miércoles, 11 de mayo de 2011

EL AMIGO COSME

Es amigo pero casi diríamos que es más enemigo. O quizá es que es amigo precisamente porque es enemigo. Lo mismo da. El caso es que sentimos por él una admiración que no podemos disimular. Y sus encantos no provienen para nosotros de un roce continuado y, sobre todo, largo en el tiempo. No. A Cosme lo conocimos hace apenas unos meses, un año a lo sumo. Ya desde la primera vez que lo vimos nos llamó la atención por aquello por lo que suelen llamar la atención las personas en el primer encuentro: por su físico. Casi de inmediato sentimos un deseo de acercamiento, y ya estarán diciendo los psicoanalistas que se trata de un instinto homosexual que subyace de algún trauma infantil relacionado con la figura paterna. No, nada de eso. Es, simplemente y más que otra cosa, un prurito de curiosidad hacia lo extraordinario, hacia la belleza -masculina, femenina, animal o material, lo mismo da- lo que nos hace trabar un mínimo conocimiento.

Cosme, para qué negarlo, es extraordinariamente guapo. Además, tiene eso que se ha dado en llamar don de gentes. Habla con todos y con todos parece llevarse bien. No regatea saludos, no tiene malas palabras para nadie -al menos delante de nosotros- y lo que más nos asombra es su capacidad para ejercer una especie de caciquismo bienhechor en torno suyo. Todo el que se acerca a Cosme le reconoce en mayor o menor medida ese liderazgo tácito que hace que las personas quieran estar cerca de él, para luego, en cualquier conversación lejana, poder decir: “¿Cosme? A ese yo lo conozco. Es coleguita mío”. Una de las cosas más curiosas de Cosme es que, a pesar de tener dinero, va a un gimnasio de barrio y estudia en una universidad pública. Sin embargo, en ninguno de los dos ámbitos, en el deportivo y en el académico, es demasiado constante. No le interesan gran cosa, de no ser para cultivar sus dos grandes e indelebles pasiones: la vida social y, por encima de todo, el trato y conquista de la mujer.

Poco a poco vamos estrechando lazos con Cosme. Tampoco es cosa difícil, puesto que da pie para ello. Más o menos, los prejuicios iniciales que teníamos de él se van confirmando. Por no sabemos qué brillo en la mirada le suponíamos inteligente, y en efecto lo es; a pesar de su evidente prestancia física, le tomábamos por modesto, y no nos equivocamos; su expansión para con los demás delataba su generosidad, y la hemos sentido en nuestras propias carnes; le notábamos inclinado a saber escuchar, y efectivamente podemos contarle nuestras cuitas y opiniones sin ser interrumpidos y con toda la atención por su parte. Cosme, a nuestros ojos, lo tiene todo; todo lo que podríamos desear y quizá más, un anhelo indeterminado de perfección que coloca su figura en una posición que, además de verla muy por encima de la nuestra -tanto que nos parece algo así como una deidad a la que poder adorar- sobre todo lo que hace es complementar nuestra personalidad, que, en ciertos aspectos, presenta atributos enteramente contrarios a los nuestros. Él es decidido y nosotros titubeantes; él es expansivo y nosotros tímidos; él goza de una gracia natural que a nosotros, es preciso reconocerlo, nos falta. Y otras muchas cosas más. Cosme, el amigo Cosme, nos completa, nos termina, y por eso necesitamos su contacto.

De Cosme nos agrada todo: su persona interior y exterior e, incluso, sus bienes materiales. Hemos tenido la fortuna de estar en su chalet, a donde nos invitó una espléndida tarde de primavera para escuchar música bailonga y tomar unos mojitos en el jardín y que es de esos que salen en las portadas de revistas de decoración -o que, sin duda, valdría para tal-; nos ha paseado numerosas veces en su coche, cuyo motor -de no sabemos cuántos caballos y cilindros en V- muge como un buey, epatando al personal por las calles de Madrid; nos enseña con naturalidad que raya con el desprecio todos sus aparatitos electrónicos –iPad, iPhone, Blackberry, etc.-, y otras muchas cosas más que creíamos que sólo existían en las películas americanas y que descubrimos que están ahí, que existen, sólo que un poco en secreto, conocidas solamente por los pudientes, en lo que podría ser una especie de secta del dinero.

Afortunadamente para nosotros, sentimos que Cosme nos estima. Es verdad que tiene un círculo de amigos a los que tampoco queremos acercarnos, un círculo selecto, un poco misterioso, y que se compone de gente de su nivel social. Tampoco querríamos nosotros entreverarnos en tal círculo, como tampoco seríamos, sin duda, naturalmente recibidos. Ello no nos importa, porque lo que queremos es seguir frecuentando la tibia amistad de nuestro Cosme. Y él nos corresponde, pues, no sabemos por qué razón, nos ha colocado en un lugar especial en su constelación social. Somos, en esa constelación, una estrella de brillo medio, pero solitaria, diferente a la mayoría. Algo así como un privilegiado por no sabemos qué motivos. Y esa ausencia aparente de motivos, más que el hecho mismo de ser privilegiado, nos congratula. Nos sentimos, por qué no decirlo, orgullosos. Quién sabe si, como él nos completa a nosotros, nosotros le completamos a él. Hay, sin embargo, algo en él que nos choca: su concepción de la mujer y su trato con ellas. A Cosme no le hemos conocido novia formal ni nada parecido, aunque sí sabemos -porque él se encarga de contárnoslo con altísima densidad de detalles- de sus picoteos aquí y allá. Conocemos incluso a algunos de sus rollos que, como no podía ser menos, exceden por completo cualquiera de nuestras pretensiones. Juegan en otra liga. Y ello, sí, más que envidia, nos produce una desazón profunda ante la visión de la belleza ideal. La tenemos, ¡ay!, delante de nuestras narices, pero no podemos más que contemplarla con infinito pesar. Él, sin embargo, las saborea a su antojo. Eso debe de ser la felicidad, pensamos. Pero resulta que Cosme no es feliz.

Cosme es, en ese sentido, un frustrado. No ha encontrado el amor y tampoco será fácil que lo encuentre. Tiene éxito con las mujeres, pero ninguna mujer le llena. Y lo malo es que él, en el fondo y en la forma, vive exclusivamente para el amor de la mujer. A todas horas la busca y casi siempre la encuentra. No hay nada más. Todo lo demás, los estudios, el dinero, la familia, son secundarios. La mujer llena su vida pero ninguna puede llenar su alma. Sus enamoramientos y desencantos se suceden a la velocidad de la luz, y, aunque disfruta abandonándolas cuando más se habían hecho ilusiones, tampoco ello le procura nada más que orgullo y vanidad pasajera. La felicidad sigue estando lejos, bien lejos, a pesar de todo. A pesar de su belleza, a pesar de su dinero, a pesar de sus incuestionables gracias personales, que nosotros gozamos en conocer. A pesar de todo ello, hay algo que toca con el fondo e impide a esa preciosa nave avanzar. Supeditadas todas las actividades de su vida a una sola, Cosme se encuentra con que, a pesar de que cree haber colmado todos sus apetitos en ese su ámbito primordial, le falta algo, le falta lo más importante. Le falta una concreción, le falta esa palabra que empieza por “a” y que no nosotros no queremos mentar por miedo a que se nos tome por imbéciles, o por locos, o por románticos. O por todas esas cosas a la vez, porque todo loco tiene algo de imbécil y de romántico y, sobre todo, todo romántico es un imbécil y un loco. Nosotros querríamos ayudar a Cosme, de corazón.

Pero, ¿qué tonterías estamos diciendo? -habla nuestra conciencia- ¿Ayudar nosotros a Cosme? ¡Qué disparate!...

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