martes, 10 de mayo de 2011

LLORAR POR NADA

Dijo Oscar Wilde que varias razones convencen menos que una sola. Caminando por el mismo paisaje, Einstein, al conocer un artículo titulado Cien científicos contra Einstein, en el que se negaba la Teoría de la Relatividad, replicó: “si de verdad yo estuviera equivocado, bastaría con que hubiera firmado uno sólo”. Bien, cien años después, la Teoría de la Relatividad no ha podido ser descabalgada de su éxito experimental, pese al énfasis con que aquellos cien científicos -y otros muchos- creían actuar en pro del sentido común. Es lo mismo que aquel que necesita demostrar su verdad con mil y una razones y un millón y una palabras. Si realmente esa verdad tiene visos de tal, alumbrará por sí sola, y las razones y las palabras quedan así, las más de las veces, como una alimaña muerta que colgase de la rama de un árbol, zarandeada levemente por el viento otoñal.

En realidad, los conceptos de “todo” y “nada” son tan abstractos, tan puramente figurativos, que tiene difícil encontrar un hueco en el clima de lo humano. Ni siquiera es fácil encajarlos en el elástico puzle de nuestra imaginación, que tolera las más variadas combinaciones y un número casi infinito de piezas nuevas. Podemos imaginar y ver las cosas, trabajar con abstracciones y conceptos, porque, en principio, son “algo”, por intrincado y difícilmente aprehensible sea lo que tratemos. Pero la “nada” y el “todo” no son concebibles. Es más, aunque semánticamente son dos conceptos antónimos, en realidad se confunden en una sola argamasa, de cariz inextricable, como los gases de esas gigantescas nebulosas de colores que captan nuestros mejores telescopios.

Y es en esa confusión, en ese acercamiento casi mágico de los extremos, donde queríamos insistir. No es nada fácil poner en orden ni expresar con un mínimo de criterio lo que nos está rondando por la cabeza, pero lo intentaremos. Y para ello, pondremos un ejemplo sencillo y gráfico que todos, a buen seguro, habrán sentido en sus carnes. Nos referiremos a eso que muchas veces llamamos “llorar por nada”, a ese colapso del alma muchas veces repentino pero que en la mayoría de ocasiones está precedido por hondas razones que se pierden en el tiempo y en la memoria, y que nos asalta a todos en mayor o menor medida en algún momento de nuestras vidas. Es ese instante indeterminado pero muy nítido en el tiempo en que, de repente, sentimos que no hay futuro porque adquirimos la vaga conciencia de que el pasado -nuestra persona- simplemente es una farsa que ya no tiene salida. Después se ve, se aprende, que sí, que ese callejón que creemos cerrado tiene en realidad una secreta rendija, un pasadizo que, escondido como está entre nuestra escombrera interior, es difícil que veamos en el primer y angustiado vistazo.

“Es que ya lloro por todo”, nos dice, en un quebrado hilo de voz, la amiga para quien somos confesor. En verdad, lo que nos está diciendo es que llora por nada. No hay diferencia entre ambas expresiones. Hay momentos, los de máxima intensidad espiritual, en que el todo y la nada difuminan sus contornos para mezclarse en un extraño éter que ni es una cosa -el todo- ni otra -la nada-, sino ambas a la vez o, en último término, ninguna de ellas. Cuando los sustentos últimos sobre los que normalmente apoyamos nuestros días, cuando no queda chispa ni resquicio para la esperanza, cuando la nostalgia deja de ser nostalgia para convertirse en algo peor, en esa “tristeza de no saber por qué”, es cuando se empieza a llorar por todo, a llorar por nada. No hay razones, y cuando no hay razones, es lógico pensar que tampoco hay soluciones. Pero eso es sólo aparentemente.

Es asombroso cómo la naturaleza tiende a remansar a los hijos de su fortuna, logra sublimar los más grandes cataclismos del alma. Bien es verdad que hay excepciones, que no todo el mundo es capaz de salir de esa indefinición. Pero la mayoría sí lo hacen. “Si al menos tuviera una razón por la que llorar, por la que mascar mi tristeza… Pero esto de tener todas las razones, esto de en realidad no tener ninguna, es lo que me mata…”, debe de pensar nuestra compañera. Sí, en todos los ámbitos de la vida es necesario y saludable concretar. Quien está enamorado de todas las mujeres -atiéndase a la cursiva- difícilmente podrá estarlo de una en especial, difícilmente podrá enfocar la intensidad de su luz emocional, y la irá desperdigando, sin oficio ni beneficio, por el extenso mundo. Y así con todo. La inconcreción lleva normalmente a la ansiedad, al desconcierto, a la frustración. Lleva, muchas veces, a llorar por todo, a llorar por nada.

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