martes, 17 de mayo de 2011

SE NOS CAE LA TARDE

La tarde nunca cae; en eso están equivocados todos los poetas y novelistas que han hablado y hablan de que “caía la tarde con inmensa tristeza”. La tarde, si acaso, se nos cae. Da igual que sea una tarde primaveral o de invierno, es lo mismo que la última luz derramada recuerde soles de verano o cobres de otoño. No importa que llueva o luzca el cielo raso, ni que se trate para nosotros de un día feliz o una jornada asquerosa. Lo mismo da. La tarde, pase lo que pase, nos pase lo que nos pase, siempre se nos cae. Se nos cae de las manos, como las malas novelas o los falsos amores, como aquellas ilusiones perdidas que quizá -sólo quizá- nunca fueron verdaderas ilusiones.

Se nos cae la tarde cuando paseamos parques o cuando rumiamos misteriosas tristezas, resguardados en el dudoso resguardo que es el hogar. Se nos cae la tarde cuando nos sentimos amados y, todavía más importante, cuando sentimos que amamos. Se nos cae la tarde cuando estamos solos -incluso cuando estamos dichosamente solos- y cuando degustamos una grata compañía; nuestro amigo, nuestra chica -¡primeros soles de amores de otro tiempo desdichadamente revividos!-, más que caérsenos, se nos escapan entre los dedos como arena fina. ¿Qué es lo que pasa?

Hay muchas maneras de que nos caiga la tarde, pero dibujaremos las dos más extremas, las más lacerantes.

No hay consuelo. La tarde se nos cae, y lo peor de todo es tomar conciencia de que nos está cayendo. Tras un par de horas tumbados bocarriba en la cama, nos levantamos, asqueados. Miramos por la ventana. Dudamos si llamar al amigo que siempre nos saca del letargo. ¿Y por qué no esperar a que nos llame él? Pero vemos que llueve. Las gotas repiquetean exasperadamente en el cristal. Por la calle, temblorosas figuras andantes que buscan cornisas donde resguardarse, que abren puntiagudos paraguas. Unos minutos después, el asfalto y las aceras ya están brillando. Se enciende las primeras farolas, como reminiscencias de un siglo perdido. El teléfono no suena, el silencio nos duele en los oídos y la luz eléctrica de nuestra casa tiembla, como estremecida. Nosotros también temblamos. ¿Dónde quedó la tarde, dónde?

¿Y dónde quedó la tarde feliz, la del sol rubio y sonriente? ¿Qué fue del parque decimonónico, cortado por un patrón histórico? ¿Qué de sus luces, qué de sus rosas? ¿Qué pasó con el paseo lento, largamente masticado? ¿Se nos ha ido ya? Sí, se nos fue mientras se nos iba.

Sí, hay veces en que el único refugio posible de la tarde es la noche, y otras en que la noche es el doloroso final del camino, de un camino que siempre quisimos caminar pero que, de haber sabido que terminaba, nunca habríamos caminado. En cualquier caso, es innegable que la tarde se nos cae.

Hay una larga mística en torno a la caída del sol que es tan antigua como el mismo ser humano. Sin ir más lejos, nuestra fiesta nacional, los toros, basa toda su simbología en el ocaso. Por eso las corridas empiezan siempre a las siete de la tarde, y por eso las corridas en plazas cubiertas son consideradas por algunos aficionados como un pastiche, una burda farsa sin valor ni sentido. No es necesario, pero lo haremos, insistir en lo que de metáfora de la muerte tiene la caída de la tarde, lo que de final de trayecto trae el ocultamiento del sol. Sospechamos que al día siguiente todo volverá a empezar, pero, ¿quién está del todo seguro?

Es necesario creerlo, convencerse. Y así vamos tirando. Y así vamos levantándonos, sin darnos cuenta de que nos habíamos caído. Es la fuerza de la costumbre.

2 comentarios:

  1. a.s: sinceramente , este relato está en otra liga

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  2. un relato top,sólo al alcance de los elegidos

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