sábado, 10 de septiembre de 2011

LA ISLA (IX)

Jueves, 2 de septiembre
Lo que hace irrepetible a cada segundo es la presencia irrepetible de cada uno de nosotros. Si no existiéramos, los segundos serían todos iguales. Nada cambiaría, incluso cambiando todo. No sé si me estaré explicando, pero como sé que usted es inteligente, sabrá por dónde van los tiros.

Viernes, 3 de septiembre
¿Qué habría pasado con esos pobres primeros organismos vivientes que hace miles de millones de años colmaban los mares primitivos y de los cuáles procedemos nosotros si no los hubiéramos descubierto, inferido, a partir de nuestra inteligencia? Es necesario convencerse de que una vez estuvieron ahí, y que tuvieron una forma, un comportamiento y un ansia de supervivencia idéntico al que tenemos cada uno de nosotros. No conviene despreciarlos, y creo que hemos hecho bien otorgándoles un lugar y un papel en el mundo, aunque ya no existan. Si usted lee esto, -y que usted lo lea será el gran objetivo que tenga antes y después de morir-, estaré seguro de que también me otorgará un lugar y un papel en el mundo, a pesar también de no existir ya.

Domingo, 5 de septiembre
Hace un calor espantoso, terriblemente húmedo. Creo que de nuevo se avecina tormenta, y de las gordas, así que tengo que afanarme en buscar comida y guardarla. Y agua, sobre todo agua. Hay por aquí un árbol de hojas gigantes muy apropiadas para transportarla en grandes cantidades desde la catarata. Mañana me afanaré en todo ello. Presiento que se avecinan días difíciles.

Lunes, 6 de septiembre
Todo salió bien. Me levanté muy temprano, antes del alba, para acumular toda la comida y agua que pudiera. Cacé un buen número de lagartos, lagartijas y alacranes, y, con ayuda de las hojas gigantes, a las que conseguí dar forma de bolsa, traje agua desde la catarata. Creo que para un par de días tengo. Aún no ha llovido, pero está al caer. El cielo está coagulado de nubes, el viento arrecia cada vez con más fuerza y los pájaros de la isla están como alborotados, como si prepararan la huida. En realidad, es la isla entera la que parece querer huir, y yo con ella.

Martes, 7 de septiembre
Ha estado todo el día lloviendo. Desde luego, esto es mucho más que una tormenta. Probablemente sea un tifón, aunque no estoy seguro de si la isla Inmaculada está en zona de tifones. Si no lo está, no andará muy lejos. Desde el interior de la cueva, de donde no he salido desde ayer por la mañana, se oye el incesante y furioso chorreo de la lluvia. Y, sobre todo, lo que hiela la sangre es el ulular del viento, algo así como si todos los fantasmas atormentados de la historia hubieran salido en procesión. La cueva está oscura, muy oscura, y ni no fuera por el pequeño fuego que he logrado encender (no es fácil con el nivel de humedad que hay aquí) no habría podido escribir estas líneas, ni habría podido estar medianamente tranquilo, sintiendo cómo corrían las arañas por mi cuerpo, oyendo el deslizarse de las culebras y el leve gruñido de los alacranes antes de atacar. Tampoco podría haber pensado como he pensado, con alegría y una sonrisa en la boca, en mi familia, en mis amigos, en Inma y en el cielo de Madrid. Ni en las amapolas de mayo del descampado de enfrente de mi casa, ni en mi querida Cava Baja. Ni en usted, claro, porque en esta hora de mi vida es quien tengo más presente.

Miércoles, 8 de septiembre
No logré dormirme hasta muy avanzada la noche. Al despertar, con el alba, noté algo muy extraño. Al principio no sabía lo que era, me encontraba cansado y desorientado. Tras unos minutos de discernimiento, caí en la cuenta de que ese elemento tan extraño no era otra cosa que el silencio. Un silencio muy cercano al absoluto, tanto, que tuve que emitir un sonido -“a”- para cerciorarme de que no me había quedado sordo. Es lo mismo que cuando uno se despierta en medio de una oscuridad completa y por unos instantes piensa que se ha quedado ciego. Ese “a” me tranquilizó, y me dirigí a la salida de la cueva. Al fondo se veía una claridad mentolada, y, cuando salí, tuve que cerrar los ojos, deslumbrado por la claridad. El sol volvía a brillar y el cielo lucía tan limpio y luminoso como en los mejores días del invierno de Madrid. La tormenta, o tifón, o lo que fuera, había pasado, y en torno mío no había más que árboles tumbados. Parecía el escenario de una matanza vegetal. Algunos pájaros, milagrosos supervivientes, parecían afanados en reconstruir sus vidas tras la tragedia. Y, dentro de nada, la vida volverá como si nada a la isla Inmaculada. Eso es una de esas cosas que se sienten.

Jueves, 9 de septiembre
He vuelto a preparar una pira para hacer humo, a ver si tengo suerte. Luego he bajado a la playa -que está irreconocible, tapizada por un bosque de ramajes muertos-, a otear el horizonte. Nada. A veces me da la sensación de vivir en un universo paralelo, o en el interior de un cascarón, o haber viajado en el tiempo hasta una época remota, cuando el ser humano aún no existía. Pero no, eso es demasiado fantasioso, demasiado novelesco, y esta isla, como ya le he dicho alguna vez, es más real, sin duda mucho más real e inmediata que todo lo que he vivido hasta ahora. En más de dos meses no he visto ni siquiera un avión lejano, una sola señal de humanidad. El “a” que emití ayer es lo más humano -junto con la muerte- que ha acaecido en esta isla. Hasta ahora no he pensado mucho en los que murieron en el accidente y que están podridos y descarnados, unos en el fondo del mar, otros en el asiento que les tocó, otros esparcidos en las rocas. Es duro pensar que la isla Inmaculada es un inmenso depósito de cadáveres a los que dentro de no mucho se unirá uno más. Usted sabe tan bien como yo lo que me queda.

Viernes, 10 de septiembre
Creo que ha sido el día más duro de mi vida, pero también el que ha dejado un depósito mayor de paz. Anoche, desde que dejé de escribir, no cesó de torturarme la idea de que mis compañeros de vuelo yacieran desperdigados, sin sepultura, al amparo de los elementos. Así es que esta mañana, después de desayunar un par de arañas, he bajado a la playa y me he dedicado a buscar los cuerpos. No ha sido tarea fácil, y desde luego que no he podido recuperarlos todos. El avión está partido en tres grandes trozos y, visto desde la playa, semeja una sirena varada que en medio de una tormenta no pudo llegar viva a la costa. El fuselaje está ya oxidado. Logré rescatar veintiocho cuerpos, veinticuatro correspondientes al pasaje, dos azafatas y los dos pilotos, que pude sacar de la cabina no sin grandes esfuerzos, pues el morro del avión se hallaba embutido en unas rocas afiladas. De diecinueve he podido averiguar el nombre e incluso algunos datos de sus vidas, y ver a sus familias en las fotos, otorgarles una profesión, un jirón de pasado. De los nueve restantes, me ha sido imposible. He empleado todo el día en enterrarlos por separado, en la misma playa donde desperté yo aquel 22 de junio y viví hasta que la tormenta destruyó mi refugio. Por un lado están los identificados, y por otro los sin nombre, pero todos con su respectiva cruz, que he podido fabricar con ramas secas, y un manojo de las plantas más hermosas que he encontrado por aquí. Al atardecer he rezado un responso por todos ellos, y durante un buen rato me he quedado sentado junto a la playa, ya tranquilizado y en paz, junto al cementerio improvisado, con las olas lamiéndome los pies, solamente lamentando no haber podido enterrar como merecen a los que viajaron conmigo y que no tuvieron tanta suerte como yo de dejar testimonio, el testimonio que usted está leyendo.

PD: he enterrado los cadáveres con la ropa que llevaban y su documentación, a fin de que, si alguna vez dan con esta isla y si, como sería lo normal, los familiares quisieran repatriar los cuerpos, se sepa quién es cada cual. Lo siento una vez más por no haber podido identificarlos a todos, pero confío en que con las tecnologías que hay pueda conseguirse, y lo siento también si alguno de los enterrados no es cristiano, pero creo que sus familiares comprenderán que ante la muerte todos somos lo mismo y que hasta que den con ellos mejor será que descansen bajo el abrigo de una cruz que no zarandeados por los vientos y las mareas. Por mi parte, desearía ser enterrado en la playa y junto a los cadáveres que quedaran, si los hubiere, y si no, solo. Y que sepa usted y papá y mamá que sobre esto no hay duda ni vuelta de hoja. Gracias.

Sábado, 11 de septiembre
Después del inmenso funeral de ayer, en el que oficié a la vez de sacerdote, padre, madre, hermano, hijo, amigo, amante, sepulturero, plañidero y mirón, es como si la muerte se hubiera hecho carne en mí, como si hubiera tomado conciencia plena de ella, y no sólo de la mía -que poco importante es y bien presente la tengo desde hace mucho tiempo- sino de su concepto y su presencia en el mundo, que los que vivimos inmersos en la vorágine de la civilización no llegamos a asimilar. Y le aseguro a usted que me siento con una tranquilidad de ánimo como nunca había experimentado, como si no hubiera final de nada, sino principio de todo; más exactamente, como si siempre estuviésemos viviendo el final de nada o como si la nada fuera el principio de todo. El cuaderno, amarilleado y ajado ya por las inclemencias, adelgaza por momentos y prefiero ni mirar lo que le queda ya. Le juro, y bien que me enorgullezco de ello, que en todo este tiempo no he contado ni una sola vez las hojas en blanco que quedan por llenar. ¿Se imagina? ¡Qué angustia! Ir contando las hojas que le quedan a uno de vida, como una espera después de la cual es posible que no haya nada, no creo que haya tortura mayor...

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