viernes, 20 de mayo de 2011

EL ÚLTIMO TIRO

Que el deporte es una formidable metáfora de la vida me parece a mí que no tiene duda. En eso, es superior a la literatura, el cine, la música, la pintura y el teatro, pues fatalmente éstos no dejan de ser una sucursal del devenir real de la existencia, una representación, un intento más o menos afortunado de recreación, transformación e incluso invención de la realidad, pero siempre partiendo de ella para producir en falso directo algo distinto. En las artes actúa un filtro por el cual la obra se nos da después de haber pasado por una reflexión muy sentida o un sentimiento muy reflexionado. Pero siempre después de. Por eso es tan difícil producir una buena obra artística, y sólo unas pocas de las millones que los seres humanos han ido creando a lo largo de la historia son las que perduran, las que de verdad nos dan un calor vivo y real de la persona que la creó y, más todavía, nos dan el calor vivo y real de la humanidad en su conjunto.

En el deporte ocurren las cosas de muy distinta manera. En el deporte, como en la vida, las cosas ocurren en el momento, en un riguroso directo muchas veces cruel y dramático, sin lugar posible para la reflexión, para la repetición, para la farsa. Aquí, como en la vida, no hay más que una oportunidad, y si la pierdes, sabes que nunca volverá. Aquí no hay hojas que se tiran a la basura -ahora cibernética-, ni ensayos previos una y mil veces repetidos, ni bocetos a lápiz con el fin de llegar a la perfección. Aquí todo ocurre a la vez y ocurre una sola vez, y se nos pone ante nuestros ojos alucinados crudo, sin ambages, y con el olor, el color y el sabor del auténtico drama, del doloroso fracaso, del exorbitante éxito, del esfuerzo, del desengaño, de la alegría, de la tristeza y del estupor. Todo lo que hay en la vida lo hay en el deporte, porque el deporte, la competición, está ocurriendo a la vez que la vida. Tiene exactamente su mismo aroma y su mismo destello. Y por eso nos gusta tanto. Y por eso nos parece injusta y de una colosal estrechez de miras esa actitud desdeñosa de lo intelectual hacia el deporte. Actitud ya felizmente superada, pero sólo en parte. Sigue habiendo un sector bastante amplio de la cultura que lo considera una pérdida de tiempo, una ocupación de bárbaros con cerebros de mosquito. Afortunadamente, en los últimos años son muchos los escritores, filósofos o artistas que han aireado públicamente su afición a tal o cual deporte, o al deporte en general. Javier Marías o el ex ministro -y catedrático de Filosofía- Ángel Gabilondo, amantes del fútbol, son dos ejemplos de ello. Pero hay muchos más, entre ellos Garci o David Gistau. Y no sólo ahora. Albert Camus fue portero de fútbol y a Tolstói le gustaba hacer pesas y montar en bicicleta. Delibes fue un fiel seguidor del Real Valladolid y escribió numerosos artículos también sobre fútbol. Por no hablar de las veleidades de Hemingway con el boxeo o el gusto de Woody Allen por cualquier evento deportivo, porque, según decía, "en el deporte nunca se sabe lo que va a pasar. Es impredecible". Parece que esta gente no es sospechosa de escasa inteligencia.

Podemos elegir cualquier deporte. Toda competición, por los valores que representa y la estética de sufrimiento, éxito y fracaso con que se nos sirve, lleva implícita una tremenda metaforización de la vida. Pero de entre todos nosotros preferimos el baloncesto. Este juego, con su millonaria diversidad de matices, con su ininterrupción en los sucesos; este juego, donde cada canasta es un gol, donde un detalle ínfimo tiene la capacidad de cambiar una dinámica, una inercia, donde una posesión equivale a ganar un partido, un campeonato, un mundo entero, nos parece que se ajusta como ningún otro a ese paralelismo con la vida -a veces aterrador- de que hablamos. Un juego que, como nuestra existencia, se compone de buenas y malas rachas, de parciales a favor o en contra. Un juego en el que raramente hay segundas oportunidades, un juego donde la suerte tiene su papel pero donde suele ganar el mejor, el más preparado mentalmente, el que mejor domine sus fundamentos; un juego de precisión, como la vida misma, donde es necesario ser preciso para acertar; un juego en el que es fundamental un compromiso de cada cual consigo mismo pero en el que también es imprescindible una cooperación social; un juego, en fin, donde cabe cualquier situación que imaginemos. Las peores, las mejores y las vulgares. Todas.

Se nos permitirá ponernos un poco dramáticos. Situémonos. Estamos en la noche del 13 de febrero de 1837, en el número 3 de la calle de Santa Clara, piso 2º, 1. Un joven escritor de 27 años, el mejor articulista de su tiempo y aún de los pretéritos y futuros, rumia su desasosiego, su nerviosismo inenarrable, su tristeza vital, a la espera de una visita decisiva. Mariano José de Larra no conocía el baloncesto porque este deporte aún no existía, pero de haberlo conocido, no es imposible pensar que se imaginara que estaba ante la posesión, ante el tiro que marcaría indeleblemente su vida. Lo bueno para Larra es que en este partido imaginario y dolorosamente real va un punto arriba: se le ha concedido una oportunidad, una conversación, y eso ya es mucho. Lo malo es que el balón no está en sus manos, sino en las del contrario. Está en las manos de Dolores Armijo, la amada del escritor y a la que espera impacientemente en su casa este lunes de Carnaval. Esta mujer, que durante la relación entre ambos había presentado una relación ambigua, trae la última respuesta: sí o no; pierdes o ganas. Se acabaría al fin la incertidumbre para el pobre Fígaro, que lo había tenido todo, fama, talento, a veces dinero -ganaba una suma extraordinaria para un escritor de la época; todo menos amor, el amor ideal de su Dolores Armijo.

Dolores arriba a la casa de la calle de Santa Clara. Trae las cartas de amor de Larra y, sobre todo, trae el rejón del tiro decisivo, el último tiro. Podemos sentir el corazón de Larra desbordándose de inquietud ante la respuesta, quizá presentida. Pero todavía hay esperanza, quizá por rebeldía, la rebeldía del guerrero, aquella que nunca se doblega hasta la bocina final. Larra había puesto todas sus ilusiones en aquella visita, en aquella posesión, que defendería a muerte. La expectación es máxima. El público de pie, esperando el desenlace. Un ambiente tenso y masticable. El tiempo se acaba, no puede más que acabarse, es imposible dilatar más la escena. Dolores se alza sobre sus pies, lanza el balón. Ese breve lapso en que la pelota va por el aire parece durar toda una eternidad. Es el último segundo, no hay tiempo para más. Se hace un silencio, con matices de ensueño. Dentro. “No”. Definitivo. Se escucha un quejido espantoso que resuena en la casa y, sobre todo, en el alma del escritor. Cuando Dolores todavía no ha abandonado el edificio, se escucha un disparo. El perdedor Larra ha decidido acabar con todo. Aquel tiro, aquel último tiro que Dolores había tenido la fortuna -buena o mala- de meter por el aro, ha tenido como consecuencia otro tiro más, éste absolutamente desdichado, fuera de tiempo. Un tiro con el que Larra, como los entrenadores que dejan el cargo tras una derrota, dimitió de sí mismo.

Imagen de cabecera: placa que recuerda la última morada de Mariano José de Larra, Fígaro, donde terminó sus días un lunes de Carnaval. Se lee: "EN ESTA CASA VIVIÓ Y MURIÓ D. MARIANO JOSÉ DE LARRA FÍGARO. NACIDO EL 24 DE MARZO DE 1809. MURIÓ EL 13 DE FEBRERO DE 1837. 1908". La casa está situada en el sector norte del Madrid de los Austrias, en la calle de Santa Clara, número 3, esquina con la de la Amnistía.

1 comentario:

  1. Es verdad: el deporte nos enfrenta a lo decisivo. A lo decisivo del instante. Concentra la tensión viva del mejor arte. Pero justamente, cuando se trata de la vida, lo que a veces sobra es tal tensión. Mientras uno ve volar el balón, no puede estarse quieto: ha de actuar, esforzarse, por el bien de su equipo y el suyo. Pero, en la vida, a menudo las cosas simplemente suceden, las nubes se apartan, las manzanas salen buenas, las caricias nos llegan. Sin suplicio ni gloria. Es difícil que todo eso ocurra en mitad de la tensión. Es difícil que alimente, cuando se vive como si fuera el último tiro. En la vida también se pierde o se gana, también hay momentos decisivos; pero sobre todo se va pasando el tiempo, mejor o peor, tanteando con finura el instante. Y el drama y el momento crucial que nos enseñan deporte y arte, sin duda en el momento menos pensado nos llegan. Y si bien no conviene vivir para esos pocos momentos cruciales (vivir deportiva o artísticamente), si conviene estar preparado. Haberse curtido. Con deporte o arte.

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