión, de internet, de lo que sea, armas arrebatadas al enemigo si
hace falta. Pero el estremecimiento ante lo desconocido, el miedo, el
combate franco e interior, el enigma cuya solución está en el fondo de
uno mismo, el misterio del barco hundido, la amistad, el viento silbando
en la jarcia, la verdadera libertad que sólo empieza a diez millas de
la costa más cercana, las lejanas y benditas islas adonde nunca llegan
órdenes de captura, todo eso sigue vivo en la mente y en el corazón del
hombre, hoy como ayer.
Si un día los novelistas nos dedicamos sólo a
imaginar historias romas y razonables, y nos limitamos a escribir
novelas sobre la insoportable levedad de nuestra propia imbécil levedad,
que el diablo se apiade de nosotros y de nuestros lectores. Fue Robert
Louis Stevenson quien escribió este poema como introducción a La isla
del tesoro y a mí me sirve hoy como final de lo que les acabo de leer: "Si
los cuentos que narran los marinos hablando de temporales y aventuras,
de amores y odios, de barcos, islas, y perdidos robinsones, y bucaneros,
y enterrados tesoros, y todas las viejas historias contadas una vez más
de la misma forma que siempre se contaron, encantan todavía como
hicieron conmigo a los sensatos jóvenes de hoy, ¿qué más pedir? Pero si
no fuera así, si tan graves jóvenes hubieran perdido la maravilla del
viejo gusto para ir con Kingston, el valiente Ballantyne, o con Cooper, y
atravesar bosques y mares, bien, así sea. Pero que yo pueda dormir el
sueño eterno con todos mis piratas junto a la tumba donde yacen ellos y
mis sueños".
Arturo Pérez-Reverte. Conferencia de las jornadas Lecciones y maestros. Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santillana del Mar, Cantabria.
Arturo Pérez-Reverte. Conferencia de las jornadas Lecciones y maestros. Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santillana del Mar, Cantabria.
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