jueves, 29 de septiembre de 2011

LA ISLA (XII)



Lunes, 1º de noviembre
Día de Todos los Santos. Por momentos, llegué a pensar que el destino me reservaría esta fecha. Pero pasará sin que yo todavía haya dejado el mundo. Sigo teniendo fiebre y me encuentro más débil, pero hice el esfuerzo de bajar al cementerio, rezar delante de las tumbas y depositar unos ramos de plantas que pude recoger. Además de un homenaje fue, más que una despedida, un saludo, una ceremonia de aceptación, un “hasta mañana”... Tardé dos o tres horas en llegar desde la cueva hasta la playa, y otras tantas -o más-, en regresar, cuando ese trayecto de ida y vuelta, estando sano, lo completaba en poco más de media hora, o lo que aquí en la isla entiendo yo que puede ser media hora. Pero era mi deber, y ahora descanso tranquilo.

Martes, 2 de noviembre
En este mi último momento sólo tengo fuerzas para hacerme estas preguntas: ¿encontrará usted este cuaderno? ¿Cómo puedo hacer para que lo encuentre? ¿Hago un último y puede que inútil esfuerzo y llego a la playa para descansar, teniendo así más probabilidades de que me encuentre pero arriesgándome a que el mar aje más aún el cuaderno hasta que sea ilegible o simplemente se lo lleve para siempre, o me quedo aquí, a la entrada de la cueva, más seguro, pero a la vez más escondido y con muy pocas posibilidades de que alguien vea mi cuerpo jamás? ¡¿Qué hago, por Dios, qué hago?!...

***

CARTAS

Sólo me quedan tres caras en blanco, y, como ya nada me queda por contar que no haya dicho, y nada tampoco que usted no se imagine, creo que lo mejor será que aproveche el espacio y la vida que me queda -tres caras, un hilo- para redactar cinco breves cartas a las personas que más estimo en esta vida, y que, como usted supondrá, son mi padre, mi madre, mi hermana e Inma. Pero también a usted quería dirigir unas palabras, y por usted empezaré, pues sin su ayuda no será posible que nada de lo escrito durante estos más de cuatro meses pueda ser leído por alguien, y en tal caso mi soledad en la isla Inmaculada no habría servido más que para dar de comer a las alimañas que se alimenten con mi cuerpo, para, eso sí, haber dado sepultura a veintiocho infelices que murieron de camino a sus vacaciones y para... para nada más. Porque lo que vieron mis ojos no se lo he contado a nadie más que a este cuaderno, y este cuaderno por sí mismo, sin otros ojos que lo vean, no es nada.

A usted

Ignoro su identidad, su sexo, su nacionalidad, su aspecto. Ignoro siquiera si existe, pero usted es para mí importantísimo. Sin usted se me habrán arrancado cuatro meses de vida que son míos y bien míos. Es, seguramente, el pedazo de vida más mío desde que nací, y por nada del mundo quisiera que me lo robaran. Pero basta de escribir para nadie; esta carta la escribo para ser leída, pues no otro es su cometido, y para agradecerle en lo más hondo de mi alma que haya encontrado este cuaderno y que lo haya leído, y que, si lo tiene a bien, lo difunda entre mis familiares y amigos. No ha sido mi propósito, ni mucho menos, que usted se sintiera angustiado y triste leyendo, aunque momentos de tristeza y angustia haya habido. Cuatro meses de soledad en la isla Inmaculada dan para mucho. Y creo que lo he conseguido. Antes de morir, he releído de cabo a rabo el diario, y he quedado más o menos contento. Contento porque he conseguido trasladar al papel con relativa fidelidad lo que me iba a viniendo a la cabeza, contento porque he conseguido llevar la cuenta de los días sin un error y contento porque lo que he comunicado no ha sido la angustia de un náufrago, sino la ventura de un hombre que no llegaba a la treintena y que, simplemente, tuvo la fortuna de haber vivido. A usted gracias, sea quien sea, y espero que lo haya pasado bien. Y, si en algún momento lloró, que fueran lágrimas de esperanza.

A mamá

De nada vale arrepentirse ahora de no haberte dado siquiera una pizca del amor y cariño que me has regalado desde que nací. Si tuviera ahora mismo un teléfono y una única llamada que poder hacer, no tendría ninguna duda de que sería a ti. La ingratitud de los hijos para con las madres sólo es comparable a lo que nos queréis, y ambas cosas son infinitas. Lamentablemente, estaba siendo ahora cuando empezaba a decidirme a devolverte parte de lo que me diste -pues todo sé que es imposible-, pero este accidente trunca mi propósito. Al menos me queda la esperanza de que algún día puedas leer esta carta, algo de lo que estoy tan poco seguro que muy poco me falta para llorar de desesperación. Me pongo a reflexionar un poco sobre el caso y llego a la conclusión de que estaba siendo en esta etapa de mi vida cuando mis relaciones contigo iban a empezar a ser auténticas, adobadas con un afecto sincero y tranquilo y alejadas del practicismo que imperó durante mi niñez, mi adolescencia y mi primera juventud. En la niñez, los hijos permanecemos con las madres porque las necesitamos para sobrevivir: no es otra cosa que interés por nuestra parte; en la adolescencia, el alejamiento de vosotras, tan abrupto y desconsiderado, obedece a razones de una confusa ansia de libertad, una libertad que aún no puede ser otorgada; y en la primera juventud todavía se viene de ese impulso, aunque atemperado. Pero aún los hijos no os damos nada más que disgustos y respuestas destempladas. Es a partir de los treinta cuando comenzamos a darnos cuenta de vosotras, de lo que sois y significáis para nosotros, y empezamos a devolveros algo de lo que, con un completo desinterés, nos disteis, nada más que por amor en su estado más puro. Me gustaría extenderme más contigo, mamá, pero el papel -y el tiempo, y la vida- se me acaba. Que sepas que te quiero y siempre te quise, aunque a veces no lo demostrara.

A papá

Sin ti nunca podría haber llegado a ser lo que soy. Y lo que soy será mucha o poca cosa, pero, si soy sincero, no le pido nada más a la vida de lo que fui e hice. Y buena parte gracias a ti. No te preocupes si alguna vez fuiste duro, pues si de algo pecaste fue de falta de rigidez para conmigo, seguramente por el amor que me profesabas. E hiciste bien, porque a mí, pese a esta desgracia, pese a este final tan inesperado, no me ha ido mal. Tú lo sabes bien, y sé que te sientes orgulloso de mí. No es el tuyo de esos orgullos fatuos que tienen algunos padres de sus hijos, a los que procuran ensalzar de cara a los demás, quizá precisamente por haberles decepcionado en sus altísimas y estúpidas aspiraciones. El tuyo es un orgullo callado y auténtico, y en su silencio tranquilo y apacible está su autenticidad. Desde aquí sé que eres el que menos ha llorado mi pérdida, lo que vosotros creíais mi muerte, y que aún no es efectiva. Pero sé también que la sientes más que nadie, y que tu entereza no tiene que ver más que con ayudar a que mamá y Nuria no se hundan. Sé su sostén, y piensa que mamá solamente te tiene a ti, porque algún día no muy lejano Nuria también volará. Y estoy seguro de que no fallarás.

A Nuria

¡Hermana! ¿Qué le dice uno a alguien que lleva su misma sangre? Sólo que siempre te admiré. Admiré lo que a mí me falta: tu aplicación, tu capacidad de esfuerzo, tu sentido del humor, tu inteligencia muy superior a la mía, pero sobre todo admiré tu sensibilidad. Y admiré también lo que nos une, lo que reconozco también en mí porque, al fin y al cabo, venimos de la misma simiente, y en algo se tiene que notar. ¿Qué es eso que nos es común? No sabría decirlo. Quizá una pequeña inflexión en la voz cuando llamamos a mamá, o la manera de coger el tenedor, o los andares, o el modo de fruncir el ceño cuando fingimos estar enfadados, o la forma de la espalda, a la vista tan distinta pero, fijándose uno un poco, tan parecida. No sé. En todo nos diferenciamos y en todo también nos parecemos, sin que ello sea una contradicción, ¿verdad que sí? Estoy seguro de que serás en la vida lo que quieres ser, porque talento e ilusión no te faltan. Que mi pérdida no te suponga un quebranto, tú sabes muy bien volar sola. ¡Lástima que no esté yo allí para verlo!...

A Inma

A punto estoy de desfallecer, y casi por milagro soy capaz de sujetar este bolígrafo al que tan poca sangre como a mí le queda. Pero tu recuerdo es lo que me hace continuar y terminar esta carta y, con ella, este cuaderno. El espacio es muy justo, así que allá voy. Lamento profundamente no habértelo dicho nunca, aunque me parece raro que tú no te dieses cuenta. Es curioso: siento más nostalgia y tristeza por aquello que pudo haber sido y no fue -mi vida contigo- que por aquello que fue y dejo atrás. Por mucho que el hombre tenga la facultad, el tesoro, de recordar, sin una perspectiva hacia el futuro, sin una ilusión, no es nada. Y mi ilusión eras tú. Querría que bautizasen a esta isla como isla Inmaculada, si es que no tiene nombre, y si ya lo tiene, si fuera posible, cambiarlo. Es lo único que pido a los hombres; a Dios, o a quien tenga la competencia, que alguien encuentre este cuaderno...

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