lunes, 12 de septiembre de 2011

POR QUÉ DOBLAN LAS CAMPANAS

Esta mañana me he encontrado de sopetón con una verdad que, se mire por donde se mire, tiene algo de descorazonador: ha acabado el verano y, con él, una concepción y una praxis de la vida. Ninguna estación del año influye en nosotros tanto como lo hace el verano, porque en ninguna otra estación hay Tour de Francia, en ninguna otra estación podemos andar en chanclas por la calle, en ninguna otra estación podemos bañarnos en el mar, ni sudar por las noches con la ventana abierta, ni alargar un partido de fútbol con los amigos hasta las diez de la noche, ni interesarnos desaforadamente por los fichajes de nuestro equipo, ni ver cine al aire libre, ni hacer maletas sin pensar siquiera en meter abrigos y sudaderas, ni poner el aire acondicionado en el coche. El verano tiene más exclusividades que el invierno, el otoño y la primavera, aun teniendo éstas su cuota insobornable e intransferible de encantos -los árboles pelados, las hojas secas, las flores-, tan suyos como puedan serlo los bañadores para la estación que ahora acaba. Pero el verano está claramente marcado y nos marca, qué duda cabe, más que las otras.

Esta mañana, decía, me he encontrado con la piscina de la urbanización cerrada. Acostumbrado a verla repleta de bañistas, a los gritos de los niños jugando, a la socorrista con sus gafas de sol y su torso de escándalo reglamentarios, a saludar al portero -un chico de no más de dieciocho años- que pide los carnets a la entrada, a fruncir el ceño ante la reverberación del sol en las mesas metálicas de la terraza, atestada de gente ociosa tomando el aperitivo; acostumbrado, en definitiva, a observar con un punto de envidia pero también de extraña alegría todo aquello, hoy me he sentido paralizado por la estampa crudamente solitaria de la lámina azul del agua y lo que la rodea. Ni había gente ya en la terraza, ni estaba el chaval de los carnets, ni la socorrista, ni los niños lanzándose a bomba. Y, en medio de aquel silencio absoluto, sólo se oía el tenue ulular del viento, inédito los tres meses precedentes, ahogado su pulso como estaba por el revoleo tremendo del verano. Unas pocas hojas secas, las primeras, cruzaban el césped donde, anteayer mismo, las señoras tomaban el sol y los preadolescentes jugaban al fútbol con una pelota pequeña, y los árboles que hace nada daban sombra a los prudentes ahora sólo podían, a modo de entretenimiento, zarandear las ramas con un ademán pálidamente resignado. Sigue haciendo calor, pero no importa: la piscina ha cerrado y, con ella, el verano se escapó.

Una de las discusiones típicas de esta época del año es cuándo acaba el verano. Hay opiniones para todos los gustos, pero lo que es seguro es que ninguna coincide con lo que dicta la astronomía. Para algunos, los trabajadores, el verano dura lo que duran sus vacaciones convenidas; para otros, no más que el tiempo que están fuera de Madrid o, más genéricamente, de sus lugares de residencia habitual; para los puristas, el verano se circunscribe únicamente a la playa; los colegiales gozan de una percepción del verano más larga que el resto de mortales y dura lo que el colegio está ausente en sus vidas. Pero hay elementos más sutiles y subjetivos. Los hay que piensan que el verano claudica el 1º de septiembre, esa barrera fatal más o menos comúnmente aceptada, otros que no dudan en señalar al primer anuncio de fascículos en la tele como el definitivo y brusco canto de cisne y aquellos que llegada la primera borrasca -que no tiene por qué descargar para ser considerada como señal ineludible-, no dudan en adoptar una conducta no veraniega, aunque después, y como ahora sucede, siga haciendo calor. Y para los más sentimentales fue verano solamente mientras duró su amorío estival, ese amorío que reúne una serie de características exclusivas que todos más o menos tenemos en mente -temporalidad, apasionamiento, clandestinidad, etc. Hay incluso una clase extravagante que considera que el verano no acaba, sino que ha ido acabando, esto es, su marcha fue paulatina y no existe una frontera, un acontecimiento, ya sea íntimo o universal, por el que quepa decir que el verano ha terminado.

Hay, por tanto, miles, millones, de fechas o momentos que marcan el final del verano, tantos como seres mínimamente conscientes y racionales existen. Se me concederá que, huérfano de un amorío estival, consigne el final de mi verano, muerto esta misma mañana a la luz equívoca y temblorosa del sol que alumbraba, con un punto de pesar, una piscina solitaria.

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