jueves, 15 de septiembre de 2011

LA ISLA (X)



Lunes, 13 de septiembre
Esto es un poco como el moribundo que espera a la muerte postrado en la cama, que sabe que ahí y no en otro lugar dejará de existir. Pero también es lo mismo que lo que le ocurre a cualquier ser humano que viva libre y con salud, porque también él sabe que este planeta -que en el fondo no es demasiado grande- es su lecho de muerte, no ha hecho otra cosa que vivir siempre en el mismo lugar donde morirá. Mi situación no es más que un punto intermedio entre ambos extremos, el del moribundo enfermo del estrecho recinto de su alcoba infecta y el de la Humanidad que se va muriendo en el no menos estrecho planeta Tierra. ¿Qué si no una representación minúscula del mundo es la isla Inmaculada, y yo una metáfora perfecta de la especie humana entera? Quizá esto que estoy diciendo sean delirios de grandeza... o de pequeñez, porque nada envanece tanto como sentirse pequeño y desvalido.

Martes, 14 de septiembre
Sí, es una verdad descorazonadora. Haciendo un cálculo bastante grosero pero creo que ajustado a la realidad, se podría asegurar que el ochenta por ciento de los seres humanos que han existido a lo largo de los milenios nacieron, vivieron y murieron sin haber visto más paisajes, más horizontes, que el que he visto yo en estos más de dos meses como náufrago. Por tanto, mi consideración como hombre extraordinario por el hecho de vivir una aventura se esfuma al instante, porque en realidad soy uno más de entre ese colosal ochenta por ciento cuyos ojos no vieron más allá de diez kilómetros a la redonda. Lo otro, los viajeros o, mejor dicho, los turistas, son un invento tan reciente que, de ese veinte por ciento restante -siendo muy generosos- de toda la humanidad, un quince pertenece a los últimos cien o doscientos años. Generalmente el hombre no se ha movido porque no ha podido, exactamente igual que yo ahora. Y, así, mi insignificancia se exacerba hasta hacerse insoportable, hasta hacerme prácticamente inexistente. Sólo este menguado cuaderno podrá salvarme de no haber existido, y sólo usted tendrá la potestad para devolverme algún día al lugar de donde, podrá creerme, no quiero marcharme, a pesar de todos los pesares.

Jueves, 16 de septiembre
Hoy he visitado el cementerio. ¿Qué otra cosa mejor puedo hacer aquí que honrar la memoria de los que sólo me tienen a mí para visitarlos, para estar con ellos? Porque, en eso estará usted de acuerdo, es mucho más patético y doloroso un muerto solitario y sin sepultura y sin nadie que se acuerde de él -aunque este no sea el caso, pues seguro que sus familias piensan en ellos a cada instante- que un hombre vivo y coleando que no tenga nada más que su soledad -que ya es mucho. Los muertos necesitan mucha más compañía que nosotros, los vivos, aunque en el momento en que escribo estas líneas yo sea para usted y para todos los que me conocen un muerto tan muerto como los habitantes del cementerio. ¿Cómo podré salvar este cuaderno, cómo? Lo importante es que ellos ya descansan en paz, pero no puedo dejar de pensar que si es verdad que tuve la suerte que ellos no tuvieron de sobrevivir al accidente, es muy probable que no tenga la suerte que ellos han tenido de recibir digna sepultura.

Viernes, 17 de septiembre
El avión rasgó la espesura del cielo azulísimo, y a pesar de que volaba tan lejano que no era más que una estrella diurna y móvil, en aquel momento juraría haberlo podido alcanzar con la mano. Grité desaforadamente, creyendo de verdad que podrían escucharme, creyéndome por unos minutos salvado. Y lo celebré como cuando mi Real Madrid gana Ligas o Champions Leagues, corriendo, los brazos en alto, lanzándome en plancha en la arena. ¡Qué estúpido!, pienso ahora. El avión pasó de largo, sin la más ligera idea ni de que yo pudiera estar aquí ni de que hubiera una isla que es sepulcro de veintiocho personas y, dentro de nada, veintinueve.

Sábado, 18 de septiembre
Reflexión al hilo de lo de ayer: se celebra con el mismo ímpetu la propia salvación (aunque después se compruebe que no hay tal salvación) que las victorias de nuestro equipo favorito. Dando por sentado que no son cosas comparables, cabe hacerse la pregunta: ¿quién de los dos está equivocado al celebrar? Pero también podríamos preguntarnos: ¿y si en realidad y en contra de lo que nuestro buen sentido común nos dicta el salvar la propia vida y el que nuestro equipo favorito gane la Champions no sólo son cosas comparables, sino que lo segundo va aún más allá que lo primero? Parecen cuestiones fáciles de responder, pero no lo son, ¿qué piensa usted?

Martes, 21 de septiembre
Tres días sin escribir. Asisto con pavor e impotencia al olvido progresivo de ellos, al emborronamiento de sus rostros, a la distorsión de sus voces, que hasta hace pocos días me sonaban frescas y realísimas en los oídos -como si me susurrasen- y que ahora, no sé por qué, me llegan como las de un aparecido, como si los esqueletos del cementerio se hubieran levantado y vinieran a por mí recriminándome mi buena suerte y su mal enterramiento a cargo de unas manos paganas e inexpertas. Y entonces, en la noche paralizada y funesta de la isla Inmaculada, la piel se me eriza y se me estremece el pecho. Escribo en el interior de la cueva a la luz de la hoguera, y es la madrugada. Apenas puedo respirar, me palpitan las sienes, siento caricias y alientos malolientes en mi nuca, mis miembros están paralizados, y creo que es el miedo. Miedo precisamente a la compañía de esa amiga fiel que nos sigue a todas partes y que no da la cara nada más que en nuestro último momento. Sintiéndola tan cerca, sí, uno a veces tiene la lucidez necesaria para sentir miedo. Y, por favor, créame, esto no son palabras huecas. Parece que en cualquier momento un ejército de figuras flacas va a cruzar el umbral de la cueva y me van a despedazar aquí, vivo, y van a coger este cuaderno que es mi vida y lo van a quemar en una ceremonia donde la muerte sería la única protagonista. Ya nadie lo leería, ya nadie me haría revivir en el pasado que viví -este- y que todos creen que no son ya días que pertenezcan a mi trayectoria vital. No, eso es horrible, horrible. Quiero vivir, quiero haber vivido, pero sus caras, las caras de papá, mamá, Nuria, Inma, se me están olvidando, y sus voces ya no son las que eran, sino un eco lejano como venido de un mundo que ya no es el mío...

Miércoles, 22 de septiembre
Noche horrible, de verdaderos acentos funestos. Al final conseguí dormir, ni siquiera sé cómo, pero el sueño fue indeciso y turbulento. Nada más despertar sentí un impulso irreprimible de bajar a la playa y rezar, rezar mucho tiempo delante de las sepulturas para buscar el perdón de los muertos. Me levanté de un respingo y salí de la cueva. A la entrada, en ese suelo duro de la explanada, había unas pisadas muy desdibujadas que atribuí a unos lagartos. Me fijé un poco en ellas y me di cuenta de que los animales habían recorrido el mismo trayecto en ambas direcciones. No le di más importancia, aunque me llamó la atención el tamaño de los supuestos reptiles, y eché a andar hacia la playa. Según iba descendiendo me apercibí de que en realidad seguía las huellas -o, haciendo un juego literario fácil, ellas me seguían a mí-, y cuando llegué al cementerio se hicieron más profundas y nítidas, sin alterar en ningún momento el esquema de ida y vuelta, hasta que en un punto concreto se ramificaban para dirigirse cada cual a su sepulcro. Y lo que estaba claro es que no eran de lagarto. Vi con terror que las tumbas estaban como removidas, como si sus inquilinos hubieran salido y luego se hubieran enterrado ellos mismos. Había algunas cruces caídas, otras destrozadas, e incluso recogí algunos jirones de ropas raídas. Se me heló la sangre. Ateniéndome al número de pisadas, estaba bien claro que habían sido muchos -al menos diez o doce- los esqueletos que habían salido de sus tumbas y se habían dirigido en procesión hacia mi cueva. Un presentimiento fatal sobrevoló mi cabeza: estaba claro que si a mí no me habían hecho nada no era a mí directamente, a mi cuerpo, lo que buscaban, sino otra cosa. Corriendo regresé a la cueva, presa de un pánico como jamás había sentido. Busqué el cuaderno, que no apareció por ninguna parte. Registré la explanada de la cima de la isla, sin éxito. Los esqueletos habían robado mi cuaderno y a saber lo que habrían hecho con él. Pensé que lo habrían leído todos juntos, y que se habrían reído a carcajada suelta de las cosas que uno escribe acerca de la vida y, sobre todo, acerca de la muerte, esa cosa que ellos ya conocen tan bien; pensé también que alguno se lo habría llevado a la tumba, o que lo habrían roto en mil pedazos y los habrían arrojado al mar, o que, como imaginé anoche, lo habrían quemado en un ritual de purificación. Al fin y al cabo, sabían que destruyendo mi cuaderno me mataban a mí también sin necesidad de mancharse las manos de sangre, que no podría sobrevivir a su desaparición más que unos pocos días, unas pocas horas. Y los imaginé lanzando a la oscuridad de la noche su risa malévola, gozándose de enviarme a su reino, y regresar en cortejo fúnebre pero con un timbre de alegría a las tumbas que yo mismo les proporcioné, con las ropas con las que yo -con mis manos que ya no tendrían donde escribir, donde irse dejando la sangre- les vestí.

Ya sin esperanzas de nada, me senté en la que es la cima de la isla, la roca en forma de yunque que hay en uno de los bordes de la explanada. Me resigné a mirar que pasaran las nubes, a esperar que el sol completara su viaje por la bóveda celeste, a dejar que transcurriera el tiempo necesario para abrazar a la muerte. Pensé en todos ellos, en papá, en mamá, en Nuria, en Inma, y lloré; pero sobre todo pensé en usted -que ya no habría posibilidad de que existiese- y en mi difunto cuaderno, y lloré aún más. Tras un buen rato de lágrima viva y caliente, me quedé aplanado como un bebé, y cerré los ojos. Cuando, un tiempo después que no podría precisar, los abrí, nada más que oscuridad en torno mío, los rescoldos de la hoguera de la noche anterior y, en mis brazos, mi cuaderno de pastas rojas.

Tan terrible pesadilla -que le juro que creí tan real como esto que le escribo- me hizo caer en la certeza de que no era posible, de que jamás serían capaces de robarme mi cuaderno y hacerme morir, de que yo sé que ellos me aman como yo les amo a ellos, y les pido perdón por estar aquí en el lugar donde debían estar ellos. Y en el fondo de mi alma siento que me han perdonado, a pesar de no saber más que el inicio del Padrenuestro, que en esta mañana real he rezado una y otra vez delante de las tumbas intactas. Así que, después de lo de hoy, creo que ya no volveré a tener miedo, y vuelvo a acordarme de cómo sonreían papá, mamá, Nuria e Inma, y de cómo sonaba mi nombre posado en sus labios.

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