viernes, 13 de mayo de 2011

LA BIBLIOTECA

Los lugares públicos no son más que un pretexto, y van mucho más allá de su mera esencia utilitaria. Queremos decir que a los gimnasios no se va —aunque en principio sea lo que se pretenda— solamente a hacer ejercicio, al estadio de fútbol no se va sólo a ver un partido, a un bar o cafetería no se acude con la única pretensión de tomar una consumición y los baños públicos son mucho más que un sitio donde desintoxicar la piel. El ejemplo más obvio de ello son las discotecas y similares, pero tienen sus peculiaridades. Son lugares públicos, sí, pero sujetos a unas normas un tanto arbitrarias por parte del dueño que hacen que uno esté allí como de prestado, temeroso de que en cualquier momento alguien le ponga de patitas en la calle por no sabemos qué motivos. Además, a las discotecas se va demasiado a lo que se va —y desde luego que no es, o no suele ser, a bailar—, por lo que el encanto de “lo que podría suceder de forma natural” desparece en el acto. No entran, pues, las discotecas en ese rango de lo público.

Sí, por el contrario, entran las bibliotecas, como esta en la que nosotros escribimos cada mañana nuestras líneas. Una biblioteca pública cualquiera situada en las afueras, una mañana cualquiera de un día laborable. A las bibliotecas se viene, naturalmente, a estudiar, o al menos a intentarlo, de igual modo que en principio al gimnasio se va a ejercitarse —o a intentarlo— o al estadio de fútbol se va a ver ganar a tu equipo —o a que lo intenten. Esa primera intención no quita que después nuestros ojos se dirijan hacia elementos que nada tienen que ver con ese primitivo resorte, como también sería absurdo pensar que toda nuestra vida escolar se resume en un puñado de datos aprendidos en los libros de texto. No. Si uno quiere fijarse —y aunque no quiera— aquí y allá encontrará detalles que le hagan aprender cosas; porque los lugares públicos son sobre todo eso: un aprendizaje social.

La biblioteca pública donde escribimos es mucho más que un lugar de estudio. Para empezar, el silencio no ejerce su legítimo absolutismo. De fondo se oye una música melancólica —Sultan of swing— que viene de la calle y que no parece molestar a los circunstantes. De hecho, hay como una tácita barrera de decibelios a partir de la cual la molestia ya no es tolerada, y es entonces cuando empiezan las miradas hoscas y los reproches mudos. Hay tres o cuatro grupúsculos de charlatanes que, de momento, siguen impunes. Lo que más nos gusta de las bibliotecas es lo que de bazar silencioso de amores tiene. Es el reino de la conquista por la mirada y no por las palabras, la tierra feliz del enamoradizo tímido y contentadizo. Nosotros ya hemos elegido nuestro blanco y nuestras flechas, aún a pesar de sospechar que blanco y flechas están equivocados. Está unas pocas mesas más allá, enfrente de nosotros, y de momento no nos hace demasiado caso —en realidad lleva desde octubre sin hacernos demasiado caso.

En nuestra misma mesa una pareja de adolescentes estudiantes de selectividad mastica tiernísimas palabras.

—Mira, cariño, yo sólo quiero que estudies lo que te gusta. No te metas a Veterinaria sólo por estar conmigo —dice ella. Él la mira como un perrillo que pidiera de comer. No parece muy convencido. Se revela.

—Pero sí a mí me encanta Veterinaria, desde siempre.

En lo alto, una claraboya triangular derrama sobre el lacerado adolescente una luz dulce y primaveral. Por el contrario, ella, por una increíble casualidad, permanece en la sombra. De la mesa de nuestra izquierda nos llegan los acordes de la música que un chico alto y moreno escucha por los auriculares. Nos preguntamos inmensamente asombrados si podrá enterarse de algo de lo que lee. Hace calor, un calor de biblioteca, pegajoso y pertinaz, de esos que sólo se alivian cuando se deja de pensar en él. Pero eso es difícil. Pensamos en él, pensamos mucho, cada vez más, y sudamos. Mucho más cuando escuchamos los tacones de una muchacha que se ha arreglado como si saliera de fiesta o como si fuera a la boda de un conocido. Detrás de ella van dos o tres muñecas del mismo jaez. Se produce un pequeño revuelo que se impone al rumor de hojas y toses que preponderaba. Por momentos, la biblioteca toma trazos de discoteca, y un chaval que se ha levantado al unísono de las muñecas y que camina detrás de ellas nos parece el ligón desesperado de las seis de la mañana. Vista la estampa, sentimos ganas de pedir un mojito al primero que pase por nuestra espalda. El guarda jurado, que de vez en cuando se pasea por la sala con aire amenazante, parece el gorila, y entonces el cariz de discoteca o pub es más que evidente.

La mañana va pasando, y nuestra chica sigue con la mirada clavada en los apuntes. Pero no hay que desesperar, porque todo consiste en ser perseverante y encontrar el momento de flaqueza. Por lo general, se observa que las chicas son mucho más volubles que los chicos. Ellos tienden a concentrarse en lo suyo, mientras que ellas se pierden en decirle a la amiga una cosa, en mirar el móvil por si tienen un mensaje, en suspirar de calor y aburrimiento.

Llega un nuevo estudiante, que busca un sitio libre. Es este, el del que llega tarde y escruta, casi limosnea, una silla en la que poder sentarse, un espectáculo altamente patético y bochornoso. Camina entre despacio y con prisa, sin saber muy bien si prefiere ralentizarse para buscar el sitio con mayor probabilidad de éxito o salir de allí cuanto antes. De repente el chico ve una silla libre, y duda; con la cara encendida por la vergüenza, se acerca y, con una voz que le sale entrecortada, pregunta: “¿está libre?”. Le dicen que no. Podemos sin mucha dificultad sentir el enorme desasosiego que le embarga, no tanto porque no pueda esta mañana estudiar —quizá así tenga una excusa para no hacerlo—, sino porque su mañana imaginada, siquiera levemente aprovechada, acaba de irse al garete. Y, sobre todo, por el mal rato que está pasando. Mientras se retira, los que están —estamos— sentados le miramos, entre la compasión y la burla, entre la empatía y el escarnio.

Sin habernos dado cuenta, las tres o cuatro muñecas que hace un rato salieron de la sala de estudio han regresado y están ahí, sentadas en sus sitios. Suena un móvil, truena una tos, se escapa una risa apenas sofocada, chirría desagradablemente la pata de una silla que roza con el suelo cuando su huésped se levanta. Es este el concierto de sonidos habitual de las bibliotecas, que quién sabe si ayuda a la concentración, como esas músicas leves de algunas librerías. El adolescente de nuestra mesa, el que quiere y no quiere estudiar Veterinaria, mira a su novia.

—¿Vamos a descansar?

Se acerca la hora de comer, y la biblioteca se va vaciando. En la atmósfera se siente la carga del cansancio. Nosotros, aunque no lo parezca, hemos escrito algo. Los charlatanes siguen a lo suyo, sin que nadie les diga nada, las muñecas siguen siendo asaeteadas por la mirada general y nuestra chica, nuestro blanco —¿estarán romas nuestras flechas?—, que ha estado toda la mañana sin despegar la vista del papel, recoge sus cosas. Quizá sea el momento de recogerlas nosotros también.

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