domingo, 4 de septiembre de 2011

LA ISLA (VII)

Sábado, 14 de agosto
LA VOZ HUMANA CUANDO NO SUENA

¿Me habré quedado sin voz? Hoy me he dado cuenta de que llevo un mes sin abrir la boca. Mis deseos de comunicación se ven colmados en este diario. Es posible que, si no completamente apagada, sí mi voz suene distorsionada, flaca, cavernosa. Hasta me da miedo comprobarlo. Sería facilísimo, sólo tengo que decir algo. Pero qué difícil es decir algo cuando nadie puede oírte. Si acaso, puede uno gritar, gritar desaforadamente como cuando uno de los primeros días gritaba la palabra foie-gras, pero no hablar con normalidad. De eso soy incapaz. Si un día hago la prueba y encuentro la forma de expresarlo -que presumo que no será fácil-, ya le contaré cómo suena la voz humana cuando no suena.

Domingo, 15 de agosto
Hoy es la Paloma. Fue hace dos años. Me pongo a recordar como quien ve una película o lee un libro. No puedo hacer otra cosa. La carrera de San Francisco olía a algodón de azúcar, a garrapiñada, a vino callejero, a panceta y salchicha, a melón, a piel de verano, a puesta de sol. La plaza de Puerta de Moros crepitaba con los primeros delirios nocturnos, volaban las risas, danzaban las sonrisas y las terrazas del Humilladero y los Carros lanzaban a los aires su confuso pregón. Recuerdo el cielo, de un azul postrero e íntimo. Recuerdo las recién nacidas luces de las farolas, y el ruido de fondo de la verbena, y a los niños correteando alrededor de mí, y, en medio de un aroma de felicidad, mirar hacia la cúpula de San Francisco el Grande, que ardía en el crepúsculo recortándose como un ninot castizo y muriente. Las piedras medievales de ese rincón de Madrid participaban de la fiesta. El junio anterior habíamos terminado la carrera, y desde entonces, desde la borrachera inmediatamente posterior al magno evento, los compañeros de clase que habíamos estado juntos desde el primer curso, el núcleo duro, no nos habíamos vuelto a reunir. Aquel encuentro improvisado, en pleno agosto, sonaba a fin de una época de nuestras vidas; sonaba, olía, se veía, se sentía en los comentarios, en las voces, en las sonrisas dislocadas, en esa actitud de ponernos el brazo por el hombro y decirnos cosas graciosas al oído. “La próxima vez, la próxima vez”, no cesábamos de repetir. Pero cuanto más lo repetíamos, menos convencidos estábamos de que hubiera una próxima vez, o al menos una próxima vez como aquella y como las de los cinco años anteriores. Todos sabíamos que no había vuelta de hoja y que tocaba mirar hacia el futuro profesional, hacia el futuro verdadero. Cada cual por su cuenta, el tiempo actuando de separador y decantador de recuerdos y amistades, un novio por aquí, una novia por allá, algunos ahorros, uno a Barcelona, otro a Dublín, los más en Madrid, pero en barrios desconocidos, alejados del calor de nuestra juventud. Y se acabó, y empieza otra cosa. Todo eso lo sabíamos, y quizá por ello aquella fiesta de la Paloma, tan infantil, tan ingenua, tan castiza, nos supo mejor que nunca.

Irene había comprado un algodón de azúcar, que apenas probaba. En realidad, no sabía muy bien por qué lo había comprado, quizá nada más que por entreverarse en el entorno. Yo la miraba continuamente, sin que ella se diera cuenta. El ambiente estaba adobado con su presencia. Le dije muchas tonterías, comentarios que yo creía ingeniosos y que no pasaban de ser una despedida un poco tragicómica. Álex, por el contrario, era más incisivo en su dialéctica, parecía llegarle más. Indudablemente me había cogido ventaja, no solamente en aquel momento, sino durante todo el curso anterior. Incluso me llegaron rumores de que estaban liados, pero yo jamás los di pábulo. Estaba convencido de que sólo tonteaban, claro que ya era mucho más de lo que hacía yo. Aquel día de la Paloma se dirimía el combate final, eso lo sabíamos tanto Álex como yo. Irene, ajena a este juego, parecía disfrutar con que nos despedazáramos con cada mirada, con cada palabra, con cada gesto. No sé cómo, hubo un momento en que Irene y yo nos separamos del grupo y entablamos un germen de conversación interesante, de esas que se dan muy de vez en cuando. Álex, que se creía vencedor, no dejaba de mirarnos con los ojos encendidos. No sé cómo llegamos a hablar de los sumerios y los acadios, y tampoco sé cómo, de ahí, la conversación derivó hacia una disyuntiva entre la sensibilidad y la dureza de carácter. Ella parecía abogar por los sensibles y sentimentales y yo, nada más que por llevarla la contraria -lo creía fundamental para iniciar el juego-, defendí al ser robótico de voluntad inquebrantable. Habíamos cambiado los papeles, defendiendo cada uno todo lo contrario que en lo íntimo defendíamos. Ella defendía mi intimidad y yo la suya, ¡qué cosas!, ¿verdad usted? Y, conscientes ambos de que estábamos representando un papel que nada tenía que ver con la realidad de nosotros mismos, decidimos desgajarnos también de la realidad que nos rodeaba y, casi sin avisar, dijimos a los demás que ahora vendríamos, que Irene tenía que comprar no sé qué cosa en una tienda de chinos y que yo la acompañaba. Álex me miraba con el semblante tranquilo, pero en los ojos se notaba el fuego de su interior. Echamos a andar por la calle Tabernillas, muy lentamente, demorando el momento. Estas son las estampas que, aquí en la isla, duele recordar. Ella vestía uno de esos pantalones vaqueros ceñidos que dejan el muslo al aire y un top azul. Estaba bronceadísima y yo, en aquella situación, más tranquilo de lo que nunca llegara a pensar. Compró lo que tenía que comprar en la misma calle Tabernillas, en la confluencia con la del Águila, y salió de la tienda. Debíamos regresar a la carrera de San Francisco y buscar a los demás, pero ninguno de los dos parecíamos tener prisa. Parecía que en cuanto viéramos un lugar propicio -un banco, un poyete, un bordillo más alto de lo normal-, nos sentaríamos y allí ocurriría todo. Y en ello, en buscar ese rincón que sirviera de descanso para las piernas y de yesca para nuestro fuego aún no encendido, nos concentramos tácitamente, mirando a todas partes. Pero entre la calle Tabernillas y la carrera de San Francisco no hay lugar para el amor, y allá a lo lejos, entre el nudo de la verbena, divisamos al grupo, aunque ambos hicimos como que no lo habíamos visto. Fueron ellos los que, fatalmente, nos vieron a nosotros. Y ahí acabó todo. El resto de la noche fue un disparate por mi parte. La oportunidad había quedado atrás, en el breve trayecto desde la calle Tabernillas hasta la carrera de San Francisco. La conversación sobre los sumerios y los acadios, el hombre sentimental y el hombre fuerte, quedó varada como uno de esos barcos oxidados del mar Caspio que una vez vi en un reportaje de El País Semanal. La última visión que recuerdo es la de Álex e Irene caminando juntos hacia San Francisco el Grande, en cuyos alrededores él tenía aparcado su coche, rodeados de los retales de una noche de verbena.

Lunes, 16 de agosto
Casi cuatro hojas gasté antes de ayer en contarle a usted un suceso diminuto de mi vida, que poco ha tenido de importante para mi devenir en el sentido de que nada de aquello repercutió posteriormente y que, pensándolo bien, ni siquiera es suceso, porque nada sucedió. Pero tenía que contarlo. Aquí en la isla, uno mira hacia atrás y ve la película de su propia vida y se da cuenta de cosas de las que jamás se percató mientras las estaba viviendo. Por ejemplo, hasta que se lo conté a usted ayer no me había dado cuenta de que un detalle tan nimio como que desde la calle Tabernillas hasta la carrera de San Francisco no hubiera un solo lugar apto para sentarse fue lo que desbarató mis opciones, que eran reales -¡crea la palabra de un hombre honrado!-, con Irene. Tampoco sé si Álex y ella hicieron algo, porque a ellos dos no los he vuelto a ver. A algunos de los demás, sí, pero a ellos no. ¿Será casualidad o que, en efecto y como usted muy bien estará pensando, han juntado sus destinos como dos ríos que se encuentran, completamente alejados del mío? ¡Vaya usted a saber! El caso es que, viendo la fecha, me vi obligado a recordarlo y, sin nada mejor que hacer, a contárselo a usted. Espero sabrá disculpar que no le cuente cosas de más sustancia referentes a mi vida aquí, pero es que tampoco hay mucho que contar, aunque me complaceré si usted halla algo de entretenimiento en estos episodios personales de alguien que tiene los días contados. Grave pecado es la nostalgia y, por lo que se ve, sepulcro de hombres de acción.

Martes, 17 de agosto
El cuaderno adelgaza por días, igual que yo. Habrá que apretar la letra, pero eso sería hacer trampas. Creo que he dicho demasiadas cosas, y sin embargo no he dicho nada. Me parece que estará usted de acuerdo.

Miércoles, 18 de agosto

Escapando del casero y de algo más -quizá de todo, quizá de nada-, he llegado aquí. Gastando un dinero que no tenía, cogí un avión que se estrelló y del que soy el único superviviente. Iba a un lugar que era de paso, bisagra para una nueva vida, y me encuentro con un paisaje completamente desconocido y que será mi última patria. En fin, las cosas han sucedido así y no hay más que hablar. Pero a veces pienso en la teoría de las múltiples historias de Friedmann. Si, efectivamente, cada uno de nosotros está viviendo a la vez un número infinito de vidas, no puede uno menos que preguntarse qué es lo que hace que estemos viviendo precisamente esta vida, esta historia, y no otra. Claro que lo mismo se preguntarán muchos otros yos que estén viviendo en este mismo momento el resto de historias. Uno de ellos, por ejemplo, se habrá casado con Inma y tendrá un buen puesto en una gran empresa de construcción. Pero se trata de una de las más plausibles, una de las más cercanas al yo que estoy viviendo y sintiendo, que me ha tocado vivir y sentir, porque al fin y al cabo yo conozco a Inma y soy ingeniero de Obras Públicas. Quizá otro yo sea Presidente del Gobierno, o jugador del Real Madrid, o escritor famoso, o ferretero, o mendigo. Otro habrá cogido otro avión y habrá llegado a su destino, y allí se habrá suicidado, quién sabe. En realidad muchos de mis yos alternativos (alternativos sólo para este yo que está escribiendo) han dejado de existir. O quizá haya un yo tan alejado de este yo que conozco que haya dejado de ser yo para ser una persona completamente distinta. Y todos a la vez, todos revueltos en este magma inextricable que es la existencia. No sé, a lo mejor son maneras que tienen los científicos de complicar las cosas.

Imagen de cabecera: LA VERBENA DE LA PALOMA.

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