Es un tema tan manoseado que casi da reparo asomarse a su paisaje, normalmente abrupto y tenebroso. No se trata tanto de un miedo a carearse con uno mismo -todos tenemos nuestros fantasmas-, que es de lo que en último término se trata la literatura, sino sobre todo de caer en el precipicio de la repetición, del tópico, sin aportar nada nuevo que dé una brizna de luz temblorosa. Lo nuestro, al fin y al cabo, no es más que filosofía de andar por casa. Pero de vez en cuando hay que tener valor y, en cualquier caso, parece necesario, es necesario para uno mismo, abordar cuestión tan ardua aunque no apetezca, aunque sólo sea para poner en orden las ideas, pensando quizá que en ese orden pueda radicar una esperanza de que los viejos fantasmas no vuelvan nunca más.
Es sabido que el hombre carga con el fantasma de sí mismo de igual modo que carga con su verdadero yo. Ahora bien, aquí entramos en un camino embarrado, pues discernir cuál de los perfiles es real y cuál es fantasma se nos antoja tarea no tan fácil y cómoda como pueda parecer. Está claro que, pasado el filtro de los años y las vivencias, uno de los dos prevalecerá, y éste podrá ser considerado como el verdadero yo y el otro, que existe de forma latente, nuestro fantasma. Pero, ¿es ese fantasma algo irreal, algo así como el residuo de la combustión de nuestro verdadero ser? Uno cree que asegurar esto se acerca al feo concepto de la injusticia. Uno cree, en suma, que los fantasmas son tan verdaderos y tangibles como el supuesto yo real. Valdría tanto decir “el hombre y su fantasma” como “el fantasma y su hombre”. El ser humano es una criatura tan compleja que, para ser explicado -o para acercarnos a tal pretensión-, necesita de ese ente vaporoso, indefinido, que es el fantasma; sus fantasmas: el fantasma de sí mismo y, también, los fantasmas de su existencia.
Y es en esos fantasmas de la existencia, ajenos -y, a la vez, tan sujetos- al fantasma propio del que hemos hablado, donde queríamos insistir. Hay muchos tipos de fantasmas, tantos como entes individuales. Cada uno, repetimos, tenemos los nuestros. Pero, simplificando, podríamos decir que existen dos tipos fundamentales de fantasmas: los nuevos y los viejos. Y son los segundos los que acongojan de verdad. Aquellos a los que creíamos haber vencido y, al volver a presentarse ante nuestros ojos, comprendemos que no. Quizá los hayamos dominado en cierta medida, hayamos conseguido reducirlos el tiempo justo para poder encerrarlos en el mechinal de nuestros miedos. Pero ahí siguen. Y vuelven a aparecer. Y siguen lanzando hacia nuestros oídos su horrible letanía. No se fueron. Y ello nos aterra.
Es posible que consigamos vencer a nuestros viejos fantasmas una y otra vez. Es posible que la experiencia nos enseñe que a los viejos fantasmas sirva con ignorarlos para que no nos hagan daño. Sí, todo pasa. Y es verdad. Pero también es verdad que los viejos fantasmas, los verdaderos viejos fantasmas de nuestro carácter, es difícil que nos dejen alguna vez. Forman parte de nosotros, y los llevamos encadenados como Sísifo su piedra. Podemos aprender a tratarlos, adiestrarlos incluso. Pero los viejos fantasmas son como los leones amaestrados; no dejan de ser animales salvajes, y no se sabe si atacarán y, si lo hacen, no se sabe cuándo.
Quizá lo más descorazonador para nosotros sea enfrentarse una y otra vez a las mismas dificultades, encararse a nuestros viejos fantasmas. Un obstáculo nuevo, un fantasma con rostro desconocido, ya sólo por la novedad que representa, nos infunde fuerzas para pelear y vencerlo. El problema es cuando ese fantasma regresa, una y otra vez, cuando lo creíamos doblegado. Los fantasmas nunca lo son del todo. Puede parecer esta entrada de un pesimismo que nosotros no queremos aparentar. Al revés. Nuestro propósito es decir, decirnos a nosotros mismos también, que los viejos fantasmas, aunque en ocasiones nunca puedan dejar de existir, sí es posible convivir con ellos hasta alcanzar un alto grado de concordia. E incluso aprender de ellos.
Sí, de momento, a estas alturas de nuestra juventud, los viejos fantasmas tienen la costumbre de reaparecer cada cierto tiempo ante nuestros ojos espantados. Ignoramos si según pasen los años, o según pasemos nosotros por los años, nuestros viejos fantasmas se irán debilitando hasta, si no desparecer del todo, sí al menos fosilizarse en las capas geológicas más profundas de nuestro ser y queden ahí, como un vestigio de nuestra historia sentimental. Nos dan miedo, es preciso decirlo, pero quizá todo consista en conseguir darles miedo nosotros a ellos.
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