jueves, 8 de septiembre de 2011

LA ISLA (VIII)

Jueves, 19 de agosto
El verano no avanza. Más bien retrocede. Tampoco se estanca, sólo retrocede. Y ni siquiera es verano.

Viernes, 20 de agosto
Decir agosto aquí es perfectamente absurdo. Pero hay que decirlo.

Martes, 24 de agosto
Y las hojas siguen pasando, pero también los días. ¿Será posible que queden rincones en el mundo inexplorados? ¿Será posible que, casi dos meses después del accidente, nadie haya encontrado los restos del avión? ¿Será posible que realmente vaya a morir en esta isla desangrado por la tinta que derramo en este cuaderno? Me pregunto con cierto placer -y cierta vanidad, por qué no decirlo- qué estarán diciendo en los medios de todo el mundo acerca de la desaparición de un vuelo del que no ha quedado ningún superviviente. “El vuelo salió de Barajas el día 22 de junio a las ocho de la mañana y debía llegar a X a las cinco de la tarde, pero sobre las tres se perdió su pista y nada se ha vuelto a saber de él. Se cree que los restos del avión pueden estar en el fondo del océano, por lo que las posibilidades de encontrar supervivientes son nulas. Todos sus ocupantes han muerto”. Me regocijo en la palabra todos. Nadie sabe que yo estoy aquí, pensando en todos aquellos que me creen muerto. A buen seguro que si ellos lo supieran sentirían un escalofrío. ¡Un muerto pensando en ellos! ¡Qué disparate!

Miércoles, 25 de agosto
El último hombre sobre la tierra. Ese día llegará. ¿Y qué sentirá ese hombre, siendo consciente de que realmente es el último? “Si estoy solo, no estoy”, dijo Blanchot, citado por Vila-Matas. Me parece una frase muy acertada que refleja a la perfección el sentimiento del último ser humano. Porque, aunque lo escribiera como yo estoy haciendo ahora, nadie quedaría para leerlo. Ese cuaderno o ese soporte informático quedarían a merced de los elementos y se desintegrarían en pocas décadas, descartando que una hipotética civilización inteligente que llegara a una Tierra deshabitada lo encontrara y lo descifrara. En cualquier caso, ya no sería un ser humano el que lo leyere. Pensándolo bien, es exactamente la misma situación que la mía. Nada me garantiza que este cuaderno sea alguna vez encontrado. Y ello es lo que realmente me angustia. Morir sin que nadie sepa que uno ha muerto ni, sobre todo, cómo ha muerto, cómo ha ido muriendo, no ser enterrado, no ser despedido en condiciones, deshacerse en el tejido del universo como se deshará esta isla, o la lagartija que tengo ante mí y que corre a esconderse debajo de una piedra, o como las moléculas de aire que respiramos. A partir de ahora se me presenta el mayor de los retos que he tenido nunca: procurar las condiciones ideales para que este cuaderno llegue a las manos de alguien, a las manos de usted. ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde dejarlo de manera que alguien lo pueda encontrar? ¿Cómo preservarlo de la lluvia, del viento, de la humedad? Y, sobre todo, ¿cómo preservarlo del paso del tiempo tras mi muerte? ¿Tendré fuerzas suficientes antes de morir para emplearme con todo rigor en ello? Qué difícil, Dios mío, qué difícil...

Viernes, 27 de agosto
Releo lo escrito los últimos días y me doy cuenta con pavor de que el tono se ha ido haciendo más dramático. Y no hay motivo. No paso hambre, mi organismo hace mucho que se hizo al clima de la isla, el tiempo es fantástico, me he acostumbrado a la presencia de las arañas, los lagartos y las culebras y no veo que mi vida corra peligro. En realidad, creo que podría vivir en esta isla indefinidamente. Físicamente estoy perfecto, quizá más fuerte que nunca, pero es mentalmente donde empiezo a vislumbrar las primeras fallas. La rutina aquí se ha hecho tan exacta y repetitiva como lo era en Madrid, sólo que, lógicamente, con actividades distintas. Pensándolo un poco, no cambia nada. Uno lucha por procurarse una vida lo más cómoda posible de igual manera en la isla Inmaculada que en Madrid o Nueva York o Bagdad, eso es algo que nunca cambia. Los resortes de nuestras vidas son los mismos, sin importar el espacio geográfico ni la situación en que nos hallemos ni la posición que ocupemos. Lo único que cambia es el cómo, no el qué. Uno se repite aquí como se ha repetido durante toda su vida, con los mismos anhelos e incertidumbres. Uno, en verdad, adivina una existencia más fácil aquí que metido de lleno en la colmena zumbadora de nuestra civilización. Se acabó, no quiero hablar más sobre ello. Los intelectuales se partirían de risa con estas filosofías de andar por casa -o de andar por arenas, riscos y selvas, mejor dicho. Pero antes, una idea de relato por si usted quiere desarrollarla: ¿Qué pasaría si los científicos descubren que el Sol ha comenzado ya su crecimiento hacia la fase de Gigante Roja y que, sin género de duda, ese crecimiento ocurrirá y se completará en unas pocas décadas o unos pocos años?

Sábado, 28 de agosto
Lo repito una vez más: qué absurda se me representa toda mi vida anterior, pese a todo lo que hice, pese a la actividad en que me hallaba sumido, y qué llena de sentido se aparece la existencia en la contemplación pasiva y muriente en la isla Inmaculada. Aquí, contra lo que usted pueda creer, no hay nada que uno deba perderse. Desde la salida del sol hasta el acento de los pájaros, pasando por el arrullo del mar, el ulular del viento, la textura del cielo, la fragancia húmeda de las plantas, el sabor salino de mi piel, la dureza de las rocas, el silencio estremecedor del interior de mi cueva, el zascandileo de los mosquitos y las arañas y el matiz del color del mar, todo cobra un significado basado precisamente en la ausencia de significado. Todo se explica sin necesidad de ser explicado, no sé si me entiende.

Domingo, 29 de agosto
Dos meses. Ayer escribí acerca de la ausencia de significado de todo lo que me rodea. Bien, lo único que lo dota de significado es este cuaderno y escribir en él, pero al darle significado, lo pierde en ese mismo instante. Intentar dar sentido a esta situación, a esta isla, a mí mismo, no es más que quitárselo por completo.

Lunes, 30 de agosto
CONCIENCIA DE LA LLUVIA

He pasado un día delicioso, oyendo llover desde el interior de mi cueva, sentado en la oscuridad, con el mentón apoyado en una mano, reflexionando sobre esa lluvia de la que sólo me llegaba su sonido. Para mí sólo existía esa lluvia o, mejor dicho, su traqueteo interminable, monótono e intranquilizador. Y desasosegante. Pero a la vez me infundía una tranquilidad de ánimo, una conciencia fatal de los días perdidos, una certeza de la vida pasada, que me sumió en un rincón muy pequeño y muy oscuro de mí mismo y que, a pesar de su pequeñez y oscuridad, era todo mi ser. Y no solamente mi ser, sino algo más. Ese rincón inmenso era la lluvia, y todo lo que a partir de ella se expandía en el infinito como un efluvio enroscado y delirante. De la lluvia, del sonido de la lluvia, me llegaba algo así como una letanía de conciencia profunda, que no requería de pensamiento ni de esfuerzo alguno de la voluntad. Recordé con asombrosa precisión de detalles una tarde de domingo de cuando tenía doce años, quizá la más amarga de mi vida. Aquel día esperaba con ansia a que llegara la hora de jugar al fútbol con mis amigos, como hacíamos cada domingo. El día estaba hermoso, hasta que a la hora de la siesta asomaron sus hocicos unas nubes muy negras y muy densas. Habíamos quedado a las cinco, y durante dos horas no me aparté de la ventana, viendo cómo las nubes invadían lenta e inexorablemente el barrio. Como no descargaban, tenía esperanza de que esas nubes pasaran y nos dejaran jugar. Creo que nunca he estado tan nervioso como aquella vez, puede usted creerme. Pero el enemigo era demasiado poderoso. No habían golpeado cuatro gotas en el cristal de la ventana cuando sonó el teléfono. Lo cogió mi madre: “hijo, es para ti, es Jorge”. Llorando, pero sin que ella me viera, respondí: “dile que no me puedo poner”. No tenía fuerzas para escuchar lo que Jorge quería decirme. Y aquella tarde me quedé en casa, junto a la ventana, viendo llover -empapándome de la conciencia de la lluvia-, hasta que anocheció.

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